Hay una frase, probablemente apócrifa, atribuida al que fuera tercer presidente de los Estados Unidos de América y uno de los "padres" de su Constitución, Thomas Jefferson, en la que dice preferir vivir bajo un gobierno despótico, pero con libertad de prensa, a vivir bajo uno justo donde no existiera dicha libertad. Creo que tiene razón Jefferson, y quienes así piensan. La libertad de expresión es la esencia de cualquier sociedad democrática. Por eso no me gusta la censura, ni las llamadas "listas negras". Se empieza por señalar a la gente que dice lo que no nos gusta, luego vienen los linchamientos morales, se continúa con la confección de listas sobre quienes son amigos o enemigos..., y de ahí se sigue sin solución de continuidad a los campos de concentración, y después a los de exterminio. No podemos concedernos ni un solo paso a atrás en la defensa de la libertad de expresión. Podemos detestar lo dicho, pero nunca jamás prohibir decirlo. A las personas se las debe juzgar por lo que hacen, nunca por lo que dicen. Por eso, aun sin compartir lo dicho en su día por el cineasta español Fernando Trueba, creo sinceramente que no se merece la campaña de acoso y derribo a la que está siendo sometido.
Esa es también la opinión de Arcadi Espada en su artículo de hace unos días en El Mundo, titulado Los reyes de España. Dijo hace tiempo el director de cine Fernando Trueba, señala Espada, que él no se había sentido español ni cinco minutos. Yo ni cero cinco, añade. A mí siempre me ha bastado con ser español, es decir, ciudadano de un Estado donde el ejercicio de mis derechos no dependa de mis opiniones. Esta frase de Trueba se la han pasado por la cara, ahora que ha estrenado una película que para más inri y patria se llama La Reina de España. Y desde las cavernas sociales se ha llamado al boicot con un argumento llamativo: el que cobra de España, y se refieren al dinero público de las subvenciones al cine, no puede vejarla. Es desoladoramente probable que muchos de los que protestan contra Trueba lo hayan hecho alguna vez contra la discriminación que la política nacionalista ejerce sobre todo aquel catalán o aficionado que osa decir: "Yo no me he sentido catalán ni cinco minutos". El que es mi caso, desde luego, fortalecido por el agravante de que yo tampoco soy catalán. No soy catalán, en primer lugar, porque hace años quedó fijado por el Gran Corrupto que catalán es el que vive y trabaja en Cataluña y quiere serlo, y yo no quiero. Pero sobre todo porque una nacionalidad solo rige seriamente cuando uno puede ir a una ventanilla y borrarse. Mi profunda, oceánica vergüenza ante la posibilidad de que haya quien me considere catalán no puede disolverse con un trámite limpio y seco. Se comprende que la única circunstancia que me haría recibir la independencia con alborozo sería poder ser el primero en la cola de los apátridas. En defensa de Trueba y de su derecho a la ofensa, y de su derecho a cobrar por el trabajo que hace y no por las opiniones que emite, se han levantado algunas gentes justamente escandalizadas. Otras, sin embargo, y las simboliza este Jordi Évole que presenta reality shows, se han apresurado a calificar de fachas a los críticos de Trueba. La palabra usada revela la vistosa característica española de la palabra nacionalista. A los críticos de Trueba les espetan la palabra facha o como máximo las palabras nacionalista español, que definen, a su estricto juicio, la mala manera de ser nacionalista. Pero nadie les llama nacionalistas a secas, porque nuestra izquierda no puede concebir que nacionalista sea un insulto. Observado desde Cataluña comprendo muy bien sus precauciones: desde el funcionario Enric Millo hasta el concejal Garganté habría demasiada gente insultada.
Los nazis no fueron los primeros ni los últimos en hacer "listas negras" de aquellos conciudadanos que, por las razones que fueran, consideraban indignos de pertenecer a su sociedad. También Estados democráticos cayeron en esa tentación. En los Estados Unidos de la "Guerra fría", por ejemplo.
Acabo de ver por televisión una película estadounidense de 2015, dirigida por Jay Roach y titulada "Trumbo. Las listas negras de Hollywood", que me ha impactado profundamente. La película narra la historia de Dalton Trumbo (1905 –1976), un novelista, guionista y director de cine estadounidense perseguido por el macarthismo, obligado ante el Comité de Actividades Antiestadounidenses en 1947, dentro de la búsqueda de elementos comunistas en la industria del cine. Trumbo comenzó a trabajar para la revista Vogue y en 1937 se inicia en el mundo del cine, conviertiéndose en uno de los guionistas mejor pagados de Hollywood gracias a películas como Treinta Segundos sobre Tokio (1944), Our Vines Have Tender Grapes (1945) o Kitty Foyle (1940), en la que fue nominado al Oscar al mejor guion adaptado. En el campo de la novela, en 1939 consiguió el National Book Award por Johnny Got His Gun, de inspiración pacifista que surgió a raíz de la impresión que le transmitió la imagen de un soldado desfigurado en la Primera Guerra Mundial.
En 1947 Trumbo fue víctima de la caza de brujas contra el comunismo emprendida por el senador McCarthy. Acusado por el Comité de Actividades Antiestadounidenses (arma política encargada de vigilar la "peligrosa influencia comunista" en Hollywood durante la guerra fría), prefirió seguir fiel a sus principios y fue encarcelado durante 11 meses, exiliándose posteriormente en México. Desde allí, continuó escribiendo con extraordinario talento, para defender la libertad de expresión y siempre bajo diferentes pseudónimos.
En agosto de 2014, el diario El País publicó un reportaje firmado por Elsa Fernández Santos, relatando la persecución de que fue objeto Dalton Trumbo, titulado Espartaco contra las listas negras, y de la cerrada defensa que de él hizo el actor, ahora ya centenario, Kirk Douglas. Creo que merece la pena reproducirlo.
En el prólogo del libro ¡Yo soy Espartaco!, dice Elsa Fernández, el actor George Clooney escribe algo que siempre es bueno recordar: la verdadera naturaleza de un hombre —su grandeza o, por el contrario, su miseria— se manifiesta no por los principios que dice tener sino por los que finalmente tiene cuando lo que está en juego son sus propias habichuelas, su medio de vida y el de su familia. “En esos momentos es cuando se comprende la pasta de la que uno está hecho”. Clooney lo escribe para recordar uno de los episodios más valientes de la historia de Hollywood. El día que marca el fin de las listas negras que provocó la caza de brujas del Comité de Actividades Antiamericanas. Ese día fue el 19 de octubre de 1960, fecha del estreno de Espartaco, de Stanley Kubrick, cuando gracias al empeño de su productor y protagonista, Kirk Douglas, se puso en los créditos de la superproducción el nombre de su verdadero guionista, Dalton Trumbo, oculto hasta entonces en seudónimos que perpetuaban la hipocresía en la que estaba instalada la industria del cine desde que el inquisitorial miedo del macartismo se instaló en su plácida vida.
¡Yo soy Espartaco! Rodar una película, acabar con las listas negras, sigue diciendo, es la memoria que el nonagenario Kirk Douglas (Ámsterdam, Estado de Nueva York, 1916) publicó en 2012. Elegido mejor libro de cine editado en 2013 en Francia, llega en septiembre a las librerías en español de la mano de Capitán Swing (con traducción de Ricardo García Pérez) para detallar todo lo que ocurrió durante los 14 enloquecidos meses que duró el rodaje de la película. Espartaco costó 12 millones de dólares, más del doble de lo previsto, su fracaso implicaba llevarse por delante la productora de Douglas, Bryna (nombre dedicado a su madre rusa) y su propia carrera de actor. Más de cincuenta años después de aquella aventura, este patriarca del viejo Hollywood dedica a sus nietos un relato conmovedor, para que nunca olviden que en el mismo lugar donde hoy disfrutan de una vida privilegiada se instauró el terror de un sistema enfermo. Arropado por un equipo de documentalistas, echando mano de sus archivos y recuerdos, Douglas da marcha atrás para rememorar aquel vergonzoso capítulo histórico.
“Lo que me propongo contarles en este libro es cómo fue la producción de la película Espartaco durante otro periodo de enfrentamiento interno en la historia de nuestra nación”, escribe Douglas. “La década de 1950 fueron años de miedo y paranoia. En aquel entonces, el enemigo eran los comunistas. Ahora, el enemigo son los terroristas. Los nombres cambian, pero el miedo permanece. Los políticos exacerban aún más el miedo y los medios de comunicación lo explotan. Se benefician de mantenernos atemorizados. El primer presidente estadounidense por quien voté fue Franklin Roosevelt. Él dijo: ‘De lo único que debemos tener miedo es del propio miedo”.
Douglas nunca fue un activista político, dice Elsa Fernández. Pero no pudo mantenerse indiferente. Él lo achaca a la temeridad juvenil, a cierta ira innata que le recuerda demasiado a la peor cara de su alcohólico padre y a un sentido de la justicia donde la profesionalidad y el trabajo están por encima de otras cuestiones. “Hoy en día todavía hay quien sigue tratando de justificar las listas negras. Dicen que eran necesarias para proteger a Estados Unidos. Dicen que las únicas personas que resultaron perjudicadas fueron nuestros enemigos. Mienten. Hombres, mujeres y niños inocentes vieron arruinada su vida debido a esta catástrofe nacional. Lo sé. Estuve allí. Vi cómo sucedía”.
Dalton Trumbo no era amigo de Douglas, tampoco se conocían, pero le contrató simplemente porque pensó que era el mejor guionista de Hollywood, añade más adelante. Trumbo había ganado con el seudónimo de Robert Rich el Oscar a la mejor historia por Vacaciones en Roma (1953). Y, tres años después, al mejor guion por El Bravo. Obviamente, ni pudo recoger las estatuillas ni su nombre se oyó en ninguna gala. La doblez moral era absoluta. Después de pasar por la cárcel y exiliarse en México, donde había formado parte de una colonia de guionistas represaliados, vivía modestamente con su mujer y su hija en una pequeña casa de Los Ángeles. Escribía sin parar, pero siempre parapetado en falsas identidades. Hollywood se aprovechaba de su talento pero sin reconocerle sus derechos. No podía pisar ni un estudio, ni una fiesta, ni un rodaje. En 1947 se había negado a testificar ante el Comité de Actividades Antiamericanas. Acogiéndose a la Primera Enmienda, fue uno de los llamados Diez de Hollywood, que se negaron a declarar ante un tribunal que violaba los derechos de libertad de expresión y de libre asociación. Ni se confesó comunista ni delató a compañeros. En un combate verbal que exasperó al juez, Trumbo gritó: “¡Este es el comienzo en Estados Unidos de un campo de concentración para guionistas!”. Lo sacaron de la sala por la fuerza. Su firmeza, al contrario que la de otros compañeros suyos, no flaqueó. Antes moriría de hambre. “Él era una especie de pararrayos de la división del país”, escribe Douglas. “Después de haber pasado casi un año en la cárcel seguía estando en la lista negra de los estudios de cine: la instrucción de ‘no contratar a determinadas personas’ llevaba vigente más de una década”.
Douglas, continúa diciendo Fernández, recuerda algunas historias terribles. Suicidios ante la impotencia de ver truncadas prometedoras carreras, la pobreza a la que se veían abocadas muchas familias, la inquina de columnistas como Hedda Hopper, que desde su tribuna de cotilleos señalaba sin piedad a los inculpados o a los que les daban trabajo. Con pena y emoción, el actor evoca a Carl Foreman, era el guionista de Solo ante peligro, pero por miedo a las represalias los productores quitaron su nombre de la película. Foreman no había pertenecido al Partido Comunista pero se negó a delatar. Huyó a Inglaterra. Se quedó sin trabajos y sin amigos, su mujer lo abandonó. “Se convirtió en un apátrida”, recuerda Douglas. En un encuentro en Londres, Foreman le insinuó que por su bien era mejor que no les vieran comer juntos. Douglas no daba crédito, muerto en vida, se había quedado totalmente solo.
Espartaco, nos cuenta más adelante, estaba basada en una obra que Howard Fast, popular autor de novela histórica, escribió cuando estuvo encarcelado por su apoyo a un grupo antifranquista español, el Joint Anti Fascist Refugee. El Comité de Actividades Antiamericanas quería saber el nombre de los simpatizantes y Fast se negó a revelarlos. Acabó en prisión. Allí gestó la novela que un tiempo después acabó en manos de Douglas. La historia del esclavo tracio que dirigió la rebelión más importante contra la República Romana era ese personaje épico que la incipiente estrella necesitaba.
El rodaje del filme, añade, se fraguó con Trumbo escribiendo insomne y a la sombra. Si los estudios averiguaban que él era el guionista, el proyecto podría acabar en la papelera o víctima de una estampida dentro del equipo. Años antes, cuando Frank Capra intuyó que detrás de Vacaciones en Roma podría estar la mano de un escritor de la lista negra, fue claro: no se arriesgaba. El clima era tóxico: Elia Kazan acababa de tirar la toalla para sumarse a la ponzoña delatando a ocho compañeros.
En el relato de Douglas hay muchas escenas reales que superan la mejor ficción, continúa diciendo. Como el día en que, finalizado ya el rodaje, Dalton Trumbo entró con él y Stanley Kubrick en los comedores de Universal después de años sin poder pisar un estudio. Todas las miradas se volvieron hacia ellos, algunos incluso empezaron a señalar con el dedo. El camarero, atónito, le cedió la carta a Douglas y este se la pasó al guionista: “Empecemos por mi amigo. ¿Qué le apetece tomar, señor Trumbo?”. Tembloroso y algo cabizbajo, el escritor añadió: “Tendrás que darme unos minutos. Hace mucho que no vengo aquí”.
Hasta 2011, concluye, el nombre de Dalton Trumbo no figuró en los créditos de Vacaciones en Roma. En 1971, el escritor dirigió la película sobre su perturbador alegato antibelicista de 1939 Johnny cogió su fusil. Murió en 1976. Douglas, por su parte, afirma que Espartaco no acabó con las listas negras sino con “las listas de la hipocresía”. Trabajar con Trumbo fue una lección de vida que este honorable anciano no quiere llevarse a su gloriosa tumba. Sus palabras sobre él no pueden ser más hermosas: “Dalton era fiel a sus ideas hasta decir basta, pero jamás se ofendía cuando alguien las ponía en duda. Albergaba una extraña mezcla de seguridad en sí mismo aligerada también por una gran distancia de sí mismo. Tomarse el trabajo muy en serio sin tomarse a uno mismo muy en serio constituye un don muy inusual que en él era abundante… Me enseñó mucho sobre la valentía y la elegancia. Y espero que este libro contribuya a que se recuerde a Dalton Trumbo como el auténtico héroe estadounidense que fue”.
Es posible que muchas personas honestas y de buena fe piensen, sinceramente, que esta historia no tiene nada que ver con el affaire sobre Fernando Trueba. Y sí, es posible que tengan razón, pero el problema es que si dejamos pasar una nos pueden colar ciento, y que como dije al comienzo de esta entrada, de la exclusión pasemos a las listas y de las listas a los campos y de los campos al exterminio. No sería la primera vez. En Europa ocurrió hace no mucho... Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt