viernes, 31 de enero de 2025

[ARCHIVO DEL BLOG] Play. Publicado el 05/12/2011













A finales de enero de 2007 mi hija Ruth y su marido estuvieron pasando el fin de semana en Madrid. Y aparte de pasar frío, decidieron darse una vuelta por el Museo Reina Sofía. Como mi hija tiene las mismas veleidades literarias que su padre, me llamó desde allí para decirme que había visto en el museo una frase: “La vida no tiene botón de rebobinado”, del artista surcoreano Nam June Paik (1932-2006), que la había dejado impresionada. He pensado mucho en la dichosa frase desde que me contó la historia. ¡Cuanta sabiduría hay en ella! Cada día dejamos pasar las múltiples oportunidades que la vida nos depara de alcanzar, aunque sea momentáneamente, la felicidad… Por miedo, por prisas, por el “qué dirán”, por nuestro equivocado sistemas de valores… Da igual, creo que se puede resumir en el temor a salirnos de lo acomodado, de lo que nos resulta familiar por conocido. Y hablo igual de personas, de actitudes, lecturas… Siempre el miedo al cambio, a lo desconocido, al nuevo compromiso. Y dejamos pasar la vida, con sus múltiples facetas, ante nosotros, sin darnos cuenta de que, efectivamente, la vida no tiene botón de rebobinado… La próxima vez que la vida te presente la oportunidad de ser feliz, aunque solo sea por un instante, agárrate a ella con todas tus fuerzas y, sencillamente, dale al botón que dice “Play”…  En YouTube pueden ver un hermoso vídeo titulado Venus realizado por Nam June Paik en 1990. Se lo recomiendo encarecidamente. Sean felices, por favor. Tamaragua, amigos. HArendt
















Del poema de cada día. Hoy, El muro de las sonrisas, de Claribel Alegría

 






EL MURO DE LAS SONRISAS


Cuando el amor se aja

se marchita

se te vuelve amarillo

no hay remedio

sólo te queda

la sonrisa.

Cuando te sientes sola

entre sus brazos

y tu piel es frontera

y no te brota el llanto

sólo te queda

la sonrisa.

Cuando te sientes sola

entre sus brazos

y tu piel es frontera

y no te brota el llanto

sólo te queda

la sonrisa.

Cuando el canto se oxida

y el paisaje

y todo lo vivido

es un espectro

tu único refugio

es la sonrisa:

ese muro cerrado

impenetrable

sin ayeres

sin hoy

y sin mañanas

donde todos los sueños

se hacen trizas.


Claribel Alegría (1924-2018)

poetisa nicaragüense





















De las viñetas de humor de hoy viernes, 31 de enero de 2025

 


































jueves, 30 de enero de 2025

De las entradas del blog de hoy jueves, 30 de enero de 2025, y cumpleaños de S.M. el rey Felipe VI

 








Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz jueves, 30 de enero de 2025. La descripción del escudo de Aquiles fue la primera inteligencia artificial, de dice en la primera de las entradas del blog de hoy, pues Homero narra en la Ilíada cómo era ese escudo y lo que en él aparecía representado en relieve. La segunda es un archivo del blog de septiembre de 2022, sobre el arte de la traducción, que fue el último artículo de Javier Marías antes de morir. El poema del día, en la tercera, se titula Momentos felices y comienza así: Cuando llueve, y reviso mis papeles, y acabo/tirando todo al fuego: poemas incompletos,/pagarés no pagados, cartas de amigos muertos,/fotografías, besos guardados en un libro,/renuncio al peso muerto de mi terco pasado. Y la cuarta, como siempre, son las viñetas de humor. Pero ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Nos vemos mañana si la Fortuna lo permite. Sean  felices, por favor. Tamaragua, amigos míos. Y felicidades, Señor, por vuestro 57 cumpleaños.














De Homero y la inteligencia artifical

 






La descripción del escudo de Aquiles fue la primera inteligencia artificial. Y nos enteramos ahora. Homero dedica en la Ilíada un buen segmento de su relato a narrar cómo era ese escudo y lo que en él aparecía representado en relieve; figuran estrellas, emboscadas, ciudades, asambleas, personas que desempeñan profesiones, campos de cereales en los que ocurren escenas costumbristas y hasta elementos que difícilmente podrían estar plasmados en el escudo si este hubiera existido: ganado mugiendo, un niño que canta con delicadeza... En el escudo de Aquiles parecía haber toda una representación del cosmos entonces conocido. Para el lector de la Ilíada, en medio de un relato de ardores guerreros, la descripción de cómo era ese escudo grande y pesado forjado por los dioses como una obra de arte era una especie de respiro narrativo, escribe en El País [Homero y la inteligencia artificial, 25/01/2025] la filóloga Lola Pons.

El pasaje fue muy bien recibido en la tradición posterior y dio lugar a todo un género en la escritura: la descripción de obras artísticas, lo que las retóricas y los tratados llamaron con la voz griega écfrasis. La écfrasis es la representación de una representación, la versión en palabras de una obra artística: el poema que versifica sobre un cuadro, la pieza literaria que alaba una escultura... No se describía un paisaje o una persona, sino la forma en que la obra artística los representaba. Distinta de la paráfrasis y menos conocida que ella, la écfrasis fue también un ejercicio retórico de escuela: los estudiantes tenían ante sí una obra que habían de convertir en palabras con la indicación precisa de que, para que la tarea fuera exitosa, tenían también que interpretar, sacar fuera aspectos de la obra artística y sumar a ellos su propia visión. Odas a urnas griegas o relatos breves sobre una escultura de Apolo son productos verbales nacidos de piezas artísticas, en algún caso con resultados memorables que han pasado a la historia de la literatura.

La inspiración de este movimiento estuvo en el escudo de Aquiles, que quizá nunca existió, pero que terminó siendo creado, primero con palabras y luego con materia. Porque la celebridad de ese pasaje de la Ilíada hizo tentador recrear el antecedente de la descripción, seguir los datos de Homero como si fueran instrucciones y esculpir escudos de Aquiles en cerámica (algunos se exponen hoy en museos) o pintarlos en escenas mitológicas para imaginar cómo quedaría en los brazos del héroe tan bello instrumento.

El camino inducido por la Ilíada fue que de la palabra se llegó a la imagen, en una especie de écfrasis inversa. Y eso es lo que hoy, en versión simple y automática, tenemos a nuestra disposición con algunas herramientas de inteligencia artificial. Sí, podemos pedir a una aplicación que genere una imagen donde, me excuso, Cleopatra esté sentada a los pies de las ruinas incas de Machu Picchu acompañada del primer ministro británico actual comiendo ambos gofio canario. Y la imagen sale. Y podemos instar a que en ella aparezcan enfadados, o sorprendidos porque ha empezado a nevar, o leyendo EL PAÍS. Y la imagen, de nuevo, saldrá. Podemos sugerir un escorzo, un encuadre determinado, una paleta cromática específica... Y si seguimos empeñados en hacer proliferar este uso de la inteligencia artificial, ya no será el mejor artista quien diseñe o pinte bien, sino quien mejor hable, quien mejor describa, quien más atinadamente sepa dar instrucciones con palabras a la máquina robótica que crea.

Si antes, en la écfrasis que practicaban nuestros antepasados, la creación visual era previa a su representación con palabras, el procedimiento automático actual se levanta a la manera homérica: primero se explica y después se recrea visualmente, en un proceso que relega al autor en favor de la herramienta. Se describe para crear, y esto tiene consecuencias. Porque ante estas aplicaciones que crecen veloces y que nos hacen temer estafas, sesgos y malversaciones éticas, estamos cediendo la interpretación de nuestras palabras y la creación final a la máquina. Nos limitamos a describir.

Confiar la invención a las máquinas hace decrecer nuestra facultad de inventar, ya acorchada por nuestra incapacidad para concentrarnos, deslumbrados ante el brillo de las pantallas. Han crecido la escolarización, la educación, la lectura y el número de países que declaran ser democracias. Pero ha menguado nuestra disposición para interpretar, diluida entre consignas y mensajes simples, maniqueos, fáciles de entender. Ya no estamos en la época de Homero, pero nuestro cosmos, siendo mayor, parece no haber engrandecido nuestras posibilidades. Se ha rebajado nuestra capacidad de abstracción, de figuración, de reflexión profunda sobre las emociones, los problemas o las debilidades que no se pueden describir si no es interpretativamente. ¿Se le ocurriría a una máquina representar todo un microcosmos en un escudo, como hizo Homero? ¿Cómo se representan la turbación, el hastío o la renuncia? Miedo me da pedirle a la aplicación que me genere una imagen de chantaje o de desfachatez o de falta de escrúpulos. Temo obtener una foto de la política española de estas últimas semanas. Y sería una imagen real, no inventada.












[ARCHIVO DEL BLOG] Del arte de la traducción. Homenaje a Javier Marías. Publicado el 11/09/2022

 






Si hay una actividad que echo de menos, esa es la traducción. La abandoné hace ya décadas, con pequeñas excepciones (un poema, un cuento, las citas de autores ingleses y franceses que aparecen en mis novelas), y nada me impediría regresar a ella, salvo mis propios libros y lo mal pagada que sigue estando esa labor esencial, sin duda una de las más importantes del mundo, no sólo para la literatura; también para las noticias que llegan, los descuidados subtítulos de películas y series, el bastardo doblaje de hoy, los avances médicos, las investigaciones científicas, las conversaciones entre los gobernantes…, dice en El País de hoy [El más verdadero amor al arte, 11/09/2022] el escritor y académico Javier Marías. Pero la que yo añoro es la literaria, a la que dediqué casi todos mis esfuerzos. Siempre he sostenido que se parece tantísimo a la escritura que es agotador compaginarlas. La “única” diferencia es la presencia de un texto original al que uno ha de ser fiel —pero no esclavo de él—. Ese original ofrece inconvenientes y ventajas. Entre los primeros, que uno nunca es muy libre —pero sí bastante— porque debe reproducir lo mejor posible, en su lengua, lo que en las suyas escribieron Conrad o James, Proust o Flaubert, Bernhard o Rilke; es decir, uno no puede inventar. En una novela sí, de la primera a la última línea, hasta el punto de que a veces uno no sabe cómo continuar, y es entonces cuando desearía disponer de un original que lo guiara y le dictara siempre lo que le toca poner. El texto original, como la partitura musical, está ahí y es inamovible, aunque tanto el traductor como el pianista tengan amplio margen de elección. La dicción, la preferencia por un vocablo o su descarte, el tempo, el ritmo, las pausas, son responsabilidad de ellos. Y pueden destrozar una obra maestra, eso también.

A menudo recuerdo, a la vez con sudores fríos y enorme placer, mis meses o años empleados en traducir los tres textos más difíciles de mi vida: El espejo del mar, escrito en el fantástico pero extraño inglés de un polaco; Tristram Shandy, obra monumental del siglo XVIII no menos laberíntica que el sobadísimo Ulysses de Joyce; La religión de un médico y El enterramiento en urnas, de Sir Thomas Browne, sabio inglés del XVII con una prosa tan majestuosa como sublime como alambicada, que suscitó la admiración incondicional de Borges y Bioy. Ante ella me rendí: no me sentía capaz de proseguir. Al cabo de unos meses, pensé que era una lástima que los lectores de lengua española se quedaran sin conocerla y, con renovado brío, reanudé y concluí la tarea. ¿Por qué me importaba tanto el conocimiento de esos lectores, que en ningún caso iban a ser cuantiosos? Ni yo lo sé. Sencillamente juzgué que esa maravilla merecía existir en mi idioma, aunque fuera para disfrute y provecho de unos pocos curiosos.

Algunos traductores no viven de la traducción —los que sí, pobres, se ven obligados a empalmar trabajos malos, regulares y buenos, y a acabarlos todos a gran velocidad—. Los primeros poseen un superfluo y desinteresado sentido del deber para con sus compatriotas. Si pensamos en la primera traducción del Quijote, del dublinés Thomas Shelton y de 1612, sólo siete años después de su publicación en español, ¿qué tuvo que impulsar a aquel hombre para embarcarse en una novela española, larga y nada fácil, de un completo desconocido? Lo ignoro, pero cabe imaginar que Shelton fue tan generoso como para no querer privar a los demás irlandeses ni a los ingleses del placer que él habría experimentado durante su lectura en castellano. Si alguna vez fue adecuada la expresión “trabajar por amor al arte”, es para la labor de esos traductores. Al fin y al cabo, un escritor alberga la esperanza, por remota que sea, de vender mucho y triunfar. Al traductor nunca lo aguardan tales glorias, y aún hoy bastantes editoriales se permiten no poner su nombre en la cubierta, como si Ali Smith o Zadie Smith no hubieran necesitado de un concurso. Y si hablamos de emolumentos, es para echarse a llorar. ¿Cómo va a pagarse igual una versión de Dickens que una del enésimo chisgarabís americano actual? Y sin embargo así sucede. Hay editores que se han hecho de oro merced al trabajo de un traductor, al que retribuyeron con una rácana tarifa por página y se acabó, mientras el título en cuestión vendía cientos de miles de ejemplares en español.

No sé, sí: también una hija puede cuidar a su madre por el amor que le profesa, pero eso no obsta para que su ímproba dedicación se vea remunerada, sólo sea para que no se muera de hambre mientras renuncia a ganarse el sustento con un empleo. Desde ese punto de vista no puedo sentir nostalgia de mis años de traductor. Me ha ido mucho mejor con mis novelas. He gozado de una inmensa suerte que poco tiene que ver con el mérito ni con el talento. Y aun así, aun así… Recuerdo cómo me satisfacía y emocionaba “reescribir” en mi lengua un texto mejor que ninguno que yo pudiera alumbrar, como fue el caso de mis tres traducciones mencionadas. Leer, corregir y releer cada página y pensar (siempre sujeto a equivocación, uno es mal juez de lo que hace): “Sí, sí, así lo habrían escrito Conrad, Sterne o Browne de haberse expresado en español”.

Esta es la última columna que Javier Marías escribió para EL PAÍS, un homenaje a los traductores. El novelista la había dejado escrita en julio para ser publicada a la vuelta de su habitual parón de agosto. Este septiembre, su estado de salud impidió que volviera a su cita semanal con los lectores en ‘El País Semanal’. Esperábamos poder iniciar la nueva temporada con esta columna cuando se recuperase, pero tras la muerte del escritor este domingo, se convierte en la última entrega de ‘La zona fantasma’, la número 939 desde que Javier Marías comenzó a escribir en el diario en febrero de 2003.















Del poema de cada día. Hoy, Momentos felices, de Gabriel Celaya

 






MOMENTOS FELICES



Cuando llueve, y reviso mis papeles, y acabo

tirando todo al fuego: poemas incompletos,

pagarés no pagados, cartas de amigos muertos,

fotografías, besos guardados en un libro,

renuncio al peso muerto de mi terco pasado,

soy fúlgido, engrandezco justo en cuanto me niego,

y así atizo las llamas, y salto la fogata,

y apenas si comprendo lo que al hacerlo siento,

¿no es la felicidad lo que me exalta?


Cuando salgo a la calle silbando alegremente

—el pitillo en los labios, el alma disponible—

y les hablo a los niños o me voy con las nubes,

mayo apunta y la brisa lo va todo ensanchando,

las muchachas estrenan sus escotes, sus brazos

desnudos y morenos, sus ojos asombrados,

y ríen ni ellas saben por qué sobreabundando,

salpican de alegría que así tiembla reciente,

¿no es la felicidad lo que siente?


Cuando llega un amigo, la casa está vacía,

pero mi amada saca jamón, anchoas, queso,

aceitunas, percebes, dos botellas de blanco,

y yo asisto al milagro —sé que todo es fiado—,

y no quiero pensar si podremos pagarlo;

y cuando sin medida bebemos y charlamos,

y el amigo es dichoso, cree que somos dichosos,

y lo somos quizá burlando así a la muerte,

¿no es felicidad lo que trasciende?


Cuando me he despertado, permanezco tendido

con el balcón abierto. Y amanece: las aves

trinan su algarabía pagana lindamente:

y debo levantarme, pero no me levanto;

y veo, boca arriba, reflejada en el techo

la ondulación del mar y el iris de su nácar,

y sigo allí tendido, y nada importa nada,

¿no aniquilo así el tiempo? ¿No me salvo del miedo?

¿No es felicidad lo que amanece?


Cuando voy al mercado, miro los abridores

y, apretando los dientes, las redondas cerezas,

los higos rezumantes, las ciruelas caídas

del árbol de la vida, con pecado sin duda

pues que tanto me tientan. Y pregunto su precio,

regateo, consigo por fin una rebaja,

mas terminado el juego, pago el doble y es poco,

y abre la vendedora sus ojos asombrados,

¿no es la felicidad lo que allí brota?


Cuando puedo decir: el día ha terminado.

Y con el día digo su trajín, su comercio,

la busca del dinero, la lucha de los muertos.

Y cuando así cansado, manchado, llego a casa,

me siento en la penumbra y enchufo el tocadiscos,

y acuden Kachaturian, o Mozart, o Vivaldi,

y la música reina, vuelvo a sentirme limpio,

sencillamente limpio y, pese a todo, indemne,

¿no es la felicidad lo que me envuelve?


Cuando tras dar mil vueltas a mis preocupaciones,

me acuerdo de un amigo, voy a verle, me dice:

«Estaba justamente pensando en ir a verte.»

Y hablamos largamente, no de mis sinsabores,

pues él, aunque quisiera, no podría ayudarme,

sino de cómo van las cosas en Jordania,

de un libro de Neruda, de su sastre, del viento,

y al marcharme me siento consolado y tranquilo,

¿no es la felicidad lo que me vence?


Abrir nuestras ventanas; sentir el aire nuevo;

pasar por un camino que huele a madreselvas;

beber con un amigo; charlar o bien callarse;

sentir que el sentimiento de los otros es nuestro;

mirarse en unos ojos que nos miran sin mancha,

¿no es esto ser feliz pese a la muerte?

Vencido y traicionado, ver casi con cinismo

que no pueden quitarme nada más y que aún vivo,

¿no es la felicidad que no se vende?



Gabriel Celaya (1911-1991)

poeta español