El blog de HArendt - Pensar para comprender, comprender para actuar - Primera etapa: 2006-2008 # Segunda etapa: 2008-2020 # Tercera etapa: 2022-2025
sábado, 22 de febrero de 2025
viernes, 21 de febrero de 2025
De las entradas del blog de hoy viernes, 21 de febrero de 2025
De la fragilidad de las admiraciones
Yo antes creía que fuera de España todo era más sólido. Llegaba a una capital extranjera y enseguida me embargaba un doble sentimiento de admiración y de inferioridad. La primera vez que crucé una frontera, en Portbou, a medianoche, en un tren expreso que parecía de posguerra, los gendarmes franceses me amedrentaban con sus estaturas, sus gorras cilíndricas de visera recta, sus uniformes, sus botas relucientes. Los guardias civiles que se quedaban atrás no es que dejaran de dar miedo, pero también se veía que eran pobres hombres con uniformes sin lustre y mosquetones viejos. En el extranjero los trenes eran mejores y más rápidos, los ríos más caudalosos y solemnes, los edificios oficiales más formidables. Los periódicos se extendían a un tamaño de sábana, los camareros de los cafés parecían catedráticos tan intimidatorios que a uno no le salía la voz a la hora de pedirles algo. Los lycées franceses, con sus fachadas de columnas y sus banderas tricolores al viento, parecían proclamar toda la solidez de una enseñanza laica y racionalista que en nuestro endeble país, parasitado durante siglos por la Iglesia y sometido a unas clases dirigentes de brutal ignorancia, seguía siendo una quimera, afirma en El País [Todo tan frágil, 15/02/2025] el escritor y académico de la Real Academia Española, Antonio Muñoz Molina.
Un edificio público es en sí mismo un manifiesto, una declaración de intenciones. Más atractivas todavía que los institutos franceses con sus iniciales de République Française labradas en piedra en la fachada eran, y son, muchas high schools públicas en los barrios de Nueva York, sobre todo las más grandes y robustas que se construyeron en la época del New Deal, como un gran número de edificios institucionales en Washington, y por todo el país, con una aleación admirable de racionalismo y art déco. En esas high schools estaba inscrita la promesa de la enseñanza como vehículo de integración y progreso de los hijos de los inmigrantes. En alguna de ellas, en el Bronx, fui invitado a dar alguna charla. Un centro de enseñanza secundaria construido con nobleza y solidez siempre me conmueve: todo estaba usado y gastado y seguía siendo resistente en aquellas aulas del Bronx, y los alumnos y alumnas, tan distintos entre sí, desde el color de la piel y el acento a la manera de vestirse, parecían unidos en su alboroto jubiloso y su humanidad fundamental. Hasta los pupitres, las sillas, las pizarras, las mesas de los profesores, sobrios diseños de madera calculados para durar mucho tiempo, me parecían más sólidos que los mobiliarios escolares de mi país, hechos de cualquier manera, con materiales baratos que se estropean enseguida.
Pertenezco a una generación acomplejada, que se asomaba al mundo con una conciencia muy aguda del atraso español, del aislamiento internacional que nos mantenía aparte de aquella especie de camaradería sin esfuerzo con la que se relacionaban entre sí los ciudadanos errantes de otros países. “En el extranjero nos envidian”, aseguraban los pelotas de la dictadura. Pero en el extranjero no éramos nadie. Nos disponíamos a poner en práctica nuestro francés o nuestro inglés de garrafa española y nos quedábamos sin saliva en mitad de una frase. Nos dolía la nuca de mirar hacia arriba: hacia la Torre Eiffel, el Big Ben, la columna de Nelson, la fachada de la estación de Austerlitz, a la que llegábamos al amanecer en aquel tren francés que tomábamos en Portbou, porque el tren español ni siquiera podía circular por las vías europeas.
Después del franquismo nos tocó el desasosiego de la transición. Vivíamos en una incertidumbre acelerada, multiplicada, hecha de alegrías como espejismos y de sobresaltos aterradores, entre pistoleros fascistas, pistoleros etarras, pistoleros marxistas-leninistas, torturadores policiales en nómina y con medallas, militares que jugaban al chantaje del golpe de Estado. Sin ayuda de nadie de fuera, la democracia española se iba improvisando en una especie de manga por hombro, todo sujeto con pinzas, inventado o copiado sobre la marcha, sin tiempo para los cimientos firmes ni las construcciones duraderas, sin tradiciones que no estuvieran perdidas o no fueran deleznables.
Las primeras veces que paseé por el centro de Washington volvió a ganarme la impresión de una solidez que a nosotros nos faltaba: vista de cerca, la Casa Blanca era menos imponente que en las fotos, y además tenía delante una plaza en la que los mendigos sin techo se arracimaban en las noches heladas sobre el vaho de aire caliente de los respiraderos del metro. Pero uno veía el Capitolio, el Tribunal Supremo, el Tesoro, los edificios del Gobierno, y le parecía que estaba delante de la presencia majestuosa de la administración pública y de la división de poderes. Washington era la prueba apabullante no solo de un poderío imperial, sino de una tradición democrática que, con todas sus taras, sus corruptelas y abusos de poder, llevaba durando más de dos siglos. La nuestra aún no tenía ni 20 años.
Ahora llevamos ya casi cincuenta, siempre sin sosiego verdadero, sin estabilidad, como de un día para otro, a trancas y barrancas, sobreponiéndonos no se sabe bien cómo a las peores crisis, a los criminales de la pistola y la capucha y a los lunáticos de las banderas arrojadizas y los himnos, a los corruptos, a los aprovechados, a las epidemias y a las catástrofes naturales, al acoso contra la sanidad y la educación públicas, a los inútiles, a los demagogos, a la pestilencia de las redes sociales. No es que estemos muy firmes, pero se ve que hemos aprendido a mantener más o menos el equilibrio, como los marineros sobre una cubierta que está siempre moviéndose.
Y mientras tanto, los que nos acomplejaban con la insolente solidez de sus instituciones y de sus arquitecturas ahora las ven tambalearse y no parece que eso les cause mucho asombro ni escándalo ni que pongan mucho esfuerzo por evitarlo. Decenas de miles de mujeres se manifestaron por las extensiones horizontales de Washington a principios de 2017 en protesta contra las bravuconadas de machismo tabernario de Donald Trump. Esta vez, el presidente regresado y sus cómplices están saltándose las leyes y las garantías de la división de poderes, desmantelando la Administración, persiguiendo a los que consideran funcionarios desleales, y los demócratas del Congreso lo contemplan todo con la misma impotente apatía que los activistas callejeros desmovilizados. Hace ocho años, mis amigos progresistas de Nueva York confiaban tanto en los controles de la ley y de la división de poderes que no les inquietaba mucho el peligro que a nosotros, viniendo de países menos seguros de su propia solidez, nos parecía amenazante.
Ahora lo hasta ayer impensable se ha vuelto normal, y rufianes políticos sustituyen o expulsan a empleados públicos cuyos conocimientos y seriedad profesional son despreciados, y el Congreso dominado por los republicanos acepta sin queja que a las agencias federales se las despoje de los presupuestos y las facultades que el propio Congreso había aprobado, y se eliminen de golpe todas las normas de protección del medio ambiente en beneficio de las empresas extractoras. El país que decía exportar la democracia y la ayuda humanitaria ahora exporta sobre todo las bombas que arrasan Gaza y las armas que matan a sus martirizados habitantes, y favorece los peores instintos de una extrema derecha israelí que ya no tiene escrúpulos en manifestar abiertamente su proyecto supremacista de limpieza étnica. En una sociedad que se preciaba de culta y lectora como la israelí, la policía asalta las librerías palestinas de Jerusalén ante una ciudadanía igual de indiferente a la destrucción y la matanza. En países que siempre nos parecían más liberales y civilizados que el nuestro, partidos fascistas han llegado o están a punto de llegar al poder. Es raro pensar que ya habrá otros por ahí que nos admiren y nos envidien a nosotros.
[ARCHIVO DEL BLOG] Lo pedante y lo cursi. Publicado el 14/02/2020
El poema de cada día. Hoy, Hola, soy un bot de Adrienne Rich (en fase beta), de Luis Eduardo García
HOLA, SOY UN BOT DE ADRIENNE RICH
(EN FASE BETA)
Imagina que quieres escribir un poema
sobre una mujer que entreteje el cabello
de otra mujer. Mejor sería que supieras
si las mujeres del poema podrían respirar
y permanecer unidas o si sus cuerpos
podrían pertenecerles realmente.
El lenguaje puede pisarnos el cuello, puede
ocultarnos en sitios estrechos.
La tentación de lustrarlo es muy grande, ¿pero
existe un impulso interior o algo
nos controla a distancia?
¿Te darías cuenta si ambas mujeres
quisieran escapar?
¿Te darías cuenta si perdieras
todo rastro de filo?
Tienes que saber esas cosas.
Luis Eduardo García (1984)
poeta mexicano
miércoles, 19 de febrero de 2025
De las entradas del blog de hoy miércoles, 19 de febrero
El Munich de Trump
La maniobra de apaciguamiento que ha llevado a cabo Donald Trump con Vladímir Putin ha hecho que, a su lado, Neville Chamberlain parezca un personaje realista, valiente y lleno de principios. Por lo menos, Chamberlain estaba intentando evitar una gran guerra europea, mientras que Trump está interviniendo en medio de una guerra que ya es realidad. El Múnich de Trump (es decir, el equivalente al acuerdo de 1938 con el que el Reino Unido y Francia traicionaron a Checoslovaquia) se produce en vísperas de la gran Conferencia de Seguridad en la capital de Baviera, en la que sus emisarios van a reunirse con los aliados occidentales. Esta Conferencia de Seguridad de Múnich debe marcar el comienzo de una decidida respuesta europea que tenga en cuenta las lecciones de nuestra trágica historia para no [. Lo dice en El País [La respuesta de Europa al ‘Múnich’ de Trump, 14/02/2024] el historiador Timothy Garton Ash.
El próximo paso que propone Trump es, en la práctica, un nuevo Yalta (la cumbre celebrada entre Estados Unidos, la Unión Soviética y el Reino Unido en febrero de 1945 en la ciudad de Yalta, en Crimea, en la que las superpotencias decidieron el destino de los países europeos sin contar con ellos). En este caso, su propuesta es que Estados Unidos y Rusia decidan el destino de Ucrania con una participación mínima o inexistente de Ucrania y otros países europeos. Salvo que, esta vez, los ocupantes de la Casa Blanca y el Kremlin se reunirán primero en Arabia Saudí y después en sus respectivas capitales, mientras que Yalta quedará en manos de Rusia. Porque, en el mundo feliz de Trump y Putin, el poder tiene siempre la razón, y la expansión territorial es un comportamiento natural de las grandes potencias, ya sean Rusia en el caso de Ucrania, Estados Unidos con Canadá y Groenlandia, o China con Taiwán.
Todas las analogías históricas tienen sus límites y de las de Múnich y Yalta se ha abusado mucho. Pero aquí, por una vez, parecen verdaderamente apropiadas si somos capaces de destacar, junto a las semejanzas, las diferencias que hay entre ellas.
Después de la elección de Trump, pasaron unas cuantas semanas en las que tuvimos una tenue esperanza de que, en relación con Ucrania, su Gobierno fuera fiel al lema que tanto había cacareado de “la paz mediante la fuerza”, en el sentido de que la fuerza es el único lenguaje que entiende Putin. Ahora vemos que Trump solo se comporta como un matón con los amigos de su país y, en cambio, se muestra servil ante sus enemigos.
El supuesto hombre fuerte es débil a la hora de la verdad, cuando tiene que enfrentarse a los autócratas hostiles de todo el mundo. En un solo día, hizo cuatro concesiones inmensas, innecesarias y nocivas. En primer lugar, no solo entabló unas conversaciones exploratorias con Putin a través de un intermediario, lo que podría resultar comprensible, sino que hizo públicamente unos elogios absurdos y desmesurados del dictador ruso, a quien calificó de líder mundial. “Los dos reflexionamos sobre la Gran Historia de nuestras respectivas Naciones”, dijo, en una publicación que hizo en las redes sociales, a propósito de su larga charla telefónica. Ambos hablaron sobre “los grandes beneficios que obtendremos algún día si trabajamos juntos. Pero antes, hemos coincidido, queremos acabar con los millones de muertes que está provocando la guerra entre Rusia y Ucrania”. Imaginemos que, en 1941, en vez de entrar en guerra contra la Alemania nazi en el bando del Reino Unido y otros países europeos aliados, el presidente de Estados Unidos hubiera llamado a Hitler, hubiera reflexionado sobre “la Gran Historia de nuestras Naciones” y los dos hubieran decidido acabar entre ellos con “la guerra entre Alemania y el Reino Unido”.
En segundo lugar, Trump ofreció al líder ruso una negociación bilateral entre Estados Unidos y Rusia sin contar con los ucranios, justo una conferencia al estilo de Yalta como la que siempre ha querido Putin. Y, por si fuera poco, en tercer y cuarto lugar, declaró que Ucrania debe renunciar a parte de su territorio y que Estados Unidos no apoyará su ingreso en la OTAN. Ya hace tiempo que se han dicho estas dos cosas en privado, en Washington y otras capitales occidentales, pero proclamarlas en público y antes de empezar supone una lección magistral de cómo no practicar el “arte de la negociación”. Ya hizo algo parecido en las negociaciones con los talibanes sobre el futuro de Afganistán, cuando desde el principio fijó un calendario para la retirada de Estados Unidos, en lugar de dejarlo para el final. Los historiadores actuales disponen de las notas y los recuerdos de los colaboradores más cercanos de Hitler, que ponen de manifiesto hasta qué punto le encantó el pacto que arrancó a Chamberlain. Quizá algún día tengamos pruebas similares del regocijo que habrá sentido Putin por las concesiones que ha hecho Trump.
Eso no quiere decir que vaya a haber nada que merezca ni remotamente el nombre de paz a corto plazo. La primera interpretación pública que ha hecho el Kremlin de la llamada entre Trump y Putin es extraordinariamente prudente, con la advertencia de que resulta “esencial resolver las razones del conflicto”. Con toda probabilidad, lo que Putin preferiría es seguir hablando de paz con Trump en una serie de reuniones sin prisas en Arabia Saudí, Estados Unidos y Rusia, para que, mientras tanto, Rusia siga avanzando en el campo de batalla, demoliendo las infraestructuras energéticas de Ucrania y destrozando la economía, la sociedad y la unidad política del país de todas las maneras posibles. (Cuando se le preguntó a Trump sobre la participación de Ucrania en las conversaciones, respondió que antes debe celebrar elecciones presidenciales, en consonancia con la línea de ataque rusa sobre la legitimidad del presidente Volodímir Zelenski).
Hay una enorme diferencia entre la Europa de la época en la que se firmaron los acuerdos de Múnich y Yalta y la Europa actual. La Europa de hoy es rica, libre y democrática y constituye una comunidad estrechamente integrada de socios y aliados. Es cierto que, como han vuelto a demostrar las últimas encuestas del Consejo Europeo de Relaciones Exteriores, también está dividida y confundida sobre cuál es el mejor camino para Ucrania. Ahora bien, con una coalición suficientemente decidida de países dispuestos y capaces de actuar, entre los que, desde luego, se encuentra el Reino Unido, Europa todavía puede hacer posible que Ucrania estabilice la línea del frente, resista económicamente y consiga llegar a una negociación en una posición de fuerza, no de debilidad. Por eso, la Conferencia de Seguridad de Múnich de este fin de semana debe ser el comienzo de una respuesta europea al Múnich de Trump. Timothy Garton Ash es catedrático de Estudios Europeos de la Universidad de Oxford e investigador sénior de la Hoover Institution de la Universidad de Stanford. Su último libro es Europa. Una historia personal (Taurus).