Sí, de nuevo un artículo del escritor Fernando Aramburu. Y van dos seguidos, lo que no es habitual en mí, pero que quieren ustedes..., me encanta lo que escribe este hombre.
Y usted, ¿de dónde es?, preguntaba al lector Aramburu, amablemente, como el que no quiere molestar, hace unos días en El Mundo. Ya puede uno emprender toda clase de ejercicios mentales, adoptar costumbres nuevas, aprender idiomas; ya puede uno viajar a países lejanos e incluso instalarse quizá para siempre en uno de ellos, que la sombra de la tribu original lo perseguirá hasta dondequiera que se esconda. Y cuando crea que la ha perdido de vista, vendrá un nativo curioso y se la recordará, si no es que se la hacen presente en cualquier esquina del día los susurros de su propia nostalgia.
Y usted, ¿de dónde es?, preguntaba al lector Aramburu, amablemente, como el que no quiere molestar, hace unos días en El Mundo. Ya puede uno emprender toda clase de ejercicios mentales, adoptar costumbres nuevas, aprender idiomas; ya puede uno viajar a países lejanos e incluso instalarse quizá para siempre en uno de ellos, que la sombra de la tribu original lo perseguirá hasta dondequiera que se esconda. Y cuando crea que la ha perdido de vista, vendrá un nativo curioso y se la recordará, si no es que se la hacen presente en cualquier esquina del día los susurros de su propia nostalgia.
Apretado por la penuria, César Vallejo evocaba en París, pidiendo perdón por la tristeza, su burro peruano en el Perú. Y yo he visto a gallegos llorosos en una ciudad alemana de provincias viendo a sus hijos bailar muñeiras ataviados con el traje regional. No anduvo uno lejos de contagiarse, aunque por azares del nacimiento no perteneciese a la estirpe gallega. Pertenecer, ser admitido: por tales veredas transitan, ya en fila india, ya en confuso escuadrón, las almas, la melancolía y las obsesiones. Yo no sé si el ser humano es tan sociable como lo pintan, a menos, claro está, que no tenga más remedio o le convenga; pero me va viniendo la certeza de que es por naturaleza gregario, propenso a integrarse en clanes y vecindades, en clubes y asociaciones. Construirse a partir de impulsos grupales una identidad es un asunto a primera vista privado y, por supuesto, legítimo. Allá cada cual con la olla podrida de sus sentimientos. Se dijera que contenemos un hueco entre el esternón y el espinazo, y también, pobres guiñapos pasajeros, que no acertamos a mantenernos erguidos si no atiborramos el hueco de imágenes y recuerdos, hábitos y convicciones, folclore y banderas. Algunos van más allá de su estatura, fundiéndose en señas identitarias selectas, y dan de lleno en el nacionalismo; el cual, como la religión, es una cuestión de fe que les aclara la complejidad del universo en menos de dos minutos. Yo no he conocido gente que dude menos.
He andado preguntando por las revueltas de la vida y parece que sí, que según todos los indicios es connatural a la especie humana el apego al paisaje de los afectos. Me han dicho que para ello es condición sine qua non que existan el referido paisaje y los referidos afectos; también, de ser posible, algo que llevarse a la boca de los recuerdos entrañables, porque, si no, despídete. Y es verdad que cuando uno incurre en esa variante del autoelogio que consiste en ensalzar la patria, rara vez focaliza sus emociones en los vertederos municipales ni seguramente en el suburbio donde se drogaba su hermano o mataron a su padre. Así y todo, se conoce que la constitución genética del organismo humano prevé una cantidad elemental de orgullo patriótico. Se trata del patriotismo en su acepción más amable, el cual vincula al individuo en forma positiva con los escenarios de la infancia y, adicionalmente, con el cementerio donde reposan sus ancestros.
Se debatía semanas atrás en Italia una ley que estipula la concesión de la nacionalidad italiana a los hijos de inmigrantes y refugiados nacidos en suelo italiano, y hay quienes desde la responsabilidad política se oponen con uñas y dientes al proyecto. ¿No es cruel condenar a la condición de extranjero a un ser humano sin pasado, vetándole por vía administrativa la posibilidad de un nexo identificativo con lo primero que vean sus ojos al salir de la cavidad materna?
Pero a lo que iba. Hay un punto como de agradable retorno al calor uterino cuando uno rememora el lugar tan susceptible de idealización donde dio sus primeros pasos, aprendió los números y las letras, besó y fue besado por vez primera con gusto erótico. A mí me parece humana por demás la sensación tranquila de lo propio y familiar, que a nadie hace daño, que no se empina políticamente contra nadie, y que, combinada con la conciencia de la pérdida, ha dado en tantas partes del mundo excelente literatura. Me reaviva dicha sensación el sonido fresco del chorro de sidra al romperse contra el fondo del vaso. Una determinada música, el olor del pan reciente, los triunfos del equipo de fútbol de mi ciudad natal, me alegran la tarde. Y cuánto me complace detenerme un instante a contemplar fachadas antiguas en las cuales me hago el ánimo de que se quedaron adheridos fragmentos de aquel que fui. Y si además llueve con suave y grata tristeza, entonces ya no hay duda de que estamos juntos, bajo el paraguas, todos los que fuimos, del mismo modo que, andando por las calles de París, César Vallejo se topaba de repente, a la vuelta de la esquina, con su burro peruano.
Ahora bien, todo este mobiliario más o menos cultural que lleva uno por dentro e incluso marcado en la cara pierde vigor creativo tan pronto como se resume en una bandera o en cualquier otro símbolo de efectos aglutinantes. Quiero decir que, cuanto mayor y más fértil es la inventiva del hombre, más pequeña es la necesidad de definirse a sí mismo mediante la fijación de unas señas de identidad colectivas. François Jullien (La identidad cultural no existe, Taurus, 2017) cuestiona la ilusión de poseer una cultura. Postula, por más productivo, el procedimiento de hacer de la herencia cultural un recurso para la creación de obras, objetos, ideas, que, por su propia novedad, por su inexistencia anterior, infringen la norma identitaria.
Esta es una de las causas por las que el nacionalismo, aunque se vista de revolucionario, es tradicionalista por naturaleza. Quizá su principal razón de ser no sea el ejercicio público del supremacismo, como le reprochan sus opositores, sino la circunstancia de que no puede subsistir sin limitar la creatividad de los ciudadanos. Ningún otro movimiento social de cierta relevancia a estas alturas de la Historia impone la aceptación sentimental de formas folclóricas autóctonas para el progreso de su causa. El siguiente paso es proclamar que las señas identitarias están en peligro. Las costumbres, el idioma, la religión, los fueros, en fin, lo antiguo y lo de siempre y las raíces y nuestra cara típica y nuestra alma doméstica van a desaparecer. ¿Cuándo? Ahora, en cualquier momento. Los atacantes, también llamados enemigos, son muchos y fuertes. Sus nombres cambian de unos países a otros; pero en todos los casos coinciden en representar la presencia del elemento invasor, llámese globalización, Estado centralista, llegada masiva de emigrantes, internet. Si tanto empeño tenemos en sostener una identidad como quien lleva un cirio en la procesión, quizá la pregunta que mejor nos puede poner en nuestro sitio no sea de dónde procedemos, sino adónde vamos, a la cual, por cierto, ya respondió Jorge Manrique en el siglo XV con ocasión de la muerte de su padre. Vamos a la mar, que es el morir, donde no ha de perdurar nada, absolutamente nada, de lo que somos. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: vámonos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt