Abandonada la antigua pretensión de constituir una simple versión de los acontecimientos, o una narración con pretensiones de veracidad, el relato se ha convertido en el objeto (ideológico) del deseo para muchos, escribe Manuel Cruz, catedrático de Filosofía Contemporánea de la Universidad de Barcelona.
Habría que encontrar al que tuvo la desafortunada idea para que purgara por sus pecados (a la manera en que Woody Allen en su magnífica Desmontando a Harry condenaba a las penas eternas del infierno a quien inventó los muebles de metacrilato). Porque se diría que alguien decidió, hace ya un tiempo, que había que dejar de hablar de explicación para, en su lugar, hacerlo de relato. La sustitución no era banal ni venía exenta de consecuencias. Lejos de ello, la idea de relato traía consigo incorporada una carga insoslayable de connotaciones que la allegaban al relativismo y a la ficción, connotaciones que han terminado por adquirir carta de naturaleza y que han dado lugar a consecuencias de desigual importancia.
Así, por poner un ejemplo menor, tomado de la vida cotidiana, cualquiera que, aunque sea por equivocación, haya tenido la oportunidad de ver en televisión a esos personajillos que pueblan los habitualmente denominados “programas del corazón” habrá comprobado la desenvoltura con la que expelen frases como “yo he venido aquí a contar mi verdad”, “esa es tu verdad, pero yo tengo la mía”, y similares. Junto con dicha desenvoltura, lo más significativo es que semejante tipo de frases no suele provocar ninguna respuesta crítica o, como mínimo, puntualizadora en ninguno de los allí presentes, ya acostumbrados a ellas. Parece haber ido cuajando una unanimidad absoluta, no solo en que la expectativa de alcanzar algo parecido a una verdad objetiva carece por completo de sentido, sino también en que cada cual tiene el derecho a elaborar un relato propio de lo que le ha sucedido en la forma que se le antoje (casi siempre la más favorable a sus intereses, claro está).
En realidad, el relato, en la acepción del término que ha terminado por generalizarse en casi todos los ámbitos de nuestra sociedad, viene a constituir, en síntesis, una versión de los hechos que, aunque pueda contener elementos de apariencia explicativa, apunta en una dirección distinta a la de la explicación propiamente dicha. Así, cuando alguien, pongamos por caso, describe los antecedentes de una situación presente en términos de persistente y prolongada humillación, explotación, opresión o cualquier otro vocablo equivalente, resulta obvio lo que pretende: está colocando tales premisas para convertir en poco menos que inevitable o incluso justificada una respuesta que legitime acabar con el orden presuntamente provocador de todo ello.
No cabe llamarse a engaño al respecto. En esa manera de emplear el término relato hoy comúnmente aceptada importa mucho menos la explicación (que remite a causas) que la interpretación (que se vincula con el sentido, siempre tan lábil). No es casual por ello que quienes ven con más simpatía este empleo del término hayan recibido con indisimulable alegría el paralelo auge de otro concepto que, en la práctica del discurso, les sirve de refuerzo. Me refiero al de resemantización. Nada que objetar, por descontado, al proceso de reasignación de significados, que es cosa que se viene produciendo a lo largo de la historia desde siempre. Lo preocupante tiene lugar cuando la operación sirve no ya para reinterpretar las palabras, sino para reinterpretar el pasado, incurriendo en el anacronismo flagrante de pretender que los conceptos funcionaran en el pretérito con el contenido que hoy le atribuimos (dando lugar a una versión del pasado por lo general maniquea hasta la caricatura) y condenando los que no nos agradan en la actualidad por lo que significaban tiempo atrás. A la vista de lo anterior, se empezará a comprender que si el asunto del relato tiene una importancia relativa, tirando a escasa, cuando de las cuitas de famosos y famosas de tres al cuarto se trata, la cosa empieza a resultar más preocupante, por las consecuencias a que da lugar, cuando ese mismo recurso es adoptado por dirigentes políticos, por las maquinarias de los partidos y ya no digamos por Gobiernos como herramienta privilegiada y eficaz para imponer en la ciudadanía su versión de los hechos y la subsiguiente justificación de sus propuestas.
Utilizo deliberadamente el término “herramienta” para subrayar el carácter instrumental —esto es, dependiente de intereses prácticos y no de una desinteresada voluntad de verdad— de este empeño narrativista. Ello se hace evidente en expresiones, habituales en el lenguaje político, como “relato ilusionante” o “relato de éxito”, entre otras, muy frecuentes en boca de los profesionales de comunicación de la cosa, en las que queda claro que de lo que se trata con semejante tipo de relatos no es en absoluto de aportar conocimiento, sino de persuadir a los demás de las bondades de la propia acción. Aunque tal vez no sea este último objetivo, obscenamente publicitario, el que debería preocuparnos más en relación con el generalizado recurso al relato, tan característico de nuestros días.
Y es que, abandonada la antigua pretensión de constituir una simple versión de los acontecimientos, una descripción posible o incluso una narración con pretensiones de veracidad, el relato de nuevo cuño se ha convertido en el objeto (ideológico) del deseo para muchos. Este relato, del que se han apropiado la sociología y la ciencia política modernas, es utilizado ahora para designar algo más (mucho más, en realidad) que una narración ordenada y novelada de los hechos: constituye una narración que tiene una inequívoca finalidad política, a saber, la de fijar como innegables en el imaginario colectivo unos determinados hechos, precisamente aquellos que mejor sirven para justificar la posición de dominio de un determinado sector o grupo. Precisamente por ello, no cabe considerar como una casualidad que se hable tanto de relato en tiempos en los que también se habla mucho de posverdad y de fake news, en cierto modo, categorías complementarias.
Porque es a la luz de esta pretensión de hegemonía doctrinal como todas estas categorías se deben analizar y no desde la perspectiva epistemológica, que alguien podría considerar, ingenuamente, como la más adecuada al efecto. Así, lo que caracteriza a las llamadas fake news no es tanto su ostentosa falsedad, asunto con el que a menudo nos distraemos, como la fuerza con la que se imponen, la rotundidad con la que consiguen instalarse en el debate público como datos incontrovertibles, hasta el extremo de que incluso quienes las rechazan prefieren evitar hacerlo en voz alta por el enorme coste político que un tal atrevimiento les supondría (en Cataluña prácticamente nadie osa dudar ante un micrófono o por escrito de esos inverosímiles mil heridos por las cargas policiales del 1 de octubre que no dejaron rastro hospitalario alguno).
En realidad, si queremos plantear el asunto en términos de pregunta por la novedad que aporta, habría que responder que lo que de nuevo tiene este uso del concepto de relato tan frecuente en nuestros días no es propiamente el contenido del mismo, ya conocido de antiguo. Lo nuevo reside en que, por formular la respuesta en la jerga filosófica que nos resulta más propia, haya dejado de constituir una categoría epistemológica, relacionada con el conocimiento, para convertirse en ontológica y, sobre todo, política. Estamos, pues, ante un relato que, de alcanzar la hegemonía, dibuja el marco no solo de lo que hay, sino, mucho más importante, de lo que nos es dado pensar y, sobre todo, del sentido que debe adoptar nuestro obrar. Un relato, por formularlo de manera sintética, de obligado cumplimiento. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt
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