jueves, 29 de febrero de 2024

[ARCHIVO DEL BLOG] Los rostros del exilio. [Publicada el 07/03/2019]












En abril de 1961 la revista "Life en español", a la que mi padre estaba suscrito desde hacía muchos años, publicó un reportaje fotográfico conmemorando el primer centenario del inicio de la guerra civil estadounidense, en el que incluía entrevistas con algunas de las escasas personas que vivieron aquel momento, todas ellas con más de cien años de edad. Recuerdo que lo leí con emoción (ya se intuía mi interés por la historia) y se me quedó grabado en la memoria a pesar de mis cortos quince años de vida. 
He vuelto a recordarlo releyendo estos días, en que se cumplen los ochenta años del final de la guerra civil española, sendos artículos del escritor Félix Santos y del historiador José Andrés Rojo, sobre la inmensa deuda que España tiene con aquellos hombres y mujeres que, a pesar de ser derrotados y humillados, acabaron venciendo, sin rencor, cuando en 1978 la democracia volvió a España. Y me pregunto cuantos miles de españoles aún vivos recordarán aquellos días de 1939.
Por estas fechas, comienza diciendo Santos,  hace 80 años, entre mediados de enero de 1939 y finales de febrero, cerca de medio millón de españoles cruzaron la frontera francesa. Conformaban una abigarrada multitud de fugitivos que llenaba todas las carreteras que conducían al país vecino. Una marea humana. Nunca España, en su larga historia de migraciones, había conocido un éxodo de tales dimensiones.
Todas las vías y caminos comarcales que conducían a la frontera francesa se atiborraron de gente. La mayoría iban a pie, pero también abundaban los más diversos medios de transporte, camionetas, coches, vehículos militares, ambulancias, carros, mulas, caballos... Muchos de los fugitivos eran soldados con una manta enrollada y cruzada en banderola y sus fusiles al hombro. Otros muchos eran civiles, ancianos caminando con dificultad, llevando a un niño de la mano, jóvenes mujeres con pequeños en brazos, algunos mutilados apoyándose en muletas.
Derrotados, agotados por las duras jornadas vividas, desmoralizados, hostigados por la aviación franquista, italiana y alemana, que en vuelos rasantes, atacándoles por la espalda, les ametrallaba sin piedad. Caminaban acogidos a un tenso silencio, tan solo roto por el alboroto y la estampida que ocasionaban los ametrallamientos de la aviación. Se sabían derrotados pero también que habían luchado por una causa justa. Su caminar quería ser apresurado, sentían prisas empujadas por el pánico que se había propagado tras recibir la noticia de la caída de Barcelona y de las brutales represalias, pero resultaba ralentizado por el embotellamiento de fugitivos y vehículos en las carreteras.
Todo estaba perdido. Se trataba de escapar como fuera. Jóvenes soldados, impacientes, abandonaban las carreteras por las que era dificultoso avanzar y optaban por trochas rurales que ascienden por las montañas. Era una huida caótica, masiva, improvisada. El objetivo era alcanzar cuanto antes la frontera francesa donde esperaban protección. Tardarían varios días en llegar a territorio francés.
Se tomaron algunas fotografías que documentan aquella descomunal catástrofe. Están reproducidas en libros como el de Antonio Vilanova, Los olvidados; el de Geneviève Dreyfus-Armand, L’exil des républicains espagnols en France, o el de Ian Gibson, Ligero de equipaje. En ellos vemos soldados republicanos avanzando por una ladera nevada de los Pirineos; hombres con un hatillo al brazo y un pequeño de la mano o sobre los hombros; hombres con maletas y de la mano un niño sin una pierna, con muleta; una apretada muchedumbre en Le Perthus; mujeres con maletas y críos; un camión cargado con un cañón, rodeado de fugitivos; una columna de soldados republicanos cruzando un puente, ya en la frontera; joven mujer con niños tapados con mantas; columna de camiones sobre los que viajan hombres cubiertos con mantas; montones de fusiles entregados, ya en suelo francés, por los soldados republicanos españoles bajo la mirada de gendarmes franceses...
Entre aquellos fugitivos iba el poeta Antonio Machado. Las autoridades republicanas le habían facilitado un coche en el que viajaba con su anciana madre, su hermano José con su mujer y algún otro amigo. La última noche que el poeta pasó en España lo hizo en la cocina de una masía situada entre Orriols y Viladasens. Su hermano José describió meses después, en el exilio, aquella última aciaga noche que pasaron en suelo español: “El Poeta, en esta noche de horrible pesadilla, parecía una verdadera alma en pena entre aquella desasosegada multitud. Miraba en silencio aquellos diversos corrillos que se habían formado aquí y allí... El alba nos iba a encontrar a todos mucho más viejos que cuando llegamos... En aquella noche demoníaca entraban y salían milicianos con sus mantas y fusiles, cargados además con grandes ramas para revivir el fuego, ya casi extinguido. El frío del amanecer se sentía hasta la médula de los huesos... El Poeta, entumecido y agobiado, guardaba el más profundo silencio viéndose rodeados de todas estas gentes que, como en una última oleada de un baile infernal y en un postrer espasmo de movimiento, recogían sus pobres bagajes de maletas, sacos y bultos de las más extrañas formas, para seguir el triste camino del destierro”.
Los últimos 500 metros antes de llegar a la frontera, Machado y sus familiares tuvieron que hacerlos a pie, porque la aglomeración era tal que impedía avanzar a los vehículos. Era una pendiente atroz. Ya en la línea fronteriza siguieron agolpados entre miles de refugiados. Los gendarmes franceses, desbordados, actuaban con gran dureza. Ya en territorio francés, un viejo coche recogió a Antonio Machado y a su familia y los condujo a Colliure, una localidad del litoral. Allí, se instalaron en la Pensión Quintana. A los pocos días fallecerían, rotos de tristeza, la madre y el hijo.
Al evocar ahora aquellas dramáticas escenas de la España derrotada, me viene a la memoria lo que dijera Albert Camus sobre la guerra civil española: “Fue en España donde mi generación aprendió que uno puede tener razón y ser derrotado, golpeado; que la fuerza puede destruir el alma y que, a veces, el coraje no tiene recompensa”.
Pero la Historia siguió su curso y, a la vista de la España de hoy, no podemos asegurar que el coraje de aquellos combatientes republicanos no consiguiera a largo plazo sus objetivos. Ochenta años después de aquel desastre, la democracia y la libertad por la que aquellos fugitivos habían luchado se ha asentado en nuestro país. El fascismo y el totalitarismo que inspiraron a los vencedores de entonces, pronto quedó derrotado en Europa, y tardíamente, tras la muerte de Franco, en España. Y aunque ahora, en estos últimos años, se hayan producido retrocesos en la calidad de nuestra democracia, y aunque perduren sectores de la sociedad española, residuales pero ruidosos, que se resisten a condenar el franquismo, a eliminar todo reconocimiento y homenaje a sus protagonistas, a retirar sus símbolos y dar una justa satisfacción a las demandas de las víctimas, de ese combate también saldrá victoriosa la democracia. Aunque con rémoras, esa victoria ya está ocurriendo. El retardo de ese logro supondrá el creciente desprestigio y baldón de las fuerzas políticas, y de las autoridades religiosas, que siguen amparando a los nostálgicos del franquismo.
Cuando en febrero de 1939 las tropas del Ejército republicano se replegaron hacia Francia ante la imposibilidad de contener el avance franquista, escribe por su parte José Andrés Rojo, hicieron el esfuerzo de cruzar la frontera de manera ordenada y con la cabeza alta. Los combatientes llevaban por dentro todo el dolor del mundo y estaban agotados y rotos, pero tenían también la profunda convicción de haber hecho cuanto estaba en sus manos para derrotar al enemigo y defender las libertades que la República trajo a España y su proyecto de justicia social y modernización del país. Cada cual lo hizo a su manera. Y hubo seguramente de todo. Algunos lucharon más convencidos, otros con menos entusiasmo, y los hubo que lo hicieron obligados.
La situación era caótica, una inmensa cantidad de hombres y mujeres llenaba las carreteras, y corrían todos las mayores penalidades con tal de evitar las represalias que se avecinaban, la muerte y la cárcel, la pérdida de un mundo que se venía abajo. El caso es que se consiguió que una parte importante de las tropas republicanas pasara a Francia en perfecta formación. Ahí estaban, podían haber sido derrotados pero conservaban la dignidad intacta y vivos los valores por los que habían batallado. Algunos pocos pudieron regresar para seguir defendiendo lo que todavía quedaba de República, pero la gran mayoría terminó en los campos de concentración que se habilitaron de cualquier manera para hacer sitio a esa marea humana que consiguió escapar de la dictadura que se venía encima. Empezaba para todos ellos el exilio, los exilios, muy diferente el de cada uno. Cómo sobrevivir, cómo empezar de la nada y, en muchos casos, sin nada. Cómo tirar adelante, cómo inventarse de nuevo.
Se conoce mal y se ha contado muy poco lo que significó para tantos españoles esa enorme travesía que empezó durante aquellos días, hace ahora ochenta años. Ferran Planes fue uno de ellos. Durante la guerra llegó a ser teniente de la Comandancia de Artillería del IX Cuerpo de Ejército y terminó escribiendo sus peripecias en una reveladora crónica que tituló El desbarajuste. “Yo seguía en mis trece: democracia de tipo occidental, antifascismo, y me oponía al marxismo, porque no admitía la falta de libertad ni clase alguna de dogmatismo”, apunta allí cuando narra el momento en que muchos soldados republicanos formaron una Compañía de Trabajadores Extranjeros que colaboró en la construcción de una suerte de “segunda línea Maginot” para frenar el avance del nazismo en tierras francesas. Le tocó vigilar el trabajo de su sección junto a un tipo que procedía de Bretaña. “Y el caso es que yo”, escribe, “que no era francés, me interesaba apasionadamente por aquella guerra, con la que vinculaba el porvenir del mundo (...), mientras él sólo soñaba con el regreso al hogar”.
Fue precisamente eso, el hogar, lo que perdieron los españoles que no tuvieron más remedio que partir. Muchos de ellos no consiguieron nunca irse del todo. Tenían siempre la maleta lista para volver. Así que vivieron en el filo de una navaja. A un lado, el mundo que habían dejado atrás; al otro, aquél en el que les tocó salir adelante. Cuando por fin consiguieron regresar, quién sabe si con la esperanza de retomar el hilo donde lo habían dejado, descubrieron que su hogar ya no era el mismo, y que tampoco ellos mismos se reconocían. Si alguien les hubiera preguntado quiénes eran, seguramente habrían contestado como Ulises a Polifemo: “Mi nombre es nadie”. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt 













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