Hay una frase de Engels, citada por Hannah Arendt en "Crisis de la República", que me parece muy pertinente sobre el tema que se plantea en esta entrada. Dice así: "Donde quiera que la estructura del poder de un país contradiga su desarrollo económico, es el poder político con sus medios de violencia el que sufrirá la derrota".
Julio Aramberri es un sociólogo español y profesor visitante en la Dongbei University of Finance and Economics, de Dalian, China, y profundo conocedor del mundo asiático en el que ha residido durante décadas, que mantenía hasta unos días en Revista de Libros un interesantísimo blog, Orientalismo, que acaba de anunciar que cierra para dedicarse en exclusiva a publicar una serie de escritos sobre la China de Xi Jinping, analizando distintos aspectos de la economía, la sociedad, la política y la cultura de la China actual, combinando para ello la información rigurosa con el análisis crítico. Un servidor, lector asiduo y fervoroso del profesor Aramberri, intentará ir trayendo hasta el blog mensualmente cada una de sus entregas.
Dice el refrán, no sé si chino también, que "cuando veas las barbas de tu vecino pelar, pon las tuyas a remojar". Yo ya soy muy mayor para amedrentarme por unos chinos que dominan todo el mercado de baratillo de mi ciudad y de casi todas las ciudades españolas, y según dicen algunos, ignoro si con fundamento, también la economía mundial, pero cuando leo que la propia Princesa de Asturias, doña Leonor, está estudiando chino, la verdad es que me mosqueo un poco...
Nada más lejos de sí mismo que fungir de geoestratega, dice el profesor Aramberri en la despedida de su blog, para a continuación enunciar una banalidad muy parecida de esas que a los chinos les gustan. China, añade, es el gran eje del triángulo con vértices en Manchuria, el sur de India y Nueva Zelanda, donde vive la mitad de la población del planeta y allí se va a definir el futuro de sus hijos y de sus nietos, y tal vez incluso el suyos, que son los únicos horizontes temporales, añade, por los que puede sentir una afinidad no impostada. En Europa, sigue diciendo, remoloneamos para aceptarlo y nos consolamos con nuestro soberbio patrimonio cultural (por cierto, ¿no tenía algo así Palmira?) para no responder a la pregunta –¿cuántas divisiones tiene Bruselas?– que hoy hace Putin en memoria de Stalin. Es la misma que hará mañana Xi Jinping o alguno de sus sucesores, dice. Y hasta Estados Unidos, añade, tendrá que hacer sus cábalas al respecto una vez ido el presidente Obama y amortizado ese prescindible legado histórico suyo que tanto le preocupa y tantos disgustos nos va a dar.
Todo esto era ya cierto cuando empecé a escribir Orientalismo, añade, pero el reloj no para y, como la reina roja, hay que correr mucho para seguir donde estábamos. Su impresión es que, desde la llegada de Xi Jinping a la cumbre, en China está fraguándose una tormenta que no sabe si será una tormenta perfecta, pero que sí parece va venir acompañada de gran aparato eléctrico.
Eso es lo que se propone analizar, continúa diciendo, en las entregas de "Para entender a China. La China de Xi Jinping", que comenzaron a publicarse el 1 de octubre pasado, en el sexagésimo sexto aniversario de la proclamación de la República Popular por Mao Zedong en Tiananmén.
En este enlace pueden leer la primera entrega de la serie "Para entender a China". Hace sesenta y seis años, dice en ella, el 1 de octubre de 1949, desde una tribuna en la plaza de Tiananmén, Mao Zedong se dirigía a su pueblo y al mundo para anunciar el nacimiento de la República Popular de China. Fue una alocución breve, recalca: seiscientas seis palabras en el texto inglés tomado del Renmin Ribao, el diario portavoz del Partido Comunista de China (PCC). Aún corre, señala, el son de que la clave del discurso de Mao se resumía en una frase: «China se ha puesto en pie».
Malamente podría haber sido así, añade más tarde, porque el proverbio no aparecía en el texto autorizado. La proclama era, más que un discurso de victoria, un parte de guerra. El Gobierno reaccionario del Kuomintang de Chiang Kai-shek había traicionado a la patria, conspirado con los imperialistas e iniciado una guerra contrarrevolucionaria. Afortunadamente, el Ejército de Liberación Popular y la nación entera se habían enfrentado con él «para defender la soberanía territorial, para proteger la vida y las propiedades del pueblo, para aliviar los sufrimientos del común y para librar de sus sufrimientos a la gente». Sobre esos cimientos se apoyaba la Nueva China, a la que se le hacían saber las decisiones que, en nombre de la soberanía nacional, había tomado la Conferencia Política Consultiva del Pueblo Chino en la que había representantes de todos los partidos democráticos y de las organizaciones populares de China. Esto último era tan solo una cláusula de estilo, porque la Conferencia estaba por completo dominada por el PCC.
La decisión más importante, sigue diciendo, además de la proclamación de la República Popular, era la formación de una estructura estatal y de gobierno a cuya cabeza se encontraban el propio Mao Zedong y el PCC, que habían capitaneado al bando triunfador en la guerra civil. La revolución era el marchamo de su legitimidad. Así ha sido durante los sesenta y seis años siguientes.
Para entender a China, dice, conviene evaluar su economía sobre dos ejes: el de las variedades del capitalismo y el del desarrollismo de Asia oriental. China tiene un rasgo en común con este modelo: la iniciativa gubernamental ha sido allí tan fundamental como en los Estados desarrollistas para generar inversiones y acelerar los cambios estructurales necesarios. Sin embargo, se separa de él en dos aspectos clave. El primero es el recurso abierto a métodos autoritarios en la decisión de objetivos. Tanto por el número de actores como por la dificultad de coordinar a un país tan vasto, no resulta allí posible recurrir al tipo de consenso que se establece en Japón y otros países asiáticos. La segunda diferencia estriba en la mayor apertura de China a las inversiones extranjeras directas. Mientras Japón y Corea mostraron una hostilidad manifiesta hacia ellas en los estadios iniciales de su estrategia, China las recibió con los brazos abiertos por la oportunidad de recibir transferencias tecnológicas que le hubiese llevado mucho tiempo alcanzar por sí sola.
Sobre esas diferencias, añade más adelante, China ha establecido un modelo específico de capitalismo de Estado: es decir, eso que sus dirigentes suelen llamar los rasgos chinos de su socialismo va mucho más allá de la dirección económica mixta y consensual típica de los Estados desarrollistas. Sólo en China hay un control estatal total de los sectores estratégicos. Sólo allí el Partido maneja a su gusto la selección y la gestión de personal en los escalones empresariales superiores; sólo allí determina los elementos básicos de la política industrial; sólo allí selecciona a los campeones nacionales; y sólo allí mantiene un control total sobre las instituciones financieras y bursátiles.
Aramberri reconoce que, desde una perspectiva estrictamente económica, el modelo ha dado resultados en estos últimos cuarenta años; ha ofrecido grandes oportunidades de movilidad social ascendente a muchos chinos, especialmente si son miembros del PCC; y ha generado un amplio caudal de legitimidad para sus dirigentes, pero, se pregunta al final de esta primera entrega, ¿seguirá haciéndolo? Una respuesta positiva, añade, queda condicionada a que el modelo pueda ser sustituido por otro menos dependiente de la inversión pública y más del consumo privado. Pero, por más que los dirigentes digan que van a cumplir con ese empeño, «las necesidades propias de un país de renta media, que exigen un creciente apoyo a la innovación tecnológica y de los modelos de negocio, y una mayor y más sofisticada demanda de consumo, encajan mal con ese modelo centralizado de capitalismo de Estado». Es una hipótesis, concluye, sugerente y lo será más si sus críticos no se pierden en un laberinto nominalista (ventajas y dificultades del concepto) y se fijan, como lo haría Deng Xiaoping, en su capacidad para dar cuenta de la realidad, es decir, en si caza ratones.
Y ahora, como decía Sócrates, "Ιωμεν", nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt
Xi Jinping
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"La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura" (Voltaire)