Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz viernes. Estamos ante un ensayo de otro siglo, afirma en Revista de Libros el escritor Felix Ovejero sobre el libro de Álvaro Delgado-Gal que da origen a esta entrada; del otro, del diecinueve, cuando los libros se gestaban con minuciosidad y reposo, sin prisas, como si quienes los escribían mantuvieran tratos con la eternidad. Sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos. harendt.blogspot.com
Un mundo de ayer
FELIX OVEJERO LUCAS
08 ABR 2024 - Revista de Libros - harendt.blogspot.com
Reseña del libro Los conservadores y la revolución, de Álvaro Delgado-Gal, Madrid, Alianza, 2023.
Estamos ante un ensayo de otro siglo. Del otro. Del diecinueve, cuando los libros se gestaban con minuciosidad y reposo. Sin prisas. Como si quienes los escribían mantuvieran tratos con la eternidad. Pareciera que su autor dispusiera de todo el tiempo del mundo. Por delante y por detrás. Me explico. Por detrás, en la maduración, porque se maneja «con pocos pero doctos libros juntos, en conversación con los difuntos», leídos y releídos hasta exprimirles el busilis, persiguiéndolos en sus giros, circunstancias, dudas, hallazgos e inconsistencias. En este libro importan las tesis y, no menos, el proceder, el paciente trabajo preliminar de desbrozar el campo, hasta enmarcar el exacto perímetro de los conservadores. Casi como si pretendiera establecer los requisitos necesarios y suficientes para ingresar en el club. Un empeño imposible cuando se trata ―como es el caso― de historia del pensamiento, según argumentó convincentemente la escuela de Cambridge: J. G. A. Pocock, Quentin Skinner, John Dunn. Y es que esa disciplina se enfrenta al reto de atinar en un blanco móvil, de asir con conceptos «estables» realidades mudadizas. Porque, a diferencia de lo que sucede con «embarazada» o «triángulo», que solo tienen dos valores de verdad (se está o no; se es o no), «romántico», «moderno», «demócrata», «republicano» o «conservador» admiten grados. Para decirlo con el léxico de la fuzzy sets: la pertenencia al conjunto definido por el concepto no toma dos valores excluyentes (se pertenece o no) como quería la teoría tradicional, sino que «se pertenece más o menos», en un intervalo de 0 y 1. A (casi) todos nosotros nos sucede lo mismo con la belleza o la inteligencia: ni somos Adonis ni Picio, ni Einstein ni Abundio. Nos movemos por ahí en medio.
Por razones parecidas, Delgado-Gal no llega a proporcionar una (imposible) definición de «conservador», pero sí delimita, y delimita bien, hasta donde se puede, las fronteras del concepto. Oficia fundamentalmente identificando lo que queda al otro lado, el conjunto excluyente, integrado por aquellos que, pudiendo parecerlo, no son conservadores. A su parecer, los conservadores no son, en sentido estricto, reaccionarios. Tampoco liberales. Aún menos, fascistas: gentes que, por idealistas y voluntaristas, resultaban progresistas, según muestra con sumo detalle en algunas de las mejores páginas del ensayo. Ni a Franco, en rigor, le cabría el calificativo de «conservador»; sobre todo, al Franco de los planes de estabilización y el desarrollismo, que revolucionó los cimientos de la sociedad española. Paso a paso, de a poquito, hablando de «los otros», dibuja el aire de familia conservador. El proceder también es «antiguo», mucho más antiguo incluso que el del diecinueve. Opera al modo de un dominico de la Baja Edad Media entregado a lecturas y relecturas, a glosas y acotaciones. O de uno de esos seminarios que impartían los filósofos más honestos en los buenos tiempos de las grandes universidades. A mí me recordaba al Rawls de las Lectures on the History of Political Philosophy: un trabajo de años, con pertinentes digresiones valiosas por sí mismas y porque apuntalan el argumento general. Otro mundo en extinción, por lo que parece, también en la Ivy League.
Eso, la reconstrucción histórica, es el «por detrás». Lo otro, «el por delante», es porque el autor trabaja como si siempre estuviera a tiempo de añadir y podar. Incluso da la impresión de que el libro esté a medio hacer, como si lo publicado formara parte de una obra por rematar, pendiente de capítulos sucesivos. Naturalmente, la impresión es falsa, quizá propiciada por una circunstancia pragmática, de estilo expositivo; para decirlo con el léxico de los más serios filósofos de la ciencia: el contexto de descubrimiento camina con la misma cadencia que el contexto de justificación. El lector tiene la impresión de estar acompañando al autor en la gestación de una reflexión que a la vez que «cae» en un hallazgo, lo apuntala, lo fundamenta. Si se quiere, un modo de materializar el ideal clásico que Platón puso en boca de Sócrates: «adonde quiera que nos lleve el viento de la argumentación, allí habremos de ir». Obviamente, se trata de un truco retórico. O pedagógico. El libro está bien pensado y conoce de antemano lo que quiere argumentar, a dónde quiere llegar. Pero lo disimula y nos invita a dejarnos llevar: «Lo que en este libro pretendo es explotar algunas intuiciones de [Edmund] Burke con la esperanza de que nos podamos comprender mejor a nosotros mismos, ya nos tengamos por liberales, ya por conservadores, ya por progresistas incondicionales. Cabalgaré sobre distintos asuntos, hasta llegar a los umbrales del tiempo presente, y que Dios reparta suerte». En ese discurrir ―que nada tiene que ver con escribir «a lo que saliere», como pintaba Orbaneja, según nos refería Cervantes en El Quijote― el estilo de Delgado-Gal se acerca al del mejor Ortega: el lector nunca sabe dónde el autor quiere ir a parar, hasta que se encuentra donde este quiere. Se asemeja en eso y en la tersura de la prosa.
Hay otra circunstancia ―o quizá se trate de un capricho interpretativo mío― que concurre para reforzar la impresión ―repito que falsa― de libro a medio hacer: la ausencia de un capítulo autorreferencial, dedicado al propio Delgado-Gal, como aquella historia de los catálogos que (no) se incluyen a sí mismos que utilizamos en las clases para ilustrar los problemas de fundamentos de matemáticas. Y es que, como si no lo pareciera, a cuenta de otros, Delgado-Gal nos ofrece una reconstrucción de la almendra dura del conservadurismo en una empresa con sello tan personal que lo confirma como uno de los pocos pensadores originales españoles, trastornados aparte. La única duda que tengo acerca de la pertinencia de ese capítulo es deudora de otra consideración pragmática o, por decirlo con menos solemnidad, de una impresión también caprichosa: el lector ―o al menos este lector― no siempre está seguro de que Delgado-Gal suscriba las tesis que desarrolla. El mejor argumento que tengo para sostener mi impresión lo tomo de una apreciación del autor en un trabajo dedicado a un filósofo con el que el autor guarda muchos parecidos y que apareció en esta revista con el mismo título del libro que ahora nos ocupa: «se tiene la sensación de que no es su voz la que oímos, sino la de un figurante cuyo papel consiste en declamar lo que la voz auténtica, entiéndase, la del propio Scruton, ya no es capaz de decir. Prueba clarísima de que las actitudes contra las que protesta se han filtrado hasta lo más profundo de la sociedad y también le afectan a él, lo advierta o no, o mejor, lo quiera o no». Sí, se trata de Roger Scruton, el importante filósofo, comedidamente analítico, que con tanto talento desnudó a los charlatanes continentales.
La inutilidad de una reflexión. Pero hay una razón más poderosa ―y deprimente― para sostener que este libro es de otro tiempo: a los destinatarios políticos naturales les traen sin cuidado sus argumentos. No ya a la joven derecha educada en las redes, en la lectura de titulares y en los clickbaits. Esa derecha youtuber, desacomplejada y cada vez más influyente, está en otras cosas; cosas que no requieren la lectura de titanes del razonamiento. Les basta con mostrar el cartón de una izquierda completamente imbécil. Esa derecha ha tenido la suerte de forjarse en esa brega, un empeño que no reclama mucho laboreo. Y para desmontar la cochambre intelectual facturada por los herederos del posmodernismo apenas se necesitan lecturas; tan solo se necesita un poco de sentido común, unas dosis de coraje y mucho desparpajo. Su mensaje es sencillo y cierto: ese rey está desnudo y no tiene ni media torta. En ese sentido, como pensamiento activado «a la contra», resulta una derecha genuinamente «reaccionaria», o mejor, «reactiva». Otro asunto, es la calidad de los argumentos de esta alegre muchachada cuando tiene que defender algo. Pero esa es otra historia. En todo caso, me da la impresión de que sus protagonistas no frecuentan libros como el que nos entretiene. Ni otros de más de cien páginas. Ni al Hayek que a ratos invocan. Están en otro mundo. Pero la indiferencia que me interesa es la de la derecha clásica, la que todavía tiene algún mando en la plaza política: una derecha insegura, capturada por un ecosistema cultural de la izquierda reaccionaria que ni comparte ni entiende ―porque no hay nada que entender―, pero que profesa y repite sin convicción y que, por eso mismo, refuerza. Esta derecha ha dado por perdida la batalla de las ideas antes de librarla. Y cuando intenta algún escarceo se maneja torpemente en refriegas palabreras en las que tiene todas las de perder porque acepta de antemano la derrota. Vamos, que su vida es un calvario: haga lo que haga, siempre aparece trastabillando, con el pie cambiado, como un actor sin convicción a quien disgustara su papel. Aunque se vista de hippie y se entregue a orgías, será el malo de la película. Y lo peor es que se lo cree y, esforzándose en mejorar, ahonda su desorden.
Basta con ver la torpeza con la que encara las injustificadas acusaciones de «crispar» o de «polarizar». Acusaciones ridículas. Ridículas por irreales, porque la polarización política no se corresponde con genuinas diferencias programáticas o ideológicas. En el plano cultural, de usos y costumbres (aborto, LGTB+), la derecha sigue, y a veces desborda, a la izquierda; y en el plano económico, pues lo mismo: nuestra derecha ha incorporado el compromiso con el Estado del Bienestar y, con diferentes variantes, se desenvuelve en espacios socialdemócratas. O tan socialdemócratas como la izquierda. No está de más recordar que los mayores recortes de nuestra historia reciente fueron cosa de Zapatero o que el IRPF más elevado de nuestra democracia lo implantó UCD: 28 tramos y un tipo máximo del 65,5 %; por no mencionar la buena disposición de nuestra izquierda hacia la ruptura de la unidad de distribución alentada por los nacionalismos. (Si estos tiempos son de polarización ideológica, ¡qué decir de los años de la transición, cuando la izquierda paseaba programas rebosantes de nacionalizaciones, planificaciones y hasta transiciones al socialismo!).
La «crispación», en realidad, es señal de otra cosa que mucho tiene que ver con el fondo y la forma de este libro, mejor dicho, de lo que este no es: cómo la ausencia de diferencias precisables se resuelve en bronca y griterío. Una ley confirmada mil veces, según nos advirtió hace un siglo Bertrand Russell: «Las controversias son más salvajes sobre los asuntos en que no hay evidencia alguna en ninguna dirección. La persecución se utiliza en la teología, no en la aritmética, ya que en la aritmética hay conocimiento, pero en teología sólo hay opiniones»3. Y así, con naturalidad, vemos fructificar una artillería léxica puramente arrojadiza (facha, bolivariano, populista, centrista, radical), aderezada de vez en cuando con conceptos más clásicos, vaciados ya de su sentido original (fascista, comunista). Alejadas las palabras de referencias precisas, atrapados todos en una enconada disputa más pirotécnica que real, el debate político acaba por resultar ridículo, si es que llega a resultar inteligible. Solo rige una ley, «de qué se habla que me opongo», con implicaciones disparatadas cuando nadie sabe de qué se habla. En tales turbulencias del pensamiento, las organizaciones políticas, además de para insultar al otro, de vez en cuando acuden a conceptos respetables ―eso sí, completamente despreocupados de su sentido genuino― para darse lustre: los socialistas de Zapatero invocaban en su día el republicanismo y las derechas ese popurrí de «liberal-conservadores». Nada, humo. Solo un modo de decorarse y componer el gesto, de simular una inexistente hondura de pensamiento.
Una consecuencia de ese manoseo de los conceptos, convertidos en instrumentos publicitarios, especialmente antipática para quienes se toman en serio la política, es la disolución del buen razonar, en particular la tergiversación del debido orden de fundamentación: los valores, las filosofías políticas, las ideologías, los principios, como queramos decirlo, dejan de estar en el origen de las propuestas, como fuentes de inspiración, para asomar solo al final, en funciones ornamentales, para justificar y dar relumbrón a propuestas políticas tomadas por razones circunstanciales. La manifestación más depurada la encontramos en nuestros nacionalistas cuando, al servicio de políticas totalitarias y reaccionarias, invocan la libertad, el progreso o la democracia. Quizá tan solo superados por el fantástico Sánchez, con sus apelaciones a los principios constitucionales para justificar cualquier cosa, A y lo contrario de A. Pero, vamos, en diversas dosis, todos participan de parecidas prácticas.
El resultado es conocido: el debate democrático pierde terreno donde asentar el pie. Normal. Y cuando se maltratan los conceptos, cuando cada uno maneja como le da la gana ideas, principios o valores, desaparecen los códigos morales compartidos. No porque las ideas resulten diferentes, sino porque ni siquiera hay ideas. Con la izquierda entregada a la sinrazón y la derecha como vaca sin cencerro, acudiendo, tarde y mal, a los desordenados parques temáticos levantados por la izquierda, se acaba por asentar un paisaje común en el que se suceden las locuras, en donde la majadería de un día se queda en nada comparada con la del día siguiente. Unos y otros abrevan en los mismos emponzoñados manantiales. Lo malo es que el veneno se inocula en la ciudadanía que, sin que sepa muy bien cómo ni porqué, se embarca en las más descabelladas causas, como si le fuera la vida en ellas. Y como las últimas líneas pueden resultar un tanto incorpóreas, ahí va un ejemplo insuperable que las dotará de carnalidad: la reacción ante el autobús de Hazte oír. De un día para otro, los ciudadanos se lanzaron a las calles para ―no ya discutir, sino― prohibir un mensaje («Los niños tienen pene, las niñas tienen vulva») sobre el que habían construido sus biografías, levantado sus familias, interpretado películas y novelas o documentales de etología. Por supuesto, al día siguiente siguieron con sus vidas como hasta entonces.
El refugio de los fundamentos. Previsiblemente, ese desorden del mundo disgusta a los estudiosos de las ideas políticas. Y, a falta de otra posibilidad, se esfuerzan por rescatar la dignidad de los conceptos. Un empeño arqueológico, incluso gratamente melancólico, muy dichoso para quienes disfrutamos del placer del pensamiento abstracto, pero ―no cabe engañarse― estéril políticamente, habida cuenta la descrita indiferencia de los profesionales del oficio. Digo indiferencia, por no decir hostilidad, porque a nadie le gusta que le recuerden su falta de enjundia. En fin, allá ellos y pobres de nosotros. En el entretanto, a unos happy few nos queda el consuelo de disfrutar de unas cuantas ―pocas― reflexiones, como las que sustentan el ensayo de Delgado-Gal. Una verdadera gozada en más de un sentido. La primera, por el conjunto, por la cuidadosa reconstrucción de una tradición de pensamiento que, con independencia de las simpatías que suscite (en mi caso, muy pocas), en sus mejores versiones ―como la que se ofrece en este ensayo― no deja de resultar en muchos aspectos admirable, como admirable resulta siempre el genuino reto intelectual. Y gozada, también, por el propio discurrir de la argumentación, porque, para decirlo al modo de Goethe, en el libro de Delgado-Gal, «cada paso es en sí mismo una meta, sin dejar de ser un paso». Quiero decir que la tesis general del libro está sostenida en numerosas y extensas precisiones valiosas con independencia de su funcionalidad en el conjunto. Uno se siente como un estudioso de la arquitectura ante la catedral de Burgos o el King’s College de Cambridge: extasiado ante la composición general y, aún más, ante cada uno de los contrafuertes, arbotantes o bóvedas que apuntalan la obra entera. Así le sucede al lector ―al menos a este lector― según avanza en la lectura de Los conservadores y la revolución cuando se detiene en tramas paralelas que soportan el conjunto de la historia. Pendiente de la andadura principal pero siempre a la espera de que no tarde en asomar una nueva digresión donde recrearse.
Y es que, aunque el ensayo se centra en Burke, por sus páginas desfilan muchos otros: Hayek, Sieyès, Guizot, Donoso Cortés, Menéndez Pelayo, los futuristas, Tocqueville, William James, Dewey, Rousseau, los libertinos franceses, De Maistre, Zola, Nietzsche, Manet, Warhol, Sartre, Wittgenstein, Oakeshott, Proust, Elliot y algunos más. No solo en cameos. Por lo general, las reflexiones dedicadas a estos personajes no desmerecen en calidad y pulcritud a las dedicadas al protagonista principal. Incluso para sorpresa del lector que, al pronto, duda acerca de qué hacen tan extraños figurantes en la fiesta conservadora, si no serán simples querencias o extravagancias del autor. Y seguro que en más de un caso sucede, por más que, después de leer los pasajes que se les dedican, uno se pregunta cómo ha podido aproximarse alguna vez al conservadurismo sin atender a voces tan imprescindibles, si el error no será de la entera historia del pensamiento político al haber ignorado a Pereda o Duchamp, por mencionar a dos de los más imprevistos nombres incluidos en la nómina conservadora. Por otra parte, ninguna sorpresa: lo que a la mirada del lector le puede parecer traído por los pelos y caprichoso, desde otra perspectiva, no es más que una muestra de un quehacer intelectual profundamente coherente, el de Delgado-Gal, que algunos afortunados llevamos disfrutando desde hace ya bastante tiempo. Ajeno a las modas, su propia reflexión le lleva a explorar en los más inauditos yacimientos y a defender opiniones antipáticas. El autor, ciertamente, no es un bienqueda.
Sea como sea, el núcleo gravitacional del ensayo es Edmund Burke, una elección que no requiere mucha justificación. Sus Reflexiones sobre la Revolución en Francia condensan impecablemente la reacción de muchos contemporáneos ante la pasión racionalista de la Revolución francesa. Una reacción en vivo y en directo, diríamos hoy: el texto data de noviembre de 1790. En palabras de Delgado-Gal, aquel panfleto «combatía la idea de que pueda crearse una sociedad sin precedentes en la historia a partir de un sistema de principios fundados en la razón». Que de eso iba lo iniciado en Versalles el año anterior. Quizá nadie sintetizó mejor las aspiraciones de los revolucionarios que el pintor que los consagró para la historia, Jacques Louis David: «Comencemos por borrar nuestra cronología, tantos siglos de error»4. O sí, en menos palabras, el verso de La Internacional: Du passé faisons table rase (Del pasado hay que hacer añicos). Ya saben, el tronar de «la razón en marcha». Los revolucionarios se empeñaron en borrar las determinaciones del origen, la historia. Apostaron por la razón con determinación fanática. Abundan las pruebas. En febrero de 1790, diseñaron los departamentos según referencias y criterios geográficos, eliminando todo rastro de identidad étnica cultural5. En octubre de 1793, el calendario republicano, diseñado, entre otros, por el matemático Laplace, enfatizó el reseteo racional del mundo, inaugurándolo en 1789, «l’an I de la Liberté». Para decirlo con otro de los autores que sirven de pauta a Delgado-Gal, Tocqueville: «(los revolucionarios franceses) nada omitieron con tal de hacerse irreconocibles»6. Ni la determinación de la naturaleza les frenó: «nosotros proyectamos hacer del hombre lo que queremos que sea», dirá Saint-Just. Corto se quedaba, a la vista de las aspiraciones de otro jacobino, Le Peletier: había que «formar una raza renovada»7. El sueño poshumanista.
El ideal que estaban merodeando los parisinos, que inspirará a socialistas y anarquistas, encontrará su nombre: emancipación. Será su manera de designar la querencia clásica a la «autorrealización»: el desarrollo, con plena autonomía, de todas las potencialidades humanas. Una aspiración bastante anterior a 1789. Y es que a eso, más o menos, se refería Aristóteles con su eudaimonía: la felicidad, en la resignada designación de nuestro tiempo. En el siglo XIX, la palabra se encarnó como movimiento social, como programa político y motor de la historia: la Revolución. Hay un hilo de acero que conduce desde el Estagirita al Marx de La Ideología Alemana, al anhelo comunista «de un desarrollo de los individuos como individuos totales». Una alucinación temeraria para Delgado-Gal. Para él, resulta un despropósito desatender la trama de vínculos ―de ataduras, dirían otros― que, lo sepamos o no, sostiene nuestras vidas8. Esas «obligaciones que la tradición consideraba imprescindibles» tienen prioridad sobre cualquier ensoñación de felicidad, nos dirá. Una prioridad no solo empírica, sino también normativa: no solo somos «sarmentosos de historia acumulada», que decía el poeta, sino que, sobre todo, conviene que lo seamos. De acuerdo con Delgado-Gal, habría un conocimiento práctico decantado en las sociedades humanas, una especie de inconsciente colectivo («sabiduría sin reflexión», en expresión de Burke), que no podemos despachar de buenas a primeras. Hacerlo supone enfilar una vereda de incierto destino. Incierto o directamente desafortunado. No solo es que no podamos escapar a nuestras biografías, sino que no debemos intentarlo. Pessoa, un autor que encajaría sin estridencias en la nómina conservadora del autor, resumía la tesis conservadora: «Una sola cosa me maravilla más que la estupidez con que la mayoría de los hombres vive su vida: es la inteligencia que hay en esa estupidez»9.
Delgado-Gal se toma en serio esa consideración y apura sus implicaciones. Vaya si las apura. Ya saben: donde la razón me lleve. Por ejemplo, las reflexiones críticas sobre el matrimonio homosexual, ya presentadas en otro ensayo anterior10. O sobre el divorcio, otra señal del desbarajuste en el que nos habría embarcado el embeleco emancipador: «solo los católicos practicantes, y no siempre ―asegura―, insisten en negar que la infelicidad sea causa legítima para deshacer un matrimonio». En el mismo lote de importantes legados en peligro de extinción incluye otras instituciones o prácticas, como el culto ritual a los muertos. Tales estructuras institucionales simplificaban nuestras decisiones y hacían posible la cohesión social. Sabíamos a qué atenernos sin echar demasiadas cuentas.
Las normas: saber a qué atenerse. Pero todo eso se acaba. En el presente, nos dirá el conservador, nos hemos quedado sin pilotos automáticos en nombre de la búsqueda de una felicidad imposible11. Lo único que nos queda es gestionar el proceso de desactivación del orden, pero sin engañarnos: no hay vuelta atrás. Los paraísos perdidos están definitivamente perdidos. Delgado-Gal lo sabe. Los reaccionarios, no. El autor no lucha contra la termodinámica. No pretende congelar la historia ni, aún menos, tirar de la moviola. El conservador es cauteloso. Solo aspira a pensárselo dos veces antes de que nos pongamos a ordenar el mundo. Si desmontamos los rituales, tradiciones y divinidades nos quedamos a la intemperie y sin brújula. Para el conservador, ante esa baraúnda, el único asidero disponible son las normas, rituales y prácticas colectivas, que oficiarían como equilibrios sociales: la héxis aristotélica, el habitus de Aquino incorporado para la moderna sociología por Bourdieu. Ahí va la definición del sociólogo francés, que no es de las peores entre las suyas: «Sistemas de disposiciones duraderas y extrapolables, estructuras estructuradas predispuestas a funcionar como estructuras estructurantes, es decir, en tanto que principios generadores y organizadoras de prácticas y de representaciones que pueden ser objetivamente adaptadas a su fin, sin suponer la búsqueda consciente de fines ni el control expreso de operaciones necesarias para su obtención, objetivamente “reguladas” y “regulares”, sin ser en ningún caso el producto de obediencias a reglas, y siendo, por tanto, colectivamente orquestadas, sin ser el producto de la acción organizada de un director de orquesta»12.
Como definición, una chapuza, pero, más o menos, se adivina la idea que merodea. Si les cuesta ―les confieso que a mí sí― purgarla de la abundante faramalla, quizá prefieran aproximarse a ella mediante el austero laconismo de la teoría de juegos, con el concepto de equilibrio de Nash, con una de sus materializaciones, para ser más precisos: las normas oficiarían como convenciones que a todos nos sale a cuenta respetar mientras los demás las respeten. Las normas operarían como sanciones aplicables a quienes, al saltárselas en aras de su beneficio, desatan externalidades negativas y minan bienes públicos básicos, como la confianza, imprescindible para llevar la vida en compañía13. Esta caracterización, todavía incompleta, me parece más manejable que la de Bourdieu. Me detendré un instante en desarrollar este punto, porque, como se verá, resulta importante para trazar una línea de demarcación entre liberalismo y conservadurismo, objetivo fundamental para el autor de Los conservadores y la revolución.
A pesar de los dos destacados en cursiva (sale a cuenta, en aras de su beneficio), se puede adoptar el enfoque anterior sin aceptar ninguna moral individualista que, según Delgado-Gal, el conservador debería rechazar. Tal y como se acaban de definir, las normas no asumen variante alguna de la racionalidad egoísta: no son hipocresías que se siguen porque «salen a cuenta». Si así fuera, no estaríamos ante genuinas normas. El compromiso con estas (con la norma X) es incondicional: no sigue el guion instrumental «hago X para conseguir Y» sino el de «hago C, porque debo hacer C». Su trasfondo lo ha desmenuzado Cristina Bicchieri en un insuperable ensayo14. Según ella, lo que importa en su funcionamiento son las expectativas, el saber a qué atenernos: los individuos no solo creen que los demás cumplirán las normas, sino que creen que deben hacerlo. Cumplimos cuando creemos que los demás lo harán y que los demás esperan que nosotros vamos a hacerlo. Los conservadores pueden estar tranquilos: aceptar esta teoría de las normas no exige casarse con el homo oeconomicus, con calculadores egoístas. Las normas, aunque «salga a cuenta» cumplirlas, no se siguen porque «salgan a cuenta», como sucede con las emociones (lo ilustraré un poco más abajo a cuenta del juego del ultimátum).
Por precisar un poco más, permítanme una pequeña digresión que, aunque pueda sonar escolástica, importa, y mucho, para las tesis defendidas en el libro: la reconstrucción anterior, inseparable del individualismo metodológico, es moralmente laica. Estamos ante una simple estrategia de explicación que, al dar cuenta de procesos, estados o acontecimientos sociales, recala en los agentes o las unidades de decisión, en sus interacciones, tradicionalmente opuesta al holismo, que apelaba explicativamente a entidades, como sucede con «el capitalismo busca», «el espíritu alemán se sintió en», «la humanidad responderá a». Cosa muy diferente es el individualismo ético (que no debe confundirse con el egoísmo, una de sus variantes). Este se limita a tomar como unidades de valoración moral a las personas (no a las naciones, las lenguas, el planeta, etc.) Y lo hace, por ejemplo, tomándolos como sujetos de derechos. Individualistas éticos son el utilitarismo (importa el bienestar de los individuos) o el socialismo (importa la igualdad entre individuos). Dicho de otro modo: Delgado-Gal podría suscribir el individualismo metodológico de la teoría de las normas de los sociólogos sin acercarse al liberalismo, también individualista, ético. Algo importante para él, interesado en subrayar que sus coincidencias con los liberales, en especial con Hayek, son circunstanciales. Simplemente, los dos pasan por allí. Me explico.
Desde cierta perspectiva, la argumentación conservadora podría asimilarse al relato de algunos liberales especialmente beligerantes frente a lo que dan en llamar «ingeniería social», a la posibilidad de gestionar racionalmente ―en planificar― el cambio social. Ya saben: la mano invisible, cuando cada uno se deja guiar por su propio interés, el buen orden espontáneo nos conducirá a sólidos equilibrios sociales. El mercado sería el mejor ejemplo. Los desbarajustes aparecen cuando se entromete la mano política, la ingeniería social de los revolucionarios empecinados en cambiar el mundo. Y a veces es así, que hay buen orden espontáneo15; pero de ahí no se sigue que siempre suceda, que el «orden» final en el que se recala sea un buen orden social. Al fin y al cabo, la muerte térmica también es un equilibrio, el máximo equilibrio. En todo caso, más allá de sus dosis homeopáticas de verdad, la fábula de la inexorable bondad de la mano invisible, muy presente entre los jóvenes youtubers, podría confundirse con la sabiduría epistémica colectiva sedimentada en las prácticas sociales reivindicada por Delgado-Gal. Por sus propios caminos, apelando al individualismo ético ―y al metodológico―, tales liberales, coincidirían con la cautela de los conservadores en su defensa de las virtudes de un saber heredado por las sociedades, cuajado en costumbres que, mal que bien, nos proporcionan pautas para encarar el oficio de vivir. El orden espontáneo de la mano invisible sería un remake del «resto de todos los naufragios», del depósito de tradiciones, que nos conforma como sociedades. Ambos son dos variantes del «virgencita, virgencita, que me quede como estoy». De ahí que, fenotípicamente, los hijos de Burke y los de Hayek, nos sean indistinguibles, aunque filogenéticamente resulten muy diferentes. Como la liebre y el conejo, o el coyote y el lobo.
Todo lo sólido se desvanece. Quizá se den tales semejanzas, admite el autor de Los conservadores y la revolución. Pero las coincidencias circunstanciales no nos deben llevar a ignorar el abismo que los separa. En lo que atañe a los principios últimos, los conservadores están a otras cosas. La sociedad de mercado hayekiana, con sus premios y castigos asociados a méritos y esfuerzos, y sus reglas impersonales, erosiona la argamasa moral de la buena sociedad conservadora. Un diagnóstico que comparte con el padre del socialismo moderno, aunque la valoración, naturalmente, sea muy diferente. Marx celebraba el proceso, según reflejó en un clásico paso de El manifiesto comunista: «Todo lo que era sólido y estable es destruido; todo lo que era sagrado es profanado, y los hombres se ven forzados a considerar sus condiciones de existencia y sus relaciones recíprocas con desilusión»16. Uno de sus muchos elogios al vigor destructor del capitalismo, al «papel verdaderamente revolucionario» de una burguesía cuyo régimen, desde «que se instauró, ha echado por tierra todas las instituciones feudales, patriarcales e idílicas […]. Ha echado por encima del santo temor de Dios, de la devoción mística y piadosa, del ardor caballeresco y la tímida melancolía del buen burgués, el jarro de agua helada del cálculo egoísta; la burguesía ha destruido las relaciones feudales, patriarcales, idílicas; ha desgarrado sin piedad las abigarradas ligaduras feudales que ataban al hombre a sus “superiores naturales”, para no dejar subsistir otro vínculo entre los hombres que el frío interés, el cruel “pago al contado”; ha ahogado el sagrado éxtasis del fervor religioso, el entusiasmo caballeresco y el sentimentalismo del pequeñoburgués en las aguas heladas de sus cálculos egoístas. La burgesía ha hecho de la dignidad personal un simple valor de cambio; ha sustituido las numerosas libertades escrituradas y adquiridas por la única y desalmada libertad de comercio»17. Para el judío de Tréveris, el capitalismo, aunque incapaz de rematar la tarea, había abierto la senda de la emancipación, al socavar la superstición religiosa, las comunidades sostenidas en la identidad y la tradición. En ese sentido, Marx hace parte de su camino con los liberales. Y muy lejos de los conservadores.
A Delgado-Gal, que podría suscribir la descripción del clásico texto revolucionario, todo eso le parece mal. Pero él no acude a Marx sino a Tocqueville, más contenido, quien, con otra perspectiva, destacaba la inteligibilidad de la sociedad estamental contrapuesta a la opacidad de la moderna. Mientras en la primera sabíamos lo que debíamos hacer cada día, en la nuestra tenemos que decidir a cada instante. Un problema insuperable cuando se trata de mantener el buen orden social. Para decirlo maltratando el título del clásico de Albert Hirschmann18, los intereses jamás suplirán a las pasiones, más exactamente, los incentivos jamás harán las funciones punitivas (interiorizadas) de los códigos morales que contenían a la fiera humana, tan destructiva en su naturaleza. Una negociación, un acuerdo de conveniencia, no opera con la fuerza de la norma: el vínculo con el acuerdo es circunstancial, mientras convenga; la norma se sigue a ciegas, sin echar cuentas… y por eso funciona. Los mecanismos de asignación de recompensas y la impersonalidad de las reglas que regulan la sociedad de mercado no prescriben buenos comportamientos; son amorales. La consecuencia de ese estado de cosas es que los individuos, sin orden a que encomendarse, quedan al pairo, desbordados por su libertad, abrumados.
El desnorte se muestra con particular crudeza en dos ámbitos que, sin esperanza y cada vez con menos convencimiento, encandilan a los filósofos y que, según Delgado-Gal, nos confirmarían los límites insuperables del ideal ilustrado. Si me permiten rebautizarlos, los llamaré el Problema de Rawls y el Problema de Sartre. El primero, sistematizado para la filosofía política en El liberalismo político, apunta a «la insuficiencia de las prescripciones legales (concebidas en términos formales o procedimentales) para unir a los distintos». El imperio de la ley no es cimiento suficiente para avivar la trama de afectos y emociones imprescindibles para la vida común. El otro problema, «la dificultad de educar al ciudadano al tiempo que se le invita a ser él mismo”» es el tributo inevitable de la aspiración emancipatoria, de una voluntad de autorrealización personal que nos impone elegirnos continuamente. Vamos a ello (eso sí, atendiendo a la importancia que les dedica Delgado-Gal, lo haré con desigual dedicación. Abordar debidamente el problema de Rawls, quizá el que más turismo congresual ha permitido disfrutar a los filósofos contemporáneos, requiere hoy la extensión de un tratado. Eso su simple exposición, que su «solución» ―si fuera posible― es empeño comparable a resolver la hipótesis de Riemann, el «Everest de las matemáticas». En todo caso, en la argumentación de Delgado-Gal ocupa un lugar menor en comparación con el Problema de Sartre, central en su presentación de la crítica conservadora a la tradición ilustrada revolucionaria).
El problema de Rawls. En El liberalismo político, Rawls buscaba solución a lo que, en su sentir, era el mayor reto de nuestras sociedades democráticas: cómo conseguir que personas con diferentes ideas acerca de lo que está bien o mal, diferentes visiones del mundo, incompatibles entre sí y, sin embargo, bastante razonables internamente, aceptaran unos mínimos principios compartidos para dilucidar sus discrepancias. Su propuesta (overlapping consensus) consistía en una recomendación muy general: dejen ustedes en casa sus concepciones tremendas del bien, suspéndalas políticamente, y opten por versiones más modestas y apañaditas que les permitan recalar en principios particulares de justicia y acuerdos institucionales. Una canción que sonaba de maravilla hasta que se caía en la cuenta de la irrealidad de la propuesta: no se ve cómo los ciudadanos pueden prescindir de las convicciones morales que inspiran sus acciones y, a la vez, sentirse comprometidos con las instituciones democráticas y los principios de justicia, por más austeros que parezcan. La propuesta rawlsiana se parecía mucho a «el amor sin dependencia», «los embutidos sin colesterol» y otros encandilamientos retóricos de nuestro tiempo, cuya única función es escamotear problemas insuperables. Un estilo más propio de Paulo Coelho que de analíticos serios dispuestos a mirar la verdad de frente, aunque relativamente común entre filósofos clásicos, condimentado ―eso sí― con oportunas citas en griego.
En realidad, ese problema, de otra forma, estaba ya presente en la primera gran obra de Rawls, Una teoría de la Justicia. En esta echaba mano de razones prudenciales para fundamentar el buen orden social: sujetos racionales ―y con baja propensión al riesgo― convendrían acordar unos principios comunes de justicia. En un trabajo aparecido en esta misma revista hace más de veinte años, en donde ya se esbozaban algunos mimbres del presente ensayo, en particular su crítica a la «autonomía liberal», Delgado-Gal describía con precisión de agrimensor el reto de Rawls en su clásica obra, una descripción que, en muchos aspectos, vale también para El liberalismo político: «demostrar cómo podría surgir un cálido sentimiento de solidaridad en una sociedad edificada por sujetos con el ojo vuelto a la satisfacción y aumento de lo propio. Su idea del contrato nos señala el camino: impulsados por el cálculo egoísta, esos sujetos apañan un tinglado que ofrece cobertura a los más desfavorecidos. El sistema, en consecuencia, es solidario. Pero nos encontramos con la pejiguera de que ello no torna “solidarios” a los sujetos que lo habitan. Éstos siguen siendo egoístas. Peor todavía: son, además, pusilánimes, lo que no constituye precisamente un dato en su favor. La “moralidad” del sistema no se comunica a sus inquilinos de carne y hueso, y la cuadratura del círculo continúa sin rematarse»19.
Para fundamentar su propuesta, Rawls acudía a un experimento mental desarrollado entre otros por John Harsanyi, premio Nobel de Economía en 1994: qué principios de justicia adoptarían para la buena sociedad unos individuos que nada saben de antemano acerca de qué posición terminarán ocupando en esa sociedad y que ignoran sus circunstancias personales, su clase o estatus social, sus activos o talentos naturales; si son fuertes o escuchimizados, listos o tontos, blancos o negros, hombres o mujeres, de buena o mala familia, etc. En esas circunstancias, cuando nadie puede barrer para casa porque no sabe cuál es su casa, según Rawls, se impondría una suerte de imparcialidad… por la vía del pesimismo egoísta y cobardón: las personas, asumiendo la posibilidad de resultar desafortunadas en su dotación, optarán por distribuciones que antepongan la prioridad de los más desastrados, de proteger a los de abajo. Ese es el «tinglado» tal y como lo describe Delgado-Gal: un proyecto igualitario cuyas columnas son individuos egoístas y apocados, que procuraban por su interés, cargados de pesimismo vital, contemplando la posibilidad de tener poca fortuna en la lotería natural o social, de venir al mundo con un lote de atributos de mala calidad. En aquel trabajo, Delgado-Gal dibujaba la magnitud y novedad del empeño: «No se había dado el caso, sin embargo, de que un pensador levantara un proyecto de sociedad con ribetes cuasi colectivistas a partir de unas premisas que habría podido firmar el propio Buchanan».Y su fracaso: «Para mí que, al final, las cuentas no le cuadran en modo alguno a Rawls».
A su parecer, y al de muchos otros, el reto, tal y como lo encaraba Rawls, resulta insuperable. Entre esos otros, me incluyo. Eso sí, yo sí creo que el filósofo de Harvard apuntaba a un genuino problema, solo que, para solucionarlo, debemos abandonar su estrategia. Sencillamente, no podemos levantarnos éticamente estirando de nuestros cabellos morales o económicos. Los filósofos morales lo han reconocido esquinadamente cuando han diagnosticado que la pregunta «¿qué razones tengo para comportarme moralmente?» resulta irresoluble, al menos si lo que esperamos es una «justificación moral egoísta», si la pregunta ―de imposible contestación― que estamos intentado responder, en realidad, es «¿por qué me sale a cuenta portarme bien?». Estamos pidiendo demostrar que «ser bueno resulta rentable», desatendiendo que si calculamos el beneficio ya no estamos en los territorios normativos. El mejor resumen de la paradoja lo proporcionó uno de los protagonistas de un wéstern clásico, Forajidos, cuando, ante la pregunta «¿por qué no podría disparar a un hombre por la espalda?», formulada por «el malo», le replica: «Si te lo tengo que explicar, no lo entenderías».
Por ahí no vamos a ninguna parte. Se trata de una clásica situación sin salida que hasta tiene su nombre, Catch 22, acuñado a partir de una novela de Joseph Heller, que contaba la historia de un piloto que, para evitar el combate, pretendió pasar por loco, y acabó chocando con un reglamento absurdo: para ser relevado, debía pedirlo y, claro, si lo pedía, demostraba estar en sus cabales y, por lo tanto, no debían apartarlo. Para escapar a tales embrollos no queda otra que reformular las preguntas o abordarlas con una perspectiva diferente. Es la historia eterna de la mejor ciencia: con Newton, y antes con Galileo que, al asumir como «natural» el movimiento continuo, pudieron «disolver» el «problema de la flecha» (de Aristóteles) que mantiene su «impulso», a pesar de haber pedido contacto con el arco. Por el mismo motivo, una vez abandonamos la teoría del calórico ―el inexistente fluido utilizado por Lavoisier para «explicar» la combustión―, desapareció el problema (imposible de resolver) de determinar su peso; y lo mismo con densidad del éter. No «resolvimos» los problemas, sino que, en el guion de nuevas teorías, perspectivas, los declaramos sin sentido, los disolvimos.
En nuestro caso, a mi parecer, la respuesta hay que buscarla en un sustrato más automático que la «sabiduría sin reflexión» de Burke: en la biología, en las disposiciones morales-emocionales que, según abundantes experimentos, están asentadas en nuestro cableado neuronal: tenemos algo así como instintos o emociones de justicia (querencias cooperativas, preocupaciones reputacionales, rencores vengativos ante los parásitos) que no se entienden en clave coste/beneficio. Ni tampoco como puras reacciones morales. Las emociones resultan inseparables de las valoraciones: nos indigna el maltrato a un niño, la humillación a un trabajador, una retribución desigual, etc20. Un buen ejemplo nos lo proporciona el conocido juego del ultimátum. En el juego, una cantidad de dinero se ha de dividir entre dos participantes. Uno de ellos hace una oferta que el segundo acepta o rechaza. En el primer caso, si la acepta, ambos se llevan la parte acordada; en el segundo, nadie se lleva nada. En buen egoísmo, la mejor estrategia del primer jugador es ofrecer una miseria suponiendo que el segundo pensará que «mejor algo que nada». Sin embargo, los experimentos muestran que los primeros jugadores hacen propuestas no muy alejadas de la igualdad y que los segundos prefieren quedarse con nada a divisiones radicalmente desiguales. Aunque, en principio ―en buen egoísmo― «no sale a cuenta» despreciar lo que ofrecen, porque siempre es preferible algo a nada, la emoción de justicia se impone, con el resultado de que «salen ganando». Pero ese comportamiento no es resultado de ningún cálculo egoísta, no es estratégico, porque si fuera estratégico, después de simular el enfado, al final, se rajarían. Funciona solo en la medida que la emoción (la indignación ante la injusticia) nos posee, nos ciega a toda contabilidad. En ese sentido, se invierte el esquema y pasamos de un «debemos ser buenos porque nos beneficia» a un «obtenemos el beneficio porque somos “inexorablemente” (emocionalmente) justos».
Por supuesto, ese entramado resulta demasiado vago para dictar un código penal, necesariamente preciso, salvo para la reciente izquierda, tan dada a condimentar las leyes con bullanga piadosa y conjuros emocionales21. No solo eso, también tiene su reverso: nuestro paquete de «instintos» también incluye el racismo, la violencia y, seguramente, la violación. En ese sentido, esa urdimbre constituye solo un punto de partida, no de llegada, susceptible de ser valorado a la luz de otros «instintos» y de razones, al modo en el que ―por nuestra salud― hemos reconsiderado nuestra natural disposición a entriparnos con dulces y grasas, disposición muy conveniente cuando nuestra especie andaba en precario, pero muy inconveniente en la abundancia22.
En realidad, se trata de otra forma del «equilibrio reflexivo» rawlsiano, (por utilizar la jerga de los filósofos morales). Según la concepción clásica, de esa idea, evaluamos nuestras convicciones morales en un camino de ida y vuelta entre nuestros concepciones o teorías morales más elaboradas (principios de libertad, bienestar) y nuestras intuiciones morales, psicológicas y emocionales (que, por ejemplo, en el XIX, nos llevaban a condenar la homosexualidad o las parejas interraciales). Corrigendo aquí y allá, buscamos la coherencia entre unas y otras. Ahora, en la ecuación, incluiríamos los instintos (de justicia, cooperación, venganza, búsqueda de aceptación, etc.): los evaluamos y, a la vez, de modo «instantáneo», nos sirven para evaluar las situaciones.
El problema de Sartre. Porque lo que verdaderamente centra la reflexión de Delgado-Gal es el otro problema, más directamente entramado con los riesgos de la emancipación ilustrada. El padre del existencialismo coqueteó toda su vida con una suerte de paradoja de la libertad: queremos que los otros escojan libremente lo que a nosotros nos parece bien, lo que nosotros queremos. Habría, pues, una tensión insuperable entre la libertad y su ejercicio, las decisiones que conlleva. No hay mejor ejemplo que el amor: deseamos la libertad a los demás (hijos, parejas), pero si y solo si su ejercicio nos parece bien: amarnos a nosotros; estudiar esto o lo otro. Sartre afloja la tensión apostando por la libertad. El padre del existencialismo se entregará con intransigencia a la libertad: todo empieza y acaba en la libertad de elegir. Y ahí comienza otro problema, superlativo: si el mismo hecho de elegir justifica la (calidad de la) elección, no habría nunca nada que decir sobre ninguna elección. Lo elegido vale no por valioso, sino por el hecho mismo de ser elegido. La prioridad absoluta de la libertad conduce a la indeterminación valorativa. La libertad de Sartre deriva en una libertad imposible, vacía de sentido. A fuerza de «poder elegirlo todo», no hay anclaje desde donde elegir.
El sujeto que puede elegir completamente, que es un libro en blanco, desprovisto de identidad, de biografía, ni siquiera es sujeto, individuo singular. Para elegir se necesitan criterios, valores, algún asidero previo. No se eligen las preferencias (sexuales, por ejemplo), sino que se elige porque se tienen preferencias. Por definición: sin preferencias no se puede elegir. Lo otro es directamente irracional, aunque solo porque desprecia el conocimiento positivo, lo que somos. La libertad de Sartre es simple arbitrariedad, capricho sin razones. Como si todo diera lo mismo. Y, claro, cuando todo da lo mismo, cuando tanto da Juana como su hermana, la elección carece de sentido. Si la única elección que vale, la «auténtica» o «propia», no tiene algún asidero (la biografía, la historia), no hay elección justificada. La libertad, hasta en el sentido más elemental, requiere punto de partida, determinación, un lugar de donde «escapar», un origen. En breve: la tesis central del existencialismo, según la cual no hay ser que preexista a la libertad, niega la posibilidad de elección racional.
La anterior exposición es mi reconstrucción. Delgado-Gal transita por otros caminos. En dos sentidos. Primero: antes que el filósofo, le interesa la emancipación, el ideal que supuestamente lo inspira. Segundo, se desarrolla en un campo de pruebas específico, muy propicio para ilustrar sus tesis y que conoce como nadie, el arte: «en la literatura y las artes, la emancipación conduce al desorden». Una apreciación en la que viaja en la compañía de algunos otros autores que han recordado los problemas de la creación cuando la libertad no tiene límites. Las constricciones son condición de posibilidad de la elección. Como en la justicia, cuando hay de todo para todos, en la abundancia absoluta, carece de sentido establecer criterios de justicia, discutir si distribuimos según el esfuerzo, el mérito, las necesidades, etc. Crear es imponerse a las trabas. No hay buen arte sin constricciones, incluso las económicas, pues, como escribiera Elster: «aunque todos los arquitectos quieren el presupuesto más grande, un presupuesto ilimitado paralizaría antes que liberaría sus fuerzas creativas»23. «Romper con todo», la fabulación del arte moderno, merodea la contradicción. Para romper las reglas se necesitan reglas. Como ha escrito uno de los mejores filósofos del arte: «la idea de que cada obra de arte debe romper con su tradición y reinventar cada modalidad artística nunca ha sido otra cosa que una wishful fantasy»24. Borges lo dijo de otra manera: «Cada lenguaje es una tradición; cada palabra, un símbolo compartido; es baladí lo que un innovador es capaz de alterar; recordemos la obra espléndida pero no pocas veces ilegible de un Mallarmé o de un Joyce»25.
El asunto de fondo, el que realmente importa, tiene más envergadura que las habituales necedades de los artistas. Como casi siempre había ocupado con el máximo detalle a los teólogos, gente seria donde la haya. Y es que el artista de nuestro tiempo tiene con su obra los mismos problemas que el Dios de la teodicea. Basta con sustituir la bondad por la belleza. Recordemos los dos cuernos del dilema de Eutifrón-Leibniz: lo bueno es bueno porque Dios lo quiere o Dios lo quiere precisamente porque es bueno. La segunda alternativa dejaba a Dios en mal papel: si Dios quiere lo que es bueno porque es imposible que quiera algo malo, es que lo bueno y lo malo son conceptos previos a Dios; su voluntad está sometida a una legislación externa y, por tanto, es un subordinado, no un Dios-fetén. La otra alternativa, la que aquí nos interesa, la de Sartre, la de «no hay reglas», no es mejor, al menos para nosotros: si lo bueno es bueno porque Dios lo dice, si la bondad es lo que Dios quiera, nos deja sin patrones para actuar y hasta para entenderlo. Mañana podría levantarse con el humor cruzado y prescribirnos el canibalismo. Un Dios de esa naturaleza, que no tiene otro aval que su propia voluntad, no se mide por nada, se expresa pero sin razonar, que es, al fin, atenerse a reglas. Si «Dios no nos debe nada»26, tampoco nos debe unas explicaciones que, no sometidas a exigencia alguna, tampoco entenderíamos.
Sucede algo parecido con el aturdimiento del arte contemporáneo. El aturdimiento del arte y el del artista: sin cánones ni patrones, sin otra intención que “«expresar su voluntad»”, el fracaso está asegurado. Quien no quiere otra cosa que «expresar su yo» no sabe lo que quiere. Enfilará una ruta sin destino. Incluso la aspiración a la autorrealización, a la emancipación, se frustra. Se frustra por principio, porque la autorrealización es una meta singular que escapa al guion clásico de la racionalidad: «quiero X y me pongo en ello». Le sucede como a «me esfuerzo por olvidarme de X» o «me empeño en dormirme». Perseguir tales objetivos es el mejor modo de asegurase su inaccesibilidad. Autorrealizarse no se puede buscar por lo directo. Si acaso, es el subproducto de perseguir algo que importe genuinamente. De perseguir y alcanzar, porque si no se alcanza, lo que se consigue es amargarse la vida. La autorrealización se consuma cuando se persiguen otras cosas, distintas de la autorrealización27. Quiero escribir un poema, diseñar un puente o confeccionar un vestido y, cuando termino mi tarea, cuando la ejecuto debidamente, experimento la autorrealización28. Con el amor o la felicidad ―así, en abstracto― sucede algo parecido. Lo que busco, lo único que puedo buscar, y afortunadamente obtuve, fue una compañía dichosa o cumplir un deseo. Lo demás llegará si todo sale bien; eso sí, siempre bajo la condición de que me olvide de perseguirlo. He de ponerme en algo que me importe y que el empeño me salga bien. Lo otro vendrá por añadidura. El centro no es el autor, sino la obra; la satisfacción del autor, su realización, será, en el mejor de los casos, la consecuencia, el resultado no buscado de la buena ejecución. Por eso, el artista tradicional desaparecía de la escena. Importaba lo que hacía, no él. No desarrollaba su oficio para «autorrealizarse» o «expresarse». No importaba su «experiencia» o su «expresión». Quería algo más modesto, menos solemne: hacer algo y hacerlo bien. Tenía un reto preciso; quizá un trabajo de encargo que le proporcionaba un patrón de medida «externo». Podría saber, a ciencia cierta, que habían alcanzado, exitosamente, una meta. Nada de eso sucede cuando lo que se busca es la autorrealización a pulso, cuando solo hay voluntad de «expresarse». El artista sería, a la vez, juez y parte y, en tal caso, el artista no tiene garantía de nada.
Así pues, ni una coma que matizar a las consideraciones de Delgado-Gal sobre los artistas y el arte. No hay mejor dominio para mostrar el delirio de la supresión de la historia y del fantaseo de la elección incondicional. Incluso diría que es demasiado bueno. Lo que muestra no tiene réplica. Otra cosa es el alcance de lo que muestra29. Porque la apuesta del autor ―original y arriesgada― es fuerte: extender sus consideraciones sobre los artistas al conjunto del proyecto ilustrado. Un exceso. Los artistas y los revolucionarios pocas veces caminaban de la mano. En realidad, más allá de algunas relaciones de amistad ―entre Heine y Marx, por ejemplo―, no hay personajes más alejados de los revolucionarios herederos de la Ilustración (anarquistas y socialistas) decimonónicos que los románticos ―y si quieren más precisión, los dandis―, testimonios personificados de ese desplazamiento del foco, desde la obra y la belleza hasta al creador y su «realización», tan precisamente analizado en Los conservadores y la revolución. Baudelaire, uno de los autores que mejor encarna la modernidad desmenuzada por Delgado-Gal, es un buen ejemplo. Théophile Gautier, destinatario de la dedicatoria de Les fleurs du mal, dejó bien claro de qué pie cojeaba su autor: «sentía un profundo desprecio por los filántropos, los progresistas, los materialistas, los humanitarios, los utopistas de toda laya que aspiran a cambiar algo de la inmutable naturaleza humana o del curso fatal de las sociedades o los pueblos»30.
No hay otro asidero que la razón. Delgado-Gal no se resiste a arriesgar con su conjetura. Suele suceder con los mejores filósofos cuando dan con tesis poderosas: forzar el trazo, la hipérbole. Voy al meollo de la argumentación. Para el autor, parece existir una incompatibilidad insuperable entre reconocer lo que somos, historia y biología, y el ideal emancipatorio. En eso coincide con Sartre. Solo que, mientras el filósofo francés opta por negar la biografía, Delgado-Gal duda de la posibilidad de ordenar calculadamente la gestión del mundo. Como si el origen debiera decidir el destino. Y no veo por qué. La intervención racional, planificada, en los procesos sociales sucede a diario desde hace tiempo: coordinación de vuelos; operaciones bélicas; gestión interna de grandes empresas; aventuras vuelos espaciales; coordinación del tráfico; urbanismo de grandes ciudades; respuestas a crisis sociopolíticas con consecuencias económicas (atentados 11S, Covid), etc. Y lo que nos queda por ver, tecnología mediante, con el Big Data, las simulaciones computacionales y las técnicas de modelización matemática31. No por casualidad la idea del cibercomunismo comienza a circular otra vez entre académicos32.
Pero no hace falta ir tan lejos. Si me permiten cierta desmesura, como de filósofo continental, diría que los humanos estamos instalados en la emancipación. No ignoramos las constricciones impuestas por nuestra herencia, natural o cultural, y porque no las ignoramos, hemos construido nuestra biografía escapando de ellas, incluso de las determinaciones biológicas. De hecho, para conocer esas bridas hemos tenido que superarlas. Nuestra sensibilidad visual está limitada a una parte del espectro, entre el infrarrojo y el ultravioleta, y no percibimos determinadas longitudes de onda; nuestra mirada está viciada por ilusiones, como la profundidad o la continuidad del movimiento, que aprovechan la pintura o el cine para engatusarnos; nuestra física psicológica es aristotélica, falsa (las cosas caen, el sol sale); nuestros procesos inferenciales automáticos son errados, sesgados y falaces33. En todos esos casos, hay un desajuste entre cómo se nos aparece el mundo y cómo es realmente, un desajuste que solo es posible establecer si superamos nuestros condicionantes de fábrica, si superamos una sabiduría sin reflexión más profunda que la de Burke. Son los dominios de la verdad y la razón, bien distintos de los de la naturaleza. Como especie, nuestra inercia nos enfila ―la selección natural nos conforma, si lo prefieren― hacia la supervivencia, pero no hacia el buen conocimiento. También en el yantar y el fornicio: preferimos los dulces y las grasas; somos bastante bestias, racistas e, incluso, violadores. Todo eso nos sirvió hace 150.000 años y se quedó por ahí dentro, en nuestro cableado mental. Y todo lo sabemos porque, lenguaje mediante, disponemos de teorías que nos permiten «superar» el mundo de nuestras experiencias y motivaciones. Sabemos, también, que para sobrevivir hemos de utilizar ese razonar afinado que no está en nuestro cableado. Por eso hemos producido vacunas y nos lavamos las manos. Sabemos, también, que nuestra biografía, en buena medida, es un trampantojo o la ley de la selva. Hemos conseguido, voluntad mediante, embridar la fiera, construir telescopios y radares, ir a la luna, cambiar nuestras dietas y desarrollar derechos y leyes que penalizan a los criminales. La «sobrenaturaleza» de la que nos hablaba Ortega.
Por supuesto, por sí solas las consideraciones anteriores no despachan las críticas a las aspiraciones revolucionarias de «cambiar el mundo de base», para decirlo con otro verso de La Internacional. Y nadie negará las barbaridades realizadas en nombre de la razón. Y aunque tengo mis reservas de «filósofo de la ciencia» a los números que los ideólogos ―siempre sin precisar las fuentes últimas― se arrojan cuando hablan, por ejemplo, de los cien millones de muertos del comunismo, y aún más a las «explicaciones a lo madame Roland», que atribuyen a la libertad los crímenes cometidos en su nombre, como las tengo a todas aquellas que dan cuenta de sucesos o procesos históricos invocando grandes palabras (el capitalismo, el heteropatriarcado, etc.), tan ajenas al buen hacer historiográfico, que reclama procesos causales detallados, estoy dispuesto a admitir que algún vínculo existe. Tan sólido, al menos, como entre la religión y «los crímenes cometidos en su nombre», que, por cierto, ―si nos fiamos de los historiadores profesionales― son muchos más: no ha habido, en proporción, guerras más cruentas que las de religión europeas del XVI y el XVII.
Los conservadores y la revolución nada tiene que ver con ese género, cultivado por ideólogos y columnistas necesitados de morcillas solemnes para decorar su cháchara. Delgado-Gal es un pensador serio. Uno que hace pensar. Un lector, por más comprometido que esté con las ideas que critica, no puede transitar por las páginas de su ensayo sin sentirse obligado a matizar sus puntos de vista. Nadie puede profesar un fundamentalismo racionalista, si es que cabe tal cosa. Sencillamente, estamos instalados en la razón, también para mirar con cautela (racional) ciertos productos de la razón. «Con esperanza, sin esperanza y aún contra toda esperanza, la razón es nuestro único asidero», nos enseñó Javier Muguerza. Y no hay otro lugar donde levantar nuestra casa. Como los tripulantes de aquel barco que Neurath comparaba con la empresa científica: no nos queda otra que ir reparándolo con los materiales del propio barco mientras navegamos, sin que podamos parar en puerto o astillero. No hay religión o tradición a la que agarrarnos. Sí, por supuesto, podemos encontrar aquí o allá ideas o propuestas aprovechables, pero no nos engañemos: lo sabemos porque las tasamos racionalmente, porque comprobamos, lógica y empíricamente, que nos sirven, que resultan compatibles con lo que conocemos. Muchas poblaciones indígenas, al cocinar ciertos alimentos los procesan según ciertas técnicas o los mezclan con sustancias «raras» que, al desencadenar determinados procesos bioquímicos y eliminar su toxicidad, les ayuda a evitar ciertas enfermedades. Naturalmente, al justificar esas prácticas, apelan a sus tradiciones, no a la razón: la razón asoma ―y es la que tasa― en la parte subrayada, cuando nosotros podemos verificar científicamente la bondad de ese procedimiento (o la maldad de otra tradición). En un sentido parecido, cuando nos reconocemos en ciertas prácticas o valores cristianos ―y no en otros― no es porque se encuentren en la Biblia, sino porque se ajustan a nuestros criterios morales.
La apreciación anterior parece especialmente relevante en estos tiempos. A veces, cuando algunos recomendamos pensárnoslo dos veces antes de avalar ciertos avances tecnocientíficos se nos acusa de «irracionales», de oficiar como nuevos cardenales Belarmino ante los Galileo de nuestro tiempo. Nada más falso. Apelamos a la razón, a la razón práctica. Como por lo demás, se hace siempre: cuando condenamos los experimentos nazis japoneses (o norteamericanos) con humanos; cuando asignamos recursos a unos proyectos y no a otros. La ciencia es una parte de ―el ejercicio de― la razón, no toda. Estamos instalados en la razón. No hay un lugar «fuera» de la razón donde agarrarnos. Con su detallada argumentación, «donde la razón nos lleve», con su andadura socrática, sus contrafuertes y sus arbotantes, Los conservadores y la revolución es un extraordinario testimonio de confianza en la razón para entender y, por tanto, hacer más habitable nuestro tránsito por este valle de lágrimas. Incluso, que no creo, a su pesar. Félix Ovejero es profesor de Ética y Economía en la Universidad de Barcelona.