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jueves, 19 de diciembre de 2013

El día en que mataron a Carrero Blanco


Mañana hace 40 años. "En Madrid, el jueves día 20 de diciembre de 1973 amaneció nublado. El presidente del Gobierno español, don Luis Carrero Blanco, se disponía a iniciar una jornada más de trabajo". Así se iniciaba el libro que me ha servido para dar título a la entrada de hoy: "El día en que mataron a Carrero Blanco" (Planeta, Barcelona, 1974), escrito por Rafael Borràs, Carlos Pujol y Marcel Plans, apenas unos meses después del atentado de ETA que le costó la vida al presidente del gobierno. Una excelente y documentada fuente de información (más 400 páginas y numerosísimas fotografías) a pesar de las difíciles circunstancias del momento, que los autores definían como el suceso más importante desde el final de la guerra civil.

Dos recientes artículos en El País recrean el acontecimiento. El primero de ellos: "El cráter del Régimen", de Luis R. Aizpeloa, en el que entrevista simultáneamente al que fuera responsable de los servicios secretos españoles en el País Vasco, Ángel Huarte, y al exetarra Ángel Amigo, recreando paso a paso la preparación del atentado por parte de ETA; el segundo: "El guardian del orden de Franco", del historiador Julian Casanova, en que desmonta la leyenda creada en torno a la figura del almirante que se convirtió en "delfín" de Franco, en parte creada por el propio Carrero y por sus aliados del "Opus Dei", con López Rodó a la cabeza, mortalmente enfrentados al sector "azul" del Régimen, que representaban figuras como Fraga o Solís, por el control del aparato del poder a la hora de la muerte del dictador que se auguraba próxima. Y en el mismo diario, Josep Ramoneda, en un artículo titulado "Pequeñas historias con importancia", revela las confidencias que sobre el atentado le hicieron en su día el rey Juan Carlos y el que fuera ministro del Interior en el gobierno de Suárez, Rodolfo Martín Villa.

Los días que siguieron al magnicidio supusieron una involución en las escasas posibilidades de transformación pacífica del franquismo en una democracia que se atisbaban en aquellos momentos. El nombramiento de Carlos Arias como sucesor de Carrero, en lo que se conoce, a causa de las presiones en su favor del círculo familiar de Franco, y que era ministro de la Gobernación en el momento del atentado y por lo tanto responsable del aparato de seguridad del Régimen, no presagiaban nada en favor de ello.

¿Qué hubiera pasado si Franco hubiese designado presidente del gobierno a Fernández-Miranda, vicepresidente del gobierno con Carrero, y representante del ala "aperturista" del Régimen en lugar de a Arias Navarro? Eso es ya historia-ficción... Como lo es también, en este caso, la enigmática frase que Franco pronunciara, echando mano del refranero tradicional, tras la muerte de Carrero: "No hay mal que por bien no venga".

Al contrario de otros acontecimientos históricos vividos por mí, no guardo ningún recuerdo especial de aquellos días de zozobra: de alegría para algunos, los menos; de miedos, los más, para otros. Recuerdo que estaba de vacaciones pues siempre dejábamos mi mujer y yo dos semanas de las mismas para Navidades, y aquel día nos visitaba en nuestra casa en Las Palmas, un amigo de la infancia y su mujer, de vacaciones en Gran Canaria. Un dato curioso: ese amigo era -le he perdido la pista por completo- comisario de policía en Madrid. A mi mujer y a mí nos llamó la atención que no se reincorporara a su puesto inmediatamente y que no mostrara la menor preocupación por el atentado... ¿Teorías conspiratorias?, no seré yo quién juegue a eso, y menos a estas alturas de la historia. Tampoco los entrevistados en el reportaje citado más arriba creen en ella. 

Sean felices, por favor. Y como decía Sócrates: "Ιωμεν", vámonos. Tamaragua, amigos. HArendt




Entrada núm. 2011
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Pues tanto como saber me agrada dudar (Dante Alighieri)

miércoles, 29 de febrero de 2012

Manuel Fraga: ¿ángel o demonio? Una anécdota personal






Manuel Fraga





El malogrado historiador británico Tony Judt, sobre el que ya he escrito varias veces en el blog en estos meses, decía en uno de sus últimos libros ("Algo va mal". Taurus, Madrid, 2010) que hay que tener mucho cuidado con las palabras que utilizamos para calificar los hechos y los personajes políticos, si es que queremos darnos a entender y que nos entiendan correctamente. En ese sentido, y en referencia a la figura del recientemente fallecido Manuel Fraga Irirbarne, fundador del Partido Popular, expresidente del gobierno gallego, ministro con Franco y en el primer gobierno de la monarquía, profesor universitario, triunfante opositor de todo a lo que se presentó salvo la presidencia del Gobierno de España, creo que se han dicho muchas cosas de él, a favor y en contra, de evidente exageración, cuando no falsedad.

No voy a hacer un panegírico en su memoria, pues nunca fue santo de mi devoción, pero tampoco denostarlo con calificaciones como las de fascista que le han atribuido desde la extrema izquierda. En mi opinión fue un político conservador y autoritario a la vieja usanza, más del periodo de entreguerras, que de la segunda mitad del siglo XX, con un concepto bastante restringido del liberalismo y de la democracia, arisco y prepotente en lo personal, pero en un ningún caso un extremista de derechas y mucho menos un político fascista. Se ha dicho de él, como un elogio, que tenía el Estado en la cabeza; otros, con intención contraria, han dicho que lo que tenía era la obsesión del poder. En resumen, y parodiando el título de la deleznable novela de Dan Brown, no fue ángel, pero tampoco demonio.

De entre todo lo que he leído sobre él a raíz de su muerte, los dos artículos que más me han gustado y que pienso que mejor reflejan su personalidad y trayectoria política, son los escritos en el diario La Voz de Galicia por el que fuera su vicepresidente en el gobierno gallego, primero, y adversario político después, el profesor Xosé Luis Barreiro.   

En el primero de ellos: "El día en que Manuel Fraga perdió el poder", dice de él que fue un hombre más devoto del poder que de la política, al que le sobraba autoridad, y le faltaban sosiego, humanidad y estética. En el segundo, publicado unos días después en el mismo períódico: "Manuel Fraga: sinfonía de poder en cuatro tiempos", traza un pormenorizado análisis de la trayectoria política vital de Manuel Fraga durante el franquismo, la transición, el periodo ya plenamente constitucional, y finalmente, el de su vuelta a Galicia como presidente del gobierno autónomo, periodo este del que dice que fue para Fraga lo mismo que la isla de Elba para Napoleón: un imperio chiquitito en el que podía jugar a lo que quiso ser; un acelerador de nostalgias más potente que el acelerador de partículas del CERN; y un lugar para preparar el regreso hacia una España y una Europa que padecía los mismos desenfoques que la Francia y la Europa a la que quiso volver Napoleón. La única diferencia es que Fraga, al contrario de Napoleón, percibió muy pronto la irreversibilidad de su último destino, y por eso pudo evitar su Waterloo.

Conocí a Manuel Fraga, el todopoderoso ministro de Información y Turismo del régimen, en el verano de 1963, durante mis vacaciones escolares. Yo tenía 17 años recién cumplidos y bastantes pájaros en la cabeza, lo que me llevó a escribirle una carta pidiéndole una bandera de España. No recuerdo muy bien que alegaba en mi misiva para justificar la petición. En todo caso, sabía que mis padres no me la iban a comprar si se la pedía y que yo no tenía dinero para ello. 

El caso es que casi a vuelta de correo, recibí un escrito de la Secretaría del Ministro en el que se me comunicaba que había accedido a mi petición y que pasara por el ministerio en una fecha y hora determinada para hacerme entrega de la bandera. Y allí me fui, hasta el inmenso edificio del Ministerio de Información y Turismo en el Paseo de la Castellana, muy cerca de la Plaza de Castilla, y a pocos minutos a pie de la casa de mis padres. 

No espero que se imaginen la cara de pasmo que pusieron los funcionarios del Ministerio cuando vieron acudir al despacho del Ministro a un crio con una carta en que se le citaba para una entrevista con el Sr. Ministro; supongo que la misma que se me puso a mí cuando su secretario me hizo pasar al despacho del Ministro. Y allí estaba todo sonriente y jovial el Sr. Fraga Iribarne; recuerdo que me saludó con efusión, me preguntó por mis estudios y mis padres, y eso sí, me despachó con celeridad una vez que pidió me trajeran la bandera y me la entregara. A decir verdad, me llevé una decepción, porque la bandera, que yo esperaba bordada en seda y con el escudo nacional era en realidad una banderola de esas que se ponían, y ponen, aún hoy, en las calles cuando hay alguna festividad, de dos en dos, sobre las farolas. No tenía escudo alguno y el mástil era un rústico palo pintado de blanco.

En todo caso. aun con cierta innegable decepción, recogí mi bandera y enrollada en su mástil (palo) volví orgulloso hasta mi casa para colocarla en mi habitación. Allí estuvo hasta que me vine a vivir a Canarias, cuatro años más tarde, y en Canarias sigue, en un cajón donde guardo algunos otros recuerdos de épocas pasadas, quizá demasiados recuerdos, pero es que uno, en el fondo, es un sentimental.

El vídeo que he puesto acompañando la entrada de hoy es el del famoso baño del ministro Fraga y del embajador de los Estados Unidos de América en la playa de Palomares, en 1966, a raíz del desafortunado accidente en el que varias bombas nucleares cayeron al mar, sin explotar, en dicha playa andaluza.

Sean felices, por favor, a pesar del Gobierno. Tamaragua, amigos. HArendt





Fraga y Carrillo: respeto mutuo




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Entrada núm. 1453
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