Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz martes. Las élites urbanas se llevan las manos a la cabeza mientras ven como Vox se inflitra en el discurso del campo, comenta en El País el escritor Sergio del Molino, pero hasta ahora no han prestado la menor atención a sus quejas. Les recomiendo encarecidamente la lectura de su artículo y espero que junto con las viñetas que lo acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos. HArendt. harendt.blogspot.com
Lecciones de las guerras carlistas para las tractoradas de hoy
SERGIO DEL MOLINO
07 FEB 2024 - 05:00CET
Mi colega Víctor Amela y yo compartimos una fascinación muy friqui por el carlismo del XIX, que en su caso se explica porque su familia procede de la comarca de Els Ports, territorio carlistón. Yo no tengo disculpas autobiográficas: me alucina el carlismo por su rareza, pertinacia y burricie. Si la historia de España fuera Star Trek, los carlistas serían los klingons. Hablando con Amela el otro día, me descubrió un libro de tres diputados liberales de tiempos de Espartero: Historia de la guerra última en Aragón y Valencia, publicado en 1845 y rescatado en este siglo en edición crítica por el profesor Pedro Rújula, uno de los mayores expertos en el carlismo histórico.
La lectura contiene enseñanzas muy actuales que enriquecen el debate de hoy sobre el campo, la extrema derecha y las sequías que avientan las tractoradas. Historia de la guerra última es obra de tres turolenses: Francisco Cabello, nacido en Torrijo del Campo; Francisco Santa Cruz, nacido en Orihuela, pero asentado en Griegos y la sierra de Albarracín, y Ramón María Temprado, de Villarluengo. Eran tres liberales en una provincia carlista, y vivieron la primera guerra ídem en sus carnes. Con su libro querían contarles a los liberales de Madrid, señoritingos que no habían visto a un carlista ni en retrato, a qué se enfrentaban y cómo podía un Estado liberal prevenir futuras guerras.
Su resumen: las élites tenían que dejar de mirarse el ombligo matritense y pisar más el campo, construir carreteras y ferrocarriles y hacerse presentes en esas comarcas. Los carlistas se alimentaban del resentimiento labriego de unos aldeanos que se sentían abandonados —con razón— en el culo del mundo. El único remedio era acogerlos en el cuerpo político de la nación.
Salvando todas las distancias históricas, en el fondo, seguimos en las mismas. Las élites urbanas se llevan las manos a la cabeza al ver cómo Vox se infiltra en los discursos y las organizaciones campesinas (el consejero voxero de Agricultura de Aragón, Ángel Samper, es un dirigente histórico de Asaja, por ejemplo), pero hasta ahora no han prestado la menor atención a sus quejas. Curiosamente, Cabello, Santa Cruz y Temprado eran muy críticos con los indultos y amnistías que el Gobierno isabelino otorgaba a los carlistas, y abogaban por ser menos generosos con los insurrectos y más atentos con los campesinos. Qué dirían hoy de un Gobierno paralizado por amnistiar a la carta a un señorito de la élite catalana, mientras los tractores de los agricultores arruinados cortan las carreteras porque nadie les ha hecho ni caso. Sergio del Molino es escritor.
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