domingo, 10 de septiembre de 2017

[Humor en cápsulas] Para hoy domingo, 10 de septiembre de 2017





El Diccionario de la lengua española define humorismo como el modo de presentar, enjuiciar o comentar la realidad resaltando el lado cómico, risueño o ridículo de las cosas. Pero también como la actividad profesional que busca la diversión del público mediante chistes, imitaciones, parodias u otros medios. Yo no soy humorista, así que me quedo con la primera acepción, y en la medida de lo posible iré subiendo al blog cada día las viñetas de mis dibujantes favoritos. Las de hoy con Morgan en Canarias7; Idígoras y Pachi en El Mundo; Forges, Peridis, Ros, y El Roto en El País; y Montecruz y Padylla en La Provincia-Diario de Las Palmas. Disfruten de ellas. 





Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




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sábado, 9 de septiembre de 2017

[A vuelapluma] El fracaso de los nacionalismos





El nacionalismo castellano, el vasco y el catalán han intentado sucesivamente imponer sus identidades y excluir a los disidentes. Su fracaso, víctima de sus excesos, permite vislumbrar una España abierta a la vez que plural, comenta José Ignacio Torreblanca, Director en Madrid e Investigador Principal del European Council on Foreing Relations y profesor titular de Ciencia Política en la Universidad Nacional de Educación a Distancia (UNED).

Los españoles han sufrido tres nacionalismos, comienza diciendo. Dos de ellos, el castellano y el vasco, ya han fracasado. El tercero, el catalán, lo está haciendo a la vista de todos. A pesar de que sus portadores consideren sus diferencias irreconciliables, lo cierto es que los tres han cometido errores y excesos muy similares: aupados en relatos históricos artificiales o deformados, en manos de sus elementos más fanatizados, ante la inexistencia de frenos eficaces en la sociedad civil y valiéndose de la instrumentalización de las instituciones en apoyo de sus fines, han construido proyectos supremacistas basados en una pretendida superioridad cultural y moral. El resultado ha sido intolerancia con la diversidad, acoso a la pluralidad, exclusión de los diferentes y, en distintos grados, coacción y violencia contra los disidentes.

El primero es un viejo conocido. El nacional-catolicismo, convertido en ideología oficial del franquismo, intentó la asimilación cultural, lingüística e ideológica de los españoles. Para ello se valió de un relato histórico-imperial sobre la grandeza de la nación; de una identidad primordial, la castellana, que asimiló a la española, expulsando a otras posibles identificaciones; unas instituciones políticas y culturales autoritarias y represivas; y de una lengua, el castellano, que intentó imponer como única. En su apogeo, suprimió las instituciones históricas de vascos y catalanes, prohibió y persiguió sus lenguas y consideró como inferiores a los que ostentaban otras identidades.

Por fortuna, el empeño de construir España desde el nacionalismo castellano fracasó. Y aunque los rescoldos de ese nacionalismo se aviven ocasionalmente y se hagan sentir en la negación que la extrema derecha y sus seguidores mediáticos hacen de la pluralidad de lenguas e identificaciones que constituye España, la mayoría de los castellanoparlantes parecen estar vacunados contra el nacional-catolicismo, han abrazado la nación política democrática y descentralizada consagrada en la Constitución del 78 y sustituido o diluido el etnicismo castellano por un sano europeísmo con el cual también se sienten identificados tanto política como culturalmente.

El segundo de los nacionalismos españoles, el vasco, también se encuentra en fase de sano repliegue. Aunque su demanda de recuperación de los derechos, instituciones, autogobierno y lengua suprimidos por el franquismo estaba más que legitimada histórica, cultural y políticamente, el nacionalismo vasco fue usurpado por la confluencia de dos fuerzas que lo hicieron degenerar hasta convertirlo en una ideología excluyente y chovinista. Por un lado, su legitimidad se vio erosionada por el supremacismo racista subyacente en los postulados de Sabino Arana, del que emanaba un desprecio hacia los otros pueblos de España y un complejo de superioridad moral y cultural que en poco se diferenciaba del nacional-catolicismo franquista. Por otro, y de forma más grave, el nacionalismo vasco quedó tocado moralmente por la justificación del terrorismo que la izquierda abertzale derivó de la fusión de nacionalismo y marxismo-leninismo revolucionario. Convertido en un pretendido movimiento de liberación nacional que se valía de la violencia terrorista y el asesinato político, esa degeneración nacionalista, por suerte superada hoy, logró la cruel paradoja de convertir esa versión extrema del nacionalismo vasco en una amenaza para la democracia, vida y libertades de los españoles. De ahí el repliegue hacia posiciones que, hoy, sin renunciar a la independencia como objetivo político, rechazan la violencia como medio para la consecución de un Estado vasco y aceptan el método democrático como única fuente legitimadora de la acción política.

Nuestro tercer nacionalismo español, el catalán, tampoco es ajeno a esta dinámica de auge y caída. Forjado sobre un relato histórico que ensalza la trayectoria de un pueblo noble y sabio a la vez que trabajador y honrado, dotado de una supuesta tradición democrática anclada en el medioevo pero suprimida a sangre y fuego, y amante de la libertad y el autogobierno, el nacionalismo catalán ha estado a punto de construir el nacionalismo perfecto. Y no solo por razones sentimentales, sino de eficacia: el éxito económico catalán se ha sumado a la generosa y ejemplar labor de integración cultural y lingüística de los inmigrantes, que lejos de diluir la identidad catalana la ha reforzado. Pocas identidades nacionales han sido tan abiertas e incluyentes y a la vez tan exitosas a la hora de construir un modelo de integración.

Ese éxito sin paliativos ha desencadenado una tentación ruinosa: la de víctima de la soberbia, jugarse la convivencia y el éxito económico para dotarse de un Estado propio sobre el que construir, por fin, una nación política. Y ahí es donde el nacionalismo catalán se ha resquebrajado. Como ocurrió con los otros dos nacionalismos, algunos han concluido que el fin superior de culminar el proyecto nacional justificaba retorcer los medios para lograrlo. Y pertrechados de la certeza de la superioridad moral de su causa están destruyendo o dispuestos a destruir todo lo bueno y sano que ese nacionalismo había alumbrado, poniendo en entredicho una convivencia ejemplar, sembrando la división entre catalanes buenos y malos y de primera y de segunda, instrumentalizando las instituciones, convirtiendo la lengua de todos en una lengua nacional, subvirtiendo la pluralidad de los medios públicos y aceptando como natural un discurso supremacista de tintes etnicistas y racistas (los españoles, vagos, atrasados y fascistas, nos roban y oprimen).

Pareciera que del ruido y furia del desafío secesionista se dedujera la inminencia del triunfo de su proyecto. Pero el fracaso del nacionalismo catalán es ya evidente. Igual que sus predecesores castellano y vasco, se han situado en una coyuntura en la que el deseo de culminar el proyecto nacional con un Estado propio lleva a anteponer independencia a democracia y pensar que el fin, moralmente superior, justifica medios ilegales y antidemocráticos. Como los otros nacionalismos, ni vencerá ni convencerá. Y una vez constate su fracaso, se replegará —esperemos— hacia posiciones compatibles con la democracia y la convivencia.

Concluyamos con optimismo que este triple fracaso, forjado sobre los excesos de cada nacionalismo, es una buena noticia, ya que permite vislumbrar la resolución de un problema histórico —la pugna entre diferentes proyectos nacionales dentro del país— y la consecución, por fin, de una nación política plenamente compatible con la diversidad de identidades. Quizá no hayamos caído en la posibilidad de que el triunfo del proyecto de construir una España plural en la que quepamos todos con nuestras identidades, lenguas y tradiciones culturales requiera del fracaso sucesivo de los tres nacionalismos españoles. Una España resultado de la domesticación de tres nacionalismos seguramente será más habitable que la que hemos conocido históricamente, incluso puede que refleje de forma más sincera y verdadera la auténtica identidad de España como un país plural. Demos pues la bienvenida a nuestros amigos al grupo de los nacionalismos fracasados. Si la Europa comunitaria se ha creado sobre el fracaso de sus nacionalismos, ¿por qué España no?, concluye diciendo el profesor Torreblanca.



Dibujo de Eva Vázquez para El País


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[Galdós en su salsa] Hoy, con "La familia de León Roch"




Estatua de Galdós (Pablo Serrano, Las Palmas GC)


Si preguntan ustedes a cualquier canario sobre quien en es su paisano más universal no tengan duda alguna de cual será su respuesta: el escritor Benito Pérez Galdós. Para conmemorar su nacimiento, del que van a cumplirse 174 años, he ido subiendo al blog a lo largo de los últimos meses su copiosa obra narrativa, que comencé con el primero de sus Episodios Nacionales, colección de cuarenta y seis novelas históricas escritas entre 1872 y 1912 que tratan acontecimientos de la historia de España desde 1805 hasta 1880, aproximadamente. Sus argumentos insertan vivencias de personajes ficticios en los acontecimientos históricos de la España del XIX como, por ejemplo, la guerra de la Independencia Española, un periodo que Galdós, aún niño, conoció a través de las narraciones de su padre, que la vivió. 

Nacido en Las Palmas de Gran Canaria, en las islas Canarias, el 10 de mayo de 1843 y fallecido en Madrid el 4 de enero de 1920, Benito Pérez Galdós fue un novelista, dramaturgo, cronista y político español, uno de los mejores representantes de la novela realista del siglo XIX y un narrador esencial en la historia de la literatura en lengua española, hasta el punto de ser considerado por especialistas y estudiosos de su obra como el mayor novelista español después de Cervantes. Galdós transformó el panorama novelístico español de la época, apartándose de la corriente romántica en pos del realismo y aportando a la narrativa una gran expresividad y hondura psicológica. En palabras de Max Aub, Galdós, como Lope de Vega, asumió el espectáculo del pueblo llano y con su intuición serena, profunda y total de la realidad, se lo devolvió, como Cervantes, rehecho, artísticamente transformado. De ahí, añade, que desde Lope, ningún escritor fue tan popular ni ninguno tan universal, desde Cervantes. Fue desde 1897 académico de la Real Academia Española y llegó a estar propuesto al Premio Nobel de Literatura en 1912. 

Subo hoy al blog la novela titulada La familia de León Roch. La edición que reproduzco es la existente en la Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes de la Universidad de Alicante, publicada originariamente en Madrid, en 1878, por  Imprenta y Litografía La Guirnalda. La novela ha sido clasificada dentro del grupo de sus «novelas de tesis», siendo la última de ese ciclo, tras Doña Perfecta, Gloria y Marianela. Se trata de una obra de transición que relata la historia de un fracaso humano, proveniente de la distinta actitud religiosa de dos esposos, el uno ateo y librepensador, la otra, beata hasta el ascetismo, en un contexto social donde no cabe una vida soportada solo en actitudes racionales y científicas sin el peaje necesario a las supersticiones establecidas, es decir, sin disfraz de hipocresía.

La trama se desarrolla en Madrid, en un chalet de la zona de Prosperidad, y en Suertebella, una finca de recreo en la zona de Vista Alegre, en Carabanchel, con  apariciones fugaces de otros escenarios en el País Vasco, Castilla y León y Valencia. ​El argumento pone en juego un apasionado triángulo amoroso entre dos mujeres y un hombre en el ambiente de la clase alta madrileña de la segunda mitad del siglo XIX. León es un aplicado krausista, inteligente y heredero de una gran fortuna, que llega de Valencia acompañando a los marqueses de Fúcar (plebeyos enriquecidos sin excesivos escrúpulos), cuya hija, Pepa, está en secreto enamorada de él. Pero en Madrid, el intelectual va a caer bajo el embrujo del «temperamento ardiente, imaginativo y sensual» de María Egipcíaca, último eslabón de los arruinados marqueses de Tellería. 



Hipódromo de La Castellana, Madrid. (Finales del siglo XIX)



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[Humor en cápsulas] Para hoy sábado, 9 de septiembre de 2017





El Diccionario de la lengua española define humorismo como el modo de presentar, enjuiciar o comentar la realidad resaltando el lado cómico, risueño o ridículo de las cosas. Pero también como la actividad profesional que busca la diversión del público mediante chistes, imitaciones, parodias u otros medios. Yo no soy humorista, así que me quedo con la primera acepción, y en la medida de lo posible iré subiendo al blog cada día las viñetas de mis dibujantes favoritos. Las de hoy con Morgan en Canarias7; Idígoras y Pachi en El Mundo; Forges, Peridis, Ros, y El Roto en El País; y Montecruz y Padylla en La Provincia-Diario de Las Palmas. Disfruten de ellas. 




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viernes, 8 de septiembre de 2017

[A vuelapluma] Uncidos, podemos





Manuel Cruz, catedrático de Filosofía Contemporánea en la Universidad de Barcelona y portavoz del PSOE en la Comisión de Educación del Congreso de los Diputados señalaba hace unos días, refiriéndose a la consigna dominante en cierta izquierda de reescribir el pasado, deteniéndose en un punto determinado del recorrido en busca de culpables de los males de hoy y encerrándose en el marco de los buenos frente a los malos, que caminamos con paso firme hacia el pasado. 

La consigna dominante en determinados sectores de la izquierda, comenzaba diciendo, parece ser esta: regresemos al punto en el que todavía no existían los males que hoy nos azotan. No es por casualidad que en el lenguaje parlamentario los verbos más utilizados desde hace ya un tiempo entre nosotros sean “revertir” y “derogar”. Al principio parecía que hacían referencia únicamente a las nefastas políticas del Partido Popular y no nos llamaba la atención tanto uso, pero nos hemos ido adentrando en lo pretérito con desenvuelta determinación y ya se ha empezado a ampliar el espectro de las actuaciones que también se nos insta a deshacer. Bien pronto ha alcanzado la querencia a alguna de las llevadas a cabo por José Luis Rodríguez Zapatero (artículo 135 de la Constitución aparte, ha habido quien ha puesto en la picota su entera reforma laboral). Es de suponer que, a este ritmo, transitaremos rápidamente por lo llevado a cabo por Aznar y resulta altamente probable que la gestión de Felipe González sea despachada en un plis-plas (a fin de cuentas es para algunos —últimamente, incluso desde sus propias filas— el epítome de las puertas giratorias). De ahí a situarnos en el escenario del inicio de la Transición, como algunos desean, solo quedará un suspiro.

¿De qué depende detenerse en uno u otro punto del recorrido? De la posición política de cada cual. Se diría que, en el seno de la izquierda, las diferencias entre sus diferentes sectores la marca el punto del pasado en el que se detendrían (y por cierto que esto mismo rige para esa específica variante de la izquierda que últimamente ha virado en Cataluña hacia el independentismo: en su caso el retroceso alcanzaría hasta 1714). O, lo que viene a ser lo mismo, su especificidad pasa por el lugar en el que cada uno coloca el origen de todos nuestros males. Benjaminianos sin saberlo, se ven empujados hacia delante, como el ángel de la historia de Paul Klee, por el transcurrir de los acontecimientos, pero con el rostro vuelto hacia el pasado, incapaces de mirar de frente lo que se les avecina.

Esta actitud contiene una profunda contradicción. Los buenos tiempos siempre quedan atrás pero, por otro lado, quienes se reclaman de ellos se declaran, en el mismo gesto, inaugurales. Se empeñan en reescribir el pasado —dicen que para no repetir sus errores—. Pero el propósito en cuanto tal constituye una declaración de impotencia. Entre otras razones porque quien viaja imaginariamente al pasado en cuestión lleva a cuestas su presente. El ventajismo de criticar desde hoy las posiciones que los adversarios antaño mantenían para, a renglón seguido, certificar el rosario de presuntos renuncios y contradicciones en que estos últimos habrían incurrido tiene un fácil antídoto: el de preguntarse qué pensaban y qué defendían los predecesores de los mencionados hipercríticos en aquel mismo momento. Quizá, de aplicar el antídoto, nos encontraríamos con que también aquellos incurrieron en lo que sus herederos ahora tanto critican (la aceptación de la monarquía o la actitud hacia la amnistía podrían ser ejemplos ilustrativos).

Pero la falacia tiene doble fondo y por debajo de este primer nivel, en última instancia casi metodológico, subyace otro de mayor importancia. Porque este imaginario viaje al pasado, además de revelar una impotencia política, es en sí mismo imposible. A dicho lugar no se puede regresar porque ya no existe. Pretenderlo es hacer como si nada hubiera sucedido entretanto, como si el tiempo transcurrido desde entonces no hubiera alterado en modo alguno la realidad. Pero es a la realidad actualmente existente a la que hay que dar respuesta, la que, en lo que proceda, urge modificar. Todos esos ejercicios de intensa melancolía política (de la añoranza de lo que pudo haber sido y no fue) a los que venimos asistiendo de un tiempo a esta parte, toda esa dulzona autocomplacencia ante el heroico espectáculo de las ocasiones perdidas al que se dedican de manera sistemática quienes no las vivieron, deja sin pensar precisamente aquello que más debería importarnos, que es la solución de los problemas que hoy tenemos planteados.

Reivindicar, pongamos por caso, la socialdemocracia sueca de los sesenta cuando no solo no somos suecos sino que nos separa de aquella década medio siglo únicamente puede ser considerado, en el mejor de los casos, un mero flatus vocis. Si se quiere reivindicar un modelo de semejante tipo no basta con utilizar como argumento mayor frente a los escépticos el tan contundente como romo de que tal cosa fue posible y extraer luego, como mecánica y simplista conclusión, que podría volver a darse. Se impone, en primer lugar, dar cuenta de los motivos por los que se torció el proyecto, qué hizo que fuera degradándose hasta quedar muy lejos de su diseño originario. Y, a continuación, mostrar lo que hoy, en nuestras actuales condiciones, resulta viable.

Pero proceder así probablemente desactivaría en gran medida la eficacia de un discurso más cargado de emociones que de razones. Se diría que algunos rehúyen la posibilidad misma de encontrarse con la evidencia de que tal vez buena parte de las respuestas ofrecidas en el momento en el que, según ellos, las cosas tomaron la senda errónea eran las adecuadas, o las menos malas, o acaso las únicas posibles. Pero aceptar eso dejaría sin referente su indignación, que no tendría a quien dirigirse. Necesitan pensar (contraviniendo a Platón, dicho sea de paso) que aquello no solo se hizo mal, sino que se hizo mal a sabiendas. Corolario ineludible a partir de semejantes premisas: quienes actuaron de tal modo, no solo son responsables de lo sucedido sino que, sobre todo, son culpables de cuanto ahora nos pasa.

El cuadro (¿o quizá deberíamos mejor decir el marco, el famoso frame?) queda de esta manera cerrado. Ellos frente a nosotros, los de arriba frente a los de abajo: los buenos frente a los malos, en definitiva. Pero los dualismos los carga el diablo, y del maniqueísmo al cainismo apenas hay un paso, que en el calor de la polémica no cuesta apenas nada dar. Hace no mucho, en el transcurso de un agitado pleno en el Congreso, un diputado de izquierdas le espetaba a la bancada del Partido Popular estas sonoras palabras: “España es un gran país, pero sería mejor sin ustedes”. Excuso decir el entusiasmo con el que fueron acogidas por parte de los correligionarios del diputado en cuestión. Sin embargo, he de confesar que a mí no me sonaron tan bien. Quizá fuera porque la memoria, siempre tan traviesa, decidió gastarme una mala pasada y trajo a mi cabeza dos versos de una canción que interpretaba un cantautor, de izquierdas por cierto, en los albores de la tan denostada Transición. Decían así los versos: “aquí cabemos todos/ o no cabe ni Dios”.



Dibujo de Enrique Flores para El País


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[Cuentos para la edad adulta] Hoy, con "El pavo de Navidad", de Mario de Andrade






Continúo la serie de Cuentos para la edad adulta con el titulado El pavo de Navidad, de Mário de Andrade (1893-1945). Poeta, novelista, ensayista y musicólogo brasileño, fue uno de los miembros fundadores del modernismo en ese país. Su libro de poesía, Paulicéia desvairada, marca para muchos el inicio de la poesía modernista brasileña. Durante los años 20 continuó su carrera literaria, al tiempo que ejercía también la crítica musical y de artes plásticas en la prensa escrita. En 1928 publicó su novela más reconocida, Macunaíma, considerada una de las obras capitales de la narrativa brasileña del siglo XX. Tenía un sólido dominio de la lengua francesa, y leyó durante su infancia a Rimbaud y a los principales poetas simbolistas franceses. Les dejo con su relato. Espero que les resulte interesante. 



EL PAVO DE NAVIDAD
por 
Mario de Andrade


Nuestra primera Navidad en familia, después de la muerte de papá ocurrida cinco meses antes, fue de consecuencias decisivas para la felicidad familiar. Nosotros siempre fuimos una familia feliz, en ese sentido bien amplio de felicidad: gente honesta, sin crímenes, hogar sin peleas internas ni graves dificultades económicas. Pero, debido en parte a la naturaleza gris de mi padre, ser desprovisto de todo tipo de lirismo, instalado en la mediocridad, siempre nos había faltado ese disfrute de la vida, ese gusto por las felicidades materiales: un buen vino, un balneario, el refrigerador, cosas así. Mi padre había sido un gran equivocado, casi dramático, el pura-sangre de los esfuma-placeres.

Mi padre murió, lo sentimos mucho, etc. Cuando ya nos acercábamos a la Navidad, yo no sabía qué hacer para poner distancia con esa memoria del muerto que obstruía, que parecía haber sistematizado para siempre la obligación de un recuerdo doloroso en cada comida, en cada mínimo gesto de la familia. Una vez sugerí a mamá que fuera al cine a ver una película. ¡Se puso a llorar! ¡Dónde se vio ir al cine estando de luto riguroso! El dolor ya se cultivaba por las apariencias, y yo, que siempre había querido bien a papá, más por instinto filial que por espontaneidad del amor, me veía a punto de detestar al bueno del muerto.

Fue sin lugar a dudas por eso que me nació, en este caso sí, espontáneamente, la idea de hacer una de mis llamadas “locuras”. Esa había sido, en realidad, y desde muy niño, mi excelente conquista contra el clima familiar. Desde muy temprano, desde los tiempos de la secundaria, en que me las arreglaba para sacar regularmente un reprobado todos los años, desde el beso a escondidas a una prima, cuando tenía diez años, descubierto por la tía Velha, una tía detestable; y principalmente desde las lecciones que di o recibí, no sé, de una criada, conseguí, en el reformatorio del hogar y con la vasta parentela, la fama conciliadora de “loco”. “¡Está loco, el pobre!” decían. Mis padres hablaban con cierta tristeza condescendiente, el resto de la parentela me buscaba como ejemplo para sus hijos y probablemente con aquel placer de los que se convencen de alguna superioridad. No tenían locos entre sus hijos. Pues esa fama es la que me salvó. Hice todo lo que la vida me presentó y que mi ser exigía que se realizara con integridad. Y me dejaron hacer de todo, porque era loco, pobrecito. El resultado de todo esto fue una existencia sin complejos, de la cual no tengo nada de qué quejarme.

Siempre teníamos la costumbre, en la familia, de realizar la cena de Navidad. Cena insignificante, ya puede usted imaginarse; cena tipo mi padre: castañas, higos, pasas después de la Misa de Gallo. Empachados de almendras y nueces (si habremos discutimos los tres hermanos por el cascanueces…), empachados de castañas, nos abrazábamos e íbamos a la cama. Fue al recordar esto que arremetí con una de mis “locuras”.

-Bueno, para Navidad, quiero comer pavo.

Hubo una de esas sorpresas que nadie se imagina. Luego, mi tía solterona y santa, que vivía con nosotros, advirtió que no podíamos invitar a nadie debido al luto.

-¿Pero quién habló de invitar a alguien? Esa manía… ¿Cuándo comimos pavo en nuestra vida? Pavo aquí en casa es plato de fiesta, viene toda esa parentela del demonio…

-Hijo mío, no hables así…

-Pues hablo y ya.

Y descargué mi helada indiferencia sobre nuestra parentela infinita, dizque descendiente de bandeirantes, que poco me importa. Era el momento para desarrollar mi teoría de loco, pobrecito, y no perdí la ocasión. De sopetón me dio una ternura inmensa por mamá y tiita, mis dos madres, tres con mi hermana, las tres madres que divinizaron mi vida. Siempre era lo mismo: venía el cumpleaños de alguien y sólo así se hacía pavo en la casa. Pavo era plato de fiesta: una inmundicie de parientes ya preparados por la tradición, invadían la casa por el pavo, las empanaditas y los dulces. Mis tres madres, tres días antes, lo único que sabían de la vida era trabajar preparando carnes frías y dulces finísimos, pues estaban muy bien hechos. La parentela devoraba todo y todavía se llevaba paquetitos para los que no habían podido venir. Mis tres madres quedaban exhaustas. Del pavo, sólo en el entierro de los huesos, al día siguiente, mamá y tiita probaban un pedacito de pierna, oscuro, perdido en el arroz blanco. Y eso que era mamá quien servía, elegía para el viejo y para los hijos. En realidad, nadie sabía concretamente qué era un pavo en nuestra casa, pavo restos de fiesta.

No, no se invitaba a nadie, era un pavo para nosotros cinco, cinco personas. Y tenía que ser con dos farofas, la gorda con los menudos y la seca, doradita, con bastante mantequilla. Quería el buche rellenado sólo con farofa gorda, a la que teníamos que agregar fruta negra, nueces y una copa de Jerez, como había aprendido en casa de la Rosa, mi querida compañera. Está claro que omití decir dónde había aprendido la receta y todos desconfiaron. Y todos se quedaron en ese aire de incienso soplado…¿no sería tentación del Diablo aprovechar una receta tan sabrosa? Y cerveza bien helada, garantizaba yo casi a los gritos. Lo cierto es que con mis “gustos” ya bastante refinados fuera del hogar, primero pensé en un buen vino bien francés. Pero la ternura por mamá venció al loco, a mamá le encantaba la cerveza.

Cuando acabé mis proyectos, me di cuenta, todos estaban felicísimos, con un inmenso deseo de hacer aquella locura con la que había irrumpido. Sabían muy bien que era locura, sí, pero todos se imaginaban que yo era el único que deseaba mucho aquello y era fácil echar encima mío la culpa de sus deseos enormes. Se sonreían, mirándose unos a otros, tímidos como palomas desgarradas, hasta que mi hermana asumió el consentimiento general:

-¡Aunque esté loco!…

Se compró el pavo, se hizo el pavo, etc. Y después de una Misa de Gallo muy mal rezada, tuvimos nuestra Navidad más maravillosa. ¡Qué chistoso! Cuando me acordaba que finalmente iba a lograr que mamá comiera pavo, en esos días no hacía otra cosa que pensar en ella, sentir ternura por ella, amar a mi viejita adorada. Y mis hermanos también, estaban en el mismo ritmo violento de amor, todos dominados por la nueva felicidad que el pavo iba imprimiendo en la familia. De modo que, aún disfrazando las cosas, dejé con tranquilidad que mamá cortara toda la pechuga del pavo. En un momento mamá se detuvo, luego de haber cortado en rebanadas uno de los lados del ave, sin resistirse a aquellas leyes de economía que siempre la habían sumido en una casi pobreza sin razón.

-No señora, siga cortando… y pedazos grandes ¡Yo solo me como eso!

Era mentira, el amor familiar, estaba incandescente en mí de tal forma, que hasta era capaz de comer poco, sólo para que los otros cuatro comieran mucho. Y el diapasón de los otros era el mismo. Aquel pavo comido entre nosotros solos redescubría en cada uno lo que la cotidianeidad había borrado por completo: amor, pasión de madre, pasión de hijos. Dios me perdone pero estoy pensando en Jesús. En esa casa de burgueses muy modestos, se estaba realizando un milagro digno de la Navidad de un Dios. La pechuga del pavo quedó enteramente reducida a rebanadas grandes.

-¡Yo sirvo!

-¡Qué loco! ¡Pero por qué tenía que servir si siempre mamá había servido en esa casa! Entre risas, los grandes platos llenos fueron pasando hasta mí y empecé una distribución heroica, mientras mandaba a mi hermano a que sirviera la cerveza. Advertí un pedazo admirable de pavo lleno de carnecita y lo puse en el plato. Y luego varias rebanadas blancas. La voz severa de mamá cortó el espacio angustiado en el cual todos aspiraban a su parte del pavo:

-¡Acuérdate de tus hermanos, Juca!

¿Cuándo iba a imaginarse ella?, ¡la pobre!, que ese era el plato suyo, de la Madre, de mi amiga maltratada que sabía de la existencia de Rosa, que sabía de mis crímenes, a quien sólo le contaba lo que hacía sufrir!… El plato quedó sublime.

-Mamá, este es su plato. ¡No!… ¡No lo pase!

Fue entonces cuando ella no pudo más con tanta conmoción y se puso a llorar. Mi tía también, después de ver que el siguiente plato sublime era el suyo, entró en el asunto de las lágrimas. Y mi hermana también, que jamás había visto lágrimas sin abrir una llave, se desparramó en llanto. Entonces empecé a decir muchas tonterías para no llorar también, tenía diecinueve años… Diablo de familia tonta que veía un pavo y lloraba… Esas cosas… Todos se esforzaban por sonreír, pero ahora la alegría se tornaba imposible. El llanto había evocado, por asociación, la imagen indeseable de mi padre muerto. Mi padre, con su figura gris, vino a estropear para siempre nuestra Navidad. ¡Me dio coraje!

Bueno, empezamos a comer en silencio, consternados, y el pavo estaba perfecto. La carne tierna, de un tejido muy tenue, se mezclaba entre los sabores de las farofas y del jamón, de vez en cuando herida, molestada y vuelta a desear ante la intervención más violenta de la pasa negra y el estorbo petulante de los pedacitos de nuez. Pero papá estaba sentado allí, gigantesco, incompleto, una censura, una llaga, una incapacidad. Y el pavo estaba tan rico, y mamá que por fin sabía que el pavo era un manjar digno de Jesucito nacido.

Empezó una lucha baja entre el pavo y el bulto de papá. Supuse que alentar al pavo era fortalecerlo en la lucha y, está claro, había tomado decididamente el partido del pavo. Pero los difuntos tienen medios escurridizos, muy hipócritas, como para vencerlos. En cuanto alabé al pavo, la imagen de papá creció victoriosa, insoportablemente obstruyente.

-Sólo falta su papá.

Yo ni comía, ya no podía probar más ese pavo perfecto, tanto me interesaba esa lucha entre los dos muertos. Llegué a odiar a papá. Y ni sé qué inspiración genial de repente me volvió hipócrita y político. En aquel instante que hoy me parece decisivo en nuestra familia, tomé aparentemente el partido de mi padre. Fingí, triste.

-Y sí. Papá nos quería mucho y murió de tanto trabajar para nosotros, papá allí en el cielo debe estar contento -dudé, pero resolví no mencionar más al pavo-, contento de vernos a todos reunidos en familia.

Y todos, mucho más tranquilos, empezaron a hablar de papá. Su imagen fue disminuyendo y se transformó en una estrellita brillante en el cielo. Ahora todos comían el pavo con sensualidad, porque papá había sido muy bueno, siempre se había sacrificado tanto por nosotros, había sido un santo que “ustedes, mis hijos, nunca podrán pagar lo que deben a su padre”, un santo. Papá se transformó en santo, una contemplación agradable, una estrellita en el cielo, imposible de deshacer. No perjudicaba más a nadie, puro objeto de contemplación suave. El único muerto aquí era el pavo, dominador, completamente victorioso.

Mamá, tía, nosotros, todos inundados de felicidad. Iba a escribir “felicidad gustativa”, pero no era sólo eso. Era un felicidad mayúscula, un amor de todos, un olvido de otros parientes que distraen del gran amor familiar. Y fue, sé que ese primer pavo comido en el seno de la familia fue el comienzo de un amor nuevo, reacomodado, más completo, más rico e inventivo, más complaciente y cuidadoso. Nació entonces una felicidad familiar para nosotros que, no soy exclusivista, algunos tendrán igual de grande, sin embargo más intensa que la nuestra, me es imposible concebir.

Mamá comió tanto pavo que en un momento imaginé que podría hacerle mal. Pero enseguida pensé: ¡Ah!, ¡no importa! aunque se muera, pero por lo menos que una vez en la vida coma pavo de verdad.

Tamaña falta de egoísmo me había transportado a nuestro infinito amor… Después vinieron una uvas ligeras y unos dulces, que allí en mi tierra llevan el nombre de “bien-casados”. Pero ni siquiera ese nombre peligroso se asoció al recuerdo de mi padre, que el pavo ya había convertido en dignidad, en cosa cierta, en culto puro de contemplación.

Nos levantamos. Eran casi las dos de la mañana, todos alegres con dos botellas de cerveza encima. Todos se iban a acostar, a dormir o a dar vueltas en la cama, poco importa, porque es bueno un insomnio feliz. La cuestión es que Rosa, católica antes de ser Rosa, me había prometido que me esperaría con una champaña. Para poder salir mentí, dije que iba a la fiesta de un amigo, besé a mamá y le guiñé el ojo; era una manera de contar a dónde iba y qué iba a hacer. Besé a las otras dos mujeres sin guiñarles el ojo. Y ahora, ¡Rosa!…

FIN





Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt



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La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)

[Humor en cápsulas] Para hoy viernes, 8 de septiembre de 2017





El Diccionario de la lengua española define humorismo como el modo de presentar, enjuiciar o comentar la realidad resaltando el lado cómico, risueño o ridículo de las cosas. Pero también como la actividad profesional que busca la diversión del público mediante chistes, imitaciones, parodias u otros medios. Yo no soy humorista, así que me quedo con la primera acepción, y en la medida de lo posible iré subiendo al blog cada día las viñetas de mis dibujantes favoritos. Las de hoy con Morgan en Canarias7; Gallego y Rey y Ricardo en El Mundo; Forges, Peridis, Ros, El Roto y Sciammarella  en El País; y Montecruz y Padylla en La Provincia-Diario de Las Palmas. Disfruten de ellas.






Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




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