viernes, 12 de abril de 2024

Del mundo de ayer

 







Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz viernes. Estamos ante un ensayo de otro siglo, afirma en Revista de Libros el escritor Felix Ovejero sobre el libro de Álvaro Delgado-Gal que da origen a esta entrada; del otro, del diecinueve, cuando los libros se gestaban con minuciosidad y reposo, sin prisas, como si quienes los escribían mantuvieran tratos con la eternidad. Sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos. harendt.blogspot.com












Un mundo de ayer
FELIX OVEJERO LUCAS
08 ABR 2024 - Revista de Libros - harendt.blogspot.com

Reseña del libro Los conservadores y la revolución, de Álvaro Delgado-Gal, Madrid, Alianza, 2023.
Estamos ante un ensayo de otro siglo. Del otro. Del diecinueve, cuando los libros se gestaban con minuciosidad y reposo. Sin prisas. Como si quienes los escribían mantuvieran tratos con la eternidad. Pareciera que su autor dispusiera de todo el tiempo del mundo. Por delante y por detrás. Me explico. Por detrás, en la maduración, porque se maneja «con pocos pero doctos libros juntos, en conversación con los difuntos», leídos y releídos hasta exprimirles el busilis, persiguiéndolos en sus giros, circunstancias, dudas, hallazgos e inconsistencias. En este libro importan las tesis y, no menos, el proceder, el paciente trabajo preliminar de desbrozar el campo, hasta enmarcar el exacto perímetro de los conservadores. Casi como si pretendiera establecer los requisitos necesarios y suficientes para ingresar en el club. Un empeño imposible cuando se trata ―como es el caso― de historia del pensamiento, según argumentó convincentemente la escuela de Cambridge: J. G. A. Pocock, Quentin Skinner, John Dunn. Y es que esa disciplina se enfrenta al reto de atinar en un blanco móvil, de asir con conceptos «estables» realidades mudadizas. Porque, a diferencia de lo que sucede con «embarazada» o «triángulo», que solo tienen dos valores de verdad (se está o no; se es o no), «romántico», «moderno», «demócrata», «republicano» o «conservador» admiten grados. Para decirlo con el léxico de la fuzzy sets: la pertenencia al conjunto definido por el concepto no toma dos valores excluyentes (se pertenece o no) como quería la teoría tradicional, sino que «se pertenece más o menos», en un intervalo de 0 y 1. A (casi) todos nosotros nos sucede lo mismo con la belleza o la inteligencia: ni somos Adonis ni Picio, ni Einstein ni Abundio. Nos movemos por ahí en medio.
Por razones parecidas, Delgado-Gal no llega a proporcionar una (imposible) definición de «conservador», pero sí delimita, y delimita bien, hasta donde se puede, las fronteras del concepto. Oficia fundamentalmente identificando lo que queda al otro lado, el conjunto excluyente, integrado por aquellos que, pudiendo parecerlo, no son conservadores. A su parecer, los conservadores no son, en sentido estricto, reaccionarios. Tampoco liberales. Aún menos, fascistas: gentes que, por idealistas y voluntaristas, resultaban progresistas, según muestra con sumo detalle en algunas de las mejores páginas del ensayo. Ni a Franco, en rigor, le cabría el calificativo de «conservador»; sobre todo, al Franco de los planes de estabilización y el desarrollismo, que revolucionó los cimientos de la sociedad española. Paso a paso, de a poquito, hablando de «los otros», dibuja el aire de familia conservador. El proceder también es «antiguo», mucho más antiguo incluso que el del diecinueve. Opera al modo de un dominico de la Baja Edad Media entregado a lecturas y relecturas, a glosas y acotaciones. O de uno de esos seminarios que impartían los filósofos más honestos en los buenos tiempos de las grandes universidades. A mí me recordaba al Rawls de las Lectures on the History of Political Philosophy: un trabajo de años, con pertinentes digresiones valiosas por sí mismas y porque apuntalan el argumento general. Otro mundo en extinción, por lo que parece, también en la Ivy League.
Eso, la reconstrucción histórica, es el «por detrás». Lo otro, «el por delante», es porque el autor trabaja como si siempre estuviera a tiempo de añadir y podar. Incluso da la impresión de que el libro esté a medio hacer, como si lo publicado formara parte de una obra por rematar, pendiente de capítulos sucesivos. Naturalmente, la impresión es falsa, quizá propiciada por una circunstancia pragmática, de estilo expositivo; para decirlo con el léxico de los más serios filósofos de la ciencia: el contexto de descubrimiento camina con la misma cadencia que el contexto de justificación. El lector tiene la impresión de estar acompañando al autor en la gestación de una reflexión que a la vez que «cae» en un hallazgo, lo apuntala, lo fundamenta. Si se quiere, un modo de materializar el ideal clásico que Platón puso en boca de Sócrates: «adonde quiera que nos lleve el viento de la argumentación, allí habremos de ir». Obviamente, se trata de un truco retórico. O pedagógico. El libro está bien pensado y conoce de antemano lo que quiere argumentar, a dónde quiere llegar. Pero lo disimula y nos invita a dejarnos llevar: «Lo que en este libro pretendo es explotar algunas intuiciones de [Edmund] Burke con la esperanza de que nos podamos comprender mejor a nosotros mismos, ya nos tengamos por liberales, ya por conservadores, ya por progresistas incondicionales. Cabalgaré sobre distintos asuntos, hasta llegar a los umbrales del tiempo presente, y que Dios reparta suerte». En ese discurrir ―que nada tiene que ver con escribir «a lo que saliere», como pintaba Orbaneja, según nos refería Cervantes en El Quijote― el estilo de Delgado-Gal se acerca al del mejor Ortega: el lector nunca sabe dónde el autor quiere ir a parar, hasta que se encuentra donde este quiere. Se asemeja en eso y en la tersura de la prosa.
Hay otra circunstancia ―o quizá se trate de un capricho interpretativo mío― que concurre para reforzar la impresión ―repito que falsa― de libro a medio hacer: la ausencia de un capítulo autorreferencial, dedicado al propio Delgado-Gal, como aquella historia de los catálogos que (no) se incluyen a sí mismos que utilizamos en las clases para ilustrar los problemas de fundamentos de matemáticas. Y es que, como si no lo pareciera, a cuenta de otros, Delgado-Gal nos ofrece una reconstrucción de la almendra dura del conservadurismo en una empresa con sello tan personal que lo confirma como uno de los pocos pensadores originales españoles, trastornados aparte. La única duda que tengo acerca de la pertinencia de ese capítulo es deudora de otra consideración pragmática o, por decirlo con menos solemnidad, de una impresión también caprichosa: el lector ―o al menos este lector― no siempre está seguro de que Delgado-Gal suscriba las tesis que desarrolla. El mejor argumento que tengo para sostener mi impresión lo tomo de una apreciación del autor en un trabajo dedicado a un filósofo con el que el autor guarda muchos parecidos y que apareció en esta revista con el mismo título del libro que ahora nos ocupa: «se tiene la sensación de que no es su voz la que oímos, sino la de un figurante cuyo papel consiste en declamar lo que la voz auténtica, entiéndase, la del propio Scruton, ya no es capaz de decir. Prueba clarísima de que las actitudes contra las que protesta se han filtrado hasta lo más profundo de la sociedad y también le afectan a él, lo advierta o no, o mejor, lo quiera o no». Sí, se trata de Roger Scruton, el importante filósofo, comedidamente analítico, que con tanto talento desnudó a los charlatanes continentales.
La inutilidad de una reflexión. Pero hay una razón más poderosa ―y deprimente― para sostener que este libro es de otro tiempo: a los destinatarios políticos naturales les traen sin cuidado sus argumentos. No ya a la joven derecha educada en las redes, en la lectura de titulares y en los clickbaits. Esa derecha youtuber, desacomplejada y cada vez más influyente, está en otras cosas; cosas que no requieren la lectura de titanes del razonamiento. Les basta con mostrar el cartón de una izquierda completamente imbécil. Esa derecha ha tenido la suerte de forjarse en esa brega, un empeño que no reclama mucho laboreo. Y para desmontar la cochambre intelectual facturada por los herederos del posmodernismo apenas se necesitan lecturas; tan solo se necesita un poco de sentido común, unas dosis de coraje y mucho desparpajo. Su mensaje es sencillo y cierto: ese rey está desnudo y no tiene ni media torta. En ese sentido, como pensamiento activado «a la contra», resulta una derecha genuinamente «reaccionaria», o mejor, «reactiva». Otro asunto, es la calidad de los argumentos de esta alegre muchachada cuando tiene que defender algo. Pero esa es otra historia. En todo caso, me da la impresión de que sus protagonistas no frecuentan libros como el que nos entretiene. Ni otros de más de cien páginas. Ni al Hayek que a ratos invocan. Están en otro mundo. Pero la indiferencia que me interesa es la de la derecha clásica, la que todavía tiene algún mando en la plaza política: una derecha insegura, capturada por un ecosistema cultural de la izquierda reaccionaria que ni comparte ni entiende ―porque no hay nada que entender―, pero que profesa y repite sin convicción y que, por eso mismo, refuerza. Esta derecha ha dado por perdida la batalla de las ideas antes de librarla. Y cuando intenta algún escarceo se maneja torpemente en refriegas palabreras en las que tiene todas las de perder porque acepta de antemano la derrota. Vamos, que su vida es un calvario: haga lo que haga, siempre aparece trastabillando, con el pie cambiado, como un actor sin convicción a quien disgustara su papel. Aunque se vista de hippie y se entregue a orgías, será el malo de la película. Y lo peor es que se lo cree y, esforzándose en mejorar, ahonda su desorden. 
Basta con ver la torpeza con la que encara las injustificadas acusaciones de «crispar» o de «polarizar». Acusaciones ridículas. Ridículas por irreales, porque la polarización política no se corresponde con genuinas diferencias programáticas o ideológicas. En el plano cultural, de usos y costumbres (aborto, LGTB+), la derecha sigue, y a veces desborda, a la izquierda; y en el plano económico, pues lo mismo: nuestra derecha ha incorporado el compromiso con el Estado del Bienestar y, con diferentes variantes, se desenvuelve en espacios socialdemócratas. O tan socialdemócratas como la izquierda. No está de más recordar que los mayores recortes de nuestra historia reciente fueron cosa de Zapatero o que el IRPF más elevado de nuestra democracia lo implantó UCD: 28 tramos y un tipo máximo del 65,5 %; por no mencionar la buena disposición de nuestra izquierda hacia la ruptura de la unidad de distribución alentada por los nacionalismos. (Si estos tiempos son de polarización ideológica, ¡qué decir de los años de la transición, cuando la izquierda paseaba programas rebosantes de nacionalizaciones, planificaciones y hasta transiciones al socialismo!).
La «crispación», en realidad, es señal de otra cosa que mucho tiene que ver con el fondo y la forma de este libro, mejor dicho, de lo que este no es: cómo la ausencia de diferencias precisables se resuelve en bronca y griterío. Una ley confirmada mil veces, según nos advirtió hace un siglo Bertrand Russell: «Las controversias son más salvajes sobre los asuntos en que no hay evidencia alguna en ninguna dirección. La persecución se utiliza en la teología, no en la aritmética, ya que en la aritmética hay conocimiento, pero en teología sólo hay opiniones»3. Y así, con naturalidad, vemos fructificar una artillería léxica puramente arrojadiza (facha, bolivariano, populista, centrista, radical), aderezada de vez en cuando con conceptos más clásicos, vaciados ya de su sentido original (fascista, comunista). Alejadas las palabras de referencias precisas, atrapados todos en una enconada disputa más pirotécnica que real, el debate político acaba por resultar ridículo, si es que llega a resultar inteligible. Solo rige una ley, «de qué se habla que me opongo», con implicaciones disparatadas cuando nadie sabe de qué se habla. En tales turbulencias del pensamiento, las organizaciones políticas, además de para insultar al otro, de vez en cuando acuden a conceptos respetables ―eso sí, completamente despreocupados de su sentido genuino― para darse lustre: los socialistas de Zapatero invocaban en su día el republicanismo y las derechas ese popurrí de «liberal-conservadores». Nada, humo. Solo un modo de decorarse y componer el gesto, de simular una inexistente hondura de pensamiento.
Una consecuencia de ese manoseo de los conceptos, convertidos en instrumentos publicitarios, especialmente antipática para quienes se toman en serio la política, es la disolución del buen razonar, en particular la tergiversación del debido orden de fundamentación: los valores, las filosofías políticas, las ideologías, los principios, como queramos decirlo, dejan de estar en el origen de las propuestas, como fuentes de inspiración, para asomar solo al final, en funciones ornamentales, para justificar y dar relumbrón a propuestas políticas tomadas por razones circunstanciales. La manifestación más depurada la encontramos en nuestros nacionalistas cuando, al servicio de políticas totalitarias y reaccionarias, invocan la libertad, el progreso o la democracia. Quizá tan solo superados por el fantástico Sánchez, con sus apelaciones a los principios constitucionales para justificar cualquier cosa, A y lo contrario de A. Pero, vamos, en diversas dosis, todos participan de parecidas prácticas.
El resultado es conocido: el debate democrático pierde terreno donde asentar el pie. Normal. Y cuando se maltratan los conceptos, cuando cada uno maneja como le da la gana ideas, principios o valores, desaparecen los códigos morales compartidos. No porque las ideas resulten diferentes, sino porque ni siquiera hay ideas. Con la izquierda entregada a la sinrazón y la derecha como vaca sin cencerro, acudiendo, tarde y mal, a los desordenados parques temáticos levantados por la izquierda, se acaba por asentar un paisaje común en el que se suceden las locuras, en donde la majadería de un día se queda en nada comparada con la del día siguiente. Unos y otros abrevan en los mismos emponzoñados manantiales. Lo malo es que el veneno se inocula en la ciudadanía que, sin que sepa muy bien cómo ni porqué, se embarca en las más descabelladas causas, como si le fuera la vida en ellas. Y como las últimas líneas pueden resultar un tanto incorpóreas, ahí va un ejemplo insuperable que las dotará de carnalidad: la reacción ante el autobús de Hazte oír. De un día para otro, los ciudadanos se lanzaron a las calles para ―no ya discutir, sino― prohibir un mensaje («Los niños tienen pene, las niñas tienen vulva») sobre el que habían construido sus biografías, levantado sus familias, interpretado películas y novelas o documentales de etología. Por supuesto, al día siguiente siguieron con sus vidas como hasta entonces.
El refugio de los fundamentos. Previsiblemente, ese desorden del mundo disgusta a los estudiosos de las ideas políticas. Y, a falta de otra posibilidad, se esfuerzan por rescatar la dignidad de los conceptos. Un empeño arqueológico, incluso gratamente melancólico, muy dichoso para quienes disfrutamos del placer del pensamiento abstracto, pero ―no cabe engañarse― estéril políticamente, habida cuenta la descrita indiferencia de los profesionales del oficio. Digo indiferencia, por no decir hostilidad, porque a nadie le gusta que le recuerden su falta de enjundia. En fin, allá ellos y pobres de nosotros. En el entretanto, a unos happy few nos queda el consuelo de disfrutar de unas cuantas ―pocas― reflexiones, como las que sustentan el ensayo de Delgado-Gal. Una verdadera gozada en más de un sentido. La primera, por el conjunto, por la cuidadosa reconstrucción de una tradición de pensamiento que, con independencia de las simpatías que suscite (en mi caso, muy pocas), en sus mejores versiones ―como la que se ofrece en este ensayo― no deja de resultar en muchos aspectos admirable, como admirable resulta siempre el genuino reto intelectual. Y gozada, también, por el propio discurrir de la argumentación, porque, para decirlo al modo de Goethe, en el libro de Delgado-Gal, «cada paso es en sí mismo una meta, sin dejar de ser un paso». Quiero decir que la tesis general del libro está sostenida en numerosas y extensas precisiones valiosas con independencia de su funcionalidad en el conjunto. Uno se siente como un estudioso de la arquitectura ante la catedral de Burgos o el King’s College de Cambridge: extasiado ante la composición general y, aún más, ante cada uno de los contrafuertes, arbotantes o bóvedas que apuntalan la obra entera. Así le sucede al lector ―al menos a este lector― según avanza en la lectura de Los conservadores y la revolución cuando se detiene en tramas paralelas que soportan el conjunto de la historia. Pendiente de la andadura principal pero siempre a la espera de que no tarde en asomar una nueva digresión donde recrearse.
Y es que, aunque el ensayo se centra en Burke, por sus páginas desfilan muchos otros: Hayek, Sieyès, Guizot, Donoso Cortés, Menéndez Pelayo, los futuristas, Tocqueville, William James, Dewey, Rousseau, los libertinos franceses, De Maistre, Zola, Nietzsche, Manet, Warhol, Sartre, Wittgenstein, Oakeshott, Proust, Elliot y algunos más. No solo en cameos. Por lo general, las reflexiones dedicadas a estos personajes no desmerecen en calidad y pulcritud a las dedicadas al protagonista principal. Incluso para sorpresa del lector que, al pronto, duda acerca de qué hacen tan extraños figurantes en la fiesta conservadora, si no serán simples querencias o extravagancias del autor. Y seguro que en más de un caso sucede, por más que, después de leer los pasajes que se les dedican, uno se pregunta cómo ha podido aproximarse alguna vez al conservadurismo sin atender a voces tan imprescindibles, si el error no será de la entera historia del pensamiento político al haber ignorado a Pereda o Duchamp, por mencionar a dos de los más imprevistos nombres incluidos en la nómina conservadora. Por otra parte, ninguna sorpresa: lo que a la mirada del lector le puede parecer traído por los pelos y caprichoso, desde otra perspectiva, no es más que una muestra de un quehacer intelectual profundamente coherente, el de Delgado-Gal, que algunos afortunados llevamos disfrutando desde hace ya bastante tiempo. Ajeno a las modas, su propia reflexión le lleva a explorar en los más inauditos yacimientos y a defender opiniones antipáticas. El autor, ciertamente, no es un bienqueda.
Sea como sea, el núcleo gravitacional del ensayo es Edmund Burke, una elección que no requiere mucha justificación. Sus Reflexiones sobre la Revolución en Francia condensan impecablemente la reacción de muchos contemporáneos ante la pasión racionalista de la Revolución francesa. Una reacción en vivo y en directo, diríamos hoy: el texto data de noviembre de 1790. En palabras de Delgado-Gal, aquel panfleto «combatía la idea de que pueda crearse una sociedad sin precedentes en la historia a partir de un sistema de principios fundados en la razón». Que de eso iba lo iniciado en Versalles el año anterior. Quizá nadie sintetizó mejor las aspiraciones de los revolucionarios que el pintor que los consagró para la historia, Jacques Louis David: «Comencemos por borrar nuestra cronología, tantos siglos de error»4. O sí, en menos palabras, el verso de La Internacional: Du passé faisons table rase (Del pasado hay que hacer añicos). Ya saben, el tronar de «la razón en marcha». Los revolucionarios se empeñaron en borrar las determinaciones del origen, la historia. Apostaron por la razón con determinación fanática. Abundan las pruebas. En febrero de 1790, diseñaron los departamentos según referencias y criterios geográficos, eliminando todo rastro de identidad étnica cultural5. En octubre de 1793, el calendario republicano, diseñado, entre otros, por el matemático Laplace, enfatizó el reseteo racional del mundo, inaugurándolo en 1789, «l’an I de la Liberté». Para decirlo con otro de los autores que sirven de pauta a Delgado-Gal, Tocqueville: «(los revolucionarios franceses) nada omitieron con tal de hacerse irreconocibles»6. Ni la determinación de la naturaleza les frenó: «nosotros proyectamos hacer del hombre lo que queremos que sea», dirá Saint-Just. Corto se quedaba, a la vista de las aspiraciones de otro jacobino, Le Peletier: había que «formar una raza renovada»7. El sueño poshumanista.
El ideal que estaban merodeando los parisinos, que inspirará a socialistas y anarquistas, encontrará su nombre: emancipación. Será su manera de designar la querencia clásica a la «autorrealización»: el desarrollo, con plena autonomía, de todas las potencialidades humanas. Una aspiración bastante anterior a 1789. Y es que a eso, más o menos, se refería Aristóteles con su eudaimonía: la felicidad, en la resignada designación de nuestro tiempo. En el siglo XIX, la palabra se encarnó como movimiento social, como programa político y motor de la historia: la Revolución. Hay un hilo de acero que conduce desde el Estagirita al Marx de La Ideología Alemana, al anhelo comunista «de un desarrollo de los individuos como individuos totales». Una alucinación temeraria para Delgado-Gal. Para él, resulta un despropósito desatender la trama de vínculos ―de ataduras, dirían otros― que, lo sepamos o no, sostiene nuestras vidas8. Esas «obligaciones que la tradición consideraba imprescindibles» tienen prioridad sobre cualquier ensoñación de felicidad, nos dirá. Una prioridad no solo empírica, sino también normativa: no solo somos «sarmentosos de historia acumulada», que decía el poeta, sino que, sobre todo, conviene que lo seamos. De acuerdo con Delgado-Gal, habría un conocimiento práctico decantado en las sociedades humanas, una especie de inconsciente colectivo («sabiduría sin reflexión», en expresión de Burke), que no podemos despachar de buenas a primeras. Hacerlo supone enfilar una vereda de incierto destino. Incierto o directamente desafortunado. No solo es que no podamos escapar a nuestras biografías, sino que no debemos intentarlo. Pessoa, un autor que encajaría sin estridencias en la nómina conservadora del autor, resumía la tesis conservadora: «Una sola cosa me maravilla más que la estupidez con que la mayoría de los hombres vive su vida: es la inteligencia que hay en esa estupidez»9.
Delgado-Gal se toma en serio esa consideración y apura sus implicaciones. Vaya si las apura. Ya saben: donde la razón me lleve. Por ejemplo, las reflexiones críticas sobre el matrimonio homosexual, ya presentadas en otro ensayo anterior10. O sobre el divorcio, otra señal del desbarajuste en el que nos habría embarcado el embeleco emancipador: «solo los católicos practicantes, y no siempre ―asegura―, insisten en negar que la infelicidad sea causa legítima para deshacer un matrimonio». En el mismo lote de importantes legados en peligro de extinción incluye otras instituciones o prácticas, como el culto ritual a los muertos. Tales estructuras institucionales simplificaban nuestras decisiones y hacían posible la cohesión social. Sabíamos a qué atenernos sin echar demasiadas cuentas.
Las normas: saber a qué atenerse. Pero todo eso se acaba. En el presente, nos dirá el conservador, nos hemos quedado sin pilotos automáticos en nombre de la búsqueda de una felicidad imposible11. Lo único que nos queda es gestionar el proceso de desactivación del orden, pero sin engañarnos: no hay vuelta atrás. Los paraísos perdidos están definitivamente perdidos. Delgado-Gal lo sabe. Los reaccionarios, no. El autor no lucha contra la termodinámica. No pretende congelar la historia ni, aún menos, tirar de la moviola. El conservador es cauteloso. Solo aspira a pensárselo dos veces antes de que nos pongamos a ordenar el mundo. Si desmontamos los rituales, tradiciones y divinidades nos quedamos a la intemperie y sin brújula. Para el conservador, ante esa baraúnda, el único asidero disponible son las normas, rituales y prácticas colectivas, que oficiarían como equilibrios sociales: la héxis aristotélica, el habitus de Aquino incorporado para la moderna sociología por Bourdieu. Ahí va la definición del sociólogo francés, que no es de las peores entre las suyas: «Sistemas de disposiciones duraderas y extrapolables, estructuras estructuradas predispuestas a funcionar como estructuras estructurantes, es decir, en tanto que principios generadores y organizadoras de prácticas y de representaciones que pueden ser objetivamente adaptadas a su fin, sin suponer la búsqueda consciente de fines ni el control expreso de operaciones necesarias para su obtención, objetivamente “reguladas” y “regulares”, sin ser en ningún caso el producto de obediencias a reglas, y siendo, por tanto, colectivamente orquestadas, sin ser el producto de la acción organizada de un director de orquesta»12. 
Como definición, una chapuza, pero, más o menos, se adivina la idea que merodea. Si les cuesta ―les confieso que a mí sí― purgarla de la abundante faramalla, quizá prefieran aproximarse a ella mediante el austero laconismo de la teoría de juegos, con el concepto de equilibrio de Nash, con una de sus materializaciones, para ser más precisos: las normas oficiarían como convenciones que a todos nos sale a cuenta respetar mientras los demás las respeten. Las normas operarían como sanciones aplicables a quienes, al saltárselas en aras de su beneficio, desatan externalidades negativas y minan bienes públicos básicos, como la confianza, imprescindible para llevar la vida en compañía13. Esta caracterización, todavía incompleta, me parece más manejable que la de Bourdieu. Me detendré un instante en desarrollar este punto, porque, como se verá, resulta importante para trazar una línea de demarcación entre liberalismo y conservadurismo, objetivo fundamental para el autor de Los conservadores y la revolución.
A pesar de los dos destacados en cursiva (sale a cuenta, en aras de su beneficio), se puede adoptar el enfoque anterior sin aceptar ninguna moral individualista que, según Delgado-Gal, el conservador debería rechazar. Tal y como se acaban de definir, las normas no asumen variante alguna de la racionalidad egoísta: no son hipocresías que se siguen porque «salen a cuenta». Si así fuera, no estaríamos ante genuinas normas. El compromiso con estas (con la norma X) es incondicional: no sigue el guion instrumental «hago X para conseguir Y» sino el de «hago C, porque debo hacer C». Su trasfondo lo ha desmenuzado Cristina Bicchieri en un insuperable ensayo14. Según ella, lo que importa en su funcionamiento son las expectativas, el saber a qué atenernos: los individuos no solo creen que los demás cumplirán las normas, sino que creen que deben hacerlo. Cumplimos cuando creemos que los demás lo harán y que los demás esperan que nosotros vamos a hacerlo. Los conservadores pueden estar tranquilos: aceptar esta teoría de las normas no exige casarse con el homo oeconomicus, con calculadores egoístas. Las normas, aunque «salga a cuenta» cumplirlas, no se siguen porque «salgan a cuenta», como sucede con las emociones (lo ilustraré un poco más abajo a cuenta del juego del ultimátum).
Por precisar un poco más, permítanme una pequeña digresión que, aunque pueda sonar escolástica, importa, y mucho, para las tesis defendidas en el libro: la reconstrucción anterior, inseparable del individualismo metodológico, es moralmente laica. Estamos ante una simple estrategia de explicación que, al dar cuenta de procesos, estados o acontecimientos sociales, recala en los agentes o las unidades de decisión, en sus interacciones, tradicionalmente opuesta al holismo, que apelaba explicativamente a entidades, como sucede con «el capitalismo busca», «el espíritu alemán se sintió en», «la humanidad responderá a». Cosa muy diferente es el individualismo ético (que no debe confundirse con el egoísmo, una de sus variantes). Este se limita a tomar como unidades de valoración moral a las personas (no a las naciones, las lenguas, el planeta, etc.) Y lo hace, por ejemplo, tomándolos como sujetos de derechos. Individualistas éticos son el utilitarismo (importa el bienestar de los individuos) o el socialismo (importa la igualdad entre individuos). Dicho de otro modo: Delgado-Gal podría suscribir el individualismo metodológico de la teoría de las normas de los sociólogos sin acercarse al liberalismo, también individualista, ético. Algo importante para él, interesado en subrayar que sus coincidencias con los liberales, en especial con Hayek, son circunstanciales. Simplemente, los dos pasan por allí. Me explico.
Desde cierta perspectiva, la argumentación conservadora podría asimilarse al relato de algunos liberales especialmente beligerantes frente a lo que dan en llamar «ingeniería social», a la posibilidad de gestionar racionalmente ―en planificar― el cambio social. Ya saben: la mano invisible, cuando cada uno se deja guiar por su propio interés, el buen orden espontáneo nos conducirá a sólidos equilibrios sociales. El mercado sería el mejor ejemplo. Los desbarajustes aparecen cuando se entromete la mano política, la ingeniería social de los revolucionarios empecinados en cambiar el mundo. Y a veces es así, que hay buen orden espontáneo15; pero de ahí no se sigue que siempre suceda, que el «orden» final en el que se recala sea un buen orden social. Al fin y al cabo, la muerte térmica también es un equilibrio, el máximo equilibrio. En todo caso, más allá de sus dosis homeopáticas de verdad, la fábula de la inexorable bondad de la mano invisible, muy presente entre los jóvenes youtubers, podría confundirse con la sabiduría epistémica colectiva sedimentada en las prácticas sociales reivindicada por Delgado-Gal. Por sus propios caminos, apelando al individualismo ético ―y al metodológico―, tales liberales, coincidirían con la cautela de los conservadores en su defensa de las virtudes de un saber heredado por las sociedades, cuajado en costumbres que, mal que bien, nos proporcionan pautas para encarar el oficio de vivir. El orden espontáneo de la mano invisible sería un remake del «resto de todos los naufragios», del depósito de tradiciones, que nos conforma como sociedades. Ambos son dos variantes del «virgencita, virgencita, que me quede como estoy». De ahí que, fenotípicamente, los hijos de Burke y los de Hayek, nos sean indistinguibles, aunque filogenéticamente resulten muy diferentes. Como la liebre y el conejo, o el coyote y el lobo.
Todo lo sólido se desvanece. Quizá se den tales semejanzas, admite el autor de Los conservadores y la revolución. Pero las coincidencias circunstanciales no nos deben llevar a ignorar el abismo que los separa. En lo que atañe a los principios últimos, los conservadores están a otras cosas. La sociedad de mercado hayekiana, con sus premios y castigos asociados a méritos y esfuerzos, y sus reglas impersonales, erosiona la argamasa moral de la buena sociedad conservadora. Un diagnóstico que comparte con el padre del socialismo moderno, aunque la valoración, naturalmente, sea muy diferente. Marx celebraba el proceso, según reflejó en un clásico paso de El manifiesto comunista: «Todo lo que era sólido y estable es destruido; todo lo que era sagrado es profanado, y los hombres se ven forzados a considerar sus condiciones de existencia y sus relaciones recíprocas con desilusión»16. Uno de sus muchos elogios al vigor destructor del capitalismo, al «papel verdaderamente revolucionario» de una burguesía cuyo régimen, desde «que se instauró, ha echado por tierra todas las instituciones feudales, patriarcales e idílicas […]. Ha echado por encima del santo temor de Dios, de la devoción mística y piadosa, del ardor caballeresco y la tímida melancolía del buen burgués, el jarro de agua helada del cálculo egoísta; la burguesía ha destruido las relaciones feudales, patriarcales, idílicas; ha desgarrado sin piedad las abigarradas ligaduras feudales que ataban al hombre a sus “superiores naturales”, para no dejar subsistir otro vínculo entre los hombres que el frío interés, el cruel “pago al contado”; ha ahogado el sagrado éxtasis del fervor religioso, el entusiasmo caballeresco y el sentimentalismo del pequeñoburgués en las aguas heladas de sus cálculos egoístas. La burgesía ha hecho de la dignidad personal un simple valor de cambio; ha sustituido las numerosas libertades escrituradas y adquiridas por la única y desalmada libertad de comercio»17. Para el judío de Tréveris, el capitalismo, aunque incapaz de rematar la tarea, había abierto la senda de la emancipación, al socavar la superstición religiosa, las comunidades sostenidas en la identidad y la tradición. En ese sentido, Marx hace parte de su camino con los liberales. Y muy lejos de los conservadores.
A Delgado-Gal, que podría suscribir la descripción del clásico texto revolucionario, todo eso le parece mal. Pero él no acude a Marx sino a Tocqueville, más contenido, quien, con otra perspectiva, destacaba la inteligibilidad de la sociedad estamental contrapuesta a la opacidad de la moderna. Mientras en la primera sabíamos lo que debíamos hacer cada día, en la nuestra tenemos que decidir a cada instante. Un problema insuperable cuando se trata de mantener el buen orden social. Para decirlo maltratando el título del clásico de Albert Hirschmann18, los intereses jamás suplirán a las pasiones, más exactamente, los incentivos jamás harán las funciones punitivas (interiorizadas) de los códigos morales que contenían a la fiera humana, tan destructiva en su naturaleza. Una negociación, un acuerdo de conveniencia, no opera con la fuerza de la norma: el vínculo con el acuerdo es circunstancial, mientras convenga; la norma se sigue a ciegas, sin echar cuentas… y por eso funciona. Los mecanismos de asignación de recompensas y la impersonalidad de las reglas que regulan la sociedad de mercado no prescriben buenos comportamientos; son amorales. La consecuencia de ese estado de cosas es que los individuos, sin orden a que encomendarse, quedan al pairo, desbordados por su libertad, abrumados.
El desnorte se muestra con particular crudeza en dos ámbitos que, sin esperanza y cada vez con menos convencimiento, encandilan a los filósofos y que, según Delgado-Gal, nos confirmarían los límites insuperables del ideal ilustrado. Si me permiten rebautizarlos, los llamaré el Problema de Rawls y el Problema de Sartre. El primero, sistematizado para la filosofía política en El liberalismo político, apunta a «la insuficiencia de las prescripciones legales (concebidas en términos formales o procedimentales) para unir a los distintos». El imperio de la ley no es cimiento suficiente para avivar la trama de afectos y emociones imprescindibles para la vida común. El otro problema, «la dificultad de educar al ciudadano al tiempo que se le invita a ser él mismo”» es el tributo inevitable de la aspiración emancipatoria, de una voluntad de autorrealización personal que nos impone elegirnos continuamente. Vamos a ello (eso sí, atendiendo a la importancia que les dedica Delgado-Gal, lo haré con desigual dedicación. Abordar debidamente el problema de Rawls, quizá el que más turismo congresual ha permitido disfrutar a los filósofos contemporáneos, requiere hoy la extensión de un tratado. Eso su simple exposición, que su «solución» ―si fuera posible― es empeño comparable a resolver la hipótesis de Riemann, el «Everest de las matemáticas». En todo caso, en la argumentación de Delgado-Gal ocupa un lugar menor en comparación con el Problema de Sartre, central en su presentación de la crítica conservadora a la tradición ilustrada revolucionaria).
El problema de Rawls. En El liberalismo político, Rawls buscaba solución a lo que, en su sentir, era el mayor reto de nuestras sociedades democráticas: cómo conseguir que personas con diferentes ideas acerca de lo que está bien o mal, diferentes visiones del mundo, incompatibles entre sí y, sin embargo, bastante razonables internamente, aceptaran unos mínimos principios compartidos para dilucidar sus discrepancias. Su propuesta (overlapping consensus) consistía en una recomendación muy general: dejen ustedes en casa sus concepciones tremendas del bien, suspéndalas políticamente, y opten por versiones más modestas y apañaditas que les permitan recalar en principios particulares de justicia y acuerdos institucionales. Una canción que sonaba de maravilla hasta que se caía en la cuenta de la irrealidad de la propuesta: no se ve cómo los ciudadanos pueden prescindir de las convicciones morales que inspiran sus acciones y, a la vez, sentirse comprometidos con las instituciones democráticas y los principios de justicia, por más austeros que parezcan. La propuesta rawlsiana se parecía mucho a «el amor sin dependencia», «los embutidos sin colesterol» y otros encandilamientos retóricos de nuestro tiempo, cuya única función es escamotear problemas insuperables. Un estilo más propio de Paulo Coelho que de analíticos serios dispuestos a mirar la verdad de frente, aunque relativamente común entre filósofos clásicos, condimentado ―eso sí― con oportunas citas en griego.
En realidad, ese problema, de otra forma, estaba ya presente en la primera gran obra de Rawls, Una teoría de la Justicia. En esta echaba mano de razones prudenciales para fundamentar el buen orden social: sujetos racionales ―y con baja propensión al riesgo― convendrían acordar unos principios comunes de justicia. En un trabajo aparecido en esta misma revista hace más de veinte años, en donde ya se esbozaban algunos mimbres del presente ensayo, en particular su crítica a la «autonomía liberal», Delgado-Gal describía con precisión de agrimensor el reto de Rawls en su clásica obra, una descripción que, en muchos aspectos, vale también para El liberalismo político: «demostrar cómo podría surgir un cálido sentimiento de solidaridad en una sociedad edificada por sujetos con el ojo vuelto a la satisfacción y aumento de lo propio. Su idea del contrato nos señala el camino: impulsados por el cálculo egoísta, esos sujetos apañan un tinglado que ofrece cobertura a los más desfavorecidos. El sistema, en consecuencia, es solidario. Pero nos encontramos con la pejiguera de que ello no torna “solidarios” a los sujetos que lo habitan. Éstos siguen siendo egoístas. Peor todavía: son, además, pusilánimes, lo que no constituye precisamente un dato en su favor. La “moralidad” del sistema no se comunica a sus inquilinos de carne y hueso, y la cuadratura del círculo continúa sin rematarse»19. 
Para fundamentar su propuesta, Rawls acudía a un experimento mental desarrollado entre otros por John Harsanyi, premio Nobel de Economía en 1994: qué principios de justicia adoptarían para la buena sociedad unos individuos que nada saben de antemano acerca de qué posición terminarán ocupando en esa sociedad y que ignoran sus circunstancias personales, su clase o estatus social, sus activos o talentos naturales; si son fuertes o escuchimizados, listos o tontos, blancos o negros, hombres o mujeres, de buena o mala familia, etc. En esas circunstancias, cuando nadie puede barrer para casa porque no sabe cuál es su casa, según Rawls, se impondría una suerte de imparcialidad… por la vía del pesimismo egoísta y cobardón: las personas, asumiendo la posibilidad de resultar desafortunadas en su dotación, optarán por distribuciones que antepongan la prioridad de los más desastrados, de proteger a los de abajo. Ese es el «tinglado» tal y como lo describe Delgado-Gal: un proyecto igualitario cuyas columnas son individuos egoístas y apocados, que procuraban por su interés, cargados de pesimismo vital, contemplando la posibilidad de tener poca fortuna en la lotería natural o social, de venir al mundo con un lote de atributos de mala calidad. En aquel trabajo, Delgado-Gal dibujaba la magnitud y novedad del empeño: «No se había dado el caso, sin embargo, de que un pensador levantara un proyecto de sociedad con ribetes cuasi colectivistas a partir de unas premisas que habría podido firmar el propio Buchanan».Y su fracaso: «Para mí que, al final, las cuentas no le cuadran en modo alguno a Rawls».
A su parecer, y al de muchos otros, el reto, tal y como lo encaraba Rawls, resulta insuperable. Entre esos otros, me incluyo. Eso sí, yo sí creo que el filósofo de Harvard apuntaba a un genuino problema, solo que, para solucionarlo, debemos abandonar su estrategia. Sencillamente, no podemos levantarnos éticamente estirando de nuestros cabellos morales o económicos. Los filósofos morales lo han reconocido esquinadamente cuando han diagnosticado que la pregunta «¿qué razones tengo para comportarme moralmente?» resulta irresoluble, al menos si lo que esperamos es una «justificación moral egoísta», si la pregunta ―de imposible contestación― que estamos intentado responder, en realidad, es «¿por qué me sale a cuenta portarme bien?». Estamos pidiendo demostrar que «ser bueno resulta rentable», desatendiendo que si calculamos el beneficio ya no estamos en los territorios normativos. El mejor resumen de la paradoja lo proporcionó uno de los protagonistas de un wéstern clásico, Forajidos, cuando, ante la pregunta «¿por qué no podría disparar a un hombre por la espalda?», formulada por «el malo», le replica: «Si te lo tengo que explicar, no lo entenderías».
Por ahí no vamos a ninguna parte. Se trata de una clásica situación sin salida que hasta tiene su nombre, Catch 22, acuñado a partir de una novela de Joseph Heller, que contaba la historia de un piloto que, para evitar el combate, pretendió pasar por loco, y acabó chocando con un reglamento absurdo: para ser relevado, debía pedirlo y, claro, si lo pedía, demostraba estar en sus cabales y, por lo tanto, no debían apartarlo. Para escapar a tales embrollos no queda otra que reformular las preguntas o abordarlas con una perspectiva diferente. Es la historia eterna de la mejor ciencia: con Newton, y antes con Galileo que, al asumir como «natural» el movimiento continuo, pudieron «disolver» el «problema de la flecha» (de Aristóteles) que mantiene su «impulso», a pesar de haber pedido contacto con el arco. Por el mismo motivo, una vez abandonamos la teoría del calórico ―el inexistente fluido utilizado por Lavoisier para «explicar» la combustión―, desapareció el problema (imposible de resolver) de determinar su peso; y lo mismo con densidad del éter. No «resolvimos» los problemas, sino que, en el guion de nuevas teorías, perspectivas, los declaramos sin sentido, los disolvimos.
En nuestro caso, a mi parecer, la respuesta hay que buscarla en un sustrato más automático que la «sabiduría sin reflexión» de Burke: en la biología, en las disposiciones morales-emocionales que, según abundantes experimentos, están asentadas en nuestro cableado neuronal: tenemos algo así como instintos o emociones de justicia (querencias cooperativas, preocupaciones reputacionales, rencores vengativos ante los parásitos) que no se entienden en clave coste/beneficio. Ni tampoco como puras reacciones morales. Las emociones resultan inseparables de las valoraciones: nos indigna el maltrato a un niño, la humillación a un trabajador, una retribución desigual, etc20. Un buen ejemplo nos lo proporciona el conocido juego del ultimátum. En el juego, una cantidad de dinero se ha de dividir entre dos participantes. Uno de ellos hace una oferta que el segundo acepta o rechaza. En el primer caso, si la acepta, ambos se llevan la parte acordada; en el segundo, nadie se lleva nada. En buen egoísmo, la mejor estrategia del primer jugador es ofrecer una miseria suponiendo que el segundo pensará que «mejor algo que nada». Sin embargo, los experimentos muestran que los primeros jugadores hacen propuestas no muy alejadas de la igualdad y que los segundos prefieren quedarse con nada a divisiones radicalmente desiguales. Aunque, en principio ―en buen egoísmo― «no sale a cuenta» despreciar lo que ofrecen, porque siempre es preferible algo a nada, la emoción de justicia se impone, con el resultado de que «salen ganando». Pero ese comportamiento no es resultado de ningún cálculo egoísta, no es estratégico, porque si fuera estratégico, después de simular el enfado, al final, se rajarían. Funciona solo en la medida que la emoción (la indignación ante la injusticia) nos posee, nos ciega a toda contabilidad. En ese sentido, se invierte el esquema y pasamos de un «debemos ser buenos porque nos beneficia» a un «obtenemos el beneficio porque somos “inexorablemente” (emocionalmente) justos».
Por supuesto, ese entramado resulta demasiado vago para dictar un código penal, necesariamente preciso, salvo para la reciente izquierda, tan dada a condimentar las leyes con bullanga piadosa y conjuros emocionales21. No solo eso, también tiene su reverso: nuestro paquete de «instintos» también incluye el racismo, la violencia y, seguramente, la violación. En ese sentido, esa urdimbre constituye solo un punto de partida, no de llegada, susceptible de ser valorado a la luz de otros «instintos» y de razones, al modo en el que ―por nuestra salud― hemos reconsiderado nuestra natural disposición a entriparnos con dulces y grasas, disposición muy conveniente cuando nuestra especie andaba en precario, pero muy inconveniente en la abundancia22.
En realidad, se trata de otra forma del «equilibrio reflexivo» rawlsiano, (por utilizar la jerga de los filósofos morales). Según la concepción clásica, de esa idea, evaluamos nuestras convicciones morales en un camino de ida y vuelta entre nuestros concepciones o teorías morales más elaboradas (principios de libertad, bienestar) y nuestras intuiciones morales, psicológicas y emocionales (que, por ejemplo, en el XIX, nos llevaban a condenar la homosexualidad o las parejas interraciales). Corrigendo aquí y allá, buscamos la coherencia entre unas y otras. Ahora, en la ecuación, incluiríamos los instintos (de justicia, cooperación, venganza, búsqueda de aceptación, etc.): los evaluamos y, a la vez, de modo «instantáneo», nos sirven para evaluar las situaciones.
El problema de Sartre. Porque lo que verdaderamente centra la reflexión de Delgado-Gal es el otro problema, más directamente entramado con los riesgos de la emancipación ilustrada. El padre del existencialismo coqueteó toda su vida con una suerte de paradoja de la libertad: queremos que los otros escojan libremente lo que a nosotros nos parece bien, lo que nosotros queremos. Habría, pues, una tensión insuperable entre la libertad y su ejercicio, las decisiones que conlleva. No hay mejor ejemplo que el amor: deseamos la libertad a los demás (hijos, parejas), pero si y solo si su ejercicio nos parece bien: amarnos a nosotros; estudiar esto o lo otro. Sartre afloja la tensión apostando por la libertad. El padre del existencialismo se entregará con intransigencia a la libertad: todo empieza y acaba en la libertad de elegir. Y ahí comienza otro problema, superlativo: si el mismo hecho de elegir justifica la (calidad de la) elección, no habría nunca nada que decir sobre ninguna elección. Lo elegido vale no por valioso, sino por el hecho mismo de ser elegido. La prioridad absoluta de la libertad conduce a la indeterminación valorativa. La libertad de Sartre deriva en una libertad imposible, vacía de sentido. A fuerza de «poder elegirlo todo», no hay anclaje desde donde elegir.
El sujeto que puede elegir completamente, que es un libro en blanco, desprovisto de identidad, de biografía, ni siquiera es sujeto, individuo singular. Para elegir se necesitan criterios, valores, algún asidero previo. No se eligen las preferencias (sexuales, por ejemplo), sino que se elige porque se tienen preferencias. Por definición: sin preferencias no se puede elegir. Lo otro es directamente irracional, aunque solo porque desprecia el conocimiento positivo, lo que somos. La libertad de Sartre es simple arbitrariedad, capricho sin razones. Como si todo diera lo mismo. Y, claro, cuando todo da lo mismo, cuando tanto da Juana como su hermana, la elección carece de sentido. Si la única elección que vale, la «auténtica» o «propia», no tiene algún asidero (la biografía, la historia), no hay elección justificada. La libertad, hasta en el sentido más elemental, requiere punto de partida, determinación, un lugar de donde «escapar», un origen. En breve: la tesis central del existencialismo, según la cual no hay ser que preexista a la libertad, niega la posibilidad de elección racional.
La anterior exposición es mi reconstrucción. Delgado-Gal transita por otros caminos. En dos sentidos. Primero: antes que el filósofo, le interesa la emancipación, el ideal que supuestamente lo inspira. Segundo, se desarrolla en un campo de pruebas específico, muy propicio para ilustrar sus tesis y que conoce como nadie, el arte: «en la literatura y las artes, la emancipación conduce al desorden». Una apreciación en la que viaja en la compañía de algunos otros autores que han recordado los problemas de la creación cuando la libertad no tiene límites. Las constricciones son condición de posibilidad de la elección. Como en la justicia, cuando hay de todo para todos, en la abundancia absoluta, carece de sentido establecer criterios de justicia, discutir si distribuimos según el esfuerzo, el mérito, las necesidades, etc. Crear es imponerse a las trabas. No hay buen arte sin constricciones, incluso las económicas, pues, como escribiera Elster: «aunque todos los arquitectos quieren el presupuesto más grande, un presupuesto ilimitado paralizaría antes que liberaría sus fuerzas creativas»23. «Romper con todo», la fabulación del arte moderno, merodea la contradicción. Para romper las reglas se necesitan reglas. Como ha escrito uno de los mejores filósofos del arte: «la idea de que cada obra de arte debe romper con su tradición y reinventar cada modalidad artística nunca ha sido otra cosa que una wishful fantasy»24. Borges lo dijo de otra manera: «Cada lenguaje es una tradición; cada palabra, un símbolo compartido; es baladí lo que un innovador es capaz de alterar; recordemos la obra espléndida pero no pocas veces ilegible de un Mallarmé o de un Joyce»25.
El asunto de fondo, el que realmente importa, tiene más envergadura que las habituales necedades de los artistas. Como casi siempre había ocupado con el máximo detalle a los teólogos, gente seria donde la haya. Y es que el artista de nuestro tiempo tiene con su obra los mismos problemas que el Dios de la teodicea. Basta con sustituir la bondad por la belleza. Recordemos los dos cuernos del dilema de Eutifrón-Leibniz: lo bueno es bueno porque Dios lo quiere o Dios lo quiere precisamente porque es bueno. La segunda alternativa dejaba a Dios en mal papel: si Dios quiere lo que es bueno porque es imposible que quiera algo malo, es que lo bueno y lo malo son conceptos previos a Dios; su voluntad está sometida a una legislación externa y, por tanto, es un subordinado, no un Dios-fetén. La otra alternativa, la que aquí nos interesa, la de Sartre, la de «no hay reglas», no es mejor, al menos para nosotros: si lo bueno es bueno porque Dios lo dice, si la bondad es lo que Dios quiera, nos deja sin patrones para actuar y hasta para entenderlo. Mañana podría levantarse con el humor cruzado y prescribirnos el canibalismo. Un Dios de esa naturaleza, que no tiene otro aval que su propia voluntad, no se mide por nada, se expresa pero sin razonar, que es, al fin, atenerse a reglas. Si «Dios no nos debe nada»26, tampoco nos debe unas explicaciones que, no sometidas a exigencia alguna, tampoco entenderíamos.
Sucede algo parecido con el aturdimiento del arte contemporáneo. El aturdimiento del arte y el del artista: sin cánones ni patrones, sin otra intención que “«expresar su voluntad»”, el fracaso está asegurado. Quien no quiere otra cosa que «expresar su yo» no sabe lo que quiere. Enfilará una ruta sin destino. Incluso la aspiración a la autorrealización, a la emancipación, se frustra. Se frustra por principio, porque la autorrealización es una meta singular que escapa al guion clásico de la racionalidad: «quiero X y me pongo en ello». Le sucede como a «me esfuerzo por olvidarme de X» o «me empeño en dormirme». Perseguir tales objetivos es el mejor modo de asegurase su inaccesibilidad. Autorrealizarse no se puede buscar por lo directo. Si acaso, es el subproducto de perseguir algo que importe genuinamente. De perseguir y alcanzar, porque si no se alcanza, lo que se consigue es amargarse la vida. La autorrealización se consuma cuando se persiguen otras cosas, distintas de la autorrealización27. Quiero escribir un poema, diseñar un puente o confeccionar un vestido y, cuando termino mi tarea, cuando la ejecuto debidamente, experimento la autorrealización28. Con el amor o la felicidad ―así, en abstracto― sucede algo parecido. Lo que busco, lo único que puedo buscar, y afortunadamente obtuve, fue una compañía dichosa o cumplir un deseo. Lo demás llegará si todo sale bien; eso sí, siempre bajo la condición de que me olvide de perseguirlo. He de ponerme en algo que me importe y que el empeño me salga bien. Lo otro vendrá por añadidura. El centro no es el autor, sino la obra; la satisfacción del autor, su realización, será, en el mejor de los casos, la consecuencia, el resultado no buscado de la buena ejecución. Por eso, el artista tradicional desaparecía de la escena. Importaba lo que hacía, no él. No desarrollaba su oficio para «autorrealizarse» o «expresarse». No importaba su «experiencia» o su «expresión». Quería algo más modesto, menos solemne: hacer algo y hacerlo bien. Tenía un reto preciso; quizá un trabajo de encargo que le proporcionaba un patrón de medida «externo». Podría saber, a ciencia cierta, que habían alcanzado, exitosamente, una meta. Nada de eso sucede cuando lo que se busca es la autorrealización a pulso, cuando solo hay voluntad de «expresarse». El artista sería, a la vez, juez y parte y, en tal caso, el artista no tiene garantía de nada.
Así pues, ni una coma que matizar a las consideraciones de Delgado-Gal sobre los artistas y el arte. No hay mejor dominio para mostrar el delirio de la supresión de la historia y del fantaseo de la elección incondicional. Incluso diría que es demasiado bueno. Lo que muestra no tiene réplica. Otra cosa es el alcance de lo que muestra29. Porque la apuesta del autor ―original y arriesgada― es fuerte: extender sus consideraciones sobre los artistas al conjunto del proyecto ilustrado. Un exceso. Los artistas y los revolucionarios pocas veces caminaban de la mano. En realidad, más allá de algunas relaciones de amistad ―entre Heine y Marx, por ejemplo―, no hay personajes más alejados de los revolucionarios herederos de la Ilustración (anarquistas y socialistas) decimonónicos que los románticos ―y si quieren más precisión, los dandis―, testimonios personificados de ese desplazamiento del foco, desde la obra y la belleza hasta al creador y su «realización», tan precisamente analizado en Los conservadores y la revolución. Baudelaire, uno de los autores que mejor encarna la modernidad desmenuzada por Delgado-Gal, es un buen ejemplo. Théophile Gautier, destinatario de la dedicatoria de Les fleurs du mal, dejó bien claro de qué pie cojeaba su autor: «sentía un profundo desprecio por los filántropos, los progresistas, los materialistas, los humanitarios, los utopistas de toda laya que aspiran a cambiar algo de la inmutable naturaleza humana o del curso fatal de las sociedades o los pueblos»30. 
No hay otro asidero que la razón. Delgado-Gal no se resiste a arriesgar con su conjetura. Suele suceder con los mejores filósofos cuando dan con tesis poderosas: forzar el trazo, la hipérbole. Voy al meollo de la argumentación. Para el autor, parece existir una incompatibilidad insuperable entre reconocer lo que somos, historia y biología, y el ideal emancipatorio. En eso coincide con Sartre. Solo que, mientras el filósofo francés opta por negar la biografía, Delgado-Gal duda de la posibilidad de ordenar calculadamente la gestión del mundo. Como si el origen debiera decidir el destino. Y no veo por qué. La intervención racional, planificada, en los procesos sociales sucede a diario desde hace tiempo: coordinación de vuelos; operaciones bélicas; gestión interna de grandes empresas; aventuras vuelos espaciales; coordinación del tráfico; urbanismo de grandes ciudades; respuestas a crisis sociopolíticas con consecuencias económicas (atentados 11S, Covid), etc. Y lo que nos queda por ver, tecnología mediante, con el Big Data, las simulaciones computacionales y las técnicas de modelización matemática31. No por casualidad la idea del cibercomunismo comienza a circular otra vez entre académicos32.
Pero no hace falta ir tan lejos. Si me permiten cierta desmesura, como de filósofo continental, diría que los humanos estamos instalados en la emancipación. No ignoramos las constricciones impuestas por nuestra herencia, natural o cultural, y porque no las ignoramos, hemos construido nuestra biografía escapando de ellas, incluso de las determinaciones biológicas. De hecho, para conocer esas bridas hemos tenido que superarlas. Nuestra sensibilidad visual está limitada a una parte del espectro, entre el infrarrojo y el ultravioleta, y no percibimos determinadas longitudes de onda; nuestra mirada está viciada por ilusiones, como la profundidad o la continuidad del movimiento, que aprovechan la pintura o el cine para engatusarnos; nuestra física psicológica es aristotélica, falsa (las cosas caen, el sol sale); nuestros procesos inferenciales automáticos son errados, sesgados y falaces33. En todos esos casos, hay un desajuste entre cómo se nos aparece el mundo y cómo es realmente, un desajuste que solo es posible establecer si superamos nuestros condicionantes de fábrica, si superamos una sabiduría sin reflexión más profunda que la de Burke. Son los dominios de la verdad y la razón, bien distintos de los de la naturaleza. Como especie, nuestra inercia nos enfila ―la selección natural nos conforma, si lo prefieren― hacia la supervivencia, pero no hacia el buen conocimiento. También en el yantar y el fornicio: preferimos los dulces y las grasas; somos bastante bestias, racistas e, incluso, violadores. Todo eso nos sirvió hace 150.000 años y se quedó por ahí dentro, en nuestro cableado mental. Y todo lo sabemos porque, lenguaje mediante, disponemos de teorías que nos permiten «superar» el mundo de nuestras experiencias y motivaciones. Sabemos, también, que para sobrevivir hemos de utilizar ese razonar afinado que no está en nuestro cableado. Por eso hemos producido vacunas y nos lavamos las manos. Sabemos, también, que nuestra biografía, en buena medida, es un trampantojo o la ley de la selva. Hemos conseguido, voluntad mediante, embridar la fiera, construir telescopios y radares, ir a la luna, cambiar nuestras dietas y desarrollar derechos y leyes que penalizan a los criminales. La «sobrenaturaleza» de la que nos hablaba Ortega.
Por supuesto, por sí solas las consideraciones anteriores no despachan las críticas a las aspiraciones revolucionarias de «cambiar el mundo de base», para decirlo con otro verso de La Internacional. Y nadie negará las barbaridades realizadas en nombre de la razón. Y aunque tengo mis reservas de «filósofo de la ciencia» a los números que los ideólogos ―siempre sin precisar las fuentes últimas― se arrojan cuando hablan, por ejemplo, de los cien millones de muertos del comunismo, y aún más a las «explicaciones a lo madame Roland», que atribuyen a la libertad los crímenes cometidos en su nombre, como las tengo a todas aquellas que dan cuenta de sucesos o procesos históricos invocando grandes palabras (el capitalismo, el heteropatriarcado, etc.), tan ajenas al buen hacer historiográfico, que reclama procesos causales detallados, estoy dispuesto a admitir que algún vínculo existe. Tan sólido, al menos, como entre la religión y «los crímenes cometidos en su nombre», que, por cierto, ―si nos fiamos de los historiadores profesionales― son muchos más: no ha habido, en proporción, guerras más cruentas que las de religión europeas del XVI y el XVII.
Los conservadores y la revolución nada tiene que ver con ese género, cultivado por ideólogos y columnistas necesitados de morcillas solemnes para decorar su cháchara. Delgado-Gal es un pensador serio. Uno que hace pensar. Un lector, por más comprometido que esté con las ideas que critica, no puede transitar por las páginas de su ensayo sin sentirse obligado a matizar sus puntos de vista. Nadie puede profesar un fundamentalismo racionalista, si es que cabe tal cosa. Sencillamente, estamos instalados en la razón, también para mirar con cautela (racional) ciertos productos de la razón. «Con esperanza, sin esperanza y aún contra toda esperanza, la razón es nuestro único asidero», nos enseñó Javier Muguerza. Y no hay otro lugar donde levantar nuestra casa. Como los tripulantes de aquel barco que Neurath comparaba con la empresa científica: no nos queda otra que ir reparándolo con los materiales del propio barco mientras navegamos, sin que podamos parar en puerto o astillero. No hay religión o tradición a la que agarrarnos. Sí, por supuesto, podemos encontrar aquí o allá ideas o propuestas aprovechables, pero no nos engañemos: lo sabemos porque las tasamos racionalmente, porque comprobamos, lógica y empíricamente, que nos sirven, que resultan compatibles con lo que conocemos. Muchas poblaciones indígenas, al cocinar ciertos alimentos los procesan según ciertas técnicas o los mezclan con sustancias «raras» que, al desencadenar determinados procesos bioquímicos y eliminar su toxicidad, les ayuda a evitar ciertas enfermedades. Naturalmente, al justificar esas prácticas, apelan a sus tradiciones, no a la razón: la razón asoma ―y es la que tasa― en la parte subrayada, cuando nosotros podemos verificar científicamente la bondad de ese procedimiento (o la maldad de otra tradición). En un sentido parecido, cuando nos reconocemos en ciertas prácticas o valores cristianos ―y no en otros― no es porque se encuentren en la Biblia, sino porque se ajustan a nuestros criterios morales.
La apreciación anterior parece especialmente relevante en estos tiempos. A veces, cuando algunos recomendamos pensárnoslo dos veces antes de avalar ciertos avances tecnocientíficos se nos acusa de «irracionales», de oficiar como nuevos cardenales Belarmino ante los Galileo de nuestro tiempo. Nada más falso. Apelamos a la razón, a la razón práctica. Como por lo demás, se hace siempre: cuando condenamos los experimentos nazis japoneses (o norteamericanos) con humanos; cuando asignamos recursos a unos proyectos y no a otros. La ciencia es una parte de ―el ejercicio de― la razón, no toda. Estamos instalados en la razón. No hay un lugar «fuera» de la razón donde agarrarnos. Con su detallada argumentación, «donde la razón nos lleve», con su andadura socrática, sus contrafuertes y sus arbotantes, Los conservadores y la revolución es un extraordinario testimonio de confianza en la razón para entender y, por tanto, hacer más habitable nuestro tránsito por este valle de lágrimas. Incluso, que no creo, a su pesar. Félix Ovejero es profesor de Ética y Economía en la Universidad de Barcelona. 

























[ARCHIVO DEL BLOG] Al rescate de Europa. Un manifiesto de esperanza. [Publicada el 09/05/2012]













Hoy, 9 de Mayo, se conmemora el Día de Europa. Una fecha convertida en uno de los símbolos institucionales de la UE junto a la bandera de las doce estrellas y el Himno a la Alegría. Un día en el que se recuerda la famosa "Declaración Schuman", la trascendental conferencia en la que el ministro de Asuntos Exteriores francés Robert Schuman lanzó la idea, tal fecha como hoy de 1950, de construir lo que entonces no era más que un sueño y hoy es una realidad: la Unión Europea. 
No parece la Unión estar para muchas celebraciones, la verdad. Más parece secuestrada por una burocracia: Comisión, Consejo y BCE, incompetente, y una dirección política, el Consejo Europeo, más atenta a sus propios problemas internos nacionales y electorales que ha dejado toda la iniciativa en manos de una ama de casa de buena intención y recta moral económica puritana, preocupada por salvar sus propios muebles ante unos colegas incapaces de seguirle el paso y el ritmo que ella marca: hacer una Europa alemana en lugar de una Alemania europea.
Iba a titular esta entrada "El rapto de Europa", buscando construir una alegoría entre la situación actual de la UE y la bellísima leyenda relatada por el poeta romano Ovidio hace dos mil años en su "Metamorfosis" (Cátedra, Madrid, 2005), pero al final me pareció excesiva y contraproducente. 
En todo caso, y aunque les supongo enterados de la historia contada por Ovidio, no me resisto a transcribirla a continuación. En cuanto al título de la entrada, ha acabado siendo el que es, y no el del "rapto", por las razones que más adelante expongo. En esencia, porque a pesar de todas las dificultades pienso que hay motivo para la esperanza. 
Dice Ovidio: "Cuando el Atlantiada [Hermes, hijo y mensajero de Júpiter] ha castigado así las palabras y el sacrílego pensamiento, deja las tierras que de Palas recibieron su nombre y, batiendo sus alas, atreviesa el éter. Su padre lo llama aparte y, sin confesarle el motivo de su amor, le dice: "Hijo, leal servidor de mis órdenes, aleja la tardanza y, rápido, deslízate con tu acostumbrada carrera y dirígete a esa tierra que contempla a tu madre [Maya, en la constelación de las Pléyades] por la izquierda, a la que sus habitantes le dan el nombre de Sidón, y lleva hacia la playa la vacada real que ves a lo lejos alimentarse de  montaraz hierba." Dijo, y al instante los novillos alejados del monte buscan la playa que les ha sido ordenada, donde la hija de un gran rey solía jugar acompañada de doncellas de Tiro. No están en buena armonía ni habitan en una única mansión la majestad y el amor: tras dejar el pesadocetro, el padre y soberano de los dioses, cuya diestra está armada de fuegos de tres puntas, quien con su movimiento de cabeza agita el orbe, se viste con la apariencia de un toro y, mezclado con los novillos, muge y pasea su hermosura entre las tiernas hierbas. En efecto, su color es de la nieve que no han pisado las huellas ni ha derritido el lluvioso Austro; su cuello rebosa de músculos, sobre los brazuelos le cuelga la papada, los cuernos son pequeños ciertamente pero de los que podrías afirmar que habían sido hechos a mano y mas resplandecientes que una piedra preciosa sin mancha; ninguna amenaza en su frente y ninguna mirada que aterre: su rostro respira paz. Se admira la hija de Agenor [Europa, hermana de Cílix, Fénix y Cadmo] de que sea tan hermoso, de que no amenace ningún combate, pero en principio teme tocarlo aunque sea manso: luego se acerca y tiende flores a su blanco hocico. El enamorado se alegra y, mientras llega el esperado placer, besas sus manos; y apenas ya, aplaza el resto y ora juguetea y salta en la verde hierba, ora apoya su níveo costado en las rubias arenas y, haciéndole perder el miedo poco a poco, unas veces ofrece su pecho para ser palmeado por la virginal mano, otras los cuernos para ser atados con nuevas guirnaldas. Se atrevió incluso la doncella real, sin saber a quién pesaba, a sentarse en el lomo del toro: en ese momento el dios, poco a poco desde la tierra y desde la playa seca, pone en primer lugar las falsas huellas de sus patas en las aguas, después de va más allá y lleva su botín a través de la llanura de alta mar. Ella está aterrada y se vuelve a mirar la playa abandonada en su rapto y sujeta con su mano derecha un cuerno, la otra está colocada en el lomo; sus ligeros vestidos ondean con el soplo del viento".
Hasta ahí el relato mitológico tal y como nos lo cuenta el genial poeta latino.  Pero la historia siguió: Júpiter, travestido en toro, lleva a la virginal Europa hasta la isla de Creta, y allí la joven doncella, de grado o por fuerza, es poseída por el dios. Fruto de aquella relación nacerán Minos, Sarpedón y Radamantis, pero como dicen en los cuentos, esa es ya otra historia... 
Y retomo de nuevo la motivación primera de esta entrada: ¿frente a la inoperancia de la burocracia europea y la desidia de sus dirigentes y de los gobiernos nacionales, hay razones para mantener la esperanza en el futuro de la Unión? Pienso que sí. Y lo pienso, conjuntamente con otros europeos que pretenden, que pretendemos, recuperar una Europa "de" y "para" los ciudadanos. Esa es, en esencia, la razón del Manifiesto "Somos Europa" que se está promoviendo en estos momentos en todos los Estados de la Unión. Les invito a leerlo y ver la lista de personalidades que lo promueven, de izquierdas y de derechas, del mundo de la cultura, de la literatura, del arte, de la política, y por supuesto, de europeos normales como ustedes y como yo. Les animo a sumar su firma a este Manifiesto: ¡Por Europa, por nosotros, por el futuro!
La fotografía que acompaña la entrada es la del famoso y bellísimo cuadro "El rapto de Europa" de Tiziano. Y en YouTube pueden disfrutar del himno de Europa, el Himno a la Alegría, cantado al alimón por Miguel Ríos, Ana Belén y Joan Manuel Serrat, entre otros. Y sean felices, por favor, a pesar de nuestros gobiernos. Tamaragua, amigos. HArendt














jueves, 11 de abril de 2024

Del discurso del desprecio

 






Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz jueves. El discurso del desprecio en la esfera política gana terreno, escribe en El País la lingüista Beatriz Gallardo Paúls, pero el reto no es imitarlo sino frustarlo con una respuesta razonable. Sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos. harendt.blogspot.com











Si uno no quiere
BEATRIZ GALLARDO PAÚLS
08 ABR 2024 - El País - harendt.blogspot.com

Patrioterismo, sensiblería, moralina o politiqueo son cuatro disfemismos que añaden negatividad a patriotismo, sensibilidad, moral y política mediante una leve alteración formal. Posiblemente, el recurso verbal más sutil para introducir estos cambios de significado sea la entonación, y desde los inicios de la Transición hemos tenido líderes cuya prosodia despectiva y chulesca funcionaba casi a modo de entonación firmada. Un paso de mayor complejidad supone introducir calificativos e intensificadores (añádase barato a cualquiera de los disfemismos), y otro aún mayor el apoyo en campos metafóricos rebuscados o ironías y sarcasmos; por ejemplo, estos días comprobamos hasta qué punto la palabra concordia puede resultar insultante. Estos usos despreciativos, englobados en el concepto de discurso del odio, parecen ganar terreno en la esfera política, aunque no son tan nuevos como podría pensarse; de hecho, las secciones de Opinión de algunos rotativos y radios españoles conservadores, presuntamente de referencia, llevan años supurando bulos y bilis. Pero en la última década sorprende la rapidez con la que los propios políticos, especialmente en la ultraderecha antidemocrática, han llevado esta retórica a los parlamentos “sin remilgos y sin complejos”, arrastrando en muchas ocasiones a los partidos conservadores tradicionales con resultados desastrosos para ellos.
Los disfemismos aportan matices de significado adscritos al polo de valoración negativa, pero, sobre todo, modifican el qué, el quién y la acción del discurso. Desplazan el tema tratado, desde el que sería el objeto natural de la política (propuestas sobre el bien común) a sus protagonistas, y alteran, además, la acción comunicativa realizada. La argumentación política más o menos razonada es sustituida por un discurso autorreferencial que habla insistentemente sobre los propios políticos, intercambiando ataques y reproches mientras, sorprendentemente, el resto de sus señorías llenan el hemiciclo de risotadas, aplausos y abucheos. Por eso, la repetida excusa que aducen los acusados de estos usos retóricos sobre su derecho a la libertad de expresión es tramposa, porque sabemos bien que lo que reclaman es una libertad para ofender, insultar, deslegitimar y agitar el odio; o, en los agredidos, una libertad para devolver los golpes. La política se puebla así de insultos, libelos y calumnias que, además de compartir la polaridad negativa y activar emociones desagradables, coinciden en que no se refieren a algo (la política), sino a alguien (sus actores).
Nos equivocaríamos, no obstante, si redujéramos estos discursos a la bronca entre políticos, pues la mayor falta de respeto apunta directamente al propio ciudadano. A pesar de que la capacidad inhibitoria del neocórtex (simplificando muchísimo: nuestra capacidad de callar) aporta una de las grandes diferencias entre nuestras lenguas y otros lenguajes animales, esta retórica construye un destinatario que no es persuadible desde la razón, sino desde las tripas y el cerebro límbico. Así que quienes optan por este tipo de expresión están diciéndole a sus votantes que no los consideran dignos del argumento político, sino solo de la interpelación primaria, emocional, instintiva. Por ello, la idea de devolver los golpes es muy arriesgada: los discursos seleccionan sus destinatarios, y adoptar de pronto el discurso insultante y amargado no solo puede fracasar en atraer nuevos votantes, sino que puede alejar a los propios.
Lo que resulta evidente es que estos registros de retórica desinhibida, aun coexistiendo con el discurso sobre propuestas políticas y legislativas, tienen más impacto y parecen dominar la esfera política. En este protagonismo confluyen diversos factores. El primero, que los seres humanos damos prioridad perceptiva a lo negativo, tal y como señala la psicología de la atención: el miedo, la ira y la angustia nos atrapan antes que la placidez o la gratitud. Por ello su difusión es más rápida y más impactante, simplemente destacan más.
Por otra parte, los exabruptos parlamentarios recorren sucesivas esferas contextuales en las que podrían encontrar freno, pero, por el contrario, cogen fuerza. Empezando por las propias cámaras. No solo los parlamentarios actúan como si estuvieran fascinados por su propia espectacularización televisada, sino que incumplen las normas. Por ejemplo, el artículo 103 del Reglamento del Congreso señala que diputados y oradores serán llamados al orden “cuando profirieren palabras o vertieren conceptos ofensivos al decoro de la Cámara o a sus miembros, de las Instituciones del Estado o de cualquiera otra persona o entidad”, una llamada al orden que repetida tres veces puede conllevar retirada de la palabra e incluso sanción de no asistir al resto de la sesión. Sin embargo, a lo más que se llega es a pedir educación y solicitar desde la presidencia retirar ciertas palabras, algo que, por otro lado, solo supone unas notas pie de página en la transcripción.
El segundo círculo contextual que da alas a este discurso agresivo y desinhibido es el conformado por los medios de comunicación, cuyos criterios de noticia-espectáculo y clickbait los llevan a actuar casi como mero altavoz ecoico de este tipo de mensajes, sin ni siquiera aclarar su veracidad o proporcionar contexto. Encontramos, además, un ecosistema mediático profundamente asimétrico. La asimetría empresarial —que ya señalaba George Lakoff a finales de los años 90 para Estados Unidos, y que llevó a los franceses Dominique Albertini y David Doucet a publicar en 2016 el libro La fachosfère—, resulta básica porque evidencia una asimetría ideológica. Los verdaderos medios, de cualquier orientación política, formados por profesionales del periodismo acostumbrados a un código deontológico y a la rendición de cuentas, coexisten con una miríada de empresas de comunicación que se presentan como medios informativos, pero que básicamente se dedican a difundir propaganda partidista de ideología reaccionaria, financiada frecuentemente como promoción institucional; la difusión del discurso del odio o el boicot de ruedas de prensa es parte importante de su praxis. Resulta lamentable que esas partidas presupuestarias públicas, existentes en todos los gobiernos, puedan dedicarse a estos fines sin ningún tipo de control, algo que habría podido ser responsabilidad del nunca constituido Consejo Estatal de Medios Audiovisuales anunciado por Rodríguez Zapatero en 2004 y previsto por la ley en 2010. Otra gran asimetría tiene que ver con la especial naturaleza de la difusión digital, cuyos algoritmos de viralización, como se demuestra una y otra vez, dan más visibilidad a los contenidos de polaridad negativa. Es ya un tópico apelar al modo en que las empresas de redes sociales, con su falta de estructura y su ritmo acelerado, han favorecido (y favorecen) la difusión de bulos y discursos de odio. Del mismo modo que Marshall MacLuhan asociaba el éxito del nazismo a la perfecta compenetración de la retórica de Hitler y el medio radiofónico, sabemos que el estilo grosero, simplista y acusador de Trump encuentra en las plataformas como Twitter su medio óptimo de difusión.
En definitiva, la escalada desinhibida del lenguaje político es, simultáneamente, una escalada de su difusión cómplice por parte de otras instancias políticas y comunicativas. Esta difusión era imposible en contextos predigitales y se despliega en un escenario mediático profundamente asimétrico, pero puede revertirse. El reto, enorme, no es imitarlos, sino, muy al contrario, frustrarlos con la respuesta; invertir la tendencia y obligar implacablemente a estos emisores a que hagan su trabajo y debatan sobre política real. Desde la profesionalidad mediática y política debería ser posible. Y sabemos desde el patio del colegio que si uno no quiere, dos no discuten. Beatriz Gallardo Paúls es catedrática de Lingüística de la Universidad de Valencia.
































[ARCHIVO DEL BLOG] Por una España y una Europa federales. [Publicada el 12/11/2012]











Se dice, y con razón, que en el matiz está la diferencia. Quién no entienda las diferencias de matiz, pero fundamentales, que hay entre Estado autonómico y Estado federal (en el primero la soberanía es única y está residenciada en el Estado y el pueblo en su conjunto; en el segundo la soberanía es compartida entre el Estado federal, los Estados federados, el pueblo de la Federación y el pueblo de los Estados federados) es que no ha entendido nada del asunto en cuestión. Les recomiendo la lectura de un libro clásico al respecto: El Federalista (Fondo de Cultura Económica, México, 1994) escrito por tres "ilustrados" estadounidenses, Alexander Hamilton, John Jay y James Madison a finales del siglo XVIII.
Sobre el federalismo como teoría política y las posibilidades de organizar España y Europa como entidades federales vengo escribiendo en el blog con asiduidad. Me gustaría destacar solo dos de mis entradas al respecto: "España: crisis total o reforma constitucional" y "Federalismo mejor que nacionalismo", e invitarles a su lectura.
Precisamente hoy hace un mes "El Hufgington Post" escribía sobre  la presentación en la sala central de la London School of Economics, llena a rebosar, de una propuesta de federalización de la Unión Europea: "Manifiesto por una Europa postnacional y federal" que permitiría sacar a la Unión del marasmo y la inoperatividad e ineficacia en que se encuentra sumida. La presentaban conjuntamente los eurodiputados Guy Verhofstadt, líder del grupo liberal y exprimer ministro de Bélgica, y Daniel Cohn-Bendit, líder de los Verdes y antiguo y combativo mayo-sesentaochista con el apelativo de Dany el Rojo. Unos días después, y sobre el mismo asunto, publicaba "El País" un artículo titulado "¿Qué es exactamente la unión política?", firmado por Olaf Cramme, director de "Policy Network", y la profesora Sara B. Hoboit, catedrática de Instituciones Europeas en la London School of Economics. 
Sobre las posibilidades y dificultades de ese proceso de federalización de España y Europa me gustaría animarles a la lectura de otros dos textos. El primero, de nuevo en "El País", con el título de: "¿Federalismo sin federalistas?", de Pablo Beramendi, profesor de Ciencias Políticas en la Duke University; sin duda el mejor y más certero análisis que he leído en bastante tiempo al respecto. El segundo, hoy mismo, en el diario "Público": "Cinco propuestas para una España federal", del profesor de Derecho Constitucional y exdiputado socialista, Elviro Aranda. Son opiniones con las que coincido en gran manera.
No quiero hacer de glosador de unos textos a los que ustedes mismos pueden acceder, así que a ellos les remito. El vídeo que acompaña la entradare coge la presentación, de la que les hablaba al comienzo, del "Manifiesto por una Europa postnacional y federal", en la London School of Economics. Y sean felices, por favor, a pesar del gobierno. Tamaragua, amigos. HArendt












miércoles, 10 de abril de 2024

Del ombligo de los sueños

 






Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz miércoles. La historia, afirma en El País la escritora Irene Vallejo, sigue entretejiéndose hoy con los mimbres de los símbolos más que de los hechos. Sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos. harendt.blogspot.com











El ombligo de los sueños
IRENE VALLEJO
07 ABR 2024 - El País - harendt.blogspot.com

Mil veces he escuchado el estribillo. Contar historias no nos sacia el hambre ni protege del frío o del peligro, no nos reviste de visión nocturna ni decisivas ventajas en la lucha por la vida. No sirve para nada. Y, sin embargo, desde los albores del tiempo recordado, los seres humanos sentimos el ímpetu irresistible de urdir relatos. Esta terquedad narrativa es un resorte misterioso. ¿Por qué son tan duraderos los mitos, los poemas, los cuentos? Las invenciones útiles cruzan despreocupadas las aduanas de los siglos, pero ¿qué pueden alegar en su favor las creaciones inútiles?
La ensayista británica Karen Armstrong afirma que buena parte de la historia humana ha estado presidida por dos formas de pensar, hablar y lograr conocimiento del mundo: el mythos y el logos. La primera no es una mera fase primitiva de la segunda. Ambas son rutas complementarias y esenciales para buscar la verdad. Según Armstrong, el logos se ocupa de los logros prácticos; el mythos, del significado. Los seres humanos –escribe– somos criaturas en perpetua búsqueda de sentido. Si carecemos de él, caemos de bruces en la desesperación. Los mitos y la literatura permiten que la gente atisbe realidades más hondas, cobijos simbólicos para nuestro precario existir. Necesitamos encaminar hacia un horizonte revelador nuestras vidas y persuadirnos de que tienen un sentido y valor palpables, pese a los errores y extravíos, más allá de cada disparate reincidente, de cada trompicón y traspiés.
A menudo pensamos que las leyendas pertenecen a tiempos tribales y que nos llegan —en nuestro mundo moderno, racional y evolucionado— como un rastro de humo procedente de hogueras encendidas en el amanecer de los tiempos. Pero la historia sigue entretejiéndose hoy con los mimbres de los símbolos más que de los hechos. El siglo XX creó mitos extremadamente destructivos, que gestaron terroríficas masacres y genocidios. No podemos oponer resistencia a esos mitos solo con argumentos lógicos, razones que no hablan el lenguaje de los temores, deseos y rencores profundamente enraizados. Se necesitan otros relatos poderosos, en son de paz. Gracias a las narraciones forjadas al calor del encuentro logramos —a veces, tal vez— afrontar juntos las ansiedades de las que está constelado este nervioso presente.
Las historias son al mundo lo que el ombligo a nuestro cuerpo: carecen de función o tarea vital, pero nos anudan a lo más esencial, ya que señalan nuestro vínculo carnal con los antepasados. En la antigua Delfos, la piedra omphalós indicaba el exacto centro del universo. Todo ser humano cuenta con ese orificio en el vientre, propio e intransferible, un sello aduanero de su entrada al alborotado paisaje terrestre. De hecho, durante siglos comentaristas y eruditos bíblicos han debatido con tenacidad si Adán y Eva fueron creados con o sin ombligo. Es quizá nuestro rincón más extraño, a la vez lírico y humorístico, arrugado y cóncavo, recubierto de pelusa, en espiral, misterioso, besado, mordido, enjoyado e ignorado. El ojo de una cerradura, una cicatriz. Como la literatura misma, un nexo con el cordón umbilical de las palabras.
En una de las novelas más antiguas, Genji Monogatari, publicada en el siglo XI, ya se debate sobre la inutilidad –o perversidad– de las ficciones. En el Japón de la Era Heian, las historias imaginarias se consideraban falsedades, embustes y artimañas propias de mujeres. Los hombres, ocupados en tareas serias como la política y las leyes, eran sus más severos detractores. La autora del libro, Murasaki Shikibu, a través de su protagonista Genji, osa defender las verdades de su invención. Las crónicas históricas, dice, muestran solo una parte de la verdad, y es en los relatos de ficción donde descubrimos las causas profundas de lo que sucede. La humanidad fabula cuando, en su paso por el mundo, sucede algo bueno, conmovedor o terrible, algo en definitiva demasiado maravilloso como para permitir que desaparezca al acabar sus vidas.
Según los neurólogos, curiosamente, tenemos un cerebro quijotesco, propenso a procesar de forma semejante relatos y realidad. Al escuchar una historia o leer una novela, intervienen todos los sentidos, y se activan las regiones cerebrales correspondientes a lo que sucede en el torrente de palabras. Términos como “cloaca” o “perfume” estimulan las áreas cerebrales relacionadas con el olfato; ante el verbo “huir”, se electrizan las neuronas del movimiento. Nuestra mente, en cierto modo, no distingue ficción de realidad y, gracias a ese titubeo, es capaz de experimentar las peripecias que narra la lectura. Aunque sí somos capaces de diferenciar un entorno ficticio de uno real, las respuestas de la emoción son idénticas. Por eso hacemos algo tan estrafalario como llorar o reír, preocuparnos o aterrorizarnos en el cine, el teatro o ante un libro, sabiendo que se trata de ilusiones y quimeras. Francisco Mora, experto en neurociencia, afirma que “cada persona cambia no solo en función de lo vivido, sino también de lo leído”. Las historias son el simulacro más persuasivo donde ensayar las inclemencias de la vida y aprender nociones valiosas sobre esos misterios ambulantes que son las otras personas.
Tal vez puedan incluso salvarnos incluso de nosotros mismos. Como explica David Farrier en su ensayo Huellas, uno de los grandes dilemas de nuestro tiempo es el almacenamiento seguro a largo plazo de los residuos nucleares. Diversos países llevan décadas y miles de millones invertidos en construir almacenes subterráneos que puedan servir como depósitos fiables de basura radioactiva. Comunicar el riesgo que anida en esos territorios, dentro de miles de años, a generaciones que aún no han nacido, entraña un reto sin precedentes. Cómo avisar del peligro a los biznietos de nuestros tataranietos. Necesitamos concebir un mensaje que siga siendo útil —interpretable y, por lo tanto, eficaz— en un futuro en el que, quién sabe, podría no haber señales de tráfico, leyes o escritura.
Las primeras propuestas consistían en paisajes de púas, zanjas en forma de relámpago e inmensos laberintos de alambradas erizadas, como si fueran obra de una raza de gigantes dementes. Sin embargo, esas señalizaciones podrían quedar sepultadas por la arena de los siglos. El problema dio pie a la creación de la rama de investigación lingüística más extraordinaria jamás concebida: la semiótica nuclear. Su fundador, Thomas Sebeok publicó en 1984 un artículo donde defendía que la forma más sólida de proteger un mensaje frente a la erosión del tiempo profundo consistía en crear una leyenda. Sebeok depositó su fe en el poder y la pervivencia de los mitos. Los almacenes de residuos nucleares debían convertirse en lugares legendarios, malditos, amurallados por una invisible hilera de relatos. Nada es tan resistente y duradero como una historia alojada en la mente humana.
Umberto Eco escribió cierta vez que quien lee vive al menos cinco mil años: la lectura es una inmortalidad hacia atrás. Y, podríamos añadir, hacia delante, porque de nosotros quedarán ecos, susurros, relatos en boca de otros. Cuando ya solo nos sobrevivan destellos narrativos, cuando nuestros mitos sean un legado de asombro y advertencia, formaremos parte de esa urdimbre inútil de historias. Por suerte, nuestros descendientes sabrán, como la humanidad ha sabido desde los tiempos más remotos, que se necesitan muchas ficciones para aprender unas pocas verdades. Irene Vallejo es filóloga y escritora.




















[ARCHIVO DEL BLOG] Sobre libros y bibliotecas: filias y fobias. [Publicada el 11/12/2011]













¿Cómo se definirían ustedes: cómo bibliópatas o cómo bibliófobos? Si lo primero, ¿cómo prefieren los libros: en papel o electrónicos?  "Leer por gusto, para matar el rato y así ganarse tal vez la eternidad, ha sido siempre el motivo de esa búsqueda de la felicidad y el conocimiento que es la lectura, y como en todos los actos humanos innecesarios o superfluos -a la vez que trascendentales- el acompañamiento personalizado, irrepetible (aunque tu ejemplar sea uno entre un millón que otros desconocidos leen en ese momento), fungible, de un libro físico, añade al acto de leer un componente sensual y sentimental infalible. El tacto y la inmanencia de los libros son, para el "amateur" (amador), variaciones del erotismo del cuerpo trabajado y manoseado, una manera de amar tradicional que, justo es reconocerlo, no pocas personas rechazan, prefiriendo el contacto sexual con aparatos, figuras de holograma y voces pregrabadas, lo que antes se conocía como telephone sex y pronto será, no lo dudo, digital sex, seguramente operado, como la telefonía móvil de alta gama, sin manos". 
Transcribo con placer el párrafo anterior de Vicente Molina Foix, porque sintetiza muy bien lo que se siente, lo que yo siento, cuando tengo un libro entre mis manos... Está en un artículo suyo en El País: "El siglo XXV. Una hipótesis de lectura", escrito como réplica a otro del escritor mexicano Jorge Volpi, "Requiem por el papel", publicado en el blog literario El Boomeran(g), en el que se pronunciaba rotundamente por la edición digital en lugar de la de papel. 
Ha sido la lectura de otro espléndido artículo, éste del escritor José María Merino en Revista de Libros, "Bibliofobia", lo que me ha llevado a esta reincidente reflexión personal sobre los libros, a la que no aporto nada que no haya dicho anteriormente, por ejemplo, en la entrada de este blog titulada "Bibliopatía". 
Ni que decir tiene que comparto las tesis de Vicente Molina Foix, (y de Anne Fadiman, en la citada "Bibliopatía"), sobre el amor y la pasión por los libros: Ya no es esa pasión compulsiva propia de la edad de iniciación, ahora ya morigerada por los años, la experiencia lectora, el cultivo del gusto literario, y... el precio de los libros. También para mí, el libro, todos los libros, son objetos sensuales y sentimentales; y hasta en el más insulso y prescindible, puede uno encontrarse una frase, un giro, una idea, que lo hacen atractivo... Puedo entender que haya gente a la que no le guste leer; ¿pero odiar a los libros?... Escapa a mi comprensión. Y sin embargo, el odio a los libros, la bibliofobia, como ilustra muy bien José María Merino en su artículo, es una constante histórica en todas las civilizaciones y culturas. Basten al efecto las citas sobre la destrucción premeditada y alevosa de bibliotecas como la de Babilonia, por los asirios, hace 4000 años, o la de Bagdad, por los bombardeos norteamericanos ya en el siglo XXI, pasando por la de la Alejandría de Hipatia; o los bibliocaustos eclesiales varios (Savonarola o el Index Librorum Prohibitorum et Expurgatorum, entre otros); o los de la última guerra civil española; o el nazi, en el pasado siglo. Les recomiendo su lectura; estoy seguro que los disfrutarán. 
Acompaño la entrada con el vídeo del capítulo que la serie de televisión "Cosmos", de Carl Sagan, dedicó a la Biblioteca de Alejandría. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt