jueves, 24 de agosto de 2017

[Humor en cápsulas] Para hoy jueves, 24 de agosto de 2017





El Diccionario de la lengua española define humorismo como el modo de presentar, enjuiciar o comentar la realidad resaltando el lado cómico, risueño o ridículo de las cosas. Pero también como la actividad profesional que busca la diversión del público mediante chistes, imitaciones, parodias u otros medios. Yo no soy humorista, así que me quedo con la primera acepción, y en la medida de lo posible iré subiendo al blog cada día las viñetas de mis dibujantes favoritos. Las de hoy con Morgan en Canarias7; Ricardo en El Mundo; Forges, Peridis y Ros en El País; y Montecruz y Padylla en La Provincia-Diario de Las Palmas. Disfruten de ellas. 





Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt



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miércoles, 23 de agosto de 2017

[A vuelapluma] Abstemios y abstencionistas





El filósofo Fernando Savater hacía días atrás un juego de palabras entre abstemios y abstencionistas... Quienes se abstienen en materia nacionalista quieren quedar como héroes de la intemperie y vivir bajo techado. Abstenerse entre nuestros derechos y los radicalismos que pretenden desmontarlos es ser un cínico o un imbécil, señalaba en un reciente artículo.

En su Diccionario del diablo, comenzaba diciendo, Ambrose Bierce define al abstemio como “una persona de carácter débil, que cede a la tentación de privarse de un placer”. Los bebedores, que somos un grupo humano de excepcional tolerancia y amplitud de miras, no tenemos prejuicios contra los abstemios, pese a recordar que Adolf Hitler y Donald Trump figuran en sus filas. No se debe juzgar a un colectivo por sus miembros más defectuosos, tal es nuestro lema. De modo que nada tenemos contra quienes reconocen que no beben porque les sienta mal el alcohol, no les gusta su sabor, padecen dispepsia o se marean enseguida, lo que les lleva a conductas inapropiadas como cantar jotas o confesar desfalcos. Nuestro respeto y compasión fraterna para todos ellos. Pero a quienes no podemos aguantar es a los que para justificar su abstinencia calumnian a la bebida como fuente de todos los males imaginables, violencia familiar, accidentes de tráfico, acoso a vírgenes de ambos sexos, cirrosis, calvicie y otras plagas más. Estos vocingleros pretenden situarse más allá de todas las bodegas de la vida y miran por encima del hombro a quienes consumen plácidamente su aperitivo. No se dan cuenta de que confunden el uso con el abuso y consideran abuso a todo uso que ellos no comparten. Ni que decir tiene que algunos exalcohólicos suelen ser los más intransigentes... lo cual tiene un punto disculpable.

He notado que frente a ese brebaje embriagador que es el nacionalismo se da una actitud parecida. Me refiero ante todo al gremio de literatos y artistas, lo que nuestro padre Hegel llamaba “almas bellas”, es decir, quienes “temen empañar con la acción la honestidad de su interior y que para no renunciar a su refinada subjetividad sólo se expresan con palabras y cuando pretenden elegir se pierden en absoluta inconsistencia”. Ante la droga arrebatadora del nacionalismo, se encabritan como potros que ven una víbora en su camino. No comparten los fervores separatistas del nacionalismo en Cataluña o el País Vasco porque abominan de cualquier planteamiento nacional, sea el que sea. No quieren tener nada que ver con la nación porque siempre contagia y mancha de vulgaridad procelosa a los espíritus superiores. Adscribirse a una nación es cosa anticuada y sumamente peligrosa, que arrastra a los mayores desafueros. Nunca se han sentido españoles, ni un minuto, ni en sueños y por tanto tampoco vascos, catalanes o lo que sea. Todo lo más palpitan por una aldea del recuerdo, un barrio, un paisaje de infancia... Detestan las banderas, cualquiera que sea su juego cromático, porque todas obligan a la bandería y acotan la amplitud sin puertas del campo en la estrechez del terreno para la liza o la batalla. Y todas las fronteras les resultan igualmente odiosas, sea vistas del lado de aquí o del de allá. Ellos se sienten libres de la obligación obnubiladora de elegir que esclaviza a los ingenuos y a los devotos.

Como todo lo individualista suele serme simpático, también siento un momento de cercanía hacia estos estrépitos. Después de todo, tengo escrito un libro titulado Contra las patrias (aunque resulta ser poco abstemio más allá del nombre, la verdad). Pero el postureo estético cada vez me resulta más indigerible. Cosa de los años, sin duda. Pienso que en un mundo en que tantos sufren por culpa de la traición de las palabras, ninguno debemos hacer piruetas (siempre con red, desde luego) con ellas y sobre ellas. Es nuestro deber explicar claramente lo que tenemos por imprescindible, aunque nos haga desmerecer a los ojos más ilusionados. Los abstemios en materia de nacionalismo a los que me refiero son personas inteligentes que sólo se permiten adoptar el disfraz festivo de la insensatez ante los medios de comunicación. Privadamente conocen y valoran su ciudadanía nacional, aunque prefieran disfrutar de sus cívicas ventajas discretamente, sin hacer pedagogía de tales beneficios para aquellos que viven sometidos sin remedio a la devastación populista. Quedar como héroes de la intemperie y vivir bajo techado, ése es su ideal. Los más articulados, para justificarse, nos dicen que naciones, banderas y ardores patrióticos han traído sangre y dolor, lo cual es indudable. Pero también los lazos familiares y el amor son motivo de corruptelas, nepotismo, celos fatales, venganzas, ceguera interesada o simple ridiculez beata y no hay muchos que proclamen: “Nunca me he sentido ni por un minuto padre de mis hijos”, “aborrezco el amor fraterno”, “me da lo mismo mi madre que la del vecino” o “enamorarse es exagerar enormemente la diferencia que hay entre una persona y otra” (esto es de Bernard Shaw, claro).

Uno puede querer a los suyos sin caer en nepotismo ni tampoco volverse nacionalista, lo mismo que todos tenemos apéndice pero no todos padecemos apendicitis (y esto es de Julián Marías, quede constancia). Como señala Timothy Snyder: “Un nacionalista nos anima a ser la peor versión de nosotros mismos, y después nos dice que somos los mejores”. Pero es sensato y muy aconsejable apreciar el Estado de derecho y los símbolos nacionales que lo acompañan porque es el respaldo de la ciudadanía que nos permite la libertad dentro de la igualdad, o sea, “ser diferentes sin temor” (Odo Marquard, última cita, lo juro). Ser abstemio entre las convenciones que consagran nuestros derechos y los radicalismos que pretenden desmontarlas es ser un cínico si la duda es fingida o un imbécil si es falsa.

Pero lo que pretenden sobre todo evitar estos abstemios es que les tomen por gente de derechas, defensores de “lo establecido” (en lo cual, sea lo que fuere, tan favorablemente viven). Ser de izquierdas es optativo, pero no parecer de derechas es obligatorio. Coram populo, la única trinchera segura y aceptable es siempre la que está contra el Gobierno. Por eso nunca olvidarán, si arriesgan alguna crítica al separatismo antilegal en Cataluña, mencionar enseguida el “inmovilismo” de Rajoy. Es algo reflejo, una sinapsis, Pavlov habría disfrutado: si el Gobierno dijese que la tierra es redonda y la izquierda que es plana, ellos dirían que no es plana pero que ya están hartos de la arrogancia de quienes dicen que es redonda. Desde luego, no faltan razones para censurar el inmovilismo gubernamental: en mi opinión, si hubiera actuado con la contundencia debida cuando empezaron los desacatos, algunos personajes o personajillos del procés habrían pasado una temporada en la cárcel y ahora estaríamos hablando de problemas importantes y no del referéndum de nunca acabar. 

Pero claro, concluye diciendo, no es esto lo que los abstemios hubieran querido tampoco. Porque lo que ellos quieren es... pero ¿qué quieren los abstemios, además de agua, mucha agua para lavarse las manos de lo que pasa?



Dibujo de Eva Vázquez para El País


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[Píldoras literarias] Hoy, con "Fábula", de Jairo Aníbal Niño







La noción de brevedad ronda siempre las consideraciones sobre la minificción de los minirrelatos. Aunque la brevedad no sea, ni con mucho, el único rasgo que es necesario observar en estas brillantes construcciones verbales, resulta lógico que para el lector común, e inclusive en cierta medida para el escritor, resalte de manera especial. 

Fue, en efecto, la primera característica que llamó la atención de lectores y críticos de esta forma literaria: la que primero produjo desconcierto y, a partir de allí, admiración. Ocurre, sin embargo, que tal noción es eminentemente subjetiva. Se puede considerar breve un relato de ocho o diez páginas, pero también lo será uno de un par de páginas, e igualmente, y con mayor razón, algún texto de extensión aún menor, que podremos describir en función de un determinado número máximo de líneas o de palabras, y no de páginas ni de párrafos. 

Pesan en este sentido la tradición de una literatura, y también la implícita comparación -casi instintiva, casi subconsciente- que formulamos con otros textos que conocemos, o bien con lo que se considera cuento o relato en nuestra propia literatura o en una distinta de ella. ¿Habremos de aceptar una categoría nueva, la del microrrelato brevísimo o hiperbreve, aunque el nombre resulte redundante? ¿O bien entenderemos que hay casos en que el escritor extrema alguna de las características que también tienen otros textos de este tipo, y ese hecho es percibido por el lector como un factor de diferenciación? 

Continúo la serie de Píldoras literarias con el relato titulado Fábula, del escritor colombiano Jairo Aníbal Niño (1941-2010). Publicó obras de teatro, cuentos y libros de poemas. Sus primeros pasos los dio como artista en el campo de la pintura para dedicarse más tarde a la dramaturgia. En el campo de las letras, su mayor contribución la hizo al género de la literatura infantil y juvenil a la que dedicó la mayoría de sus publicaciones y gran parte de su carrera como escritor. Fue profesor universitario, director de la Biblioteca Nacional de Colombia, guionista, director de dramaturgia del Teatro Libre de Bogotá y director del teatro de la Universidad Nacional de Colombia en Bogotá.

Les dejo con su minirrelato Fábula, editado por Henry González Martínez en la obra La minificción en Colombia. Tiene diecisiete palabras y dice así: 


FÁBULA
por 
Jairo Aníbal Niño

Y los ratones hicieron una alianza, 
y la serpiente de cascabel
 le puso el cascabel al gato.






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[Humor en cápsulas] Para hoy miércoles, 23 de agosto de 2017





El Diccionario de la lengua española define humorismo como el modo de presentar, enjuiciar o comentar la realidad resaltando el lado cómico, risueño o ridículo de las cosas. Pero también como la actividad profesional que busca la diversión del público mediante chistes, imitaciones, parodias u otros medios. Yo no soy humorista, así que me quedo con la primera acepción, y en la medida de lo posible iré subiendo al blog cada día las viñetas de mis dibujantes favoritos. Las de hoy con Morgan en Canarias7; Ricardo en El Mundo; Forges, Peridis y Ros en El País; y Montecruz y Padylla en La Provincia-Diario de Las Palmas. Disfruten de ellas. 





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martes, 22 de agosto de 2017

[Pensamiento] Memoria y olvido, como imperativo y terapia





El pasado mes de julio publicaba en Revista de Libros Rafael Núñez Florencio, doctor en Historia y profesor de Filosofía, una interesante reseña del libro de David Rieff titulado Elogio del olvido. Las paradojas de la memoria histórica (Barcelona, Debate, 2017), que centra en el análisis de la memoria y olvido como imperativos y terapias respectivamente de nuestro acontecer político. Perdónenme la inmodestia de advertirles que es una de las entradas que más satisfacción me ha dado en mucho tiempo traer al blog. Razón suficiente para encarecerles su lectura. Seguro que la disfrutan.

Como es habitual en los vástagos de las personas que han alcanzado una notable celebridad, señala al comienzo de la misma, David Rieff tiene que cargar con el sambenito de que se le presente con insistencia –incluso en la breve nota biobibliográfica de la solapa del libro que nos ocupa– como hijo de Susan Sontag. No obstante, como sabe cualquiera que haya seguido su trayectoria, la susodicha vinculación familiar es ociosa para encuadrar y comprender su fructífera y proteica carrera como periodista, corresponsal de guerra, analista político, ensayista y crítico cultural. De entre sus últimos libros –casi todos traducidos al español–, nos interesa destacar ahora, por motivos que no necesitan explicación, el que aquí se tituló Contra la memoria. De hecho, las primeras palabras de Rieff en el volumen que vamos a comentar, bajo el rótulo de «Agradecimientos», son para recordar que en 2009 dos integrantes del servicio de publicaciones de la Universidad de Melbourne, le invitaron «a escribir un ensayo en contra de la memoria política» que se publicó dos años más tarde con el título antedicho. Ahora, como su propio nombre indica, Rieff retoma el mismo tema para desarrollar aquel asunto e incorporar nuevos argumentos, moviéndose obviamente en la misma línea. Me atrevo a llevar hasta cierto punto la contraria al propio Rieff para matizar que la aludida línea argumental no es exactamente un alegato contra la memoria política sin más. Como se dice, creo que con bastante justeza en la sinopsis de contraportada, lo que defiende Rieff, si se permite la formulación casi en forma de titular, es que «la memoria colectiva no es tanto un imperativo moral como una opción». Pero vayamos por partes.

El libro de Rieff, aunque lleva por subtítulo explicativo «Las paradojas de la memoria histórica», no es una obra de historia ni se parece en nada al tipo de publicaciones que, por lo menos en el ámbito español, distingue a la copiosa bibliografía en torno a las relaciones entre memoria, historia y política. Elogio del olvido es un pequeño volumen –unas ciento setenta páginas– que tiene más bien un marcado carácter ensayístico, provocador y deliberadamente polémico en algunas de sus apreciaciones, y en el que, como viene siendo usual en los últimos tiempos, el autor se permite el lujo de hablar en distintas ocasiones en el tono subjetivo de la primera persona del singular, contar algunas de sus experiencias como testigo de acontecimientos relevantes e incluso relatar anécdotas concretas de sus tiempos como reportero en distintos frentes de batalla. Y todo ello lo hace en unos capítulos que contienen más carga de presente que de pasado (o que se interesan sin rubor por el pasado en función del presente) y que en algunos casos llevan como título preguntas que llaman nuestra atención como fogonazos: «¿Para qué sirve realmente la memoria colectiva?» O este otro: «¿Debemos deformar el pasado para poder conservarlo?»

Rieff –ya lo he dicho– no es un historiador, ni mucho menos un filósofo, ni siquiera un teórico político en un sentido investigador o académico. Es un periodista inquieto, un hombre culto que se mueve con soltura en distintos campos, pero que no alza el vuelo mucho más allá de los hechos concretos, esto es, de lo que podríamos llamar sin menoscabo un empirismo funcional o un decidido pragmatismo político, muy en la línea de un cierto ensayismo anglosajón. Esto que normalmente, en nuestros predios intelectuales, se entendería como desdoro o desvalorización, constituye, en mi opinión, el elemento determinante para que Elogio del olvido resulte un libro estimulante. No exactamente por lo que dice –que, en el fondo, no es nada radicalmente nuevo– sino por cómo lo dice: con una franqueza, una resolución y una sinceridad que prestan al volumen un tono prístino, una mirada a veces hasta algo naíf, como una bocanada de aire fresco en un tema siempre viciado porque todo transcurre, como hubiera dicho Sartre, a puerta cerrada, en una atmósfera cargada de resentimientos.

Por todo ello, el basamento teórico de principio no va mucho más allá de lo que en nuestros cenáculos intelectuales ha defendido, por ejemplo, y con mucho mejores argumentos, historiadores como Santos Juliá: una cosa es la historia y, otra muy distinta, la memoria. Cuando se trata de vincular ambas utilizando el sintagma de «memoria histórica» está incurriéndose en un oxímoron que sólo es aceptable como metáfora y, aun así, con no pocas prevenciones. La memoria sensu stricto es siempre individual; la «memoria colectiva de un pueblo» es, como hubiera matizado con ironía Borges, un abuso del lenguaje. Si se prefiere algo más flexible, diríamos que no es más que «una metáfora que pretende interpretar la realidad y conlleva todos los riesgos inherentes a la interpretación metafórica del mundo». Un tema, dicho sea de paso, que hubiera hecho las delicias de Nietzsche. Si damos unos pasos más y nos adentramos directamente en la llamada memoria histórica de un acontecimiento, debemos precisar que «nos referimos en general a la rememoración colectiva de gente que no lo presenció, sino que le fue transmitido por crónicas familiares o, más probablemente [...], a través de intermediarios como el Estado, sobre todo en las escuelas o las conmemoraciones públicas, o por medio de asociaciones» (p. 94).

Al proseguir por esa senda, nos vemos abocados a despojarnos de la inocencia. No hace falta que lleguemos al abrupto aforismo nietzscheano: «No hay hechos; sólo interpretaciones». Basta simplemente que reconozcamos una verdad tan incómoda como por otra parte incontrovertible, la de que «la función esencial de la memoria colectiva es la legitimación de un criterio particular y un programa político y social, y la deslegitimación de los opositores ideológicos». Así, la «apropiación de la historia por parte de la memoria es también la apropiación de la historia por parte de la política» (p. 83). No puede decirse más claro. Bueno, sí. Juzguen ustedes: «La memoria histórica colectiva no es respetuosa con el pasado» (p. 137). Rieff admite algunas excepciones en esa regla general, como la de los judíos (asunto este, por cierto, que me parece más que discutible, pero en el que prefiero no entrar para no perder el hilo de la argumentación). No respetar el pasado, no ser fiel a los hechos, equivale a manipular los mismos en función de unos objetivos. Como el autor procura no caer en el dogmatismo que critica, no llega al punto de decir que la memoria inventa el pasado, aunque alguna que otra vez bordea esa acuñación que puso en boga Eric Hobsbawm: la «invención de la tradición». En vez de eso, Rieff desemboca en una formulación muy poco sólida desde el punto de vista teórico, aunque, como veremos después, muy expresiva desde el prisma de la ejemplaridad política. Concretamente, dice que la «memoria se puede usar como prueba de fuego política, para causas tanto buenas como malas» (p. 55).

Aquí el planteamiento de Rieff adolece de una cierta ingenuidad. El problema estriba, como es obvio, en establecer y deslindar «causas buenas» y «causas malas». ¿Cómo nos ponemos de acuerdo sobre este punto? Tomemos por ejemplo como referencia, siguiendo a Timothy Garton Ash, el uso de la memoria como «componente esencial en la construcción de la identidad europea». Debemos forzosamente reconocer que, aunque mayoritaria, esa es una opción tan discutible como cualquier otra (como dirían los del Brexit y tantos euroescépticos y eurófobos). Operan, además, sobre todo ello los prejuicios del presente, conformando una arbitraria hemiplejia analítica. La manipulación descarada del pasado haciendo de William Wallace un mártir y un héroe del nacionalismo escocés –Mel Gibson mediante– se acoge con incomparable más benevolencia que la santificación de Juana de Arco por las huestes de Le Pen, aunque aquellos actúan con una insidia y unas pretensiones semejantes a las de estos. Rieff pone el dedo en la llaga como el niño que señala al rey desnudo: no nos importa tanto la manipulación en sí como quién manipula y con qué fin. Al igual que en el chiste psicoanalítico, cuando «la persona indicada hace las cosas mal, está bien; cuando la persona no indicada hace las cosas bien, está mal» (p. 141).

En un contexto más amplio, vivimos una época de exaltación de la memoria, hasta el punto de que esta ha desplazado a la historia en las relaciones políticas con el pasado. En palabras de Pierre Nora, y refiriéndose sobre todo a Francia, la memoria «ha adquirido un significado tan amplio e inclusivo que se tiende a utilizarla simple y llanamente como sustituto de historia y a poner el estudio de la historia al servicio de la memoria» (p. 82). Quizás el diagnóstico peque de excesivo o poco matizado, pero es incuestionable que en muchos países se ha desarrollado una auténtica «industria de la memoria». La expresión sería del gusto de Javier Cercas, quien, a propósito de sus últimas novelas, se ha visto implicado en acres polémicas sobre el uso del pasado. Pero, en cualquier caso, lo que importa aquí son las consecuencias, es decir, que el conocimiento riguroso del pasado queda cuando menos en segundo término frente a la preponderante tendencia a conmemorarlo. Esto es visible incluso en la propia producción editorial, cada vez más volcada a evocar efemérides variopintas, hasta el punto de que se aprovecha cualquier pretexto –centenarios, cincuentenarios o lo que sea– para lanzar títulos que nada aportan desde la óptica científica,  pero que sirven para recrear desde el presente una determinada concepción del ayer.

Si tomamos en consideración este panorama, podemos valorar la propuesta de Rieff como algo que va mucho más allá de la simple boutade: ¿y qué pasaría si dedicáramos al olvido un esfuerzo al menos equivalente al que hoy se emplea para avivar la memoria? Estamos tan imbuidos del culto a la memoria que a cualquiera se le ocurrirá de inmediato el famoso apotegma de George Santayana sobre los pueblos que, por no recordar su pasado, se ven condenados a repetirlo. En un tono menos apocalíptico, se recuerda aquí también el planteamiento de Garton Ash sobre las comunidades sin memoria, que serían tan infantiles o inmaduras como el individuo sin conciencia del pasado. «Pero no hay ninguna evidencia de que esto sea cierto», repone inmediatamente Rieff. Al revés: «Desde el punto de vista empírico, sobran las razones que respaldan el argumento contrario: en muchos lugares del mundo no es la renuncia sino el apego a la memoria la causa aparente de que las sociedades sean inmaduras» (p. 53).

Entramos con ello en la cuestión medular del ensayo. Todo, como se ve, parte de una pregunta impertinente, que puede formularse con diversos matices: ¿por qué la memoria es superior, más elevada, más digna que el olvido? ¿Por qué reconocemos un imperativo de la memoria y no la necesidad de olvidar? ¿Por qué nos empeñamos en forjar una identidad colectiva cuya base no es exactamente la memoria, como suele argüirse, sino un específico modo de construir el pasado? Para contestar con honestidad intelectual a estas preguntas, debemos ser francos y no jugar con las cartas marcadas. El autor apunta en este sentido que «la cuestión de la fidelidad histórica casi nunca parece tan crucial como la solidaridad colectiva que dicha rememoración pretende generar» (p. 129). El pasado se recuerda o, mejor dicho, se evoca a conciencia un determinado pasado (no pocas veces mítico o tergiversado) en función de las necesidades de «creación de una identidad colectiva determinada». Por consiguiente, el pasado no tiene ninguna función terapéutica: en contra de lo que suele argumentarse con insistencia, el conocimiento del pasado no conduce a evitar la repetición de viejos errores. ¿Cuántas veces a lo largo del malhadado siglo XX se ha dicho en vano «nunca más»?

Más concretamente, Rieff puede aducir, llegados a este punto, su experiencia no ya sólo como reportero en múltiples frentes de guerra, sino como testigo de sucesos aún más escalofriantes, como matanzas sistemáticas y genocidios: «Auschwitz no nos vacunó contra Pakistán oriental en 1971, ni Pakistán oriental contra Camboya bajo los Jemeres Rojos, ni Camboya bajo los Jemeres Rojos contra el poder Hutu en Ruanda en 1994» (p. 105). No se trata tan solo del hecho comprobable de que el pasado no es aleccionador, sino algo mucho más brutal: que los crímenes del pasado se convierten en el combustible que alimenta el rencor de hoy y posibilita nuevas atrocidades, normalmente «en un ambiente de temor y con la justificación de la legítima defensa» (p. 144). No es extraño por ello que quien ha presenciado in situ esa dinámica de violencia o incluso esa espiral de agravios –como, por ejemplo, en los Balcanes– termine por exclamar acongojado, ahíto de ver sangre derramada: ¡la paz, la paz a cualquier precio! La historia no es un menú a la carta. Cuando la barbarie se enseñorea de las relaciones humanas, una paz injusta es una bendición. Los acuerdos de Dayton eran una chapuza, por supuesto: «Aun así, para muchos de nosotros, tanto cooperantes como periodistas, que habíamos sido testigos presenciales del horror de la guerra de los Balcanes, casi cualquier paz, no importa lo injusta que fuera, era infinitamente preferible a lo que parecía el incesante castigo de la muerte, el sufrimiento y la humillación» (p. 113).

El caso de Chile, al que Rieff dedica una atención recurrente, resulta paradigmático. La transición a la democracia fue posible, según el autor, porque la consecución de la libertad fue el objetivo supremo al que se supeditó todo, la justicia en primer término. En estas circunstancias, conceder inmunidad a Pinochet «se vio como un sacrificio que merecía la pena asumir». Y enseguida aparece el Rieff desafiante: dentro de un tiempo, ¿cuántos chilenos concluirían «que la impunidad de Pinochet fue un coste inaceptable para la libertad del país?» (p. 114) ¡Por supuesto que lo ideal hubiera sido que el general rindiera cuentas! Pero a menudo hay que elegir entre opciones precarias. No estamos hablando en términos hipotéticos. El intento de procesar al dictador chileno por parte del juez Garzón nos sumergió en dicho escenario. Si «la detención hubiera podido poner en grave peligro esa transición, ¿habría merecido la pena entonces salvaguardar [...] las exigencias de justicia?» (pp. 85-86).

A los españoles, esos dilemas nos resultan muy familiares. Precisamente, a la transición española se le dedican también en el libro algunos párrafos, con algunos errores factuales y varios desenfoques en la interpretación. Con todo, no es en estas coordenadas donde Rieff detecta el problema: al fin y al cabo, en países como Francia o España estaríamos hablando de polémicas –todo lo agrias que se quieran– entre especialistas, básicamente historiadores, politólogos o analistas políticos. Pero aquí «probablemente nadie matará o morirá por lo que se haya olvidado o por lo que no haya podido recordarse. Sin embargo, en muchas partes del mundo morir y dar muerte es justo lo que está en juego, y en este sentido la cuestión de si se debe dejar de elogiar el recuerdo y comenzar a elogiar el olvido es más acuciante» (p. 153).

Este es el punto crucial para Rieff: cuando elegir entre recuerdo y olvido es cuestión de vida o muerte. Es verdad que si optamos por el olvido cometemos «una injusticia con el pasado». Pero recordar significa cometer «una injusticia con el presente». La conmemoración «podrá ser aliada de la justicia», pero «pocas veces es aliada de la paz» (pp. 148-149). Esta paz puede tener padres espurios. Puede aparecer trufada de oportunismo, hipocresía y hasta cínica indiferencia. Pero, al lado de otras opciones, es el mal menor. Rieff nos refiere una anécdota reveladora: cuando De Gaulle decidió hacer tabla rasa con la cuestión de Argelia, se le recordó que se había derramado mucha sangre. Entonces el mandatario francés contestó fríamente: «Nada se seca tan pronto como la sangre». Más recientemente, el caso de Irlanda del Norte revela que unos acuerdos discutibles, con su secuela de amnistías dolorosas, olvidos forzados y rehabilitaciones impuestas, vienen a ser a la larga, con todos sus defectos, la única vía factible para salir de un laberinto minado.

Podría dar la impresión, a tenor de todo lo dicho, que nuestro autor es un tenaz opositor contra la rememoración, un adalid del olvido, un decidido detractor de la memoria histórica, sin más especificaciones, sin matices. No hay tal. Rieff, como ya he dicho antes, es, ante todo, un pragmático. No pierde de vista casi nunca las circunstancias concretas en que ha de aplicarse una determinada doctrina. En cada situación detecta pros y contras. Pero, además, él lo dice expresamente en términos genéricos: «que quede claro, no sostengo que siempre sea un error insistir en la rememoración como imperativo moral» (p. 84). Aunque considera, como se infiere de todo lo expuesto, que con demasiada frecuencia la memoria lleva más a la exacerbación de las tensiones que a la pacificación, hay múltiples casos en que ni se puede ni se debe olvidar: las matanzas de las fuerzas imperiales europeas, el genocidio armenio, las atrocidades del militarismo japonés en China. No es factible «curar la guerra». Se ha insistido mucho hasta ahora en los males de la memoria, pero sería perverso desconocer o silenciar que el exceso de olvido constituye también un riesgo. No es fácil saber cuál es el camino más indicado para restañar heridas. En cualquier caso, el autor insiste en que no «prescribe aquí un alzhéimer moral» porque, reconoce, «estar desprovisto de memoria es estar desprovisto de un mundo» (p. 146).

En último extremo, no cabe aquí un sustrato de optimismo antropológico. Los seres humanos no son tan racionales como a menudo nos gusta pensar y creer: «El diablo es optimista si cree que puede hacer peores a los hombres», escribió Karl Kraus. Los recuerdos de las atrocidades sirven con más frecuencia para los intentos de emulación que para la expiación y el exorcismo. En el mejor de los casos, para quienes prescriben bienintencionadamente el perdón –Paul Ricoeur, Avishai Margalit–, el dilema sigue siendo el mismo: ¿cómo se edifica el perdón sin una peligrosa amalgama de memoria y olvido? ¿En qué proporciones? Decía Borges que «el olvido es la única venganza y el único perdón». No estoy tan seguro. Además, no sobreestimemos la capacidad humana para dirigir el curso de los acontecimientos. El hombre es más víctima de la historia que hacedor de la misma. Todas nuestras construcciones –entre ellas, nuestra sociedad, nuestra civilización− están sometidas al paso implacable del tiempo. Rieff lo expresa aludiendo a «la provisionalidad social, nacional y de la civilización», por analogía con la «fugacidad humana individual» (p. 158).

Dentro de poco, la Shoá, la gran herida moral de nuestro tiempo, será una nota imprecisa en la noche de los tiempos. Tony Judt vio en Berlín cómo unos escolares aburridos en su excursión obligatoria jugaban al escondite en su visita al monumento a los judíos asesinados en el Holocausto. Yo mismo tuve ocasión de presenciar una escena similar casi en el mismo sitio: unos chicos y chicas, algo más que adolescentes, con indumentaria casi playera, reían, bromeaban y bebían Coca-Cola entre los testimonios atroces de las matanzas no tan lejanas. ¿Puede decretarse la memoria obligatoria? Y, en ese caso, ¿con qué viabilidad? Rieff se remite en este caso a las palabras de Judt, poco sospechoso por su talante y su profesión de querer encubrir nada: museos, monumentos y tantos lugares y ritos de la memoria no son tanto una expresión de nuestra voluntad de recordar cuanto «un indicio de que sentimos haber cumplido nuestra penitencia y ya podemos [...] olvidar, y que en nuestro lugar recuerden las piedras» (p. 101), concluye diciendo.





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lunes, 21 de agosto de 2017

[A vuelapluma] Levantar puentes, tender muros





En etapas expansivas se valora la apertura y el intercambio; en horas bajas surgen actitudes defensivas que buscan proteger el statu quo. En la última década, el afán por unir ha sido desplazado por la exaltación de vallas y fronteras mentales, comenta la profesora Olivia Muñoz-Rojas, doctora en Sociología por la London School of Economics e investigadora independiente.

Los puentes entre Europa y sus aliados históricos están rotos, concluía una decepcionada Angela Merkel tras la última cumbre del G7, comienza diciendo. En este caso, el sentido metafórico de la expresión tiene una dimensión material: muros, vallas, puentes, túneles y canales dibujan el paisaje geopolítico de cada época. Hay épocas en las que se tiende a conectar y otras en las que se busca separar. Aunque como escribía el sociólogo alemán Georg Simmel, solo se puede unir aquello que previamente se percibe como separado y separar aquello que se percibe como unido. En Europa (y Occidente, en general) vemos como el entusiasmo por unir a través de puentes y túneles ha sido desplazado desde hace algo más de una década por la exaltación de la separación en la forma de vallas, muros y fronteras mentales.

Al derribo del muro de Berlín en 1989 y el comienzo de una Europa reunificada siguieron otros hitos destinados a reforzar la articulación física del viejo continente y facilitar las cuatro libertades de movimiento. En 1994 se inauguraba el Eurotúnel bajo el Canal de la Mancha, conectando por primera vez en la historia el continente con las islas Británicas. Un año más tarde, comenzaban los trabajos para levantar el puente de Øresund que, a partir del año 2000, uniría también por primera vez el continente con la península escandinava. Un flujo creciente de mercancías, vehículos y pasajeros cruzarían desde entonces diariamente por debajo de las aguas del Canal y por encima de las del estrecho que separa Dinamarca de Suecia merced a estas impresionantes infraestructuras, impensables sin la cooperación entre los socios europeos. Gracias al tren de alta velocidad Eurostar que conecta París, Bruselas y Londres muchos ciudadanos han podido realizar el sueño cosmopolita de residir en una de las capitales y trabajar en otra. Se calcula que 300.000 personas reparten su vida entre Londres y París. Algo similar sucede con los habitantes de las regiones de Selandia y Escania: entre 2001 y 2009, el número de personas que se desplaza entre Dinamarca y Suecia para trabajar aumentó en más de un 300%.

La guerra en los Balcanes parecía el último escollo a la integración europea en una década, los años noventa, de optimismo y apertura. La lenta y minuciosa reconstrucción del emblemático puente de Mostar, una vez superado el conflicto en 1995, reflejaba, al mismo tiempo, el arduo camino hacia la paz y la reconciliación. Paradójicamente, con su inauguración en 2005, Europa comienza a transitar nuevamente hacia una época de enclaustramiento. Ese año se produjo el primer salto masivo de migrantes subsaharianos en la valla de Melilla. Para evitar futuras tentativas, se dobló la altura de la valla de tres a seis metros. El mar Mediterráneo, límite natural del continente hacia el sur, se ha ido convirtiendo poco a poco en un enorme foso defensivo en el que han perdido la vida miles de personas en su intento por llegar a Europa. En los últimos dos años hemos visto erigirse, asimismo, cercas y barreras en Europa central y oriental para impedir el paso a los refugiados de Oriente Próximo. La barrera húngara es quizá la más conocida por la retórica abiertamente xenófoba del Gobierno de Viktor Orbán, pero los Gobiernos de Eslovenia, Croacia, Austria, Serbia, Bulgaria y Macedonia han hecho lo suyo.

Se ha comparado la fortificación de Europa con la de EE UU y el famoso muro que Trump quiere terminar de construir a lo largo de la frontera con México. Los amantes de las series policiacas que hayan visto la versión sueco-danesa y la estadounidense de El puente (Bron/The Bridge, 2011) reconocerán las enormes diferencias, pero también los paralelismos entre dos fronteras aparentemente tan distintas como las que separan Dinamarca de Suecia y México de Estados Unidos. La serie se desarrolla a partir de la aparición de un cadáver en la línea fronteriza entre los dos países, esto es, en medio del puente de Øresund, respectivamente, el puente Río Bravo que une Ciudad Juárez con El Paso. Pone de manifiesto la inevitable ósmosis que se produce en las fronteras, sean abiertas como entre Dinamarca y Suecia o estén valladas y sometidas a estrictos controles como entre México y EE UU. Cuando es legal, este intenso canje entre personas y de bienes y servicios se enmarca dentro de la cooperación transfronteriza. Cuando no lo es, hablamos de actividades ilícitas o clandestinas, las cuales adquieren tintes especialmente sórdidos cuando se producen entre vecinos tan asimétricos como México y EE UU.

A uno y otro lado del Atlántico se reafirma la voluntad de excluir, desunir y separar. Conviene recordar que la libre circulación que permite a los protagonistas de la versión escandinava de El puente cruzar este a su antojo fue suspendida a principios de 2016. Suecia reinstauró entonces controles fronterizos para evitar la entrada libre de refugiados. A esta y otras suspensiones parciales del acuerdo de Schengen destinadas a frenar el ingreso de ciudadanos extracomunitarios, siguió el Brexit, que ha instalado a los residentes comunitarios de Reino Unido en una suerte de limbo legal y enorme incertidumbre sobre su futuro.

La construcción de vallas y muros es sintomática de la debilidad de un imperio (léase, civilización), concluye el sociólogo Mohammad Chaichian en su libro Walls and Empires (2014). Podría decirse que en etapas expansivas se valora la apertura y el intercambio, mientras que en horas bajas surgen actitudes defensivas que buscan proteger el statu quo. Como ejemplos representativos, Chaichian cita la Gran Muralla China y el Muro de Adriano que el emperador hizo construir en la frontera norte del Imperio Romano (en el actual Reino Unido) —ninguna de las construcciones logró frenar la caída de estos grandes imperios. Las fronteras se alimentan de los muros mentales que se construyen ladrillo a ladrillo, como en la mítica canción The Wall de Pink Floyd, a partir de traumas y temores individuales que se proyectan sobre determinados colectivos. Adquieren relevancia social cuando se plasman en eslóganes y programas electorales y encuentran eco en la ignorancia y el temor (hasta cierto punto, comprensible) de muchos ciudadanos a un mundo hiperconectado, sin vallas, sin fronteras.

Quizá una de las acciones que pase a la historia como especialmente simbólica de este nuevo paisaje euroatlántico de cerramientos sea la decisión de rodear la Torre Eiffel de una valla protectora antibalas. En un momento en que Europa deposita su última esperanza en el nuevo presidente francés, la controvertida medida ilustra bien el reto al que se enfrenta Macron: defender una Europa abierta, inclusiva y conectada para desactivar la amenaza yihadista en el medio y largo plazo a la par que defenderse de esta en el corto.



Dibujo de Nicolás Aznárez para El País



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt





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