miércoles, 8 de noviembre de 2023

Del futuro de la democracia

 





Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz miércoles. Mi propuesta de lectura para hoy, del filósofo Daniel Innerarity, va del futuro de la democracia. Se la recomiendo encarecidamente y espero que junto con las viñetas que la acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos. harendt.blogspot.com









El futuro de la democracia
DANIEL INNERARITY - El País
03 NOV 2023 - harendt.blogspot.com

Se han escrito muchos libros acerca de si la democracia tiene futuro, tratando de responder a la pregunta de si va a sobrevivir y cuánto tiempo le queda, pero me temo que el problema no es ese, sino que la verdadera crisis de la democracia es la falta de futuro. ¿En qué sentido? No se trata tanto de si la democracia tiene futuro, sino de qué futuro tiene la democracia, qué futuro nos ofrece: cuál es la relación que la democracia tiene con el futuro, en qué medida lo configura, anticipa, proyecta o teme, qué promesas, visiones e imágenes del futuro nos proporciona. No es tanto el futuro que le espera a la democracia, sino el que nos espera a nosotros en una democracia.
Muchos defectos de las democracias actuales tienen que ver con la mala calidad del futuro que proyectan. Un buen presente no basta para que la democracia resulte atractiva. El modo como divisemos el futuro condiciona nuestro afecto a la democracia. Detrás de mucho desapego hacia ella no hay otra cosa que un futuro frustrado.
Las democracias suscitan expectativas y modos de relacionarse con el futuro, esperanza o precaución. La democracia tiene la función de articular futuros deseables y no puede vivir sin esa promesa. Si esa promesa deja de ser plausible, también deja de serlo la democracia. Tarde o temprano la desconfianza respecto del gobierno se convierte en desprecio al “sistema” para acabar siendo desafecto hacia la democracia.
La democracia está en crisis porque lo está su futuro y tal vez eso explique por qué resulta tan atractivo el pasado. La expresión más rotunda de esta ausencia de futuro es que el futuro prometedor consistiría en la recuperación de un pasado supuestamente glorioso; el futuro estaría realmente en el pasado. La frustración respecto del futuro se compensa retornando a un pasado político mejor o inmutable. Hay quien desea volver a un pasado en el que se tenía más futuro. Puede consistir en hacer que América vuelva a ser grande, en el Imperio británico antes de la Unión Europea, volver a la familia de antes o a la nación homogénea y colonial, a la masculinidad dominante e incuestionada. También se da una curiosa combinación de neoliberalismo y nacionalismo en esa nueva derecha que aspira a tener ambas cosas, mercado e imperio.
Aunque se perciba a sí misma como progresista, tampoco la izquierda se relaciona demasiado bien con el futuro y apela a mantener el presente; sueña con que las cosas se limiten a no empeorar, mantener las conquistas sociales (del pasado), con un lenguaje literalmente conservador. Y a pesar de que se autodenomine transformadora, no hay futuro alternativo, sino una especie de futuro continuo, como mera prolongación o supervivencia. En la izquierda hay actualmente más resistencia que revolución.
Podríamos tomar esta cuestión del futuro como el elemento que mejor nos define políticamente. En última instancia, las diferencias ideológicas se basan en diferentes relaciones con el tiempo. La izquierda está preocupada por la desaparición del futuro, mientras que la derecha está más bien preocupada por la desaparición del pasado; la izquierda lamenta que el pasado tenga tanto peso en el presente (que intenta contrarrestar con la política fiscal o con la propuesta de la herencia universal, por ejemplo) y la derecha lamenta exactamente lo contrario (tratando, por ejemplo, de impedir que se revise el pasado con leyes de memoria).
En este contexto, la nueva cuestión social es la de los futuros desiguales. Desde esta perspectiva, las grandes divisiones del presente lo son entre quienes tienen al futuro de su parte y quienes tratan de defenderse de él. La auténtica brecha social no es la llamada polarización, sino el hecho de que unos, como la canción de The Rolling Stones, pueden decir “el tiempo está de mi parte” y otros no. Ya no es el clásico conflicto distributivo acerca de la propiedad de dinero y bienes, sino sobre quién tiene razones para esperar qué.
El futuro significa cosas distintas para las personas, en función de su edad y condición, a veces incluso contrapuestas. La discusión política es una confrontación de distintos futuros. Tal vez esto explique el resentimiento contra los migrantes, que son pobres de presente pero ricos de futuro, por parte de ciertos sectores de la población que son exactamente lo contrario, favorecidos en el presente y preocupados por el futuro. La tecnología parece amenazar las competencias adquiridas (en el pasado) y convertirnos en inútiles para el futuro. La economía distribuye futuros de una manera muy desigual: la inflación socava las seguridades de los cálculos económicos, las tasas de interés afectan de diferente manera a la capacidad de endeudarse de los diversos sectores sociales, la deuda pública es un mecanismo que contribuye a que el futuro sea asimétrico para los diferentes grupos sociales según la edad. La estructura urbana también reparte futuros desiguales: la periferia en relación con el futuro se concentra en barrios, geografías vacías y lugares mal comunicados, la movilidad o el cambio climático no es lo mismo para todos, el aumento de las temperaturas afecta de distinta manera a unos trabajadores que a otros, que haya o no zonas verdes, piscinas públicas o refugios climáticos, buenos transportes colectivos, es necesidad para unos y gasto superfluo para otros.
La solución a todo esto pasa por hacer creíble la promesa democrática de un futuro mejor y compartido. Un indicador de qué lejos estamos de un futuro igualitario y hasta qué punto lo hemos privatizado es el hecho de que en las encuestas se valore mejor la economía personal que la situación económica general, una percepción que puede compaginar optimismo personal con pesimismo colectivo. La privatización del futuro consiste en no esperar nada bueno en el plano colectivo y estar satisfecho con la propia situación, una actitud que pone de manifiesto, entre otras cosas, que hemos desvinculado nuestro destino individual del común y que hemos abandonado a su suerte a aquellos cuyo destino personal depende especialmente del destino de todos. Pero la democracia no es la mera agregación de futuros individuales sino la configuración de un futuro del que en buena medida dependen los futuros individuales, sobre todo de aquellos cuya única esperanza es que la política funcione bien.
La gran cuestión que debemos plantearnos es si podemos perseguir nuestro futuro privado sin prestar atención a los futuros comunes. La idea liberal es que el Estado debe ocuparse de posibilitar el futuro privado, sin entender que, en la era de los destinos entrelazados y las amenazas compartidas, ni siquiera es posible la promoción personal sin el cuidado de ciertos bienes públicos. Para asuntos como el cambio climático, la salud pública o la seguridad no podemos garantizarnos privadamente la protección a la que tenemos derecho si no hay una estrategia compartida, pública y global, de ciertos bienes comunes, es decir, de un futuro igualitario. Con el aire acondicionado, sin acometer compromisos públicos y globales contra el cambio climático, lo único que nos aseguramos es una muerte más confortable.
El futuro no es solo un asunto individual o familiar, privado. La democracia es un procedimiento para hacer visible ese vínculo entre lo individual y lo colectivo, negociando su articulación. En ella se lleva a cabo la distribución equitativa de futuros haciendo explícito el futuro en el que queremos vivir y los correspondientes derechos y deberes.
































[ARCHIVO DEL BLOG] El cadáver de Dios. [Publicada el 21/02/2018]











Guy Debord llegó a la revolución de la misma manera que otros llegan a la literatura, combinando memoria y deseo a partes iguales. Por algo así, Debord nunca olvidaría que un fragmento del Mayo francés era suyo, que le pertenecía en cada una de sus consignas. Eslóganes que ocupaban la mayoría de los muros de un París electrizado, contraseñas que asumirán su valor de uso desde el mismo momento en que penetraron en las estructuras psíquicas de una sociedad revuelta, escribe en la revista Jot Down Roberto Montero González, más conocido como Montero Glez (1965), un escritor español cuya obra enlaza con la tradición del esperpento de Valle Inclán y el realismo sucio de Charles Bukowski.
Hasta entonces, hasta la aparición de Guy Debord, la praxis no había hecho más que reforzar el mundo, comienza diciendo. Con las teorías de Guy Debord, llegaba la hora de destruirlo. Porque nadie como él, nadie como Debord, supo percibir el intenso perfume de la memoria hasta hacerlo presente de aquel modo, dando utilidad a las palabras para activar con ellas los resortes de una revolución que denunciará la miseria desde el mismo corazón de la riqueza. A la sombra del cadáver de Dios —y anticipándose al Mayo francés— Guy Debord había conseguido publicar un manual de preparativos para la ceremonia en la que París se iba a casar con el siglo. Su título: La société du spectacle.
Hasta el momento de su publicación, en noviembre de 1967, las relaciones fetichistas que han dado lugar a la historia —y, por extensión, sus formas de conciencia correspondiente— no habían sido denunciadas con una carga crítica tan profunda. Si la historia de la humanidad es la historia de la lucha de clases, Debord va a conseguir el salto vital del siglo al señalar el origen esotérico de la citada lucha de clases. Porque para Guy Debord el conflicto continuado que se da dentro de las estructuras de la sociedad de la mercancía tiene su origen en la misma mercancía y en su relación con el ser humano.
De esta manera, el concepto marxiano del fetichismo de la mercancía es recogido por Debord para ser aplicado a la denominada sociedad del espectáculo hasta darle la vuelta. Se trata de invertir la jerarquía de un mundo donde las relaciones fluyen solo en un sentido: de arriba hacia abajo, de poderoso a oprimido. En la denominada sociedad del espectáculo las relaciones se falsifican, la exclusión se hace pasar por participación y la pérdida de realidad se hace pasar por realización. Al final, en la sociedad del espectáculo se termina confundiendo necesidad con deseo.
Debord, que ha leído y comprendido a Marx, asume que la mercancía está llena de «humoradas teológicas». Al igual que los fetiches son venerados por su propiedad sobrenatural, nosotros apreciamos la mercancía por su propiedad invisible; una propiedad esotérica que es valor de cambio en las relaciones sociales. Con todo, el fetichismo de la mercancía, lejos de ser ilusión, es realidad. Una realidad muy alejada de la ciencia, tal y como escribiría Marx, ya que, hasta el momento, «ningún químico ha descubierto valor de cambio en las perlas o en los diamantes».
El fetichismo de la mercancía y su paradoja, llevarían a Debord a plantearse que el concepto de lucha de clases no es más que una teoría para liberar el capitalismo de residuos de la misma manera que el aparato digestivo libera jugos gástricos. Solo hay una forma en la que se le puede cortar la digestión al capitalismo: golpeando en el hígado. Por algo Guy Debord siempre aspiró a ser un cruce de boxeador y poeta, entre Arthur Cravan y Lautréamont. Al final traspasaría las membranas psíquicas con la intensidad de ambos en lo que respecta a su deriva, a su aproximación romántica a la vanguardia, llegando hasta el cielo del espectáculo para denunciarlo. Desde las solapas de sus libros nos avisan de las veces en las que Debord «despertó mayor interés en la policía que en los órganos que se encargan de la difusión del pensamiento».
Bien mirado, Guy Debord es un hereje que propone el retorno a las fuentes originales del marxismo, un credo que ha sido pervertido con desviaciones estalinistas. Porque para Debord, el marxismo había dejado de ser ideología para convertirse en dogma de una religión burocrática con todo lo que eso acarrea. El estalinismo será el ejemplo debido a sus procedimientos rituales y sus purgas. Fue en ese preciso instante, momento en el que el estalinismo interpretaba el pensamiento de Marx en beneficio propio, cuando apareció Guy Debord. Un tipo mofletudo y con olor a coñac que llegaba a tiempo para practicar el exorcismo con toda la mala conciencia del fracaso. En realidad, fue la historia quien lo había elegido para su próxima actuación.     
El hilo conductor entre el Marx más esotérico y el Debord más acertado va a ser otro hereje. Su nombre: Henri Lefebvre; un marxista que, a finales de los años cincuenta, impartió un curso de sociología en Nanterre al que asistiría Debord. Aunque Lefebvre está a punto de ser expulsado del Partido Comunista, se encuentra pletórico, está en su mejor momento. El asunto de su inevitable expulsión parece llenarlo de energía. Suele pasar. En aquel curso, Lefebvre construirá momentos que atraparán a Debord como si fueran «situaciones» o, lo que es lo mismo, revoluciones en la vida cotidiana. De esta manera, Lefebvre señalaría el punto vital donde había que atacar y Debord pondría en práctica su golpe más doloroso.
Debord asumiría a Lefebvre, que es como decir que asumiría los hechizos fatales que van desde Judas el Oscuro hasta Artaud, por nombrarlo con palabras del propio Lefebvre. Sin embargo, la arqueología del pensamiento de Debord no se reducía a Lefebvre por mucho que Lefebvre pensase lo contrario. Cuando Debord llegó al curso de Lefebvre lo hacía fogueado. Cargaba intuiciones de calado. Por ejemplo, Debord sospechaba que existía un ámbito sin descubrir y ese era el de la creación de situaciones; la construcción concreta de ambientes de vida momentáneos y su trasposición a una calidad pasional superior que no se producirá ni en un espacio ni en un tiempo marginal, sino sobre las ruinas del espectáculo moderno envueltas en el tiempo de la conciencia histórica; una dimensión mucho más flexible que la que condiciona la sociedad actual con su falsa conciencia del tiempo. Por decirlo de alguna manera, Debord intuyó y Lefebvre convirtió las intuiciones de Debord en certezas.
Lo que sucede es que el Mayo francés como revolución en busca de autor no se conformaría con las lecciones de Lefebvre, sino que, tirando del hilo del tiempo, alcanzará el origen de la revisión del marxismo propuesta por el grupo Socialismo o Barbarie (1) o, más lejos aún, cuando Marx y Engels en el libro La ideología aleman anuncian los principios de su teoría sociológica partiendo de «la vida cotidiana».
Con dichos materiales e inspirado por el mismísimo demonio, que a su vez inspiró a Maquiavelo su tratado, Debord escribiría un manual de instrucciones políticas para acabar con Dios. La société du spectacle es un texto geométrico, concebido como una obra tóxica, de alto veneno político y que arranca del pasado original que construyeron Marx y Engels en su obra La Ideología alemana, donde la pareja de perturbadores presenta los principios de su teoría sociológica partiendo de la vida cotidiana. De esta manera, el concepto de alienación constituirá la base intelectual sobre la cual Guy Debord edificará su noción de espectáculo. Porque la alienación proviene de una praxis invertida que impide la realización de las capacidades del propio ser humano que la ejerce. Dicho de otro modo: el hombre no trabaja para vivir, sino que vive para trabajar. 
Invertir la praxis para acabar con la alienación solo es posible retirando el valor de cambio de la mercancía a favor de su valor de uso, de esta manera el movimiento práctico de la mercancía dejará de achicar la Tierra en beneficio del mercado mundial. Porque solo hay una manera de convertir a Dios en un cadáver y esa manera consiste en hacer la revolución contra el valor de cambio, contra la forma social de la mercancía, confiriendo un valor de uso totalmente nuevo a todos los rincones del mundo.
Las tesis del ensayo de Debord siguen vigentes, no han dejado de ser confirmadas a cada momento por la acción real del espectáculo mundial. Además, se pueden aplicar en cualquier situación en la que la vida cotidiana se haya reducido a un espectáculo y las relaciones sociales hayan sido falsificadas. Por algo, La société du spectacle fue concebido y escrito como un libro para malos tiempos.
Si al cielo del espectáculo político le aplicamos algunas de las tesis de Debord, nos daremos cuenta de que en una democracia de mercado los candidatos comparten la misma esencia opresora. Lo que aparece como contradicción oficial, luchas entre candidatos con políticas opuestas, no es más que lucha por gestionar el mismo sistema socioeconómico donde el idealismo sigue teniendo la libertad de decidir el precio que se pone al trabajo ajeno. Sus lacayos abrazan la libertad en la única forma que la conciben: como libertad del mercado. Con tal manera de desligar la economía de la realidad material es imposible que el sistema económico propuesto pueda salvar las calles.
Cuando la revolución se pone en marcha, la única manera que tiene el capitalismo de hacerse «razonable» es con la resurrección violenta del idealismo: sacando el fascismo a pasear. Guy Debord nos lo advierte cuando coloca el fascismo como defensa extremista de la economía burguesa amenazada por la crisis, «uno de los factores en la formación del espectáculo moderno y la forma más costosa del mantenimiento del orden capitalista».   
Guy Debord se suicidó el 30 de noviembre de 1994, apoyando una escopeta contra su pecho. Sus cenizas fueron arrojadas al Sena desde el Pont du Vert-Galant y aún no se han disuelto. Sin duda alguna, cada vez que una revuelta se dispone a conquistar la lejanía aparece cargada con los fragmentos que pertenecen a Guy Debord. Que el diablo lo bendiga. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt












martes, 7 de noviembre de 2023

De la amnistía, los jueces y el Estado de Derecho

 






Amnistía, jueces y Estado de derecho
MARIOLA URREA CORRES - El País
07 NOV 2023 - harendt.blogspot.com

La negociación de una ley de amnistía no deja indiferente a nadie. El análisis acerca de la constitucionalidad de la medida ha sido prolijo y, a pesar de algunas voces discrepantes, parece jurídicamente difícil de sostener que el legislador tenga vetada la aprobación de este mecanismo, aunque la Constitución no haga una referencia expresa al mismo. Esto no exime a quien la impulsa de la justificación del interés general que con ella se persigue como parámetro de constitucionalidad. Además de la dimensión técnica, la ley de amnistía implica también un desafío en clave política. Saber explicar la oportunidad de la medida, su alcance y consecuencias es, a la vista de las resistencias que su aprobación plantea, el gran reto para sus promotores. Más allá de la aproximación jurídica o política al instrumento de gracia, considero imprescindible señalar que una ley de amnistía no puede rechazarse por creer que vulnera el Estado de derecho o suponer que con ella se pone fin a la democracia. Tales excesos verbales carecen de respaldo, incluso en el supuesto de que la ley de amnistía, una vez aprobada, llegara a ser declarada inconstitucional.
El Estado de derecho es un concepto que aparece en una pluralidad de textos jurídicos internacionales, europeos y también nacionales, aunque ninguno de ellos incorpora una definición del mismo. Así, la Constitución española señala en el preámbulo su voluntad de “consolidar un Estado de derecho que asegure el imperio de la ley como expresión de la voluntad popular” y su artículo 1 define a España como un “Estado social y democrático de Derecho que propugna como valores superiores de su ordenamiento jurídico la libertad, la justicia, la igualdad y el pluralismo político”. El Estado de derecho es también, junto a la democracia, la dignidad humana, la libertad y la protección de los derechos fundamentales, uno de los valores compartidos entre la Unión Europea y sus Estados miembros. Así lo establece el artículo 2 del Tratado de la Unión Europea. El preámbulo del Estatuto del Consejo de Europa contempla igualmente el Estado de derecho como uno de los tres “principios que forman la base de toda democracia genuina”, junto con la democracia y los derechos fundamentales. La propia ONU ha hecho mención al Estado de derecho en una de las metas a lograr en el marco de la Agenda 2030. De lo expuesto, bien podría afirmarse que el Estado de derecho es, en suma, una aspiración y, en todo caso, el componente principal del líquido amniótico en el que la vida democrática prospera. De ahí que los Estados y algunas organizaciones internacionales, como la Unión Europea, se hayan dotado de mecanismos para garantizar su protección. Y es aquí donde cabe preguntarse si una ley de amnistía amenaza al Estado de derecho.
Para obtener una respuesta adecuada, resulta necesario acudir al documento aprobado en 2016 por la Comisión Europea para la Democracia por el Derecho del Consejo de Europa, conocida como Comisión de Venecia. Ahí se ofrece una definición del Estado de derecho como un sistema de certezas y previsibilidad jurídica, donde todos tienen el derecho de ser tratados por los órganos decisores con dignidad, igualdad y racionalidad, en armonía con el ordenamiento jurídico, y de tener la oportunidad de impugnar las decisiones ante tribunales independientes e imparciales a través de un proceso justo. Además de esta aproximación puramente formal a la idea de Estado de derecho, la Comisión de Venecia afirma que el análisis que del mismo se haga sobre los Estados debe articularse a partir de la toma en consideración de una serie de criterios materiales: legalidad, certeza jurídica, interdicción de la arbitrariedad, acceso a la justicia ante tribunales independientes e imparciales, respeto de los derechos humanos, no discriminación arbitraria e igualdad ante la ley. Me detengo en el criterio de legalidad porque está directamente conectado con la cuestión que nos ocupa. Así, la Comisión de Venecia señala que, bajo este parámetro y para constatar el riesgo de vulneración del Estado de derecho, se debe estudiar la existencia en cada Estado de un proceso democrático transparente y políticamente responsable de la formación de la ley, así como los mecanismos de control de legalidad de tales actos legislativos por parte de tribunales imparciales e independientes. Pues bien, ¿acaso no existe en España un procedimiento legislativo previamente regulado y con supremacía del Parlamento al que se someterá cualquier iniciativa legislativa que incluya una amnistía? ¿No serán las Cámaras legislativas, una de ellas con mayoría absoluta de la oposición, las encargadas de discutir el contenido del texto y, en su caso, aprobar o rechazar la norma a través de mayorías previamente establecidas? ¿Alguien cree que no estará garantizado el acceso público al texto de la ley cuando esta se remita a las Cámaras? ¿No será la ley de amnistía susceptible de recurso de inconstitucionalidad en el caso de ser aprobada? ¿No tendrán los jueces encargados de su aplicación la oportunidad de hacerlo con independencia de criterio y protegidos en su función jurisdiccional frente a cualquier injerencia política?
Cabe señalar, a mayor abundamiento, que los tribunales de justicia también han tenido la oportunidad de analizar el Estado de derecho y sus carencias. En este sentido, destaca el papel desarrollado por el Tribunal de Justicia de la Unión Europea, que ha tenido la ocasión de señalar el carácter trascendental e irrenunciable del citado principio a resultas de una pluralidad de pronunciamientos en los que ha señalado las violaciones constatadas en el caso particular de Polonia en relación con la vulneración de la independencia judicial. Evidentemente, el respeto a la independencia judicial, sobre la base del principio de separación de poderes, es un elemento vertebrador del Estado de derecho. Sin jueces independientes para interpretar y aplicar las leyes al caso concreto, no hay Estado de derecho posible. Pero, como bien señala la Comisión de Venecia, el Estado de derecho está conectado con la independencia del poder judicial, pero también con su imparcialidad. Y es ahí donde puede surgir alguna duda. Me refiero al impacto que los pronunciamientos preventivos de miembros del poder judicial sobre una futurible ley de amnistía tienen sobre la necesaria imparcialidad que los tribunales encargados de su aplicación deben garantizar, sin entrar ahora en lo que a todas luces parece una clara intromisión de un poder del Estado sobre la competencia de los otros.
La idea de independencia judicial como criterio a analizar para valorar la salud del Estado de derecho es claro que no alcanza a la libertad de los jueces para interpretar y aplicar las normas al margen de los criterios fijados por el propio legislador. Tampoco parece que dicha independencia pueda amparar manifestaciones de asociaciones judiciales ni de órganos de gobierno de los jueces contra medidas cuyo texto se desconoce y que compete adoptar a otros poderes del Estado. Y es que la esencia última del Estado de derecho implica también el sometimiento de los poderes públicos al imperio de la ley, por ser la ley el resultado de la voluntad popular expresada en el Parlamento, de acuerdo con los procedimientos y mayorías legalmente establecidas y por contar con el privilegio de la presunción de constitucionalidad, mientras el Tribunal Constitucional no determine lo contrario.
En definitiva, tramitar una ley de amnistía siempre es una acción política de riesgo y quien lo hace, movido o no por la coyuntura, no lo ignora. Hay muchas razones para estar en contra de una medida de gracia como la que se negocia, pero no está entre ellas la de ser la causa del final de la democracia, ni constituir la voladura del Estado de derecho. El ciudadano y la calidad de nuestra democracia merecen que el debate sobre la ley de amnistía se plantee con extrema seriedad. Por eso, no está de más hacer un llamamiento para que nadie caiga en la tentación de utilizar el nombre del Estado de derecho en vano. Mariola Urrea es jurista.













De mis querida dos Españas

 





Queridas dos Españas
VÍCTOR LAPUENTE - El País
07 NOV 2023 - harendt.blogspot.com

Querida España Azul, la democracia no se hunde. No vamos camino de Venezuela o de Hungría. La amnistía no supone el “principio del fin de la democracia”, sino un test donde se verá su fuerza. Si el Congreso aprueba una proposición de ley que viola el orden legal, un abanico de magistraturas impedirá su puesta en marcha, de cualquier Audiencia al Constitucional, pasando por el Tribunal de Justicia de la Unión Europea. La democracia, que no es un ideal de armonía, sino una fórmula civilizada para gestionar conflictos, sale robustecida tras una tensión que prueba sus costuras.
Querida España Roja, puede que la ley de amnistía esquive los obstáculos jurídicos. Puede que en Europa no se lleven las manos a la cabeza, sino que se encojan de hombros. Pero, si no es así y los tribunales tumban la aplicación de la ley, la democracia española no se hundirá. Y lo que sirve para el futuro se aplica al pasado: la justificación de la amnistía no puede ser la existencia de un lawfare o una conspiración político-judicial de derechas para minar la voluntad popular. Porque, o es falso, o hay que imputar a miles de funcionarios y jueces por prevaricación.
El problema de los acuerdos conocidos hasta ahora no es el “cambio de opinión” de Sánchez. El PSOE no fue a las elecciones con la amnistía, pero los socialistas pueden argumentar que, precisamente para que se cumpla su programa, hay que adoptar medidas que no estaban en él. Como en cualquier Gobierno de coalición. Y como sucedía tradicionalmente con los pactos con los nacionalistas. Pero las cesiones a CiU o al PNV se podían presentar como juegos de suma positiva ―todos ganamos si ellos gestionan el IRPF― o suma cero ―nadie pierde recursos―. Ahora, se interpretan como juegos de suma negativa, donde unos intereses más responsables pierden frente a unos menos responsables. La condonación de la deuda tendrá una lógica nacional equitativa, pero, de entrada, se ve como un premio a las comunidades más gastadoras (como Cataluña) y un castigo a las más hacendosas. Y la amnistía se proyecta como una concesión a quienes han cometido delitos y no muestran arrepentimiento ni propósito de enmienda.
Quizás la amnistía es mejor que cualquier alternativa. Pero eso no lo decidiremos ni yo ni la mejor analista del mundo, sino el Congreso primero y los tribunales después. Respetemos a ambos. Esto es la democracia. Víctor Lapuente es politólogo.












De la muerte y la doncella

 








Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz martes. Mi propuesta de lectura para hoy, del escritor Ariel Dorfman, va de la muerte y la doncella. Se la recomiendo encarecidamente y espero que junto con las viñetas que la acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos. harendt.blogspot.com











La muerte y muchas doncellas cincuenta años después del golpe de Chile
ARIEL DORFMAN - Revista Babelia
2 NOV 2023 - harendt.blogspot.com

Sucedió hace muchos años, pero bien podría suceder de nuevo hoy. Una mujer junto al mar espera al atardecer el regreso de su marido desde la capital. La dictadura que asoló su tierra acaba de caer y todo es incierto. Ella tiene miedo, presa de un terror que tendrá que enfrentar y tal vez superar durante las próximas 24 horas, cuando juzgará en el living de su casa al médico que cree responsable de haberla torturado y violado. Su marido, abogado a cargo de una comisión que investiga la muerte de miles de disidentes bajo el régimen anterior, debe defender al acusado, defenderlo porque sin Estado de derecho se verá comprometida la transición a la democracia, defenderlo también porque si su mujer mata a ese médico, se acabó su carrera, no podrá ayudar a sanar a esa tierra enferma y desquiciada.
Cuando escribí, en 1990, La muerte y la doncella, la obra teatral que escenifica esta historia, el país donde esa mujer, Paulina, esperaba una justicia constantemente demorada, era mi propio Chile o la Argentina donde nací. O Sudáfrica. O Hungría. O China. Tantas sociedades que en aquel entonces estaban desgarradas por la cuestión de qué hacer con el trauma del pasado, cómo convivir con los enemigos, cómo juzgar a los que habían abusado del poder sin destruir el tejido de una reconciliación ineludible si se quería un futuro diferente. Hoy o mañana ese drama imaginario pude tener lugar en Egipto, Túnez, Siria, Irán, Nigeria, Sudán, Costa de Marfil, Irak, Tailandia, Guatemala, Nicaragua, Bielorrusia. De hecho, porque la tortura se generalizó después de los ataques criminales en Nueva York el 11 de septiembre del 2001, porque las naciones más poderosas del mundo, y particularmente los Estados Unidos, justificaron o fueron cómplices de abusos atroces de los derechos humanos para sentirse seguros, debido a que desataron el terror para vengarse del terror que le infligieron, se podría aventurar que los dilemas centrales de La muerte y la doncella son más relevantes hoy que nunca.
No era algo que yo hubiera previsto, este alcance planetario, cuando escribí la obra originalmente. Mis objetivos ―los inmediatos, los urgentes, al menos― eran mucho más modestos, si es que algún autor puede ser modesto. Al regresar a mi país desde el exilio, 17 años después del golpe que derrocó al Gobierno democrático de Salvador Allende, concebí ese texto como mi regalo a la turbulenta transición de Chile. El dictador ya no estaba en el poder, pero su influencia, sus discípulos, su sombra corruptora invadían todos los aspectos de la vida política y económica, cada susurro, cada intento de establecer una alternativa a lo que había sido su Gobierno.
En circunstancias tan complicadas, cuando demasiados conciudadanos preferían guardar silencio, sea con la esperanza de evitar que se repitiera la crueldad del pasado o sea para no tener que reconocer su complicidad con el antiguo régimen, me pareció un deber, como escritor, revelar la perversa verdad de lo que vivíamos, obligar al país a mirarse en un espejo que les mostrara las secuelas profundas de la dictadura, lo que todos esos años de mendacidad y temor habían provocado, las formas en que incluso nuestros sueños habían sido torcidos. La muerte y la doncella hundió el dedo en la llaga de Chile al advertir que los victimarios y sus cómplices se mantenían omnipresentes, sonriendo en las calles, bebiendo cócteles en las fiestas, encontrándose con nosotros en la escuela cuando dejábamos a nuestros hijos. Pero la obra también interrogó incómodamente a la élite democrática, preguntándole qué ideales de cambios fundamentales se habían sacrificado para asegurar una estabilidad política necesaria, un pacto que exigía mucho olvido. ¿Y las víctimas, silenciadas, desatendidas, pospuestas, por las que sentía tanta simpatía? Tampoco dejé de hacerles preguntas engorrosas. Paulina, la mujer que había sido violada, torturada y traicionada, la mujer por la que mi corazón latía de dolor, era, al mismo tiempo, la persona más violenta sobre ese escenario, debiendo preguntarse si iba a ser como los hombres que la secuestraron, perpetuando el ciclo de la muerte, quedando atrapada en un pasado y una identidad que no le permitían salir del eterno deseo de retribución.
Pensé ―¡vaya que era ingenuo!― que mi tierra aceptaría la necesidad de airear su ropa sucia, salir del pantano moral en que chapaleábamos. Y también pensé que sería fácil conseguir apoyo para el montaje. Mi esposa, Angélica, me advirtió de que la obra era demasiado transgresiva, que el país no estaba listo para esta visión descarnada. En mi nueva novela, Allende y el museo del suicidio, detallo minuciosamente cuánta razón tenía ella. Pese a los esfuerzos de la gran actriz María Elena Duvauchelle, que se enamoró del rol de Paulina y armó, con enormes dificultades, un elenco y un equipo para llevar la obra al público, nunca recibimos ayuda de las autoridades del nuevo Gobierno democrático, ni una palabra de aliento desde quienes habían sido mis compañeros de resistencia y lucha. Y casi todos los miembros de la élite de Chile (los que, después de todo, asisten al teatro) despreciaron mi visión, la ningunearon, la vilipendiaban ―la peor obra teatral jamás escrita en Chile, según uno de los juicios emitidos―.
Tomé tanto repudio como un signo más de que yo no encajaba en el país al que había estado tratando de regresar durante 17 años. Angélica y yo partimos de Chile con nuestros hijos, no temiendo ya por nuestras vidas, como después del golpe de 1973, sino temiendo, esta vez, por nuestra cordura en un país que se mentía a sí mismo.
La obra, que mis compatriotas más insignes no apreciaron, fue celebrada por el mundo, empezando por Londres y pasando por Broadway y una película de Polanski y docenas de premios y miles de puestas en escena en cien idiomas en todo el mundo.
Y ahora, justamente en el año en que se conmemora medio siglo desde la muerte de Allende y la democracia en Chile, va a estrenarse una reposición de la obra, dirigida por Rodrigo Bazaes. Es la cuarta ―o tal vez la quinta― desde aquel infortunado estreno inicial, pero ocurre en circunstancias muy especiales. Aunque llevamos 33 años de democracia y varias comisiones investigaron el tipo de tortura que padeció Paulina y se hicieron esfuerzos reparatorios hacia numerosas víctimas, quedan pendientes muchos de los problemas y heridas que La muerte y la doncella bosquejaba. Tenemos un maravilloso Museo de la Memoria, pero las memorias individuales y sociales todavía difieren drásticamente sobre lo que nos sucedió. Hay multitudes ―algunas encuestas sugieren que representan el 40% de la población― que sienten nostalgia por un hombre fuerte como Pinochet para que arregle la crisis por la que atravesamos. Estamos tan divididos ahora como lo estaban los tres personajes que se jugaban la vida en el escenario hace tantas décadas. Y ahí siguen hoy: una mujer que sufrió atrozmente, un hombre que quiere remediar esta situación terrible, pero no sabe cómo, y otro hombre que se declara inocente de toda culpa. No había consenso en 1990 y no hay consenso hoy en Chile, hasta el punto de que los partidos de la derecha no quisieron suscribir una declaración conjunta de todas las fuerzas políticas que proclamaba el rechazo absoluto a cualquier golpe militar.
Pero Paulina sigue ahí. Paulina sigue exigiendo justicia. Paulina no acepta ser silenciada. ¿Cómo no va a ser posible escucharla de una vez? Y otra pregunta, que no es sólo para Chile: ¿Cómo no va a ser posible que podamos decir, entre todos, que esta historia desoladora sucedió ayer, pero juramos que nunca más se repetirá mañana?




































[ARCHIVO DEL BLOG] Mitificación y mistificación en la Historia. [Publicada el 14/04/2016]










Mitificar y mistificar no son términos sinónimos. Como ocurre con otras muchas palabras españolas ortográficamente son muy similares. En este caso, solo una consonante, una "ese" de su primera sílaba, las diferencia. Pero semántica y etimológicamente son muy diferentes. La primera, según el Diccionario de la lengua española (edición de 2014) significa rodear de extraordinaria estima determinadas teorías, personas o sucesos; la segunda, de acuerdo con el mismo Diccionario, significa falsear, falsificar o deformar. 
Hace unos días, a cuenta de la tan traída y llevada "memoria histórica" -algo que casi todos mitifican y mistifican al mismo tiempo sin tener una idea clara de lo que significa- escribí en las redes sociales unas palabras de las que, a conejo ido, que dice el refrán, me arrepiento. Lo que vine a decir fue, más o menos, y en relación con las reiteradas controversias a cuenta de la Ley de Memoria Histórica, que los políticos deberían retirar sus "sucias manos" de ella y dejar hacer su trabajo a los historiadores. Me avergüenzo de lo de "sucias manos". No porque no se lo merezcan los políticos -que se lo merecen sin ambages-, sino porque es un exabrupto que no venía a cuento, y que además escribía en la página de un buen amigo que con toda seguridad, él, sí que no se lo merecía. Le pido perdón por ello.
Juan Francisco Fuentes, historiador y catedrático de Historia Contemporánea en la Universidad Complutense, escribía hace unos días en el último número de Revista de Libros un emotivo y documentado artículo, titulado
Transición, democracia y nihilismoreseñando el último libro del controvertido y provocador historiador Gregorio Morán, El precio de la Transición, publicado por Akal el pasado año.
En su reseña, de cuya lectura no les voy a hacer excusa porque se merece que la hagan ustedes por sí mismos, el profesor Fuentes pasa revista a las mitificaciones y mistificaciones que se formulan a diario sobre la Transición, sin duda, mitificada, y sobre la República, sin duda también, mitificada y mistificada a partes iguales.
Todos los españoles vivos nacidos tal día como hoy de 1931, que son muchos, pero menos de los que nos gustaría a bastantes de nosotros, que los hemos perdido para siempre, cumplen hoy 85 años. Nacieron bajo los estertores de la monarquía de la Restauración y diez días antes de la proclamación de la II República. Para cuando alcanzaron la edad mental suficiente para comenzar a comprender lo que había pasado, es decir, más o menos, con diez años, habían vivido bajo dos regímenes políticos distintos, sufrido una sangrienta guerra civil, y llevaban dos años soportando una dictadura que se prolongaría treinta y cuatro años más. 
Por favor, dejen de mitificar y mistificar la Historia, dejen hacer su trabajo a los historiadores, y dejémonos de arrojarnos la memoria histórica unos a otros porque casi todos, en ese asunto, hablamos de oídas. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt













lunes, 6 de noviembre de 2023

Del y ahora, ¿qué hacemos?

 








¿Y ahora qué?
BELÉN BARREIRO - El País
06 NOV 2023 - harendt.blogspot.com

Hace tiempo que ha ido tomando cuerpo entre la ciudadanía de nuestro país la idea de que vivimos tiempos inciertos, tan convulsos que resulta inimaginable pensar qué más tragedias pueden ocurrir. Primero fue la Gran Recesión, traumática para la mayoría, después la inesperada pandemia, al tiempo que se fueron haciendo más frecuentes los fenómenos climáticos extremos, como las inundaciones, las sequías y los incendios. Más tarde, cuando empezábamos a dejar atrás los peores momentos de la Covid-19, estalló la guerra de Ucrania, un país europeo que, como tal, la ciudadanía siente próximo. El remate ha sido ahora el conflicto atroz entre Israel y Hamás. Prácticamente todo el mundo en nuestro país ha oído hablar de esta contienda, concretamente el 98,3% de los españoles, según se publica este lunes en el barómetro de noviembre de 40dB. para EL PAÍS y la Cadena SER.
La encuesta deja claro que la sociedad está atemorizada. La inflación, los conflictos bélicos, las crisis energéticas y de recursos, el terrorismo internacional, el cambio climático y los desastres naturales, los ciberataques a sistemas clave, las pandemias, pero también el aumento de los populismos y los flujos migratorios son asuntos marcadamente globales que la inmensa mayoría de la ciudadanía siente como amenazas. Estas percepciones son transversales, aunque con algunos matices: los votantes conservadores, por ejemplo, se preocupan mucho más por la inflación que por la cuestión climática, mientras que a los electores progresistas les sucede lo contrario: se sienten más amenazados por los desastres naturales que por el encarecimiento de la vida. En este mismo sentido, la percepción de que los flujos migratorios constituyen una amenaza guarda una relación perfectamente lineal con la ideología, alcanzando su máximo entre los votantes de Vox.
La encuesta también deja claro que el miedo no es un buen compañero de viaje, que los asuntos públicos, cuando se tornan trágicos, provocan serios daños no sólo materiales, sino también emocionales. Así, la gran mayoría reconoce que estos hechos afectan negativamente a sus estados de ánimo, llevándolos al pesimismo y la desesperanza. Y no son pocas las personas que admiten sufrir ansiedad o depresión como consecuencia del encarecimiento del coste de la vida (casi una cuarta parte), de los conflictos bélicos (casi dos de cada 10) o de la crisis climática (más de uno de cada 10). El impacto psicológico de estos fenómenos no entiende de ideologías, pero sí de género: las mujeres sufrimos más los males del mundo que nos rodea (o, quizás, tenemos menos reparo en admitirlo), con la única excepción del auge del populismo, con más efectos psicológicos en los hombres.
Por supuesto, el sentimiento de amenaza continua que acecha a la sociedad en la que vivimos no está reñido con el disfrute. Uno de los personajes de La octava vida (la novela de Nino Haratischwili en la que se narra la turbulenta y trágica historia de Georgia), un chocolatero de Tbilisi, cuenta que el consumo de chocolate aumentaba cuando los tiempos empeoraban. Los personajes de esta saga familiar sufrieron en sus carnes las peores consecuencias de los grandes conflictos del siglo XX, en forma de torturas, suicidios, traiciones e injusticias de toda clase. Aunque con menos virulencia que entonces, el momento que vivimos tiene un tinte claramente trágico para la ciudadanía, del que es difícil desligarse, por mucho que perduren las cosas buenas de la vida. Se teme que lo peor esté aún por venir. ‘¿Y ahora qué?’ es la gran pregunta de nuestros tiempos. Belén Barreiro es socióloga.









De la nausea

 







La náusea (respuesta a Fernando Savater sobre la pederastia)
ALEJANDRO PALOMAS - El País
06 NOV 2023 - harendt.blogspot.com

Asco. Profundo. Hoy es un día especialmente nefasto para la lírica porque la música de la palabra ha sonado fea. Señor Savater, a usted me dirijo. Toca —quiero— responder a su columna de opinión, publicada en este mismo medio hace apenas unas horas. Y digo “opinión” porque soy respetuoso y porque, por primera vez, voy a hablar en nombre de todas las víctimas de abuso sexual en la infancia por miembros de la Iglesia católica española, esos —los miembros— que, según usted, cometieron apenas unos “magreos indebidos” que no le quitan el sueño y que a algunos nos dejaron algo de susto pero ningún trauma.
Asco, más profundo aún. Utilizar —¿“magrear”?— al medio millón de víctimas de abuso sexual clerical como arma arrojadiza para vertebrar su crítica a las maniobras de un partido político —”la izquierda”, dice usted— que pretende promulgar “una amnistía” no es sólo irrespetuoso sino perverso. Hemos sido niños y niñas abusados, violados, silenciados, revictimizados una y otra vez por esa siniestra cúpula de encubridores y delincuentes que se expresan como usted, que se burlan de su propia maldad como usted, que nos ridiculizan como usted, que nos acusan de oportunistas, de exagerados, de ser sospechosos de mentir, de inventar... como usted.
Asco. Espantosamente profundo. Dice usted que la gran mayoría de los casos pertenecen a un pasado remoto. Se equivoca. La infancia no es pasado remoto cuando has sido un niño violado. Ni siquiera es pasado del todo. El niño está ahí, camina a tu lado, como una voz pequeña que en cualquier momento te pide que la acunes porque tiene miedo, porque la vida lo aterra desde que a los ocho años un hombre —un docente religioso— dedicó un año de la vida de ambos a abusar sistemáticamente de él dos veces por semana —tres, si había fútbol los sábados— y le enseñó que la maldad anidaba en los hombres y que la confianza era error. Le contaré algo, señor Savater: yo morí a los ocho años, como muchos y muchas de nosotros. Vivimos con lo que podemos, con ninguna fe, intentando confiar en que ese pasado deje algún día de ser presente. A los ocho años un niño tiene que ser niño, ese es su derecho. El de nosotros, los adultos, es velar porque nada lo impida.
Asco. Irremediablemente físico. “Los que fuimos feos de pequeños nunca pasamos por ahí”, dice usted. Es tan demoledor leer una frase construida así, con esa música y con todo lo que respira que debo tomar aire para volver a ella. Es la desubicación y la absoluta falta de empatía, y es también el discurso que todo lo ensucia porque todo lo banaliza. No, señor Savater, usted no se libró del abuso por ser feo. Se libró porque si había algún perverso en su entorno no detectó en usted la vulnerabilidad, la confianza, la inocencia, la orfandad emocional que sí vio en los que, a diferencia de usted, sufrimos el infierno en sus manos. Si se libró no fue por usted, sino porque él no adivinó en usted una diana fácil. Lo feo es el chiste, ese chascarrillo de café, copa, puro y amiguetes de sobremesa tardía. Feo es que un niño se convierta en un hombre que escribe de los que fueron niños con él como si la cuota de “elegidos” para el abuso hubiera tenido que ver con ellos, con su “no fealdad”, y no con el perverso que los destruyó. Decir “los que fuimos feos de pequeños nunca pasamos por ahí”, es desenterrar una vez más el manido “a una mujer la violan por ser como es, por vestir como viste, por estar en el lugar equivocado en el momento equivocado”. O lo que es lo mismo, recurrir al “A las feas seguro que no les pasa” y reírse con sus amigotes en privado, porque en público ya no, aunque un poco sí, venga, ánimo, una frasecita aunque sea, que no se diga que he dejado de ser aquel niño feo del que lo único que se conserva es justamente eso, la fealdad.
Asco. Ya no tan profundo. Las víctimas no hacemos política. No nos acerque a esa hoguera porque no nos quema. Yo conocí el infierno, ardí allí siendo muy niño y no es mi deseo alimentar esos fuegos. Bastante tenemos con salvarnos de las brasas que los miembros de la iglesia católica de este país dejaron prendidas bajo nuestros pies con su mala fe y su encubrimiento sistemático. No nos torture usted y no mezcle nuestro dolor con esa proclama contra la amnistía que no procede. Aquí, al lado de los 440.000 niños y niñas no. Nunca.
Quizá, y tómese esto como humilde sugerencia, podría usted acompañar a los cuarenta obispos españoles que el Papa ha convocado de urgencia en el Vaticano, puede que para pasar cuentas por recuerdos, delitos y encubrimientos varios. Me aventuro a suponer que le parecerá una buena idea pedir para ellos —para ellos sí— una amnistía por todo el daño causado. Acompáñelos, y recuérdeles de paso que negar la verdad es también mentira, que mentir es faltar al octavo mandamiento y que los miles de niños que nos quedamos sin infancia ya hemos aprendido a defendernos. Y a hablar. Alejandro Palomas es escritor. Autor de Esto no se dice, donde relata su experiencia como víctima de abusos en el ámbito de la Iglesia católica.