jueves, 8 de febrero de 2024

De un virus lejano

 






Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz jueves. Hubo un momento en que la covid nos puso a hablar de solidaridad, comenta en El País, el escritor Juan Gabriel Vásquez; ahora, dice, se vota por quienes hacen del individualismo cerril su mejor argumento electoral. Les recomiendo encarecidamente la lectura de su artículo y espero que junto con las viñetas que lo acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos. HArendt. harendt.blogspot.com













La pandemia, cuatro años después
JUAN GABRIEL VÁSQUEZ
04 FEB 2024 - El País - harendt.blogspot.com

Hace cuatro años, por estos días, comenzábamos a darnos cuenta de que algo no estaba bien. Llegaban noticias de un virus lejano de comportamiento impredecible, y es fácil olvidar ahora la extensión de nuestra ignorancia: los medios tardaron varias semanas en conseguir conclusiones certeras sobre los modos de transmisión o las maneras de prevenirla, y durante mucho tiempo nos movimos en un mar de incertidumbres cuyos daños tal vez no eran inevitables. A finales de febrero, después de un breve viaje por España y Portugal, regresé a mi ciudad contagiado sin saberlo. Solo un par de casos se habían documentado en ese momento en la prensa de mi país. Recuerdo muy bien la expresión de preocupación intensa en la cara de los médicos que encontraron en mis radiografías una neumonía agresiva, y ahora sé que nunca me voy a liberar de la rara tristeza de saber que el virus acabó matando al amigo que me lo contagió.
En los meses siguientes, mientras me recuperaba sin secuelas, seguía por las pantallas de nuestro encierro las espirales de miedo y sufrimiento en que se embarcaban nuestras sociedades, y trataba de llegar a una conclusión más o menos fiable sobre las realidades que se nos vendrían encima cuando todo esto terminara. Era la tercera vez, en este siglo todavía joven, que repetíamos ese lugar común: esto va a cambiar el mundo para siempre. Después de los atentados de septiembre de 2001 y la crisis económica de 2008, la pandemia del coronavirus lo trastornaba todo una vez más, sin habernos dejado tiempo siquiera para recuperar la estabilidad perdida, y más bien apilando sus consecuencias sobre las que ya estábamos viviendo. El fenómeno era tan sorprendente, a pesar de no ser para nada inesperado (muchos lo habían anunciado), que no sabíamos cómo hablar de él, y muy pronto comenzamos a explicarlo con los lenguajes que habíamos usado en las crisis precedentes. Nuestros gobiernos hablaron de la pandemia como se habla de una guerra y de la covid como si fuera un enemigo impredecible: un terrorista. Las decisiones desastrosas que llevaron a la debacle financiera de 2008 —la ausencia total de controles estatales, el egoísmo y la codicia convertidos en motor de la economía, las tensiones entre el interés del individuo y el de los mercados— nos prestaron el léxico para discutir nuestras prioridades actuales.
El mundo entero se lanzó a un frenesí de profecías y especulaciones, de bolas de cristal y teorías de la conspiración, y eso era un termómetro visible de nuestras ansiedades: estas generaciones —las nuestras, las de los vivos— no se habían enfrentado todavía a una incertidumbre similar, y había que remontarse a la gripe de 1918 para conseguir una analogía más o menos precisa de lo que vivíamos. “El futuro, por definición, carece de imagen”, escribió Paul Valéry en un tiempo de incertidumbres. “La historia le da los medios para ser pensado”. Pero al mirar la historia nos encontrábamos con un relativo vacío, pues la gripe de 1918, que según algunos mató a más gente que las dos guerras mundiales juntas, no se ha contado tanto ni tan bien como las guerras. Y claro: como nos faltaban los relatos sobre aquel momento pasado, nos era difícil imaginar con precisión lo que vendría después de este momento presente. En abril de 2020, una revista colombiana me pidió aventurar una opinión sobre lo que nos dejaría esta crisis. Tengo que cometer la grosería de citarme a mí mismo para que los lectores entiendan mejor mi argumento. Este párrafo fue mi respuesta:
“No tengo grandes esperanzas: una lectura rápida de la historia sugiere que la humanidad aprende poco de los desastres u olvida pronto lo aprendido. Los países ricos se han pasado los últimos años socavando las políticas públicas que habrían podido ayudarles a enfrentar la pandemia, y los menos ricos, extraviados en la corrupción y las guerras, ni siquiera han podido inventárselas. Navegaremos entre el autoritarismo y el miedo; para evitarnos el dolor por la muerte de seres cercanos, aceptaremos condenar al hambre a millones de seres lejanos. Las economías destrozadas serán el plato de Petri de violencias diversas. Veremos muestras de heroísmo y solidaridad todos los días, pero eso no bastará, porque los valientes y los solidarios no serán quienes elijan a nuestros líderes: serán los engañados por los populismos, los desinformados por las redes, los atemorizados por la pobreza. Elegirán a los Trump y a los Bolsonaro y no echarán a los Ortega o a los Maduro. La pregunta no es tanto qué enseñanzas deja esta crisis, sino cómo preparar nuestras sociedades, empobrecidas y enfrentadas, para la que no vemos todavía. Es como decía Sánchez Ferlosio: vendrán más años malos y nos harán más ciegos”.
Me equivoqué con Bolsonaro y con Trump, que no fueron reelegidos, pero sería imperdonablemente ingenuo pensar que su derrota fue consecuencia de la irresponsabilidad, la incompetencia o el cinismo con que se enfrentaron (o no) a la pandemia. En cualquier caso, ahí tenemos a Trump, virtualmente nominado como candidato republicano a la presidencia; y, a cambio de Bolsonaro, la tragicomedia latinoamericana nos ha regalado a otro payaso de ignorancia orgullosa y profunda antipatía hacia la ciencia, el conocimiento y el sector público: Javier Milei. Nadie puede no recordar que una de las primeras acciones de Trump, al llegar al poder, fue destruir los mecanismos más preparados para enfrentarse a una pandemia: en 2018, desmanteló un programa del Consejo Nacional de Seguridad que se había creado en los años de Obama, cuando el Gobierno recibió duras críticas por su manejo de la crisis del ébola; y ahora sabemos que más tarde, apenas tres meses antes de las primeras infecciones por covid, eliminó un programa de alerta temprana, Predict, y despidió a docenas de científicos que habían logrado identificar 160 virus susceptibles de provocar una pandemia. Milei, por su parte, ha prometido desmantelar el Estado, comenzando por la salud pública, y desde muy pronto puso en la mira a los científicos: prometió privatizar el Conicet, que fabricó pruebas de anticuerpos en tiempo récord, y luego, refiriéndose a los científicos, se permitió preguntar: “¿Qué productividad tienen?”
Hubo un momento del año 2020 en que la pandemia nos puso a hablar de solidaridad, de responsabilidad ciudadana, de cuidarnos los unos a los otros; ahora se vota por quienes explícitamente hacen del individualismo cerril y aun de la crueldad con los más vulnerables su primer argumento electoral, y el que mejor vende. La pandemia, pensaron los idealistas, demostró la utilidad de la cooperación de las naciones y la interdependencia en lugar del aislamiento, pero lo que dejó fue un auge imparable de nacionalismos y nativismos de diverso cuño. (Las epidemias han tenido siempre una relación estrecha con la xenofobia). La pandemia, finalmente, obligó a las sociedades a considerar de nuevo la influencia en sus vidas de un Gobierno sólido y competente, con instituciones capaces de responder en caso de emergencia y de reparar con fondos públicos los destrozos de las economías privadas. Todo esto es anatema para los adalides del sálvese quien pueda.
Hace cuatro años, el más irritante de los idealismos era el que veía la pandemia como un rito de paso, un reto que nos haría mejores o del que nuestras sociedades saldrían reforzadas. Nada de eso ha ocurrido. La pandemia es un territorio de paradojas, de contradicciones, de oportunidades perdidas. Tal vez la única lección posible comience por darnos cuenta de esto. Juan Gabriel Vásquez es escritor.


































[ARCHIVO DEL BLOG] ¿El latín, lengua oficial de la Unión Europea? Sí, por qué no. [Publicada el 11/02/2017]












Rubén Amón (Madrid, 1969) es un escritor y periodista del diario El País que también participa en diferentes medios radiofónicos y audiovisuales como Onda Cero, Antena3 y La Sexta. Ha sido corresponsal en Roma y París y autor de libros sobre Los secretos del Prado (Temas de Hoy, 1997), Plácido Domingo: Un coloso en el teatro del mundo (Planeta, 2012), el Atlético de Madrid: Una pasión, una gran minoría (La Esfera de los Libros, 2014) y un reciente bestiario: El tigre mordió a Cristo (Léeme, 2015), habiendo colaborado también en medios españoles como Cambio16, Jotdown, o El Confidencial, y extranjeros como Libération, Corriere della Sera, o Reforma, de México.
Anteayer publicaba en el diario El País un artículo titulado El latín, ¿lengua oficial de la UE? del que desconozco si alguna instancia oficial española o europea querrá hacerse eco pero a cuya propuesta yo me sumo con el fervor y el entusiasmo de un novicio. El éxito editorial de un profesor italiano, dice al comienzo del mismo, demuestra que el idioma fundacional de la cultura europea goza de buena salud y podría resucitar como argumento identitario para un continente en horas bajas.
Una de las escenas más pintorescas de Il sorpasso (Dino Risi, 1962), sigue diciendo, concierne al pasaje en que unos sacerdotes alemanes detienen el Alfa Romeo descapotable donde viajan Vittorio Gassman y Jean-Louis Trintignant. Se les ha averiado su coche, han pinchado, necesitan un gato, pero no saben cómo explicárselo a sus interlocutores. Y es entonces cuando uno de los curas decide hacerlo en latín: “Elevator nobis necesse est”. Trintignant, que es francés, explica la problemática a Gassman, que es italiano, pero no puede satisfacer la emergencia de los religiosos. Y les responde inequívocamente: “Non habemus gato, desolatus”.
La escena es ilustrativa, continúa Amón, de la raigambre del latín en la cultura occidental. De su vigencia como argumento de comunicación. Y hasta de su valor identitario en el acervo de continente, más aún ahora que las presiones de Trump y de Putin han estimulado una suerte de reacción y de orgullo.
El inglés, añade, predomina sobre las demás lenguas y es la más extendida en los planes escolares. El problema es que identifica también un sabotaje, el sabotaje del Brexit. Y que podría subvertirse, hasta el extremo de convertir el latín en el idioma hegemónico de la Unión Europea. Tolerando incluso expresiones tan macarrónicas como el “desolatus” de Gassman.
La idea, sigue diciendo, la provocación, proviene de un profesor italiano, Nicola Gardini, y de la popularidad —de la fiebre— que ha adquirido en su propio país un ensayo, un libro, concebido, en realidad, sin las menores ambiciones comerciales.
Las ha conseguido, dice, como si la sociedad estuviera reclamando un ejercicio retrospectivo deautoestima hacia una lengua que está demasiado viva para considerarla muerta. La LOMCE española (2013), por ejemplo, la ha rehabilitado como asignatura troncal del bachillerato, pero el latín también representa un vehículo de comunicación extraordinario en el ámbito del derecho, la medicina, la filosofía, la liturgia religiosa, el ejército, la ingeniería, la arquitectura y el lenguaje cotidiano.
Decimos motu proprio, quid pro quo, de facto, ergo, ex profeso o in extremis, añade, quizá no demasiado conscientes de que estamos evocando un hito fundacional de la cultura europea cuyo aliento todavía relaciona sobre el asfalto a un cura alemán con un latin lover italiano.
Es el contexto, dice más adelante, en el que ha resultado providencial la publicación de Viva il latino, storie e bellezza di una lingua inutile. Ocho ediciones lleva la iniciativa de la editorial Garzanti, y el título no requiere de traducción al español, precisamente por la raíz común del idioma. Y porque España fue uno de los territorios más fértiles de la romanización, y también más dotados en la exportación de talentos al imperio. No ya por las figuras de Adriano o Trajano en la nómina de los emperadores, sino por la envergadura de filósofos y escritores que contribuyeron a enriquecer el latín.
Nicola Gardini, añade, destaca a Séneca. Y se congratula de la felicidad que nos ha proporcionado el maestro estoico. Tanto en la forma cristalina de su literatura como en los matices conceptuales. Vivir el presente —aunque el carpe diem es de Horacio—, eludir la superstición de la esperanza, disfrutar lo que tenemos mucho más que frustrarnos por aquello que nos falta.
“El latín de Séneca”, escribe Gardini, “es el reflejo directo de su lucidez y de su propensión a la síntesis, va derecho al meollo de las cuestiones, sin complicaciones, sin alzar la voz. Un latín espontáneo. Un latín de quien medita y de quien transforma las ideas en reglas de vida”.
Es el antagonismo perfecto a la retórica ampulosa de Cicerón, aunque Gardini no se la reprocha, dice más adelante. Todo lo contrario, le atribuye un valor muy superior al artificio lingüístico. Sostiene que Cicerón dice las cosas adecuadas de la manera adecuada. Y que su oratoria es una ciencia de las emociones, pero también el medio desde el que se desglosa un sistema de valores. “Hablar bien es una filosofía. Escribir bien es una manera de hacer el bien. Y Cicerón lo ha demostrado, exponiendo su propia elocuencia al servicio de una sociedad amenazada por la tiranía. Fue el enemigo jurado de cualquier despotismo y fue un heroico portavoz del Senado. Su arma fue una palabra: libertas (libertad, si es que la traducción hace falta).
Regresar al latín, a juicio de Gardini, no sería una regresión ni una extravagancia anacrónica, sino un recurso de Europa para reconocerse en su identidad y en el idioma que la ha estructurado en su idiosincrasia civilizadora. Escribir y hablar en latín nos haría buenos, como Cicerón. Y obscenos, como Catulo. Y conmovedores, como Virgilio. Y profundos, como Lucrecio, aunque este monumento de la lengua latina nunca se hubiera engendrado sin la evangelización de Catón (234-149 antes de Cristo) y de Plauto (250-184 antes de Cristo). Sujetaron ellos las columnas del idioma, predispusieron el primer hálito de un prodigio que ha sobrevivido mucho más allá de su tiempo y de su espacio. Lo demuestran las misas pontificias y las patadas que le damos al diccionario latino (de motu propio, a grosso modo, el quiz de la cuestión…), tanto como lo hacen la adhesión al idioma en que llegaron a significarse por los siglos de los siglos Petrarca, Milton, Ariosto, Tomás Moro, pero también Rilke, Montale, Beckett, Joyce o Jorge Luis Borges.
“No sin cierta vanagloria, había comenzado en aquel tiempo el estudio metódico del latín”, escribió el sabio argentino. Evoca la frase Gardini al inicio de su ensayo. O habría que decir en el incipit, pues cualquier libro está lleno de expresiones y abreviaciones latinas (circa, sic, op. cit.), como los garbanzos que el profesor italiano nos ha puesto por delante para seguir el camino hacia “la plenitud cultural” y la resistencia ciceroniana.
“Hay que estudiar latín”, concluye Gardini, “no sólo para disfrutar, sino además para educar el espíritu, para darle a las palabras toda la fuerza transformadora que se aloja en ellas”. Y para entenderse con un cura alemán que está tirado con el coche en la carretera. Y decirle: “Desolatus”.
El latín es una lengua de la rama itálica de la familia lingüística del indoeuropeo que fue hablada en la antigua Roma y, posteriormente, durante la Edad Media y la Edad Moderna, y llegó a la Edad Contemporánea, pues se mantuvo como lengua científica hasta el siglo XIX. Su nombre deriva de una zona geográfica de la península itálica donde se desarrolló Roma, el Lacio (en latín, Latium).
Adquirió gran importancia con la expansión de Roma, y fue lengua oficial del imperio en gran parte de Europa y África septentrional, junto con el griego. Como las demás lenguas indoeuropeas en general, el latín era una lengua flexiva de tipo fusional con un mayor grado de síntesis nominal que las actuales lenguas romances, en la cual dominaba la flexión mediante sufijos, combinada en determinadas veces con el uso de las preposiciones, mientras que en las lenguas modernas derivadas dominan las construcciones analíticas con preposiciones, mientras que se ha reducido la flexión nominal a marcar solo el género y el plural, conservando los casos de declinación solo en los pronombres personales (estos tienen, además, un orden fijo en los sintagmas verbales).
El latín originó un gran número de lenguas europeas, denominadas lenguas romances, como el portugués, el gallego, el español, el asturleonés, el aragonés, el catalán, el occitano, el francés, el valón, el retorrománico, el italiano, el rumano y el dálmata. También ha influido en las palabras de las lenguas modernas debido a que durante muchos siglos, después de la caída del Imperio romano, continuó usándose en toda Europa como lingua franca para las ciencias y la política, sin ser seriamente amenazada en esa función por otras lenguas en auge (como el castellano en el siglo XVII o el francés en el siglo XVIII), hasta prácticamente el siglo XIX.
La Iglesia católica lo usa como lengua litúrgica oficial (sea en el rito romano sea en los otros ritos latinos), aunque desde el Concilio Vaticano II se permiten además las lenguas vernáculas. También se usa para los nombres binarios de la clasificación científica de los reinos animal y vegetal, para denominar figuras o instituciones del mundo del Derecho, como lengua de redacción del Corpus Inscriptionum Latinarum, y en artículos de revistas científicas publicadas total o parcialmente en esta lengua.
El estudio del latín, junto con el del griego clásico, es parte de los llamados estudios clásicos, y aproximadamente hasta los años 1960 fue estudio casi imprescindible en las humanidades. El alfabeto latino, derivado del alfabeto griego, es ampliamente el alfabeto más usado del mundo con diversas variantes de una lengua a otra.
Hoy en día, el latín sigue siendo utilizado como lengua litúrgica oficial de la Iglesia católica de rito latino. Su estatus de lengua muerta (no sujeta a evolución) le confiere particular utilidad para usos litúrgicos y teológicos, ya que es necesario que los significados de las palabras se mantengan estables. Así, los textos que se manejan en esas disciplinas conservarán su significado y su sentido para lectores de distintos siglos. Además, esta lengua se usa en medios radiofónicos y de prensa de la Santa Sede. El papa entrega sus mensajes escritos en este idioma; las publicaciones oficiales de la Santa Sede son en latín, a partir de las cuales se traducen a otros idiomas. En noviembre de 2012 fue fundada la Pontificia Academia de Latinidad por el Papa Benedicto XVI para potenciar el latín en todo el mundo. En la Iglesia anglicana, después de la publicación del Libro de Oración Común anglicano de 1559, una edición en latín fue publicada en 1560 para usarse en universidades; como en la de Oxford, donde la liturgia se celebra aún en latín. Más recientemente apareció una edición en latín del Libro de Oración Común de los Estados Unidos de 1979.
Como colofón, les invito a compartir conmigo la emocionante versión coral del Himno de la Unión Europea: la Oda a la Alegría de Ludwig van Beethoven. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt












miércoles, 7 de febrero de 2024

De la sumisión voluntaria

 






Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz miércoles. Lo pasmoso es la mansedumbre y la sumisión al poder de quienes deberían ser los primeros en impugnar sus desmanes, comenta en El País el escritor Javier Cercas, citando a Dostoievski en Los hermanos Karamazov: “Para el hombre no hay preocupación más constante y atormentadora que la de buscar cuanto antes, siendo libre, ante quién inclinarse”. Les recomiendo encarecidamente la lectura de su artículo y espero que junto con las viñetas que lo acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos. HArendt. harendt.blogspot.com











Un llamamiento a la sumisión
JAVIER CERCAS
03 FEB 2024 - El País - harendt.blogspot.com

He aquí las dos reglas básicas del intelectual de izquierdas (si el Gobierno es de izquierdas) y del intelectual de derechas (si el Gobierno es de derechas): 1. El Gobierno siempre tiene razón. 2. Si el Gobierno no tiene razón, rige la primera regla.
Exagero, pero poco. La expresión “intelectual independiente” es un pleonasmo: un intelectual no independiente no es un intelectual; pero, entre nosotros, parece casi un oxímoron: un intelectual independiente es un perro verde, o poco menos. Aquí, salvo excepciones, el intelectual tiende a ser un idiota etimológico (“idiotés” significa en griego quien se desentiende de la política) o un capataz del poder; así que, si alguien osa rebelarse contra el poder, no digamos si incita a rebelarse a los demás, el idiota se hace el sueco —no vaya a ser que alguien se moleste—, pero el capataz reacciona como sus homólogos de las plantaciones algodoneras de Virginia cuando oían refunfuñar a los esclavos: “Pero ¿cómo podéis quejaros, ingratos? ¿No coméis y bebéis y dormís bajo techo? ¿No os dais cuenta de que sois unos privilegiados? ¿Qué más queréis?”. Es lo que ocurrió hace poco cuando un escritor de izquierdas osó llamar a la rebelión contra un Gobierno de izquierdas que engañó a sus votantes, empezando por él mismo, y contra el envilecimiento de la política: mientras llovía sobre el díscolo un diluvio difamatorio, destinado a amedrentarlo, los capataces de izquierdas se apresuraron a recordarle que era “un privilegiado” y que su deber consistía en “disolver motivaciones negativas”; claro que sí: es un privilegio que te engañen, y lo que debes hacer, en vez de protestar, es disolver motivaciones negativas, dar la razón al amo y exigir que la gente siga recogiendo algodón. En cuanto a los capataces de derechas, reclamaron al insumiso que, de rodillas y sollozando, pidiese perdón por haber votado a la izquierda, lo culparon por haber sido engañado, lo trataron de tonto del bote por seguir siendo de izquierdas y no citaron a un humorista francés (“Cada día está más difícil votar a la izquierda, sobre todo si eres de izquierdas”) porque su indigencia argumental es virtualmente ilimitada. Entendámonos: al intelectual le entusiasman los llamamientos a la rebelión, pero al de izquierdas sólo le entusiasman si los hacen los suyos contra las tropelías de los gobiernos de derechas y al de derechas sólo si los hacen los suyos contra las tropelías de los gobiernos de izquierdas. “¿Qué es un hombre rebelde?”, se preguntó Albert Camus. “Es un hombre que dice no”. Pero decir “no” no es decir “no” a los otros, a tus adversarios: eso es a menudo una forma de gregarismo, porque es decir “sí” a los tuyos; decir “no” de verdad es decir “no” a los tuyos cuando se equivocan o crees que se equivocan, o cuando cometen un atropello o crees que lo cometen. El riesgo, claro está, es ganarte el rechazo de todos; el riesgo es la soledad, el ostracismo: convertirte en el enemigo del pueblo. Por fortuna, entre nosotros el intelectual no corre casi nunca ese riesgo. Es verdad que, a veces, parece criticar al amo; pero no hay cuidado: es para salvar la cara, y o bien sus críticas son tan crípticas que nadie nota que son críticas, o bien son halagos disfrazados de críticas, que son los mejores halagos. En realidad, el intelectual como es debido se dedica ante todo a disolver las motivaciones negativas que provoca en la ciudadanía el ejercicio del poder de los suyos. Es decir, a ejercer de capataz.
Mal rollo: lo raro no debería ser rebelarse contra el engaño, la vileza y la injusticia, vengan de donde vengan; lo raro, lo pasmoso es la mansedumbre, el aborregamiento y la sumisión al poder de quienes deberían ser los primeros en impugnar sus desmanes y en cambio se aplican a urdir, como dice Noam Chomsky, las “ilusiones necesarias” para justificarlos. Aunque quizá no sea tan pasmoso; quizá para entenderlo baste con recordar aquella verdad escalofriante formulada por el Gran Inquisidor de Dostoievski en Los hermanos Karamazov: “Para el hombre no hay preocupación más constante y atormentadora que la de buscar cuanto antes, siendo libre, ante quién inclinarse”. Javier Cercas es escritor.
































[ARCHIVO DEL BLOG] Ventanas cerradas. [Publicada el 06/07/2019]










Somos juzgados por apariencia, sometidos a menudo a absolución o condena por aquello únicamente que se ve en presente, sin el contexto del pasado y sin posibilidad de ser escuchados en el futuro, comenta en El País el escritor Manuel Jabois.
¿Se imaginan al hijo de un multimillonario del imperio austrohúngaro, comienza diciendo Jabois, luchando en la I Guerra Mundial, reclamando estar en primera línea de batalla del frente más peligroso —sus mandos creían que quería morir—, mientras en las pocas horas de descanso se sumerge por correo en discusiones filosóficas con Keynes o Betrand Rusell hasta empezar a dar forma a una arquitectura demoledora, sencilla y complejísima, que automáticamente hace girar alrededor de ella al pensamiento occidental, tratando de desentrañarla: "Mi libro consiste de dos partes: la aquí presentada, más lo que no escribí. Y es justamente esta segunda parte la más importante".
Al regresar de esa guerra, y antes de publicar el Tractatus, Ludwig Wittgenstein tomó dos decisiones. La primera fue renunciar a su millonaria herencia familiar para que se la repartiesen sus hermanos, y pelear durante horas con abogados y notarios para que no quedase en su renuncia ninguna rendija legal, ninguna posibilidad de poder recibir algún día cualquier dinero de ese testamento. La segunda, como cuenta Wolfram Eilenberger en Tiempo de magos (Taurus, 2019), impactó aún más a su hermana mayor, Hermine. Dijo que quería dedicarse a ser maestro de una escuela rural. Hermine le respondió si no era eso, para un genio como él, algo parecido a utilizar un instrumento de precisión para abrir cajones. “Ludwig me respondió con una comparación que hizo que me callara”, recuerda su hermana. Me dijo: "Tú me haces pensar en una persona que mira por una ventana cerrada y no puede explicar los movimientos peculiares de un transeúnte; no sabe que fuera hay un vendaval y que a ese hombre acaso le cueste mantenerse en pie”.
Cuenta Eilenberger que en esa imagen están todos los problemas y todas las soluciones de Wittgenstein; en un plano menos profundo, están también los problemas y soluciones de convivencia del resto del mundo: en el cristal desde el que observamos al otro y las interpretaciones casi azarosas de sus movimientos, y de cómo esas interpretaciones sólo necesitan un mínimo consenso para convertirse en ciertas, aunque no lo sean ni se puedan demostrar. Así, de los hechos se sabe si ocurrieron o no, como del transeúnte se sabe si se mueve o no, pero no por qué ocurrieron esos hechos —qué hay detrás de ellos, qué pudieron motivarlos— ni por qué el transeúnte apenas se puede mantener en pie, por una tormenta o una borrachera.
En Wittgenstein la metáfora tenía una relación íntima consigo mismo y una manera de mirar el mundo bajo autoexclusión, “típica de las autodescripciones más reveladoras de las personas que sufren depresiones”, como explica Eilenberger. El transeúnte que es él se enfrenta no sólo a una ventana cerrada sino a alguien al otro lado que ni siquiera la abre para comprobar si hay o no temporal, del mismo modo que, en otro plano, los transeúntes son juzgados por apariencia, sometidos a menudo a absolución o condena por aquello únicamente que se ve en presente, sin el contexto del pasado y sin posibilidad de ser escuchados en el futuro.
A veces basta abrir la ventana: el viernes una amiga, en Madrid, intervino al ver cómo una chica le estaba montando un número violento y sin razón a la empleada de una tienda. La otra se arrepintió poco después y siguió a mi amiga fuera de la tienda; no podía irse sin hablar con ella, le dijo. No era una malcriada clasista, era alguien que llevaba meses bajo unas circunstancias extremas —salud, precariedad, estrés— que la llevaron a convertirse, por unos segundos, en algo que odiaba. Los actos, con ser censurables, no bastan para censurar la totalidad de una persona. La filosofía, dijo Wittgenstein, es enseñar a la mosca la salida de la botella. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt