sábado, 17 de febrero de 2024

[ARCHIVO DEL BLOG] ¡Malditas patrias! [Publicada el 17/2/2017]











Mi admirada Hannah Arendt, en su tesis doctoral El concepto de amor en San Agustín, leída en 1928 en la Universidad de Heildelberg bajo la dirección de Karl Jaspers, expone que el amor al prójimo es para Agustín simplemente un medio para el verdadero fin, según él, de la vida humana: el disfrute de Dios tras la muerte, no un fin en sí mismo. Arendt, dice su comentarista el profesor Alfonso Ballesteros en Innovación versus conservación. La tensión entre la política y el derecho en la obra de Hannah Arendt, partiendo de esa convicción llega a la conclusión final de que no se puede amar a un pueblo, una nación, una idea, un partido, una patria; que únicamente se puede amar a las personas, a personas concretas e individualizadas. Una opinión que comparto, de ahí, quizá, mi repulsa al fenómeno nacionalista.
Una de las entradas más leídas del blog, a día de hoy en 2415 ocasiones, es la titulada Federalismo mejor que nacionalismo. Publicada el 22 de abril de 2011 en un lenguaje bastante procaz, inhabitual en mí, era producto del cabreo que me había provocado el espectáculo de banderas españolas y catalanas flameando en la final de la Copa del Rey de aquel año entre el Real Madrid C.F. y el Barcelona F.C. 
Soy un federalista convencido, decía en ella. No solo creo que el federalismo es la mejor forma, la más perfecta, de organizar políticamente una sociedad, es decir, de organizar un Estado, sino que como expresaba y sigo expresando en la columna de presentación del blog, es también el mejor marco donde desenvolver y desarrollar la autonomía personal, el autogobierno de los pueblos y los Estados, y la democracia como procedimiento y fin en sí misma. 
Las palabras significan lo que significan, pero muchas veces hacemos mal uso de ellas. Algunos por ignorancia, sin mala intención; otros malévolamente, con intención insana de mentir y de hacer daño. Por ejemplo, con la palabra "patria". Una hermosísima palabra cuyo significado original (y cito al respecto el diccionario de la lengua española de la RAE) no es otro que el de la tierra natal o adoptiva ordenada como nación, a la que se siente ligado el ser humano por vínculos jurídicos, históricos y afectivos. También, el lugar, ciudad o país en que se ha nacido. Y si nos atenemos a su etimología latina, el lugar de nuestros padres. Lo malo se produce cuando esa hermosa acepción latina de "la tierra de nuestros padres", y por extensión, la nuestra, acaba convirtiéndose en epítome de lo más repugnante que tiene el nacionalismo, excluyendo de su goce a todos los demás. Es lo que están pretendiendo los nacionalismos populistas que están corroyendo a marchas forzadas los fundamentos últimos de la herencia común europea, o por citar ejemplos más cercanos, los nacionalismos catalán o vasco. Que de momento ninguno de los dos esté poniendo bombas es de agradecer, por supuesto, pero su desprecio moral por el "otro", es el mismo. Y en el caso vasco, las bombas acaban de callar como quien dice, ayer mismo.
No sé si casualmente, lo recuerdan Fernando Savater y Mario Vargas Llosa en sendos artículos aparecidos el domingo pasada en El País. El primero, Odio, de Savater, que se inicia con una frase de Stendhal: "Lector, no desperdicies la vida en odiar y tener miedo", está dedicado a la memoria de Joseba Pagaza, jefe de la policía local de Andoáin, asesinado por ETA tal día como ayer de hace catorce años. 
El odio causa hoy especial inquietud pública, dice Savater. Caracteriza un tipo delictivo, fomenta el odio y provoca la exclusión y la persecución del prójimo. Es el odio contra individuos o grupos humanos que nos envenena por semejanza con lo odiado, añade. Al final de Lucien Leuwen, sigue diciendo, Stendhal recomienda al lector, no desperdiciar la vida en odiar y tener miedo. Habla del odio y el miedo a personas o a nosotros mismos, señala, pero odiar ciertas ideas o ciertos comportamientos creo que es una forma de salud mental, añade. No debe ser considerado delito, sino casi una obligación. Por ejemplo, detestar la idea más abominable, la que considera a alguien culpable o despreciable por lo que es y no por lo que hace. Una idea que vuelve a estar de moda, si es que alguna vez dejó de estarlo.
Mañana, comenta Savater, nos reuniremos en Andoáin para recordar el asesinato de Joseba Pagaza. Yo no odio a Gurutz Aguirresarobe, dice, su asesino, juzgado y condenado, que purga su pena en prisión. Ni siquiera odio a los espías del pueblo, que dieron la información necesaria para el crimen y siguen impunes. Ni a sus amigos y familiares que dieron una rueda de prensa exculpatoria en el Ayuntamiento de Hernani, donde fue detenido, auspiciada por la entonces alcaldesa y hoy parlamentaria Marian Beitialarrangoitia. Odio la ideología tribal y obtusa de quien ordenó su muerte, de quien la ejecutó, de los que la justificaron. La odio porque sigue activa, emponzoñando almas e instituciones.
El otro artículo que deseaba comentar se titula El país de los callados, y está escrito por nuestro Premio Nobel, Mario Vargas Llosa, glosando los años de sangre y terror provocados por el terrorismo etarra con la excusa de reseñar la reciente novela de Fernando Aramburu, Patria.
Debo haber leído decenas de artículos sobre ETA, dice Vargas LLosa, y muchos ensayos, pero sólo Patria (Tusquets Editores), la novela de Fernando Aramburu, me ha hecho vivir, desde adentro, no como testigo distante sino como un victimario y una víctima más, los años de sangre y horror que ha sufrido España con el terrorismo etarra. La novela nos seduce, nos soborna con su magia verbal y sus astutas alteraciones de la cronología y los puntos de vista, hasta convencernos de que aquella historia no está escrita, que es la vida pura y simple, y que estamos sumidos en ella viviéndola a la par que sus personajes. Hace tiempo que no leía un libro tan persuasivo y conmovedor, tan inteligentemente concebido, una ficción que es a la vez un testimonio tan elocuente sobre una realidad histórica como lo fueron, en su momento, la novela de Joseph Conrad The Secret Agent, sobre los anarquistas londinenses del XIX, o La Condition humaine, de André Malraux, sobre la Revolución China.
La acción transcurre en un pueblecito innominado, sigue diciendo, cercano a San Sebastián, donde dos familias, hasta entonces muy unidas, se van enemistando, trastrocando la amistad en odio, por culpa de la política. Mejor dicho, de la violencia disfrazada de política. Al principio, se diría que todos los vecinos hacen causa común con la subversión; eso indicarían las pintas, las pancartas, las manifestaciones ante el Ayuntamiento pidiendo la liberación de los presos, los cupos revolucionarios que pagan los pudientes a Patxo, el patrón de la taberna, discreto responsable político de ETA, los insultos y el asco que inspiran los despreciables “españolistas”. Pero, a medida que nos vamos acercando a la intimidad de las familias, y las escuchamos hablar en voz baja, sin testigos, comprendemos que la gran mayoría de los vecinos disfraza sus sentimientos porque tiene miedo, un pánico que los acompaña como su sombra. No es gratuito, porque la pandilla de los que sí creen, los convencidos, son unas temibles máquinas de matar, implacables cuando toman represalias y ahí están como prueba irrefutable los cadáveres que de tanto en tanto aparecen en las calles. Que lo diga Txato, un empresario empeñoso y buena gente, que, además de su familia, adora jugar al mus y hacer dominicales travesías en su bicicleta. ETA le pide cada vez más dinero y él lo entrega, para llevar la fiesta en paz, pero las demandas son cada vez mayores y, pasado cierto límite, deja de hacerlo. Entonces, todas las paredes del lugar se llenan de inscripciones llamándolo traidor, vendido, cobarde y miserable. La gente deja de saludarlo; el repugnante párroco, don Serapio, le aconseja marcharse. Hasta que una tarde lluviosa le clavan cinco tiros por la espalda.
Su viuda, Bittori, irá al cementerio a conversar con su cadáver a lo largo de los años, a contarle los avatares de su destrozada familia y su angustiosa duda respecto al etarra que lo mató: ¿será Joxe Mari, el hijo de su ex íntima amiga Miren, al que de niño el pobre Txato enseñó a montar en bici y acostumbraba comprarle chocolates? Joxe Mari, personaje estremecedor, muchacho forzudo, inculto y un tanto bestia, se hace terrorista no por razones ideológicas —su información política no va más allá de creer que España explota a Euskal Herria y que sólo la lucha armada logrará la independencia— sino por amor al riesgo y una confusa fascinación por los violentos. Seguimos muy de cerca su educación de terrorista, en la clandestinidad de Bretaña, su aburrimiento con la teoría y su excitación con las prácticas donde le enseñan a fabricar bombas, preparar emboscadas y matar con rapidez. Estamos con él, dentro de él, cuando comete su primer asesinato, cuando la policía lo captura y es torturado, y durante los largos, lentos años de una cárcel de la que, acaso, nunca saldrá vivo.
Las gentes de Patria, sigue diciendo, son héroes epónimos ni grandes villanos, sino seres comunes y corrientes, pobres diablos algunos de ellos, que no tendrían el menor interés en otras circunstancias. Los más interesantes no lo son porque posean virtud excepcional alguna, sino por la ferocidad con que se abate sobre ellos la violencia física y moral, condenándolos a unas rutinas hechas de hipocresía y silencio en “este país de los callados”, y por la estoica resignación con que soportan su suerte, sin rebelarse, sometiéndose a ella como si se tratara de un terremoto o un ciclón, es decir, una tragedia natural inevitable.
La atmósfera en que discurren estas vidas, añade, es uno de los grandes logros de la novela: pesada, agobiante, repetitiva, amenazadora. El tiempo apenas circula, a veces se detiene. Consigue este efecto una estructura narrativa audaz, hecha de pequeños episodios que no se suceden cronológicamente sino saltando, atrás y adelante, violentando la secuencia temporal, alejados o acercados para establecer entre ellos un contrapunto esclarecedor, una cronología en la que a menudo las consecuencias preceden a las causas y el pasado y el futuro se entreveran hasta convertirse en un presente que funde lo que ha ocurrido con lo que luego ocurrirá. El lector no se pierde en estos saltos temporales; por el contrario, se impregna de esa eternidad instantánea —el elemento añadido— en que parecen ocurrir las peripecias de la historia.
La novela está escrita, dice, en un lenguaje en que el narrador y los personajes se alejan o se funden, un punto de vista sutil y complejo, en que estas mudanzas se suceden de manera imperceptible, confundiendo lo objetivo y lo subjetivo, el mundo de los hechos y el de las emociones y fantasías, las cosas que de veras ocurren y las reacciones que ellas suscitan en las mentes. La novela construye de este modo una totalidad autosuficiente, la máxima hazaña de un novelista.
El libro, una historia tan infeliz como hechicera, continúa diciendo, es también una clara toma de posición, una rotunda condenación de la violencia, de los fanatismos e ignorancias que la suscitan. Y una descripción muy sutil de la degradación moral que ella provoca en una sociedad, corroyendo sus valores, enemistando y envileciendo a la gente, destruyendo las instituciones y las relaciones humanas. Pero evita, con buen tino, las disquisiciones ideológicas, limitándose a mostrar, a través de episodios escuetos y siempre seductores, cómo, sin quererlo ni saberlo, toda una sociedad de gentes sanas, sin misterio, va siendo arrastrada poco a poco, concesión tras concesión, a la complicidad y a veces a las peores vilezas.
Cuando Patria termina, ETA ha renunciado a la lucha armada y decidido actuar sólo en el campo político. Es un progreso, por supuesto. ¿Pero, se vislumbra alguna solución al problema de fondo, el condenado nacionalismo? El libro resulta más pesimista de lo que el autor quisiera. En la página final, las dos examigas, Miren, la madre del terrorista, y Bittori, la madre del asesinado, se abrazan, reconciliadas. Es el único episodio de esta hermosa novela que no me pareció la vida misma, sino una pura ficción. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt





 










No hay comentarios: