El marbete de «escritores del exilio de 1939» tiene tanta legitimidad histórica y emocional como imprecisión taxonómica, escribe en Revista de Libros el catedrático emérito de Literatura en la Universidad de Zaragoza, José-Carlos Mainer. Define una circunstancia, comienza diciendo, pero no acota nada en términos de historia literaria. Lo señaló con rara lucidez uno de los concernidos por ese marbete, Francisco Ayala, en un artículo titulado «La cuestionable literatura del exilio» (Los Cuadernos del Norte, 1981). Y, sin embargo, a varias generaciones de intelectuales españoles nos ha servido para reconocer una de las más dramáticas consecuencias de la Guerra Civil y para entender mejor lo que el franquismo tuvo de excluyente y vengativo. Para quienes, bien a su pesar, se vieron marcados por el signo de la extraterritorialidad física, la condición de desterrados se convirtió en tema de su obra y vivieron en diálogo apasionado e ingrato con aquella amputación de su presente y quizá de su futuro. Otros, los menos, intuyeron que el alejamiento era una oportunidad de rehacer su vida, a menudo en horizontes más ricos e incitantes que los que habían dejado atrás.
Nuestro Francisco Ayala había ejercido ya su don de la previsión al formular en 1949, en la revista Cuadernos Americanos, la pregunta clave: «¿Para quién escribimos nosotros?» Y calibró entonces, bajo una perspectiva lúcidamente crítica, el previsible agotamiento de los temas, el inevitable eclipse de la lejana España como destino potencial de sus trabajos, y lo más arduo: la exigencia del nuevo escenario como horizonte para quienes perseveraran en la escritura. Para él no hubo duda: la respuesta era aceptar el riesgo, estar a la fecha y buscar lo nuevo, ya fuera en Argentina, Brasil, Puerto Rico o Estados Unidos, en la escritura de ensayos literarios o políticos, novelas –americanas y universales– como lo son Muertes de perro y El fondo del vaso, o explorar un género que tiene su lado de intimidad y su vertiente de fantasía satírica, cuando abordó la compleja elaboración de El jardín de las delicias desde 1971.
Ayala, exiliado y regresado. Pero los lectores españoles nunca desaparecieron del todo como destinatarios directos de las letras desterradas. Persistieron las comunicaciones privadas entre escritores de un lado y otro del océano y no faltaron las lecturas mutuas y admirativas. Y, en poco tiempo, una promoción de nuevos españoles halló modo temprano de dirigir su atención hacia aquellos intelectuales que pudieron haber sido sus maestros y reconocerles tratamiento de tales. La recuperación del exilio fue una lucha lenta a la que tampoco faltaron soportes abnegados en el interior: las páginas de Ínsula, en manos de José Luis Cano y Enrique Canito, y las prensas de Ediciones Taurus, las unas desde 1946 y las otras desde 1955; el trabajo tenaz de Camilo José Cela al frente de Papeles de Son Armadans desde 1956, e incluso de revistas más próximas al régimen, como fueron Índice, de Juan Fernández Figueroa, o la revista oficial del hispanismo, Clavileño, y alguna vez también los Cuadernos Hispanoamericanos, del Instituto de Cultura Hispánica.
Francisco Ayala fue uno de los regresos editoriales más tempranos. Los cuentos de Historia de macacos se publicaron en una edición privada santanderina en 1954 y, un año después, en la editorial de Revista de Occidente; en 1959, Aguilar imprimió la nueva edición del Tratado de Sociología que había visto la luz en Buenos Aires en 1947 y que conoció, aquí y allá, una notable fortuna como manual. En 1960, la colección «Persiles», de Taurus, le publicaba un volumen de ensayos literarios, Experiencia e invención, cuyo título forma un pendant deliberado con otra miscelánea crítica que, en 1963, fue su primer título en el catálogo de Gredos, Realidad y ensueño; en esta última editorial repitió todavía en 1966 con Mis páginas mejores, en una colección, «Antología Hispánica», donde no faltaron libros de otros exiliados. Y fue de los primeros en comparecer en la colección «El Puente», una serie de Edhasa que concibió Guillermo de Torre con el explícito deseo de hacer realidad su título, lo que no fue siempre fácil: De este mundo y del otro (1963) fue la miscelánea escogida por Ayala para hablar de España y de América, juntas en su experiencia vital y en su esfuerzo de racionalización de esta.
Un año después, el escritor abría casa en Madrid. Y recibía de sus colegas españoles una inusual pero reveladora certificación de admiración: un escrito de bienvenida que apareció en el diario Pueblo en junio de 1970, suscrito por Vicente Aleixandre, Dámaso Alonso, Antonio Buero Vallejo, José Luis Cano, Camilo José Cela, Miguel Delibes, Paulino Garagorri, Carmen Laforet, Pedro Laín Entralgo, Rafael Lapesa, Francisco Ynduráin y Alonso Zamora Vicente. Por su lado, Carlos Barral, muy interesado en aquel momento por los escritores del exilio, le publicaba las prosas vanguardistas de Cazador en el alba y otras imaginaciones, un libro de 1971, pero que recogía escritos de hacía cuarenta años. Y en 1972 daba a la luz Confrontaciones, una suerte de autoantología (entrevistas, reflexiones del autor sobre su obra, artículos significativos), pensada por Ayala como tarjeta de presentación de quien, a medias entre las aulas de Estados Unidos y su nueva morada española, pensaba hallar un definitivo acomodo en la literatura de su país y la realidad de un término –el de «confrontaciones»– que reflejara, sobre todo, la actitud de un espíritu alerta.
Los inicios de una carrera intelectual. Pero todo esto venía de un propósito que había empezado a construirse años atrás. Aquel muchacho granadino de 1906 desembarcaba en Madrid en 1922 y al año siguiente empezaba los estudios de Derecho, iniciando su trayectoria de articulista en 1924 con un trabajo sobre Julio Romero de Torres, publicado en la revista ilustrada La Vida Galante. En 1925, a la vez que veía imprimir su primera novela, Tragicomedia de un hombre sin espíritu, cursaba tercer curso como alumno destacado de Adolfo González Posada, Nicolás Pérez Serrano y Luis Jiménez de Asúa, las figuras más eminentes del momento en Sociología, Derecho Político y Derecho Penal. En 1927 enviaba ya sus artículos a la Revista de Occidente y La Gaceta Literaria, que eran palabras mayores en la vida de las letras, y a la par, ya con el título de licenciado, era nombrado profesor ayudante de Derecho Público Comparado. Dos años después estaba en Alemania como pensionado, con los ojos muy abiertos a una realidad marcada por el ascenso del nazismo, pero también por la creatividad estética del período de Weimar y, muy especialmente, por el desarrollo de los estudios de Teoría del Estado. Con el tiempo, ya en 1934, traduciría al español el libro más conocido (Teoría de la Constitución) del más expeditivo y brillante de aquellos politólogos, Carl Schmitt, que era católico, admirador de Donoso Cortés y ferviente devoto de Adolf Hitler. Pero su mentor más directo había sido el no menos brillante Hermann Heller, de ascendencia judía, socialista no marxista, que hubo de emigrar precisamente a España, donde murió en 1933. El equipaje alemán que Ayala se trajo a finales de 1930 incluía la traducción de un relato de Arnold Zweig; una preciosa colección de cuentos de vanguardia, Cazador en el alba (1930), y el esbozo de una tesis doctoral no poco novedosa, Los partidos políticos como órganos de gobierno, además de la impresión desazonante de cómo la demagogia política, la docilidad de las masas y el rencor de una derrota podían cambiar de arriba abajo a una sociedad culta y avanzada.
A su regreso de Alemania, publicó en La Gaceta Literaria una suerte de autoentrevista, «Palabras de Francisco Ayala» (junio de 1930), y en abril de 1931 un artículo muy revelador, «¡Alemania, despierta!», que fue de los primeros que en nuestro país llamaron la atención sobre la expansión del nazismo. La llamada del título se dirige a los amigos germanos que ha dejado en Berlín y que están en vísperas de «no se sabe qué tercer reino, o tercer Reich, dichoso e impreciso, o dichoso por impreciso», que parecía hijo directo de la «literatura, pero mala, falsa literatura trasnochada y último rebrote del romanticismo alemán». A la vez, la reseña de El financiero, de Theodore Dreiser, publicada en 1930, llamaba la atención sobre otros reflejos recientes de la crisis norteamericana: su inagotable pero dispersa energía, que había visto retratada en Manhattan Transfer, la novela de John Dos Passos, sobre la que escribió una nota muy certera, y la vulgaridad de los individuos que la habitaban, que había intuido en la novela breve Yo soy un idiota, de Sherwood Anderson. Poco después, un importante artículo sobre la película El colegial, de Buster Keaton, le permite subrayar que este «momento turbio, de tránsito» ha envejecido un tanto el arte de Chaplin, de estirpe romántica, frente al cual la comicidad de Keaton parece ser «de estirpe más intelectual»: El colegial es, en fin de cuentas, «una finísima burla de la energía, del entusiasmo y de la acción», la superstición de una época.
Algo concluía y nuestro escritor sentía la desazón de otra inminencia. En el largo artículo «Anotaciones al margen del calendario», fechado en 1931 y publicado por La Gaceta Literaria en su número del 1 de mayo, recién proclamada la República, Ayala confiesa la sensación de que ha acabado un tiempo de espera, de que «el período de posguerra ha pasado. Si volvemos a él la cara habremos de reconocer su viveza, su claridad, su ilusión [...]. Lo rabiosamente nuevo era interesante: comunismo, inflaciones, quiebra de bancos, raids aéreos y toda clase de records; lo primitivista, el aleluya negro, el despertar del consabido dragón chino, vanguardismo artístico, pornografía internacional de Paul Morand, cine ruso, las dictaduras». ¿Tanto han envejecido estos fetiches?, se pregunta. Y se contesta: «Toda una promoción literaria –sigue Ayala– ha encontrado, de pronto, su adultez. Ha tirado los juguetes, y ahora se siente desconcertada porque, en cierto modo, ha hecho profesión de edad infantil».
La parte alícuota de ese brusco despertar la pagaron muy cara los españoles no mucho tiempo después. Pero, antes de cumplir la treintena, Ayala tenía una vida llena de tentadoras expectativas y poco miedo al futuro: desde 1932 era letrado de las Cortes y, desde 1935, catedrático de Derecho Político en la Universidad de La Laguna, aunque pidió la excedencia para ocupar interinamente una plaza en Madrid. Se había casado con Etelvina Vargas, una muchacha chilena a la que había conocido en Alemania, y tenía una hija. En mayo de 1936, el grupo embarcó para América, donde Ayala esperaba conocer a su familia política y dictar algunas conferencias. El 4 de agosto supo que su padre, que era administrador civil del Monasterio de las Huelgas, en Burgos, había sido detenido y fusilado por los sublevados. Y no tuvo dudas sobre lo que había que hacer: en noviembre estaba en Valencia, capital provisional de la República, al servicio del Ministerio de Estado. Y en junio de 1937 recibía un nombramiento diplomático de secretario de Primera Clase, acreditado en Berlín, aunque por razones obvias, tenía residencia en Praga. Pero Checoslovaquia –atalaya de observación de la política europea y país productor de armamento de primera calidad– tenía sus días contados y ya no andaba muy lejos el acuerdo de Múnich (agosto de 1938) que puso sus destinos en las manos pecadoras de la Alemania nazi. Y que acabó también con las últimas esperanzas de los republicanos españoles que, a la vez, habían fracasado en el intento de derrotar militarmente a los franquistas en la batalla del Ebro. Ayala regresó a Barcelona en otoño del 1938 y el 21 de enero, con los enemigos a las puertas de la ciudad, salió para pasar la frontera. Tras unos meses de gestiones en Francia y lograr rescatar a su hermano de la España franquista, el 4 de abril embarcó con un visado de la legación de Cuba en París. Y a fin de año se estableció en Argentina, donde el 15 de noviembre publicaba ya su primer artículo en el periódico La Nación y en el número de noviembre de Sur, la gran revista de Victoria Ocampo, «Diálogo de los muertos», su impresionante, amarga y, a la vez, piadosa elegía por los caídos en la guerra, cuando le constaba que muchos más esperaban su aciago destino en las cárceles abarrotadas del país de los vencedores.
Dos oportunas reediciones. Lo que siguió fue una respuesta práctica a la pregunta de 1949 que evocaba más arriba («¿para quién escribimos nosotros?») y la paralela convicción de que el exilio no era aquel mandato de tribulación que otro gran escritor del siglo XX, el palestino Edward Said, ha descrito en términos de incurable y patética contumacia. En 1970, Ayala había respondido a sus entrevistadores de Cuadernos para el Diálogo: «Debo confesar que para mí la condición de exiliado no estuvo configurada en los términos dramáticos frecuentes. Será acaso una cuestión de personalidad, o quizá el hecho mismo de no dar a los problemas esa tensión “religiosa” que los hace absolutos. Pero el resultado es que jamás he sufrido el dolor “literario” de la patria ausente, en el que me parece que hay mucho de “idea”».
La todavía joven pero muy activa Fundación Francisco Ayala (fundada en 2006, año del centenario del autor, y que tiene su sede en el Palacete de Alcázar Genil, de Granada) custodia y da a conocer un importante legado del autor, buena parte del cual testimonia directa o indirectamente la clara conciencia que Ayala tuvo de sus decisiones vitales. Su epistolario –digamos «profesional»– ya puede ser consultado en Internet. Y los Cuadernos que la Fundación ha venido publicando (trece tomos, a la fecha) se han referido con frecuencia a este aspecto de su obra. Así sucede con el libro inédito Una conversación literaria (Madrid, 1970), que transcribe la que mantuvieron el galerista de arte y periodista Miguel Fernández-Braso y nuestro escritor, y que nunca llegó a publicarse; aunque buena parte de las confesiones de las que toma nota Fernández-Braso tenga estrecho parentesco con las memorias que Ayala ya preparaba, el libro refleja bien un momento importante en la vida de nuestro escritor y su inagotable afán de entender su entorno literario y personal.
Pero los dos títulos más recientes de esa colección son obras de su autoría que ha valido la pena rescatar y que son nueva muestra del mejor Ayala politólogo. El primero en el tiempo es la reedición de un librito, Una doble experiencia política: España e Italia (1944), aparecido en 1945 como un cuaderno de la colección Jornadas, que había fundado y dirigía el sociólogo español exiliado José Medina Echavarría para el nuevo y ya prestigioso Colegio de México. Lo firmaban como autores dos politólogos casi de la misma edad, el italiano Renato Treves y el español Francisco Ayala, ambos refugiados en Argentina. El primero lo estaba por su manifiesta disidencia con el régimen de Mussolini (pertenecía al movimiento de inspiración liberal Giustizia e Libertà) y, sobre todo, por las leyes raciales de 1938 que le concernían directamente por su origen hebreo; el segundo habitaba en Argentina por las razones que ya conocemos. Ayala había publicado en 1941 un libro extenso, El problema del liberalismo, que Treves reseñó algo después con complacencia e interés, pero advirtiendo cierto desdén de su autor por la doctrina liberal y un mayor hincapié en la defensa a ultranza de la justicia social, lo que atribuía a la formación alemana de Ayala y a su contacto con el decisionismo que parecía imperar en los ámbitos académicos de los primeros años treinta: «La generación italiana más joven, formada después de la guerra del 1914, bajo un régimen despótico, antiliberal, ha distinguido espontáneamente, por instinto y experiencia práctica, los principios éticos-políticos del liberalismo respecto de los principios morales económico-sociales de la burguesía capitalista». De ahí que el libro de Ayala manifieste, a su entender, «una sombra de negro pesimismo y de profunda desconfianza en el porvenir»: la guerra perdida y la consolidación evidente de la dictadura fascista de Franco lo avalaban en el fondo, aunque –a las fechas de 1944– Italia también se debatía en una verdadera guerra civil a varias bandas en las que participaban los nazis, empeñados en defender las rutas que apuntaban al corazón de Alemania; los fascistas perseverantes de la República de Salò; y los liberales, socialistas y comunistas que se agrupaban en torno a los partigiani.
Ayala respondió a la reseña de su colega con cierta legítima ufanía y asumiendo sin vacilar una representatividad que va implícita en el título de su trabajo: «La experiencia política de una generación española». El principal referente de esa experiencia es haber vivido en lo que el autor llama un «Estado neutralizado» desde 1898, anestesiado por sus propios fracasos y mirando obstinadamente su propia insuficiencia: un aparato que se sobrevive a sí mismo, sin ambición ni proyecto alguno (como demuestra su fracasada política civil y militar en el protectorado de Marruecos) o el carácter enconado, pero puramente «académico», que tuvo en España la pugna entre aliadófilos y germanófilos durante la guerra europea. Fue el crecimiento interno del país el que rompió, al cabo, las costuras del régimen e impulsó su cambio: primero, frente a una Dictadura de corte tradicional, que nada tuvo que ver con el fascismo, y, luego, con una República que, en las elecciones de 1933, estaba ya en manos de sus propios enemigos: «Un período convulso durante el cual se agitaron las fuerzas sociales cuyo desarrollo había roto el dique del viejo Estado buscando ciegamente un nuevo equilibrio político».
Ayala cree, sin embargo, que las elecciones de 1936, con el triunfo del Frente Popular, «hubieran desembarcado probablemente en una solución democrática» que «hubiera comportado un serio reajuste de la organización constitucional». Pero ni los actores españoles estuvieron a la altura de las exigencias ni, sobre todo, la intervención internacional tras el estallido de la sublevación militar de 1936 dejó la menor expectativa a una evolución pacífica de los hechos. Y de ahí vino su desolada crítica de cualquier forma institucional, cuando «en el lapso de meses había hecho España la experiencia que otros países europeos tardaron decenios en cumplir». De nuevo, aquel «Estado neutralizado» desde 1898 sirvió de sufrido campo de batalla para una «nueva compulsación mundial de potencias» entre las que Alemania e Italia fueron el poder más provocador, con la vista ya fijada en un ajuste de cuentas a más largo plazo. Y la pobre república española no supo jugar al nuevo juego en el que, de añadidura, «prevaleció la ingenua honradez de las autoridades legítimas», que ni siquiera se habían acordado de reconocer a tiempo a la Unión Soviética («era tal vez el único Estado europeo que no mantenía relaciones con ese régimen, que Mussolini había sido el primero en reconocer»). Ayala espera que un día «la conciencia de nuestras propias culpas pueda ayudarnos a desechar el resentimiento que ha dejado en las almas españolas la tremenda injusticia padecida».
Aquel mismo año, Ayala publicó otros dos libros importantes: el ensayo Razón del mundo (cuyo núcleo de atención es el futuro de los intelectuales, con un voto a favor de los que anteponen la técnica social a la elocuencia y la movilización) y la miscelánea Los políticos, que, además de un prólogo muy personal, incluye una semblanza del secretario Antonio Pérez y artículos más breves sobre Kant, el abate Sieyès, Johann Gottlieb Fichte, Benjamin Constant y Donoso Cortés, y que cierra un recuerdo de su maestro Hermann Heller.
Un prefacio del politólogo italiano Matteo Pasetti proporciona las claves necesarias para entender la doble experiencia antifascista de los Treves y Ayala. Y la hispanista italiana Giulia Quaggio (autora de un excelente y perceptivo trabajo titulado La cultura en transición. Política cultural y reconciliación en España) ha escrito un largo e informado estudio, inobjetable en punto a la clarificación de los textos de la discusión (y otros coetáneos que completan el volumen). En un centenar de páginas se hallará una completa historia del antifascismo italiano del exilio, un análisis de la peculiar situación de la política argentina de 1944 (al borde de todas las derivas autoritarias) y otro de la historia de los grupos intelectuales de italianos y españoles que habían buscado arrimo vital en un país tan rico en expectativas profesionales, universitarias y editoriales, y tan amenazado por los sombríos nubarrones del fascismo: Argentina había visto el final de la «década infame» por obra de la revolución de 1943, tras la que ya se columbraba la figura de Juan Domingo Perón, que –no se olvide– había hecho viajes de estudios en 1939 tanto a Italia como a Alemania.
Ayala, augur del franquismo y la democracia. Justo veinte años después, Ayala escribió el artículo principal, «España, a la fecha», de un libro que publicó la editorial bonaerense Sur en 1965, en compañía de otros dos trabajos más breves, «La función social de la literatura» y «El “problema” de España», donde las comillas que enmarcan «problema» constituyen el quid de la cuestión que aborda: la obsesión de sus connacionales por su identidad. Al recuperar aquel librito, la Fundación Francisco Ayala ha modificado el título original, que ahora se llama Transformaciones. Escritos sobre política y sociedad 1961-1991. Y el responsable de la nueva edición, de su jugoso estudio preliminar y de las notas que apostillan los trabajos, el profesor Alessio Piras, ha incluido también otros textos: uno que preludia el tema de «España, a la fecha» («De la preocupación de España», 1961) y otro que es su eco deliberado y su inevitable pendant, «España, a la fecha (1977)», que se publicó en noviembre de ese año, seriado en El País y escrito con ánimo de recapitular lo dicho en 1964. Además se han añadido otros artículos –sobre el papel de los intelectuales, las amenazas de involución y de cansancio en el ambiente político y sobre la lacra del terrorismo–. todos publicados entre 1977 y 1991 y testimonios de la preocupada atención de Ayala por la salud cívica de su país.
Cuando escribió el largo ensayo de 1964, ya vivía buena parte del año en España, mantenía una relación asidua con intelectuales liberales de Madrid que muy recientemente habían firmado algún sonado manifiesto colectivo y que iban reconociéndose progresivamente como antifranquistas. Y frecuentaba también a gente más joven que lo habían sido desde que tenían uso de razón política y que escribían –algunas veces sobre los libros del propio Ayala– en revistas de orientación inequívoca. Muchos ejemplares de aquella edición llegaron con un sello editorial, «Fuera de comercio», estampillado en las páginas de respeto; los había hecho remitir el escritor a cada destinatario, no tanto con ánimo de notoriedad o de admonición, como en el propósito de participar de una vivaz aunque algo críptica conversación común. A ello alude el último y significativo párrafo: «La atmósfera intelectual española está cargada de sutilezas, de sobreentendidos, de equívocos, de ambigüedades, que hacen muy difícil, si no imposible, orientarse».
Por eso –creo– el escritor quería obligarse a recapitular ante sí mismo la evolución de las cosas, entre aquel justificado pesimismo de 1944 y la paradoja que ahora buscaba reflejar: cómo «el crecimiento de las nuevas generaciones no se había producido en el vacío, sino dentro de un proceso social interno al que, por mucho que así se deseara, no podía sustraerse España». La paradoja residía en que «los recursos de poder dispuestos para consolidar los del autócrata, si por un lado creaban complicidades interesadas en perpetuar la situación, por otro lado conspiraban contra su estabilidad al desencadenar un capitalismo fluido y voraz [...], desvinculado de todo estamento tradicional; más aún, ansioso por desolidarizarse cuanto antes de las circunstancias donde se originó, y a las que deseaba sobrevivir por sus propios medios».
De hecho, la parte fundamental del trabajo es un análisis de la vida política española entre el final del siglo xix y el de la Guerra Civil, donde el concepto de 1944 de «Estado neutralizado» sobrevive todavía aunque con interesantes matices, algo menos combativos que entonces. De hecho, buena parte de la reflexión –escrita en una prosa irónica y a veces deliberadamente castiza– subraya más de una vez los rasgos de modernidad que afloraron desde comienzos del nuevo siglo en una sociedad que aparecía bajo el signo del caciquismo, «criatura odiosa de la oligarquía [...] instrumento mediante el cual un régimen superpuesto a la realidad auténtica de España la falsificaba asumiendo su falsa representación». Pero «a medio siglo de distancia» convenía advertir que la engañifa fue «una de tantas modalidades viciosas del juego político» y que afectaba fundamentalmente a la España rural porque «la democracia liberal y parlamentaria es un sistema de gobierno urbano, político, en todas las acepciones de esos términos». El aborrecido caciquismo era un fenómeno universal en la Europa del sur, en muchos países americanos y no desconocido en Estados Unidos. Y, a su pesar, «el lapso de casi medio siglo –escribía Ayala– que va desde el golpe de Estado de Martínez Campos al de Primo de Rivera constituye en definitiva el único período de la historia de España en que este pueblo ha vivido –no sin injusticias ni trastornos, claro está– en una atmósfera de efectiva libertad política, con discusión pública, respeto al adversario e imperio del orden jurídico» (algo en lo que, con otras palabras, convendrían –ya a finales de los años sesenta y en los setenta– los jóvenes historiadores españoles que se interrogaban por la debilidad de la burguesía nacional, la modernización de los partidos políticos o la constitución progresiva de un mercado nacional; sea ejemplo, al respecto, el libro de José Valera Ortega, Los amigos políticos (1972), cuya interpretación del caciquismo es muy similar a la de Ayala).
La República, que tan pacíficamente sustituyó a la monarquía, no fue una brusca irrupción en un país que sesteaba. De hecho, tuvo fuerza para sofocar insurrecciones como la militar de Sanjurjo, la anarquista de 1933, la huelga revolucionaria de Asturias en 1934, y «no otra hubiera sido la suerte del alzamiento de 1936 sin la intervención extranjera que, alimentándolo, lo convirtió en guerra civil prolongada por casi tres años». Retomando su idea de 1944, Ayala piensa que una España menos metida en sí misma, más atenta al curso exterior de la historia, menos onfaloscópica, podría haber reaccionado y, a la larga, mantenido las conquistas embrionarias de una sociedad moderna: conservar «la dignificación del proletariado», parar «la movilización de los intereses clericales amenazados o vulnerados», resolver «la tradicional estrechez de nuestra clase media», contrarrestar el «odio mesocrático» de los señoritos por el proletario emancipado «que tuvieron mucha parte en la ola de asesinatos desencadenada entonces por la Falange». No hubo un político a la altura del reto. La crisis argelina en la Francia de 1959 fue, sin embargo, mucho más dramática y se superó; hubo ciertamente un De Gaulle que tomó el mando, pero también en la España de 1936 muchos «cifraron en Azaña esperanzas unánimes» que el político defraudó.
Y el nuevo régimen llegó al poder contra toda tendencia histórica anterior: las guerras del siglo XIX terminaron siempre con una victoria liberal que se distinguió por su generosidad con los vencidos. Y esta de 1936 se cerró con una venganza metódica y total que además segregó a España de Europa, incluso de quienes le habían ayudado («aquí empieza –señala Ayala, que había leído muy bien los textos de Dionisio Ridruejo, particularmente el impresionante Escrito en España, de 1962– la desilusión de los poquísimos hombres que, con espíritu sincero y erradas perspectivas de la modernidad, integraban originalmente la Falange»). Y se constituyó una suerte de Estado-Iglesia como el que, ya en el siglo xvii, había sido «un sueño gótico, escándalo de Europa». Pero también se practicaron operaciones sociales más modernas: se explotó al proletariado vencido, privado de sus organizaciones, sometido al salario que fijaban sus amos, pero se le garantizó su estabilidad, dificultando el despido; se entregó como botín de guerra a las clases medias desmovilizadas los amplios escalafones del funcionariado, a la vez que el pluriempleo y la precariedad se apoderaban de la clase media más desamparada. La burocratización y el intervencionismo del Estado condujeron el país a una bancarrota moral que provocaba aquel estoicismo que (como recuerda Ayala) Ortega definió en su famosa, corrosiva –y algo cínica– observación de 1949: la «indecente buena salud española».
A la larga, el franquismo hubo de transigir con las exigencias de la ortodoxia económica internacional y, lentamente, cada paso que se dio permitía comprobar la distancia que nos separaba de la normalidad y fue contribuyendo al lento desmantelamiento del «sueño gótico». A la fecha de 1960, el porvenir económico del país parece ya claro y es seguro que traerá de su mano el cambio político. Y «en tal sentido, quizá no les falte razón a quienes opinan que después de tantos años y pasado lo más penoso, acaso resulte prudente aplazar la crisis hasta el límite de lo posible para que, cuando llegue el momento de dar al país la organización política adecuada, el cambio políticosocial ahora en marcha se encuentre mejor introducido y asentado con más firmeza».
«España, a la fecha (1977)» se publicó en un país que ha celebrado ya sus primeras elecciones libres, que ha alcanzado elevadas cotas de libertad de expresión y que ha descubierto una monarquía cuya creciente popularidad casi nadie esperaba. Y Ayala no se inclina sobre la situación con la voluntad desmitificadora y el ánimo analítico de 1964, sino como un observador experimentado que examina un proceso que ya está en marcha, a propósito del cual quiere añadir «mis leves apuntes»: una captatio benevolentiae muy estratégica, por más que el trabajo tenga la habitual y meditada articulación persuasiva de todos los de Ayala.
El autor sabe que se dirige a una sociedad en cambio donde subsisten rasgos de la «mentalidad clasista tradicional» y no pocos tics del franquismo, aunque convivan con la homogeneización de una buena parte de la juventud con los modelos de la sociedad de consumo internacional. Y quizá la primera paradoja que se registra es la convivencia de esos «señoritos rebeldes en una sociedad de masas trabajadoras satisfechas y conservadoras», fruto de lo que han dado en llamar «final de las ideologías». Quizá sea así, pero por eso el primer consejo de Ayala insiste en que «necesitamos disponer de unos partidos políticos que se definan frente a la continuidad del franquismo» y garanticen la circulación y discusión de las ideas en una sociedad donde hay demasiadas cosas que se dan por inevitables a fuer de heredadas. Y una de ellas es la monarquía en un país donde son pocos los monárquicos y tampoco muchos los republicanos, por más que sea innegable que «el joven rey ha empezado a actuar con tan notable dignidad y discreción». Pero, «de cualquier manera, los partidos y sus dirigentes deberán exponer con precisión la forma de gobierno que preconizan para España» (recordará el lector que estas líneas de muy legítimo aviso se escribían en 1977, recién constituido el primer parlamento y que la discusión sobre la pertinencia y características de la monarquía se dio en el proceso constituyente del año siguiente).
Tampoco Ayala se pronuncia más allá de la descripción (muy intencionada) acerca del problema que plantea el encaje de la «diversidad» territorial en el futuro del país. Ayala nunca ha sido nacionalista español y su señalada distancia respecto al «problema de España», y –en otro orden– sus reparos al análisis historiográfico de Américo Castro sobre la «peculiaridad hispánica», avalan su aprensión al respecto. Para él, «federalismo y nacionalismo son prendas de confección en saldo ideológico» (como confiesa en un momento de calculada sinceridad) y la cercanía del nacionalismo vasco a sus antecedentes insurreccionales carlistas tampoco le inspira la menor confianza. Pero algo hay que resolver, por más que su experiencia del federalismo norteamericano le haya enseñado la contradicción de una legislación particularista (que llega a lo pintoresco) y la existencia de una férrea unidad nacional en los órdenes más importantes de la colectividad. Tampoco el sindicalismo –que cobraba por entonces los legítimos réditos de su resistencia al franquismo– le parece que deba salir de su función natural como organización obrera, y tampoco deja de apuntar la escasa ejemplaridad de las dos experiencias de poder sindical que ha conocido: la de Estados Unidos, tan escasamente edificante en lo político y tan vinculada al conservadurismo ideológico del país, y la de Argentina, convertida en peligroso y desestabilizador eje de la vida política.
Es patente que Ayala quiso y supo estar «a la fecha» en dos momentos claves de la historia reciente de su país: en la inminente y dilatada agonía del franquismo y en los complejos meandros de la Transición. Estuvo a la fecha y también en su lugar: el de un intelectual burgués y liberal (en el más amplio y mejor sentido de unas palabras algo depreciadas), laico y crítico, propietario de una vasta y bien aprendida experiencia de la reciente historia del mundo. La Fundación Francisco Ayala ha hecho muy bien en volver a editar (y a estudiar) unos textos que ya forman parte legítima de la historia viva que querían acotar. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt