Rubén Amón (Madrid, 1969) es un escritor y periodista del diario El País que también participa en diferentes medios radiofónicos y audiovisuales como Onda Cero, Antena3 y La Sexta. Ha sido corresponsal en Roma y París y autor de libros sobre Los secretos del Prado (Temas de Hoy, 1997), Plácido Domingo: Un coloso en el teatro del mundo (Planeta, 2012), el Atlético de Madrid: Una pasión, una gran minoría (La Esfera de los Libros, 2014) y un reciente bestiario: El tigre mordió a Cristo (Léeme, 2015), habiendo colaborado también en medios españoles como Cambio16, Jotdown, o El Confidencial, y extranjeros como Libération, Corriere della Sera, o Reforma, de México.
Anteayer publicaba en el diario El País un artículo titulado El latín, ¿lengua oficial de la UE? del que desconozco si alguna instancia oficial española o europea querrá hacerse eco pero a cuya propuesta yo me sumo con el fervor y el entusiasmo de un novicio. El éxito editorial de un profesor italiano, dice al comienzo del mismo, demuestra que el idioma fundacional de la cultura europea goza de buena salud y podría resucitar como argumento identitario para un continente en horas bajas.
Una de las escenas más pintorescas de Il sorpasso (Dino Risi, 1962), sigue diciendo, concierne al pasaje en que unos sacerdotes alemanes detienen el Alfa Romeo descapotable donde viajan Vittorio Gassman y Jean-Louis Trintignant. Se les ha averiado su coche, han pinchado, necesitan un gato, pero no saben cómo explicárselo a sus interlocutores. Y es entonces cuando uno de los curas decide hacerlo en latín: “Elevator nobis necesse est”. Trintignant, que es francés, explica la problemática a Gassman, que es italiano, pero no puede satisfacer la emergencia de los religiosos. Y les responde inequívocamente: “Non habemus gato, desolatus”.
La escena es ilustrativa, continúa Amón, de la raigambre del latín en la cultura occidental. De su vigencia como argumento de comunicación. Y hasta de su valor identitario en el acervo de continente, más aún ahora que las presiones de Trump y de Putin han estimulado una suerte de reacción y de orgullo.
El inglés, añade, predomina sobre las demás lenguas y es la más extendida en los planes escolares. El problema es que identifica también un sabotaje, el sabotaje del Brexit. Y que podría subvertirse, hasta el extremo de convertir el latín en el idioma hegemónico de la Unión Europea. Tolerando incluso expresiones tan macarrónicas como el “desolatus” de Gassman.
La idea, sigue diciendo, la provocación, proviene de un profesor italiano, Nicola Gardini, y de la popularidad —de la fiebre— que ha adquirido en su propio país un ensayo, un libro, concebido, en realidad, sin las menores ambiciones comerciales.
Las ha conseguido, dice, como si la sociedad estuviera reclamando un ejercicio retrospectivo deautoestima hacia una lengua que está demasiado viva para considerarla muerta. La LOMCE española (2013), por ejemplo, la ha rehabilitado como asignatura troncal del bachillerato, pero el latín también representa un vehículo de comunicación extraordinario en el ámbito del derecho, la medicina, la filosofía, la liturgia religiosa, el ejército, la ingeniería, la arquitectura y el lenguaje cotidiano.
Decimos motu proprio, quid pro quo, de facto, ergo, ex profeso o in extremis, añade, quizá no demasiado conscientes de que estamos evocando un hito fundacional de la cultura europea cuyo aliento todavía relaciona sobre el asfalto a un cura alemán con un latin lover italiano.
Es el contexto, dice más adelante, en el que ha resultado providencial la publicación de Viva il latino, storie e bellezza di una lingua inutile. Ocho ediciones lleva la iniciativa de la editorial Garzanti, y el título no requiere de traducción al español, precisamente por la raíz común del idioma. Y porque España fue uno de los territorios más fértiles de la romanización, y también más dotados en la exportación de talentos al imperio. No ya por las figuras de Adriano o Trajano en la nómina de los emperadores, sino por la envergadura de filósofos y escritores que contribuyeron a enriquecer el latín.
Nicola Gardini, añade, destaca a Séneca. Y se congratula de la felicidad que nos ha proporcionado el maestro estoico. Tanto en la forma cristalina de su literatura como en los matices conceptuales. Vivir el presente —aunque el carpe diem es de Horacio—, eludir la superstición de la esperanza, disfrutar lo que tenemos mucho más que frustrarnos por aquello que nos falta.
“El latín de Séneca”, escribe Gardini, “es el reflejo directo de su lucidez y de su propensión a la síntesis, va derecho al meollo de las cuestiones, sin complicaciones, sin alzar la voz. Un latín espontáneo. Un latín de quien medita y de quien transforma las ideas en reglas de vida”.
Es el antagonismo perfecto a la retórica ampulosa de Cicerón, aunque Gardini no se la reprocha, dice más adelante. Todo lo contrario, le atribuye un valor muy superior al artificio lingüístico. Sostiene que Cicerón dice las cosas adecuadas de la manera adecuada. Y que su oratoria es una ciencia de las emociones, pero también el medio desde el que se desglosa un sistema de valores. “Hablar bien es una filosofía. Escribir bien es una manera de hacer el bien. Y Cicerón lo ha demostrado, exponiendo su propia elocuencia al servicio de una sociedad amenazada por la tiranía. Fue el enemigo jurado de cualquier despotismo y fue un heroico portavoz del Senado. Su arma fue una palabra: libertas (libertad, si es que la traducción hace falta).
Regresar al latín, a juicio de Gardini, no sería una regresión ni una extravagancia anacrónica, sino un recurso de Europa para reconocerse en su identidad y en el idioma que la ha estructurado en su idiosincrasia civilizadora. Escribir y hablar en latín nos haría buenos, como Cicerón. Y obscenos, como Catulo. Y conmovedores, como Virgilio. Y profundos, como Lucrecio, aunque este monumento de la lengua latina nunca se hubiera engendrado sin la evangelización de Catón (234-149 antes de Cristo) y de Plauto (250-184 antes de Cristo). Sujetaron ellos las columnas del idioma, predispusieron el primer hálito de un prodigio que ha sobrevivido mucho más allá de su tiempo y de su espacio. Lo demuestran las misas pontificias y las patadas que le damos al diccionario latino (de motu propio, a grosso modo, el quiz de la cuestión…), tanto como lo hacen la adhesión al idioma en que llegaron a significarse por los siglos de los siglos Petrarca, Milton, Ariosto, Tomás Moro, pero también Rilke, Montale, Beckett, Joyce o Jorge Luis Borges.
“No sin cierta vanagloria, había comenzado en aquel tiempo el estudio metódico del latín”, escribió el sabio argentino. Evoca la frase Gardini al inicio de su ensayo. O habría que decir en el incipit, pues cualquier libro está lleno de expresiones y abreviaciones latinas (circa, sic, op. cit.), como los garbanzos que el profesor italiano nos ha puesto por delante para seguir el camino hacia “la plenitud cultural” y la resistencia ciceroniana.
“Hay que estudiar latín”, concluye Gardini, “no sólo para disfrutar, sino además para educar el espíritu, para darle a las palabras toda la fuerza transformadora que se aloja en ellas”. Y para entenderse con un cura alemán que está tirado con el coche en la carretera. Y decirle: “Desolatus”.
El latín es una lengua de la rama itálica de la familia lingüística del indoeuropeo que fue hablada en la antigua Roma y, posteriormente, durante la Edad Media y la Edad Moderna, y llegó a la Edad Contemporánea, pues se mantuvo como lengua científica hasta el siglo XIX. Su nombre deriva de una zona geográfica de la península itálica donde se desarrolló Roma, el Lacio (en latín, Latium).
Adquirió gran importancia con la expansión de Roma, y fue lengua oficial del imperio en gran parte de Europa y África septentrional, junto con el griego. Como las demás lenguas indoeuropeas en general, el latín era una lengua flexiva de tipo fusional con un mayor grado de síntesis nominal que las actuales lenguas romances, en la cual dominaba la flexión mediante sufijos, combinada en determinadas veces con el uso de las preposiciones, mientras que en las lenguas modernas derivadas dominan las construcciones analíticas con preposiciones, mientras que se ha reducido la flexión nominal a marcar solo el género y el plural, conservando los casos de declinación solo en los pronombres personales (estos tienen, además, un orden fijo en los sintagmas verbales).
El latín originó un gran número de lenguas europeas, denominadas lenguas romances, como el portugués, el gallego, el español, el asturleonés, el aragonés, el catalán, el occitano, el francés, el valón, el retorrománico, el italiano, el rumano y el dálmata. También ha influido en las palabras de las lenguas modernas debido a que durante muchos siglos, después de la caída del Imperio romano, continuó usándose en toda Europa como lingua franca para las ciencias y la política, sin ser seriamente amenazada en esa función por otras lenguas en auge (como el castellano en el siglo XVII o el francés en el siglo XVIII), hasta prácticamente el siglo XIX.
La Iglesia católica lo usa como lengua litúrgica oficial (sea en el rito romano sea en los otros ritos latinos), aunque desde el Concilio Vaticano II se permiten además las lenguas vernáculas. También se usa para los nombres binarios de la clasificación científica de los reinos animal y vegetal, para denominar figuras o instituciones del mundo del Derecho, como lengua de redacción del Corpus Inscriptionum Latinarum, y en artículos de revistas científicas publicadas total o parcialmente en esta lengua.
El estudio del latín, junto con el del griego clásico, es parte de los llamados estudios clásicos, y aproximadamente hasta los años 1960 fue estudio casi imprescindible en las humanidades. El alfabeto latino, derivado del alfabeto griego, es ampliamente el alfabeto más usado del mundo con diversas variantes de una lengua a otra.
Hoy en día, el latín sigue siendo utilizado como lengua litúrgica oficial de la Iglesia católica de rito latino. Su estatus de lengua muerta (no sujeta a evolución) le confiere particular utilidad para usos litúrgicos y teológicos, ya que es necesario que los significados de las palabras se mantengan estables. Así, los textos que se manejan en esas disciplinas conservarán su significado y su sentido para lectores de distintos siglos. Además, esta lengua se usa en medios radiofónicos y de prensa de la Santa Sede. El papa entrega sus mensajes escritos en este idioma; las publicaciones oficiales de la Santa Sede son en latín, a partir de las cuales se traducen a otros idiomas. En noviembre de 2012 fue fundada la Pontificia Academia de Latinidad por el Papa Benedicto XVI para potenciar el latín en todo el mundo. En la Iglesia anglicana, después de la publicación del Libro de Oración Común anglicano de 1559, una edición en latín fue publicada en 1560 para usarse en universidades; como en la de Oxford, donde la liturgia se celebra aún en latín. Más recientemente apareció una edición en latín del Libro de Oración Común de los Estados Unidos de 1979.
Como colofón, les invito a compartir conmigo la emocionante versión coral del Himno de la Unión Europea: la Oda a la Alegría de Ludwig van Beethoven. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt
1 comentario:
Magna est veritas ...
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