domingo, 2 de abril de 2017

[Humor en cápsulas] Para hoy domingo, 2 de abril de 2017





El Diccionario de la lengua española define humorismo como el modo de presentar, enjuiciar o comentar la realidad resaltando el lado cómico, risueño o ridículo de las cosas. Pero también como la actividad profesional que busca la diversión del público mediante chistes, imitaciones, parodias u otros medios. Yo no soy humorista, así que me quedo con la primera acepción, y en la medida de lo posible iré subiendo al blog cada día las viñetas de mis dibujantes favoritos. Las de hoy, con Morgan en Canarias7; Idígoras y Pachi en El Mundo; El Roto, Forges, Peridis, y Ros en El País; y Montecruz y Padylla en La Provincia-Diario de Las Palmas. Disfruten de ellas. 




Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




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La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)

sábado, 1 de abril de 2017

[A vuelapluma] Calidad democrática





Quejarnos de la mala calidad de nuestras democracias liberales se ha convertido en una especie de deporte nacional, pero ni de la clase política ni de los ciudadanos de a pie surgen propuestas realistas de solución, o al menos que sirvan para reparar la confianza en las instituciones de las mismas. 

Democracia, ¿para qué? El profesor de la Universidad de Barcelona Félix Ovejero afirmaba hace unos días en un artículo que peligra el vínculo entre elecciones y calidad democrática. Que el sistema no es sensible al cambio; que tampoco hay demanda ciudadana ni oferta política. Y que los votantes, humanos a fin de cuentas, somos animales de senda y detestamos las novedades

Lo dijo John Adams, comienza escribiendo: “Delegar el poder de la mayoría en unos pocos entre los más sabios y los más buenos”. Lo repitió Madison: “Conseguir como gobernantes a los hombres que posean mayor sabiduría para discernir y más virtud para procurar el bien público”. Y Jefferson: “Permitir que los aristócratas naturales gobernaran de manera más eficiente posible”. Los votos de ciudadanos ignorantes y sin virtud cívica escogerían a los mejores, a los sabios y santos.

Si levantaran la cabeza, sigue diciendo, los fundadores se lo pensarían antes de repetir que nuestras democracias —ellos dirían Repúblicas—, difíciles de defender desde la participación y la igualdad de los ciudadanos, se justifican porque identifican a los mejores. Una idea que suena disparatada: que los que no saben puedan escoger a los que saben. Raro, pero no imposible: el mercado, en sus mejores horas, infrecuentes, funciona de esa manera. Yo, y otros como yo, incapaces de freír un huevo, al elegir restaurante penalizamos al mal cocinero y premiamos al bueno.

Desgraciadamente, añade, la política no es como el mercado. Bueno, sí, es como el mercado que no funciona, como el mercado con información asimétrica, cuando uno no sabe lo que adquiere, cuando elige a ciegas y le venden la mula ciega. Siempre se vota a tientas. Entre las circunstancias que concurren en ello hay una inexorable: la política está orientada hacia un futuro incierto por definición. No hay manera de especificar hoy en un contrato soluciones a retos que descubriremos mañana. Lo de “cumplir el programa” aguanta, si acaso, un rato, porque no puede ser de otro modo. Y las cosas no mejoran informativamente, si tenemos en cuenta que los votantes tenemos limitadas capacidades cognitivas, memoria endeble y que, al decidir, nos fiamos antes del envoltorio que del contenido: quienes votan contra “rehabilitar drogadictos” están a favor “tratar la adicción a las drogas” y quienes desprecian el “cambio climático” son partidarios de combatir el “calentamiento global”.

Resulta discutible el potencial de las democracias para abordar retos sin rentabilidad electoral inmediata, al menos los importantes, señala. Ningún alcalde reformará su ciudad si las obras duran más que el ciclo electoral. Se imponen el corto plazo, la velocidad para renovar las broncas y la pirotecnia. El alcalde preferirá hablar de las plagas del mundo y proclamará el veganismo de su ciudad: el mundo intacto, la culpa de los otros y el lustre moral asegurado. La verdad no importa. Nadie espera a comprobar si el corrupto lo es, mientras exista un titular que arrojar a las redes. Lo importante es ganar la mano. Aunque no se sepa muy bien qué decir sobre el fracking o la reproducción asistida, hay un algoritmo infalible: apostar en contra de la opinión del contrario. Más tarde ya se encontrarán intelectuales públicos dispuestos a sacrificar el conocimiento consolidado (lo han denunciado en economía Cahuc y Zylberberg en Le négationnisme économique).

No es nuevo, dice. Es la lógica electoral de las democracias. Lo nuevo son las redes sociales, que amplifican las resonancias. Cuando el titular desplaza al argumento, los 140 caracteres son alivio, antes que limitación, como sucedía con el etcétera en la magistral apreciación de Jardiel Poncela: “El descanso de los sabios y la excusa de los ignorantes”.

Perpetuas elecciones, problemas en espera y la vida cívica falsamente encanallada, comenta. El único horizonte es la próxima campaña electoral y siempre hay alguna. En realidad, las elecciones degradan el debate democrático. Un debate, no se olvide, ya de por sí reducido a unos pocos con suficientes recursos para superar las costosas barreras de entrada del mercado político, para financiar campañas y tecnologías que permiten modular un relato (una mentira) a medida de cada cual, para que solo escuche lo que quiere escuchar, esto es, para que ignore casi todo lo demás: esos 250 millones de perfiles personalizados que, Big Data mediante, permitieron a Trump ganar. Naturalmente, con esas reglas, se refuerza lo de siempre, la voz de los ricos (Gilens, Affluence and Influence).

En esas circunstancias peligra, continúa diciendo, el vínculo entre elecciones y calidad democrática. Incluso peor: las elecciones resultan vivero de las patologías. He dicho elecciones, no representación ni participación. El aviso, obligatorio en nuestros tiempos, resultaría innecesario para los clásicos, los Rousseau o los Montesquieu, para quienes las elecciones poco tenían que ver con la democracia, según nos recordó Manin en Los principios del gobierno representativo. Para ellos, el sorteo aseguraba una mejor representación. Las elecciones, si acaso, servirían para detectar aristocracias naturales, a los mejores. Pues eso. Que no.

La pregunta, afirma, es si debemos revisar los diseños institucionales que hasta ahora nos han servido, no me atrevo a decir si para bien o para mal, visto lo visto y a la espera de lo que nos queda por ver. Ese es el diagnóstico de solventes reflexiones académicas que divulga eficazmente Van Reybrouck en Contra las elecciones. Se buscaría recoger el componente de racionalidad deliberativa del ideal parlamentario, aliviando las patologías asociadas a la competencia electoral y a los sesgos derivados de una representación que ignora los problemas y las propuestas de muchos ciudadanos. En esencia, proponen aligerar la presencia de los partidos en competencia electoral e incorporar mecanismos de participación, deliberación, mérito, asesoramiento experto y… sorteo. Sí, sorteo, el más clásico de los procedimientos democráticos. Sus virtudes, vistas las disfunciones de nuestras democracias, no son desdeñables: permite la representación de minorías (y de mayorías desatendidas, esas García que nunca asoman en los parlamentos señoreados por élites nacionalistas) sin la ortopedia antidemocrática de los cupos; disuelve las barreras de ingreso en la participación; elimina los encanallamientos partidistas, el griterío gestero de las falsas discrepancias; socava la corrupción asociada al coste de las campañas; acaba con la instrumentalización de instituciones (justicia, organismos supervisores) sometidas a la partitocracia. Por supuesto, el sorteo también tiene problemas, que invitan a administrarlo en dosis y en formas híbridas.

Por supuesto, concluye diciendo, esas innovaciones no prosperarán. La nueva política no va de eso. Es la vieja más adanismo moral, un vacuo fariseísmo en sentido ferlosiano: nutre su santidad con el plato único de la perfidia ajena. Aunque solo sea por eso, casi resulta preferible la vieja, cuando no la arcaica. Pero tampoco. Porque el problema es más básico. El sistema no es sensible al cambio. No hay demanda ciudadana ni oferta política. Los votantes, humanos, somos animales de senda y detestamos las novedades. Y los partidos, obviamente, no quieren suicidarse. El diseño de incentivos para la renovación de las democracias solo es comparable al que en Estados Unidos tenían las ambulancias cuando eran gestionadas por funerarias. Mala cosa, dada la naturaleza del enfermo.






Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt



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[Humor en cápsulas] Para hoy sábado,1 de abril de 2017





El Diccionario de la lengua española define humorismo como el modo de presentar, enjuiciar o comentar la realidad resaltando el lado cómico, risueño o ridículo de las cosas. Pero también como la actividad profesional que busca la diversión del público mediante chistes, imitaciones, parodias u otros medios. Yo no soy humorista, así que me quedo con la primera acepción, y en la medida de lo posible iré subiendo al blog cada día las viñetas de mis dibujantes favoritos. Las de hoy, con Morgan en Canarias7; Idígoras y Pachi en El Mundo; El Roto, Forges, Peridis, y Ros en El País; y Montecruz y Padylla en La Provincia-Diario de Las Palmas. Disfruten de ellas. 





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viernes, 31 de marzo de 2017

[Píldoras literarias] Hoy, con "Adán y Eva", de Marco Denevi





La noción de brevedad ronda siempre las consideraciones sobre la minificción de los minirrelatos. Aunque la brevedad no sea, ni con mucho, el único rasgo que es necesario observar en estas brillantes construcciones verbales, resulta lógico que para el lector común, e inclusive en cierta medida para el escritor, resalte de manera especial. 

Fue, en efecto, la primera característica que llamó la atención de lectores y críticos de esta forma literaria: la que primero produjo desconcierto y, a partir de allí, admiración. Ocurre, sin embargo, que tal noción es eminentemente subjetiva. Se puede considerar breve un relato de ocho o diez páginas, pero también lo será uno de un par de páginas, e igualmente, y con mayor razón, algún texto de extensión aún menor, que podremos describir en función de un determinado número máximo de líneas o de palabras, y no de páginas ni de párrafos. 


Pesan en este sentido la tradición de una literatura, y también la implícita comparación -casi instintiva, casi subconsciente- que formulamos con otros textos que conocemos, o bien con lo que se considera cuento o relato en nuestra propia literatura o en una distinta de ella. ¿Habremos de aceptar una categoría nueva, la del microrrelato brevísimo o hiperbreve, aunque el nombre resulte redundante? ¿O bien entenderemos que hay casos en que el escritor extrema alguna de las características que también tienen otros textos de este tipo, y ese hecho es percibido por el lector como un factor de diferenciación? Ustedes deciden. 

Continúo hoy la serie Píldoras literarias con el relato titulado Adán y Eva,  de Marco Denevi (1922-1998), escritor y dramaturgo argentino. Denevi irrumpió en el mundo literario con más de treinta años con su novela Rosaura a las diez, que se convierte de inmediato en un gran éxito y que más tarde sería llevada al cine. También incursiona en el mundo del teatro, pero es como cuentista, cuando en 1960 obtiene el premio de la revista "Life en español" por su relato Ceremonia secreta, cuando alcanza mayor fama. Sus personajes bordean lo estrafalario, y en sus relatos predominan la ambigüedad, la intriga y el humor negro. Practicó el periodismo político, fue presidente honorario del Consejo de Ciudadanos, y miembro de la Academia Argentina de Letras. 

Su relato, incluido en la obra Parque de diversiones (1970), tiene diecisiete palabras y dice así: 


ADÁN Y EVA 

Recordando lo que él hizo 
con el amor de Dios, Adán 
siempre recelará del amor de Eva.



Adán y Eva (1507), por Alberto Durero. M. del Prado, Madrid


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[Humor en cápsulas] Para hoy viernes, 31 de marzo de 2017





El Diccionario de la lengua española define humorismo como el modo de presentar, enjuiciar o comentar la realidad resaltando el lado cómico, risueño o ridículo de las cosas. Pero también como la actividad profesional que busca la diversión del público mediante chistes, imitaciones, parodias u otros medios. Yo no soy humorista, así que me quedo con la primera acepción, y en la medida de lo posible iré subiendo al blog cada día las viñetas de mis dibujantes favoritos. Las de hoy, con Morgan en Canarias7; Gallego y Rey y Ricardo El Mundo; El Roto, Forges, Peridis, Ros y Sciammarella en El País; y Montecruz y Padylla en La Provincia-Diario de Las Palmas. Disfruten de ellas. 





Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




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jueves, 30 de marzo de 2017

[A vuelpluma] El nuevo enemigo





Con los novelistas -los buenos- y los filósofos -casi todos-, mantengo una cordial relación de amor y odio a partes iguales que, en el fondo, no es más que envidia pura y dura. ¡Al, la envidia!... Sin duda el pecado capital de los españoles... Dejémoslo así. A ambos, filósofos y novelistas, hay que escucharlos siempre cuando hablan de otras cosas que no son ni la literatura ni la filosofía. Lo que no implica, ni por asomo, compartir sus opiniones siempre. Me pasaba con Francisco Umbral o Camilo José Cela. Me pasa hoy y ahora con Fernando Savater o Mario Vargas Llosa. Y otros, claro, que no cito.

Mario Vargas Llosa escribe muy a menudo de política, y aunque no comparta del todo algunas de las cosas que dice, lo hace tan bien que en cualquier caso disfruto de su lectura. Hace unos días escribía en El País sobre los nuevos enemigos. Sigan leyendo y averiguarán a quienes se refería.

El comunismo se ha convertido en una ideología residual, comenzaba diciendo. Ahora la amenaza es el populismo, que ataca por igual a países desarrollados y atrasados. El comunismo ya no es el enemigo principal de la democracia liberal —de la libertad— sino el populismo. Aquel dejó de serlo cuando desapareció la URSS, por su incapacidad para resolver los problemas económicos y sociales más elementales, y cuando (por los mismos motivos) China Popular se transformó en un régimen capitalista autoritario. Los países comunistas que sobreviven —Cuba, Corea del Norte, Venezuela— se hallan en un estado tan calamitoso que difícilmente podrían ser un modelo, como pareció serlo la URSS en su momento, para sacar de la pobreza y el subdesarrollo a una sociedad. El comunismo es ahora una ideología residual y sus seguidores, grupos y grupúsculos, están en los márgenes de la vida política de las naciones.

Pero, a diferencia de lo que muchos creíamos, añade, que la desaparición del comunismo reforzaría la democracia liberal y la extendería por el mundo, ha surgido la amenaza populista. No se trata de una ideología sino de una epidemia viral —en el sentido más tóxico de la palabra— que ataca por igual a países desarrollados y atrasados, adoptando para cada caso máscaras diversas, de izquierdismo en el Tercer Mundo y de derechismo en el primero. Ni siquiera los países de más arraigadas tradiciones democráticas, como Reino Unido, Francia, Holanda y Estados Unidos están vacunados contra esta enfermedad: lo prueban el triunfo del Brexit, la presidencia de Donald Trump, que el partido del Geert Wilders (el PVV o Partido por la Libertad) encabece todas las encuestas para las próximas elecciones holandesas y el Front National de Marine Le Pen las francesas.

¿Qué es el populismo?, se pregunta. Ante todo, la política irresponsable y demagógica de unos gobernantes que no vacilan en sacrificar el futuro de una sociedad por un presente efímero. Por ejemplo, estatizando empresas y congelando los precios y aumentando los salarios, como hizo en el Perú el presidente Alan García durante su primer Gobierno, lo que produjo una bonanza momentánea que disparó su popularidad. Después, sobrevendría una hiperinflación que estuvo a punto de destruir la estructura productiva de un país al que aquellas políticas empobrecieron de manera brutal. (Aprendida la lección a costa del pueblo peruano, Alan García hizo una política bastante sensata en su segundo Gobierno).

Ingrediente central del populismo, añade, es el nacionalismo, la fuente, después de la religión, de las guerras más mortíferas que haya padecido la humanidad. Trump promete a sus electores que “América será grande de nuevo” y que “volverá a ganar guerras”; Estados Unidos ya no se dejará explotar por China, Europa, ni por los demás países del mundo, pues, ahora, sus intereses prevalecerán sobre los de todas las demás naciones. Los partidarios del Brexit —yo estaba en Londres y oí, estupefacto, la sarta de mentiras chauvinistas y xenófobas que propalaron gentes como Boris Johnson y Nigel Farage, el líder de UKIP en la televisión durante la campaña— ganaron el referéndum proclamando que, saliendo de la Unión Europea, Reino Unido recuperaría su soberanía y su libertad, ahora sometidas a los burócratas de Bruselas.

E inseparable del nacionalismo, dice más adelante, es el racismo, y se manifiesta sobre todo buscando chivos expiatorios a los que se hace culpables de todo lo que anda mal en el país. Los inmigrantes de color y los musulmanes son por ahora las víctimas propiciatorias del populismo en Occidente. Por ejemplo, esos mexicanos a los que el presidente Trump ha acusado de ser violadores, ladrones y narcotraficantes, y los árabes y africanos a los que Geert Wilders en Holanda, Marine Le Pen en Francia, y no se diga Viktor Orbán en Hungría y Beata Szydlo en Polonia, acusan de quitar el trabajo a los nativos, de abusar de la seguridad social, de degradar la educación pública, etcétera.

En América Latina, comenta, Gobiernos como los de Rafael Correa en Ecuador, el comandante Daniel Ortega en Nicaragua y Evo Morales en Bolivia, se jactan de ser antiimperialistas y socialistas, pero, en verdad, son la encarnación misma del populismo. Los tres se cuidan mucho de aplicar las recetas comunistas de nacionalizaciones masivas, colectivismo y estatismo económicos, pues, con mejor olfato que el iletrado Nicolás Maduro, saben el desastre a que conducen esas políticas. Apoyan de viva voz a Cuba y Venezuela, pero no las imitan. Practican, más bien, el mercantilismo de Putin (es decir, el capitalismo corrupto de los compinches), estableciendo alianzas mafiosas con empresarios serviles, a los que favorecen con privilegios y monopolios, siempre y cuando sean sumisos al poder y paguen las comisiones adecuadas. Todos ellos consideran, como el ultraconservador Trump, que la prensa libre es el peor enemigo del progreso y han establecido sistemas de control, directo o indirecto, para sojuzgarla. En esto, Rafael Correa fue más lejos que nadie: aprobó la ley de prensa más antidemocrática de la historia de América Latina. Trump no lo ha hecho todavía, porque la libertad de prensa es un derecho profundamente arraigado en Estados Unidos y provocaría una reacción negativa enorme de las instituciones y del público. Pero no se puede descartar que, a la corta o a la larga, tome medidas que —como en la Nicaragua sandinista o la Bolivia de Evo Morales— restrinjan y desnaturalicen la libertad de expresión.

El populismo, afirma, tiene una muy antigua tradición, aunque nunca alcanzó la magnitud actual. Una de las dificultades mayores para combatirlo es que apela a los instintos más acendrados en los seres humanos, el espíritu tribal, la desconfianza y el miedo al otro, al que es de raza, lengua o religión distintas, la xenofobia, el patrioterismo, la ignorancia. Eso se advierte de manera dramática en el Estados Unidos de hoy. Jamás la división política en el país ha sido tan grande, y nunca ha estado tan clara la línea divisoria: de un lado, toda la América culta, cosmopolita, educada, moderna; del otro, la más primitiva, aislada, provinciana, que ve con desconfianza o miedo pánico la apertura de fronteras, la revolución de las comunicaciones, la globalización. El populismo frenético de Trump la ha convencido de que es posible detener el tiempo, retroceder a ese mundo supuestamente feliz y previsible, sin riesgos para los blancos y cristianos, que fue el Estados Unidos de los años cincuenta y sesenta. El despertar de esa ilusión será traumático y, por desgracia, no sólo para el país de Washington y Lincoln, sino también para el resto del mundo.

¿Se puede combatir al populismo? termina preguntándose. Desde luego que sí, responde. Están dando un ejemplo de ello los brasileños con su formidable movilización contra la corrupción, los estadounidenses que resisten las políticas demenciales de Trump, los ecuatorianos que acaban de infligir una derrota a los planes de Correa imponiendo una segunda vuelta electoral que podría llevar al poder a Guillermo Lasso, un genuino demócrata, y los bolivianos que derrotaron a Evo Morales en el referéndum con el que pretendía hacerse reelegir por los siglos de los siglos. Y lo están dando los venezolanos que, pese al salvajismo de la represión desatada contra ellos por la dictadura narcopopulista de Nicolás Maduro, siguen combatiendo por la libertad. Sin embargo, la derrota definitiva del populismo, como fue la del comunismo, la dará la realidad, el fracaso traumático de unas políticas irresponsables que agravarán todos los problemas sociales y económicos de los países incautos que se rindieron a su hechizo.




Mario Vargas Llosa


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