A mí personalmente me asustan los que se manifiestan día sí, día también, como partidarios de la tolerancia cero, así, sin matices. En democracia la tolerancia debería ser una virtud intrínseca. Y los perseguidos, más bien los intolerantes. ¿Cúal debería ser entonces la altura del listón en cuanto al grado de tolerancia, y sobre qué cuestiones? Lo ignoro.
Soy de los que piensan que una democracia asentada puede permitirse un cierto grado de corrupción individual, no social ni política, sin que las instituciones se resquebrajen o resientan. Entiéndanme, por favor: no estoy en favor de la corrupción ni de los corruptos. Digo, simplemente, que la corrupción es algo consustancial a la democracia porque hay libertad, y donde la hay, siempre habrá políticos, funcionarios, administradores, financieros, empresarios, trabajadores, vividores y sinvergüenzas que se aprovechen de ello. Lo que hay que hacer es descubrirlos, destituirlos, despedirlos o meterlos en la cárcel. Y punto.
A mi, personalmente, me asusta mucho más el que la sociedad y la ciudadanía se tomen esa corrupción, por ejemplo, la de sus políticos, dirigentes y administradores públicos como algo no sólo normal sino divertido, excusable e incluso elogioso. En la Unión Europea los ministros dimiten por falsear su currículum académico; un presidente de la República Federal Alemana por hacer un favor. En España, la palabra dimisión no tiene conjugación; "dimitir" es verbo intransitivo. Hace cinco años por estas fechas el gobernador del Estado de Illinois, acusado de vender un asiento en el Senado al mejor postor, fue destituido de su cargo sin contemplaciones, por su propio partido y su parlamento. El presidente Clinton se salvó por un voto de la destitución... ¿Por follarse a una becaria empleada de la Casa Blanca? No, eso no es delictivo; se le procesó por mentir a quienes investigaban el caso.
¿Y aquí? Políticos corruptos, incursos en causas judiciales, se amparan en la presunción de inocencia (aplicada a "los suyos", nunca a "los otros"), para seguir en el cargo, sin entender que la presunción de inocencia delictiva no tiene nada que ver con su posición política. Me resisto a aceptar las imágenes de partidarios, amigos y vecinos, jaleando como "hooligans" a políticos acusados de corrupción. O reelegidos una y otra vez, a pesar de estar incursos en procedimientos criminales. Esa sí es la corrupción que me asusta: la del cuerpo social y político, la de los ciudadanos indiferentes, la de los estómagos agradecidos. La otra, la verdad, es que no me preocupa en exceso. Y si la Justicia, fuera justicia, es decir rápida y eficaz, me preocuparía menos aún.
La periodista Rosa María Artal escribió hace unos años un artículo titulado "Hijos de la picaresca", en el que relacionaba esa fascinación que provoca en algunos el político corrupto con la genuina tradición literaria española de la "picaresca", por lo que parece genéticamente inseparable del carácter nacional: véase al respecto "El lazarillo de Tormes", atribuida a Alfonso de Valdés, secretario del emperador Carlos V; "La vida del buscón don Pablos" de Francisco de Quevedo; o el "Guzmán de Alfarache", de Mateo Alemán, todos de obligada y provechosa lectura. Parece que seguimos lo mismo. En todo caso, ¿tolerancia cero?, pues según para qué y para quiénes, pero ¡ojo!, que tan malo es pasarse como quedarse cortos. Sean felices, por favor. Y ahora, como decía Sócrates, "Ιωμεν": nos vamos. Tamaragua, amigos. HArendt
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