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lunes, 6 de abril de 2020

[A VUELAPLUMA] Reflejos



Julio César atravesando el Rubicón


Hipnotizan nuestros ojos con imágenes de exultante juventud, perfecta, triunfadora: falsa. Saben que caeremos, comenta [La mirada del espejo. El País Semanal, 29/3/2020] la escritora Irene Vallejo en el primer A vuelapluma de la semana.

"Después de la pregunta, unos instantes frondosos de silencio: la tentación de mentir- comienza diciendo Irene Vallejo-. ¿Cuántos años tienes? Los niños pequeños, interrogados, levantan uno a uno los dedos con la ilusión de llegar a desplegar un día el abanico de las dos manos. Los adolescentes intentan atribuirse con voz ensayada los ansiados 18, el ábrete sésamo de la edad adulta. Casi todos los demás pronunciamos nuestra edad en tenue súplica, como quien contiene a un animal desbocado. Apenas dejamos de desear ser mayores, empezamos a lamentar no ser más jóvenes. Qué breve es el tiempo en el que vivimos reconciliados con nuestro tiempo.

Hoy no solo se nos exige convertirnos en triunfadores; además debemos alcanzar el éxito jóvenes, cuando aún podemos posar guapos y fotogénicos. Qué anclada está la prisa en nosotros, qué insólita se ha vuelto a cualquier edad la paciencia. Cuenta el historiador Suetonio que, con 33 años, Julio César desempeñaba un cargo administrativo menor en Hispania. En viaje oficial, llegó a Gades, nuestra actual Cádiz, a visitar el templo de Hércules. Allí se detuvo frente a una estatua del macedonio Alejandro Magno y, al verla, lloró. Derramó esas lágrimas porque, a su edad, Alejandro había muerto después de conquistar gran parte del mundo conocido, mientras que Julio César era solo un oscuro magistrado en Hispania. Con tres décadas a las ­espaldas, el futuro general se sentía ya demasiado envejecido para las hazañas que su ambición le exigía. Hay que decir que, a pesar de sus complejos, antes de ser asesinado a los 56 años, tuvo tiempo de montar un triunvirato, perpetrar masacres en las Galias, contribuir a una guerra civil, escribir varios ­libros clásicos, derrotar a sus enemigos con asombrosos despliegues tácticos y dejar su nombre al mes de julio y a la cesárea.

En el fondo, el problema no es la edad, sino la insatisfacción inducida. Julio César quería ser Alejandro, como en su momento Alejandro quiso ser Aquiles. Sin embargo, lo que en el pasado era exclusivo de los individuos más desmesuradamente ambiciosos, ahora es un síndrome generalizado. En la película El club de la lucha, adaptación de la novela de Palahniuk dirigida por David Fincher, el protagonista es un individuo corriente, con un trabajo seguro y vida cómoda, pero descontento de sí mismo y angustiado por el insomnio. Sintiéndose mediocre y anodino, acude a grupos de terapia colectiva para el cáncer, buscando en las catástrofes ajenas anestesia contra su desasosiego. En un avión, conoce un día al exuberante Tyler Durden, que le fascina instantáneamente por sus ideas, su carisma, su arrolladora seguridad en sí mismo. Pronto empieza a pelear a puñetazos con su nuevo amigo para desahogar la rabia, funda con enorme éxito el club de la lucha y se lanza a reclutar una especie de ejército anarcofascista con el que ejecutar el gran ­Proyecto Caos. Poco a poco, iremos descubriendo que Tyler no existe en realidad, es solo la proyección de lo que el protagonista siempre quiso ser: atractivo, seductor, desinhibido, poderoso, temido, inmune al miedo. El gran nihilista era una víctima más de los mismos complejos que nos inyectan a todos.

En nuestra galaxia mediática, invadida por pantallas, todos tenemos un doble cuidadosamente diseñado por las agencias de publicidad. Las marcas no solo quieren que compremos sus productos, además nos tientan para que deseemos ser otros. Hipnotizan nuestros ojos con imágenes de exultante juventud, perfecta, triunfadora: falsa. Saben que caeremos en la trampa de comprar lo que venden para intentar parecernos a ellos, a los otros, a esos espejismos radiantes. Y así seguiremos gastando, porque nunca lo conseguiremos: nuestra insatisfacción son sus beneficios. El capitalismo funciona inoculando el virus de la esquizofrenia, la obsesión por ser otros, más fascinantes que la imagen de nuestro espejo. Hasta que, de pronto, la vida nos descubre que nuestros cuerpos son frágiles y vulnerables. En un mundo que conspira para que desees ser la copia de alguien que no existe, lo heroico es ser quien eres".

A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. 





La reproducción de artículos firmados en este blog no implica compartir su contenido. Sí, en todo caso, su  interés. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




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La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)

lunes, 24 de febrero de 2020

[A VUELAPLUMA] El tiempo y los cambios





"Una mujer agradable -comenta la psicóloga y escritora Remei Margarit en el A vuelapluma de hoy lunes- dijo una cosa que me ha hecho pensar: “Cuando tenemos cincuenta años, nos volvemos invisibles”. Eso lo decía refiriéndose a que por la calle no la miraba nadie. Y seguramente no era cierto, pero es lo que ella sentía. Lo que sí es verdad es que el paso del tiempo va reconfigurando a las personas, por dentro y por fuera, y siempre teniendo en cuenta que el organismo también hace su trabajo y también cambia, tal vez en esa evolución se pasa un tiempo en tierra de nadie, como pasa con la adolescencia, pero a la inversa.

Si en la adolescencia las hormonas tergiversan la infancia y traquetean la seguridad infantil, después de los cincuenta años, posmenopausia para las mujeres y posjuventud para los hombres, se entra en un terreno desconocido donde es necesario redefinir lo que uno es entonces y hacia dónde quiere ir. Porque las técnicas de seducción utilizadas hasta entonces ya no sirven e incluso la misma seducción ya no sirve para relacionarnos los unos con los otros. Se necesitan otros recursos y hay que inventarlos cada cual a su manera y de acuerdo con su carácter. No es cuestión de lamentarse sino de saber que es el tiempo quien manda y acoger esos cambios con lo que también tienen de liberación de presiones externas.

De cualquier manera, esta sociedad que hemos construido idolatra la juventud, este es uno de sus pies de barro; cierto que la juventud es sinónimo de vida con proyección de futuro, aunque más tarde, cuando el tiempo ya nos ha enseñado unas cuantas cosas más referentes al vivir en paz con uno mismo, lo más sensato es seguir lo que nos permite vivir con un cierto equilibrio entre lo que queremos ser y lo que en aquel momento somos. No hay otra si no se quiere caer en el patetismo de los retoques continuados en la piel exterior, cuestión que esconde las carencias y la falta de paz interior.

Quizás llegados a ese momento es cuando uno se puede sacar la careta que, sin saberlo, llevaba puesta de cara a la galería, y ser realmente como es. El tiempo, “el gran escultor”, como decía Marguerite Yourcenar, que nos va librando de lo que sobra y molesta para seguir viviendo más ligeros de equipaje".

A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. 





La reproducción de artículos firmados en este blog no implica compartir su contenido. Sí, en todo caso, su  interés. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt





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martes, 19 de mayo de 2015

Las edades del hombre: Juventud, experiencia, mortalidad y recuerdo



Aquiles educado por Quirón


Reconozco que cuando me pongo sentimental, algo que afortunadamente no me pasa muy a menudo, resulto un latazo. Sobre todo para conmigo mismo. Me acaba de ocurrir hace unos momentos, que leyendo unas páginas de "Aquiles en el gineceo o aprender a ser mortal" (Taurus, Madrid, 2014), del filósofo Javier Gomá, me ha dado por pensar en mis padres, mis abuelos y parientes y amigos que ya no están aquí. ¿Qué pensaran mis hijas, mis nietos, mis amigos y conocidos de mí cuándo ya no ande por estos andurriales de la vida? La pregunta es un tanto retórica y carece de sentido porque no podré saberlo, pero aunque la sola idea de la eternidad resulte monstruosamente aburrida, el hecho de que nadie muera del todo mientras le recuerden con cariño aquellos que nos quisieron y a los que quisimos, resulta consolador.

Dice Gomá en el libro citado más arriba que antes de embarcar para Troya cruzando las anchas extensiones del océano, cada joven del mundo imagina, inexperto, todo el proyecto de su vida futura, formulándose como Kant, la primera y fundamental de todas las preguntas: ¿qué me cabe esperar? Quien carece de experiencia y desconoce que esta es sustancialmente negativa -dice- y que se manifiesta como resistencias que la realidad, tozuda, opone a nuestros deseos, incluso a los más bellos y justos, supone que todas las posibilidades de lo humano tienen cabida en ella. El futuro se despliega a sus pies y la vida es su única posesión. ¿Cómo será esta?, se pregunta. Observa en los demás hombres, adultos y ancianos, el ejemplo de trayectorias parciales, inacabadas, cuando no simplemente rotas, y él, reaccionando contra la fragmentación humana de la que es testigo, quiere dominar su propio destino.

Realmente, continúa diciendo Gomá, la juventud es inexperta, pero es también la edad menos ingenua de cuantas hay, pues en ella predomina una lucidez tan intensa que el joven, con frecuencia, se siente viejo, que lo sabe todo, aun sin necesidad de haber vivido.

Sin duda, dice, no lo sabe todo. Pero es cierto que esa edad ociosa sin oficio ni beneficio, es un momento privilegiado para pensar en todo. ¿Cuándo se manifiesta esa totalidad en el caso de la vida humana?, se pregunta. No hemos de reputar a nadie feliz, dice con Solón, mientras viva, sino que debemos esperar al final de su existencia, pues es al morir cuando el sujeto entrega su esencia, que no es otra cosas que el ejemplo que ha ido cincelando durante todos los años anteriores en la materia del tiempo. 

Durante todos los años de su habitar sobre la tierra, sigue diciendo, el hombre incuba en su seno la promesa de un ejemplo que va creciendo y solo se detiene y asume su forma definitiva cuando aquél muere. Es difícil que un sujeto conozca a otro -un padre, un amigo- añade,  mientras ambos el conocedor y el conocido todavía viven. El ritmo de las obligaciones ordinarias, la vulgaridad de las situaciones, el norte del egoísmo humano, la inseguridad de las apreciaciones en la experiencia diaria impiden una disposición apta para dicha percepción. Pero tras la muerte, resplandece ese ejemplo ya completo y despojado de sus accidentes. 

Con frecuencia, dice, ignoramos que el término griego para designar la verdad -"aletheia"- significa no-olvido -"a-lethos", esto es, recuerdo. Conocer la verdad de un hombre en sentido estricto, es pues, recordar su ejemplo cuando ya ha dejado de existir, momento en que adquiere un relieve y una nitidez extraordinarios. De ahí que nos conmovamos hasta la desesperación, continúa diciendo, cuando desaparece un ser querido, pues al morir contemplamos por primera vez su ser verdadero, lo amamos definitivamente y desearíamos por encima de todo poder decírselo, pero entonces es ya demasiado tarde. Todo conocimiento es póstumo.

Aplicado a la vida de un hombre entendida como un texto, prosigue diciendo más adelante, el joven que en sus ensoñaciones trata de leer antes de ser escrito el libro de su vida, proyecta inevitablemente sobre su propio futuro una unidad perfecta de sentido. Siendo el contenido de esa libro la lenta elaboración de un ejemplo, que quedará fijado con su muerte y será rememorado en su "laudatio" por los que le conocieron y recibieron su impronta, la expresada anticipación de la perfección, supone, en consecuencia, la hipótesis de un ejemplo perfecto pleno de sentido. Pertenece por tanto a la naturaleza de la juventud imaginarse su edad adulta como la progresiva realización de un ejemplo perfecto. La secreta aspiración de ese joven, concluye, sería no solo leer su futura "laudatio", sino también escribirla sobre la "tabula rasa" del tiempo disponible para así dominar su destino con la misma exactitud que el poeta es señor de sus versos. ¿Que escribiría en su propio sermón funerario si, adoptando una posición originaria, estuviera en su mano redactar cada uno de sus párrafos?

Como colofón, les invito a leer la reseña que del libro de Gomá realizara en Revista de Libros hace ya un tiempo el también filósofo Antonio Valdecantos. Merece la pena, se lo aseguro.

Sean felices por favor, y ahora, como también decía Sócrates, "Ιωμεν": nos vamos. Tamaragua, amigos. HArendt




Juventud gozosa




Entrada 2260
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"La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura" (Voltaire)