martes, 10 de octubre de 2023

[ARCHIVO DEL BLOG] 1917: La revolución rusa y su época. [Publicada el 26/10/2017]











El historiador e hispanista estadounidense Stanley G. Payne, catedrático emérito de Historia en la Universidad de Wisconsin-Madison, reseña en el último número de Revista de Libros una veintena largas de títulos publicados es año en que se conmemora en centenario de la Revolución Rusa.
La Primera Guerra Mundial y la Revolución Rusa, comienzan diciendo, fueron los acontecimientos seminales del arranque del siglo XX, ambos con consecuencias enormemente destructivas. Habrían de tener profundas repercusiones en las décadas posteriores y sus resultados indirectos perduran incluso en el siglo XXI. La Primera Guerra Mundial dio lugar al totalitarismo comunista y al fascismo y, en última instancia, a un conflicto global incluso mayor y más costoso. Las consecuencias combinadas de estas múltiples catástrofes produjeron más adelante la Guerra Fría, que no concluiría hasta 1991, una fecha invocada por algunos historiadores como el cierre del «breve siglo XX» de Europa iniciado en 1914.
La revolución en su consumación bolchevique puso fin al desarrollo orgánico de una importante cultura mundial, la de la Rusia ortodoxa, y produjo el nuevo modelo de la dictadura de partido único, el totalitarismo estructural y el comunismo de Estado, cuyos efectos siguen sintiéndose en partes fundamentales del mundo aún a día de hoy, adoptando su forma más destructiva en el caso del Estado canalla de Corea del Norte. El intento de crear una Rusia liberal y democrática después del comunismo ha demostrado ser un fracaso. En el siglo XXI, Rusia no es, en ciertos aspectos esenciales, ni tan libre ni tan progresista como lo era en 1914. Ha resultado ser extremadamente difícil trascender por completo los efectos de 1917.
La única historia temprana relevante de las convulsiones vividas entonces era el estudio en dos volúmenes de William H. Chamberlain, The Russian Revolution (1935). La atención se desplazó posteriormente a la dramática y sangrienta evolución de la Unión Soviética y a las políticas del estalinismo, y a continuación a la Guerra Fría. La amplia expansión de las investigaciones centradas en la historia rusa por parte de los estudiosos occidentales en los años sesenta y setenta coincidió con nuevas tendencias en el estructuralismo y la historia social, de tal modo que los historiadores más jóvenes se sintieron menos interesados por los acontecimientos de 1917 que por otras tendencias estructurales más profundas, por el crecimiento de los conflictos sociales y por las contradicciones institucionales. Esto se tradujo en las ideas de un determinismo y una inevitabilidad subyacentes, cuya influencia aún persiste.
La primera nueva y magistral historia de la revolución que apareció en Occidente fue el gran trabajo de Richard Pipes, publicado en inglés en dos volúmenes en 1990 y 1994. El primero de ellos, que se ocupaba del trasfondo histórico y de los acontecimientos de 1917, se encuentra ahora disponible por primera vez en español en la nueva edición de Debate de La Revolución Rusa, con sus 1.047 páginas en un cuerpo relativamente pequeño generadas por un equipo de cuatro traductores. Aunque el libro tiene ya casi tres décadas a sus espaldas, sigue tratándose de la historia política más relevante en un solo volumen. Es extraordinariamente crítica con los bolcheviques y lleva una dedicatoria inusualmente tersa y elocuente: Zhertvam (A las víctimas). La otra única obra de la generación anterior digna de mencionarse dentro de la misma categoría que la de Pipes es A People’s Tragedy. The Russian Revolution 1891-1924 (1998) (La Revolución Rusa 1891-1924.  La tragedia de un pueblo, Barcelona, Edhasa, 2010), de Orlando Figes, que añade poco al relato político, pero que se erige en la más destacada historia social de la Revolución en un solo volumen.
Ninguna gran revolución comienza sin que se den unas condiciones preexistentes de contradicción y conflicto, pero eso no justifica por sí solo la inevitabilidad de una revolución extraordinariamente violenta. El debate sobre este particular ha oscurecido en ocasiones el hecho de que el imperio ruso había conocido una de las mayores historias de éxito en la época moderna. Desde su primer gran crecimiento con Iván el Terrible a mediados del siglo XVI, se expandió sistemáticamente y a una velocidad increíble durante más de trescientos años. En términos de la pura ocupación de territorios contiguos, no se había producido nada semejante desde Gengis Kan, pero el imperio mongol no alcanzó una consolidación, estructura o duración equivalentes. A lo largo de esta época de expansión, el gobierno imperial siguió siendo una autocracia regida por el zar, un sistema de autoridad desmesurada que no ha conocido igual en Europa, ni siquiera en la era de las monarquías absolutas, y, de hecho, el imperio no entró plenamente en el concierto de potencias europeas hasta el siglo XVIII. Su estructura social y económica fue durante mucho tiempo atrasada e incluso de un carácter no europeo, basada en una rigurosa servidumbre para gran parte de la población, que no tuvo un equivalente exacto en Europa Occidental ni siquiera en la Edad Media. Este mismo atraso facilitaba una extrema concentración de poder en el Estado imperial, pero también una creciente debilidad en comparación con el Occidente moderno, al que Rusia luchó persistentemente por superar, en ocasiones con un éxito parcial.
Dado el énfasis en el imperio, los grandes cambios en Rusia vinieron desencadenados únicamente por desafíos o reveses vividos en su política exterior. Las reformas de pseudooccidentalización llevadas a cabo por Pedro el Grande a comienzos del siglo XVIII nacieron del reto de derrotar al imperio sueco en el norte de Europa, mientras que la «era de las reformas» en tiempos del «zar liberador», Alejandro II, que liberó a los siervos, fue una respuesta a la humillante derrota a manos de Gran Bretaña y Francia en la Guerra de Crimea de 1854-1855. Del mismo modo, sólo las presiones de la Primera Guerra Mundial hicieron posible el estallido de la revolución en 1917, mientras que fue la presión de la competencia económica y tecnológica durante la Guerra Fría lo que ayudó a provocar el derrumbamiento de la Unión Soviética. Una vez que el Estado ruso se recuperó finalmente con Putin en el siglo XXI, retomó una vez más la dinámica de expansión en el exterior. Señalar la persistencia de tales tendencias no supone negar que factores contingentes resultaran también importantes en momentos de inflexión trascendentales.
Vista desde una perspectiva más amplia, la era de las reformas en la historia rusa, que abarcó de 1861 a 1917, produjo la auténtica revolución, si bien se trató de una revolución desde arriba. Este fue el único período en toda la historia rusa que rompió con el modelo del poder estatal totalmente autocrático, la hipertrofia de la militarización y la estricta reglamentación de la población, permitiendo, en cambio, un crecimiento relativamente rápido de las libertades individuales y sociales, el imperio de la ley, la liberalización de las instituciones e incluso el comienzo del constitucionalismo y el gobierno representativo. A partir de 1917, los bolcheviques pusieron fin a todas estas nuevas tendencias. La revolución comenzó en 1917 declarando que Rusia era «el país más libre del mundo», que tan solo en cuestión de unos pocos meses sería objeto de una toma del poder por parte de los bolcheviques, quienes a la larga acabarían imponiendo un tipo de servidumbre aún más drástica. La primer gran «revolución moderna» del siglo XX tuvo consecuencias profundamente reaccionarias dentro del modelo general de la historia rusa, reimponiendo la autocracia, el colectivismo y un sistema de control más completo y drástico que el del viejo orden. La Rusia poscomunista ha demostrado ser incapaz de restaurar todas las libertades que existían con anterioridad al año en que se desencadenó la revolución.
El zar Alejandro II, el único gran reformador liberal al frente del Estado imperial, fue asesinado por los revolucionarios en 1881. Este acto de terrorismo puso fin durante años a importantes reformas políticas e institucionales, pero el desarrollo social y económico se aceleró, y lo hizo hasta tal punto que, en 1900, Rusia, a pesar de que seguía estando infradesarrollada, había alcanzado la tasa de crecimiento más alta de cualquier gran economía en el mundo, una posición que mantuvo en gran medida hasta 1914. Durante los primeros años del siglo XX, Rusia mantuvo la misma posición que China cien años después: fue el escenario del mayor crecimiento económico, que se producía en el marco de un sistema autoritario anacrónico y represivo. Lo que Francisco Veiga y sus coautores denominan «el corporatismo zarista» era mucho menos sofisticado que el cuasitecnocrático sistema chino de un siglo después.
El crecimiento muy rápido suele tener efectos desestabilizadores, como sucedería más tarde en España tras la expansión acelerada de la década de 1920. La modernización tuvo, a buen seguro, consecuencias espectaculares en Rusia. Aunque se prohibieron los sindicatos, una enorme oleada de huelgas convocadas en 1903 y 1904 tuvieron su clímax en el «Domingo Sangriento» en enero de 1905, cuando las tropas dispararon sobre las masas que se manifestaban en las afueras del Palacio de Invierno de San Petersburgo. Para entonces ya se habían formado partidos políticos y en el país empezaron a estallar revueltas, la «Primera Revolución» de 1905. La situación se vio severamente agravada por los percances sufridos en el extranjero, una política exterior ciegamente agresiva que había provocado la guerra ruso-japonesa de 1904-1905. El Estado imperial no podía hacer la guerra en el Lejano Oriente y combatir la revolución dentro de sus fronteras. Hubo de aceptar una paz con unas condiciones en gran medida favorables a Japón a fin de que pudiera preservarse el ejército para la represión de la revolución, una represión que se llevó a cabo en 1905-1907. Cuando Rusia hubo de hacer frente a unas condiciones equivalentes una década después, sus dirigentes elegirían la política contraria, cuyo coste fue el rápido triunfo de la revolución.
El joven zar Nicolás II (1894-1917) se vio presionado para introducir reformas, instituyendo la fase final del imperio, la contradictoria «autocracia liberal» de 1906-1917. Se instituyeron los rudimentos de un constitucionalismo muy limitado, incluida una Duma, o parlamento, elegido sobre la base de un derecho al sufragio enormemente restringido y desigual, con poderes limitados, aunque sí que aumentaron las libertades civiles. Durante varios años, la política exterior rusa quedó en barbecho; la economía, sin embargo, volvió a florecer rápidamente, generando de nuevo la tasa más alta de crecimiento de cualquier gran país. Se introdujeron reformas estructurales, con la expectativa de que otros veinte años de paz permitirían a Rusia convertirse en un país moderno con un gran poder, por detrás únicamente de Estados Unidos. El rápido crecimiento no produjo necesariamente una población más dócil, porque también dio lugar a una expansión de la educación y la conciencia política, y se vio acompañado de un creciente descontento social y político.
Piotr Durnovó, el ministro del Interior que había reprimido la Revolución de 1905 con mano de hierro, advirtió en un famoso memorándum a comienzos de 1914 que nada de esto importaba si en el futuro Rusia se involucrara en una gran guerra, especialmente contra Alemania. Rusia era demasiado frágil políticamente para soportar semejante tensión, que produciría una revolución, y una nueva revolución sería mucho más poderosa y más radical que la de 1905, llevándose todo por delante, poniendo fin al régimen zarista y trastocando por completo el orden social.
El pesimismo fue el estado de ánimo predominante en gran parte de la elite rusa, una reacción ante una época de rápido crecimiento y constante transformación que, sin embargo, parecía incapaz de superar sus contradicciones sociales y políticas. Se han realizado numerosos esfuerzos para describir el ambiente de esta sociedad elitista en la última década del imperio, un estado de ánimo que se tradujo en la extraña yuxtaposición de un mórbido esteticismo (parte de él de un alto nivel artístico), un hedonismo desenfrenado, misticismo, fascinación por lo oculto, interés sexual obsesivo y ‒en parte como resultado de la reciente revolución frustrada‒ una extraña sensación de fatalidad, a menudo expresada en una creencia generalizada en la llegada del apocalipsis. S. A. Smith, que ha producido uno de los dos mejores nuevos tratamientos de la revolución desde la perspectiva de la longue durée, observa que «a lo largo de los siglos, Rusia había desarrollado una fuerte tradición de pensamiento apocalíptico tanto entre las elites como a nivel popular y en los últimos años del ancien régime se produjo un incremento del sentimiento apocalíptico entre pensadores religiosos, figuras literarias y en el conjunto de la población. Según el historiador estadounidense James Billington, «en ningún otro lugar de Europa el volumen y la intensidad de la literatura apocalíptica fueron comparables a los que podían encontrarse en Rusia durante el reinado de Nicolás II».
Sin embargo, como el imperio se fortaleció con gran rapidez tanto económica como militarmente, su gobierno no pudo resistirse a implementar una política exterior más enérgica, llevando a cabo una movilización militar limitada durante la guerra de los Balcanes de 1912-1913. Cuando estalló la crisis con Alemania y Austria-Hungría en el verano de 1914, el Estado zarista se sintió obligado a apoyar a Serbia, una pequeña potencia eslava balcánica, a pesar de que se había involucrado indirectamente en un acto de terrorismo de Estado al incitar al asesinato del heredero al trono austríaco. A los ultraconservadores rusos les aterrorizaba la posibilidad de una guerra con Alemania, como le sucedía también, en alguna medida, al zar Nicolás. El gobierno y los dirigentes políticos, sin embargo, presionaban para iniciar una contienda, al igual que los dirigentes del liberalismo de clase media en la Duma, partidarios vociferantes del nacionalismo y el imperialismo ruso. Se vieron influidos por una oleada de histeria en los años inmediatamente anteriores que sostenía que una política exterior más enérgica, tras la debacle con Japón y otros reveses, había pasado a ser indispensable. Entre las minorías fundamentales, formadas por los militares, los liberales de clase media y los conservadores moderados, la sensación de fatalidad había quedado eclipsada por un nuevo ambiente de optimismo, fortalecido por un rápido crecimiento económico y una fuerza militar cada vez mayor, lo que dio paso a la convicción de que el poder de Rusia y su aliada Francia estaba a la altura de la tarea de enfrentarse tanto a Alemania como a Austria-Hungría. Finalmente, y a regañadientes, el zar también se dejó convencer. Tras haber iniciado la movilización el 25 de julio de 1914, seis días después el Gobierno rechazó la exigencia de Alemania de que pusiera fin a ulteriores preparativos militares. La guerra empezó el día siguiente, iniciándose así un conflicto que crecería lentamente hasta que, dos años y medio después, destruyó por completo el régimen y, momentáneamente, el imperio.
Cómo se produjo todo esto es objeto de un tratamiento magistral en The End of Tsarist Russia, de Dominic Lieven, el primer gran estudio de nuevo cuño sobre Rusia y los orígenes de la Primera Guerra Mundial aparecido en Occidente durante la última generación, basado en importantes nuevas investigaciones llevadas a cabo en los archivos imperiales. Lieven es el más destacado especialista no ruso en la última etapa de la historia diplomática e imperial zarista, así como el autor del mejor estudio biográfico del último zar, Nicholas II. Twilight of the Empire (1993). No mantiene que la guerra fuera absolutamente inevitable, sino que explica el ambiente, las presiones y los pasos fatales que dieron lugar al comienzo del fin para el régimen zarista. Como señala Lieven en el libro anterior: «En la Europa del Antiguo Régimen, al noble se le educaba para defender su reputación pública y su honor a toda costa, espada en mano si era necesario. Aún prevalecía la ética del duelo [...]. No existía un crimen peor que la cobardía».
Como la guerra produjo una catástrofe, generalmente se da por supuesto que el ejército ruso tuvo que padecer una contundente derrota, pero ese no fue exactamente el caso, como queda claro en la reciente historia militar de David R. Stone, el primer libro nuevo sobre este tema publicado en Occidente en los últimos cuarenta años1. Presenta nuevas investigaciones sólo de un modo limitado, pero se basa fundamentalmente en los trabajos publicados por estudiosos alemanes y rusos en las últimas décadas. Sus análisis se caracterizan por su lucidez, proporcionando un contexto militar para la revolución política y social.
El nuevo programa de expansión militar de Rusia no habría de completarse hasta 1917, por lo que en 1914 el imperio no era tan fuerte como lo hubiera sido varios años después. Sin embargo, el ejército ruso era el segundo más poderoso de la guerra, por detrás únicamente del de Alemania. Aunque el imperio no estaba bien preparado para una guerra militar de desgaste, la producción militar no cesó de crecer y seguía haciéndolo aún a comienzos de 1917. El mando ruso cometió un error estratégico garrafal al comienzo al no concentrar sus empeños contra su enemigo más fuerte, Alemania. A pesar de todo, consiguió desbaratar el plan de guerra inicial de la propia Alemania y ayudó a salvar París, además de evitar el colapso en el frente occidental de sus aliados. El peor año de la guerra fue 1915, cuando Alemania se concentró en el frente oriental, obligando a una sustancial retirada rusa. No obstante, el ejército se recuperó de un modo impresionante el año siguiente, logrando la mayor victoria individual en una sola ofensiva ‒la «ofensiva Brusílov», conocida por el nombre de su comandante‒ de cualquier ejército en el curso de toda la guerra.
Lo cierto es que, en varios aspectos, el ejército ruso no se encontraba en tan mala forma a comienzos de 1917. Aunque había perdido a la mayoría de sus oficiales jóvenes y experimentados, aún contaba con diez millones de hombres armados, la fuerza más nutrida del mundo, y sus pérdidas habían sido proporcionalmente menores que las de Francia o Austria. En ese punto, el ejército se hallaba mejor equipado y armado que nunca anteriormente y la moral en las unidades de combate era relativamente buena. Había habido algunos motines irrelevantes, pero nada comparable a las dimensiones del gran motín francés de mayo-junio de 1917.
El fracaso del régimen zarista fue no tanto militar como político y administrativo. El mayor conflicto de la historia provocó presiones increíbles en todos los participantes. La mayoría de ellos respondieron con políticas innovadoras, que lograron la unidad nacional, y con políticas económicas y sociales que se aplicaron al conjunto del territorio y la población, pero el infradesarrollado sistema ruso fue incapaz de hacer algo parecido. El zar no intentó hacerse cargo del gobierno propiamente dicho, pero tampoco toleró un primer ministro fuerte, e interfirió lo suficiente como para hacer que una administración verdaderamente unificada resultara imposible. Esta tarea resultaba incluso más difícil en un imperio multinacional tan enorme que en Austria-Hungría, y el régimen fracasó por completo cuando hubo de hacer frente al desafío.
El mayor éxito lo lograron quienes estuvieron a cargo de la política industrial, que consiguieron un aumento espectacular de la producción militar. Y, al contrario, el mayor fracaso se produjo en el transporte y la distribución económica. Dado que el superávit de alimentos de Rusia ya no podía ser exportado, había suficiente comida para la población doméstica y para el ejército, pero escaseces de todo tipo se volvieron cada vez más extremas en las ciudades, donde se desató una inflación fuera de control, con un descontento creciente y unos niveles de sufrimiento que no dejaban de aumentar.
Los moderados y los liberales exigieron en la Duma un gobierno imperial más amplio y más representativo, pero fueron ignorados al tiempo que aumentaban los problemas administrativos. El zar se negó a permitir una mayor participación política, pero se hizo cargo del mando militar directo, haciéndose personalmente responsable de la guerra y sus frustraciones. El descontento en las ciudades empezó a dirigirse contra los propios miembros de la familia imperial, vista como personalmente responsable de impedir una solución a los desafíos derivados de la guerra, especialmente en la distribución económica. No existía ningún paralelismo de esta situación de enfrentamiento en ningún otro de los participantes en el gran conflicto.
Norman Stone señaló hace cuatro décadas que, a comienzos de 1917, Rusia padecía muchos de los mismos males que aparecieron más tarde con el estalinismo: hipertrofia de la industria y el complejo militar-industrial, intensa militarización, severas carencias económicas en bienes de consumo y represión política. La diferencia, por encima de todo, era que el sistema totalitario del estalinismo reprimió todo descontento, mientras que la estructura semiliberal de la última etapa del zarismo se mostró simplemente incapaz de controlar un resentimiento que no paraba de crecer.
En 1916, este descontento se centró cada vez más en el «amigo especial» de la familia imperial, el campesino siberiano Grigori Rasputín, que se hacía pasar por un santo y un sanador por la fe, aunque no era un religioso de ningún tipo. Se convirtió en el blanco de una histeria y una paranoia masivas, y era percibido como un poder siniestro agazapado tras el trono, un «agente alemán» que traicionó al gobierno imperial al tiempo que se convertía, al parecer, en el amante de la zarina. Podría defenderse que la paranoia ha tenido una presencia más relevante en la historia del gobierno y la sociedad rusos que en ningún otro gran país europeo. En cualquier caso, a finales de 1916, la figura del campesino siberiano había pasado a ser una auténtica obsesión popular, el centro de las «fuerzas oscuras» que supuestamente atenazaban al Gobierno. Los soldados hablaban de él incluso en las trincheras. 
La literatura sobre esta extraña figura ‒que no ha contado con ningún equivalente exacto en ningún otro lugar‒ es enorme, aunque la mayor parte es huera e induce a menudo a confusión. Esto refleja la circunstancia de que el «mito de Rasputín» tuvo una vida propia, la más elaborada mitomanía en relación con cualquier otra figura del siglo XX que no fuera ni un líder político ni un integrante de la industria del espectáculo. Douglas Smith resalta que «no hay un Rasputín sin las historias sobre Rasputín», pero él es el primer biógrafo que ha traspasado por completo el velo de esta mitomanía por medio de la más minuciosa investigación primaria y de un análisis exhaustivo y objetivo. Ha producido un libro sin parangón, que examina todas las pruebas esenciales y, en la medida en que ello resulta posible, investigando todas las principales historias. Su conclusión es, convincentemente, que la mayor parte de ellas fueron invenciones.
Rasputín no era ni un sacerdote ni un monje, ni ningún tipo de religioso al uso, sino un sanador por la fe, laico, con unos ojos penetrantes e hipnóticos y una personalidad extrañamente magnética. La decadente sociedad de la última etapa del zarismo, como ya se ha apuntado, sentía un mórbido interés por lo oculto, por el espiritualismo, la teosofía y por las formas alternativas de espiritualidad. El fascinante campesino siberiano contó con seguidores especialmente entre las damas de la alta sociedad que buscaban sentir una emoción especial. Rasputín disfrutó del favor de la familia imperial porque parecía ejercer un efecto balsámico, hipnótico, en el único heredero masculino al trono durante sus frecuentes ataques de hemofilia. Para Nicolás, él reafirmaba la fe de este último en el vínculo místico existente entre el soberano y el campesinado ruso.
En 1915-1916 existía la amplia creencia de que Rasputín era el verdadero poder que se hallaba detrás del trono, bloqueando todas las reformas, un agente alemán que estaba manipulando diabólicamente para urdir la ruina de Rusia. Este tipo de acusaciones iban de las completamente falsas a las extremadamente distorsionadas. Los relatos de sus orgías, al igual que las referencias al supuesto tamaño de su pene, se exageraron enormemente. No violó a centenares de mujeres, sino que se dedicó fundamentalmente al «acoso sexual», con manoseos y besos, aunque sin ocultar su comportamiento en absoluto. Como observa Smith, «el poder de Rasputín existía en gran medida en las mentes de otros, donde crecía con cada año que pasaba». Tuvo alguna influencia en nombramientos ministeriales y favoreció firmemente un gobierno autocrático, pero, más que ser un agente alemán, fue un patriota ruso que alentó el pacifismo. En la mayor decisión individual de la vida del zar, su influencia fue totalmente positiva, aunque se desoyó su consejo cuando instó a gritos a Nicolás a que evitara la guerra, advirtiéndole de que el conflicto con Alemania reportaría a Rusia un «dolor sin fin». De sus diversas profecías, muchas de ellas completamente equivocadas, esta fue la más acertada, un presagio tristemente correcto en tan solo tres palabras de lo que serían los próximos cuarenta años de historia rusa. El zar Nicolás ya había quedado desacreditado por la Primera Revolución de 1905, pero los fracasos de la Primera Guerra Mundial, dramatizados en la mentalidad popular por la siniestra figura de Rasputín, completaron el proceso. Douglas Smith nos ha dado el que es, de lejos, el estudio más completo y preciso de cuantos se han escrito, probablemente un relato definitivo de esta extraña figura, y ciertamente el volumen individual de investigación primaria y el análisis de nuevo cuño más impresionante que ha aparecido en los últimos años sobre cualquier tema relacionado con esta época de la historia rusa.
En 1917, Rusia contaba aún con las segundas fuerzas armadas más poderosas del mundo, pero su frente doméstico corría el peligro de desmoronarse, con su soberano y su sistema de gobierno completamente desacreditados. En las ciudades había largas colas de personas esperando que les repartieran comida, pero no una auténtica hambruna, pues la capital contaba con un suministro de doce días de raciones de harina. Donde mayor era el descontento era, sin embargo, en San Petersburgo, porque se trataba del principal centro de mano de obra organizada y conciencia política, con un índice de alfabetización muy superior a la media en una población que seguía siendo en gran medida analfabeta. Una división del ejército se había amotinado en el frente septentrional a finales de 1916 y los trabajadores industriales se mostraban cada vez más rebeldes, aunque, sorprendentemente, existía poca actividad revolucionaria subterránea, ya que casi todos los dirigentes más radicales se encontraban bien en Siberia o en el exilio.
La insurrección revolucionaria que comenzó el 23 de febrero2 se debió a la súbita convergencia de diversos factores. El primero fue simplemente un cambio en el tiempo, ya que el extremo frío empezó a moderarse y a lucir el sol, permitiendo que la gente saliera a la calle más cómodamente. Lo que estaba programado aquel día era simplemente una manifestación en apoyo del Día Internacional de la Mujer. Dada la debilidad del feminismo organizado en Rusia, eso no se habría traducido nunca en gran cosa, pero el ambiente de extremo descontento, combinado con el tiempo atmosférico, favoreció que millares de trabajadores dejaran sus herramientas y se unieran a las mujeres. El segundo día, el número de manifestantes y huelguistas se había duplicado, al tiempo que los ánimos se habían tornado beligerantes y la policía y los militares se mostraban cada vez más titubeantes. El tercer día, varias unidades militares a las que se había ordenado despejar las calles de manifestantes se negaron a obedecer a sus comandantes y el día 27 los manifestantes y los huelguistas eran aún más numerosos. La situación estaba pasando a estar claramente fuera de control. La Primera Revolución de 1905 había sido reprimida por el ejército, pero si las tensiones de la guerra y del resentimiento civil creciente minaban la disciplina militar, el régimen no podría perdurar.
Los dirigentes de los partidos moderados y algunos de los más altos mandos militares habían estado participando durante meses en consultas e incluso conspirando abiertamente para buscar un gobierno más eficaz, aunque ello significara sustituir al zar. Se involucraron en ello varios miembros de la propia familia imperial, aunque la única acción que se había llevado a cabo había sido el asesinato de Rasputín en los últimos días de 1916. Rusia en general no se vio afectada en un principio por las manifestaciones y los disturbios en la capital, pero el caos en San Petersburgo ejerció muy pronto una influencia desproporcionada en una autocracia enormemente centralizada, y en los últimos días de febrero los dirigentes moderados de la Duma respondieron formando un nuevo, aunque no elegido, Gobierno Provisional, informando con un exceso de confianza al mando militar que estaban controlando la situación. Los oficiales del ejército aceptaron estas garantías, convencidos como habían pasado a estarlo de que sólo un gobierno diferente y más eficaz podía mantener a Rusia en la guerra. Rechazaron la idea de una dictadura militar y creyeron que el nuevo régimen civil autonombrado constituía la mejor solución. El 2 de marzo, sus propios comandantes militares habían obligado al zar a abdicar y Rusia pasó a ser de facto una república por primera vez en su historia. Técnicamente, el zar había sido derrocado por los zaristas. Había habido alguna posibilidad de que unidades militares fiables pudieran ser convocadas para recuperar el control de la capital, pero lo probable era que una crisis tan profunda tuviera las mismas consecuencias que en 1905, con el gobierno negociando poner fin a la guerra a fin de concentrarse en la contrarrevolución, y eso era algo que no aceptarían ni los dirigentes políticos moderados ni los mandos del ejército. La «revolución democrática» de febrero-marzo fue consumada no por los futuros revolucionarios, sino por elementos de la elite zarista como el mejor modo de garantizar que pudiera seguir combatiéndose la guerra, aunque esta determinación demostraría ser muy pronto su talón de Aquiles.
Estos hechos constituyeron la verdadera «Revolución rusa», llamada algunas veces la «Revolución de febrero», que instituyó de inmediato radicales reformas democráticas en la legislación, el gobierno y la sociedad, incluidos plenos derechos civiles y la igualdad de las minorías. El Gobierno Provisional se basaba en las pequeñas clases medias y medias-altas, estaba integrado fundamentalmente por hombres ricos y, en algunos aspectos, se asemejaban a los dirigentes que llegaron al poder con la liberalizadora «Revolución de 1830» francesa, aunque en este caso casi un siglo después. Prometía «democracia» plena para hacer de Rusia «el país más libre del mundo».
De hecho, su autoridad fue declinando con cada semana que pasaba, ya que pospuso las elecciones para un parlamento democrático con la esperanza de que el ambiente en las ciudades se apaciguaría, mientras que lo cierto fue que no hizo otra cosa que radicalizarse aún más. Dado el trasfondo autocrático y comunalista de la sociedad y las instituciones rusas, el socialismo tenía un atractivo más amplio ‒tanto entre los trabajadores urbanos como en la intelligentsia, y también entre el campesinado‒ que en ningún otro país del mundo, aunque al principio los revolucionarios organizados habían desempeñado un papel limitado. Las manifestaciones y los disturbios urbanos fueron hasta cierto punto espontáneos.
La Revolución de 1905 había generado una institución única, el Sóviet, o consejo, de representantes elegidos por todas las organizaciones revolucionarias, y en 1917 se creó casi de inmediato un Sóviet municipal en San Petersburgo, seguido de otros en casi todas las grandes ciudades. Esto produjo una situación de dvoevlastie, o «poder dual», entre los Sóviets radicales, dominados por los socialistas, y el Gobierno Provisional moderado, de clase media, aunque la posición inicial de los Sóviets fue también relativamente moderada y tendió a apoyar al Gobierno.
El problema subyacente era que lo que los politólogos occidentales llaman «sociedad civil» era aún pequeña y débil en Rusia, ya que carecía de tamaño, organización, capacidad para la unidad o un liderazgo inteligente y decisivo. Si el imperio hubiera disfrutado de dos décadas más de paz ‒una posibilidad improbable‒, habría habido al menos alguna oportunidad de que pudiera haber surgido una sociedad civil adecuada, como postulaban los moderados y los conservadores progresistas. Lo cierto es que, en las condiciones de crisis de la guerra mundial, el derrocamiento del gobierno imperial simplemente abrió la puerta a la anarquía y el caos, así como a una época de sufrimiento prolongado tal como no se había visto en Europa desde el siglo XVII, en la línea de lo que habían predicho en gran medida Rasputín y otros. Todo esto no era simplemente consecuencia de la Primera Guerra Mundial, sino también de las peculiares circunstancias de Rusia, aunque sin la guerra podría no haber sucedido nunca, al menos en la misma forma.
En las primeras semanas surgió un discurso de «ciudadanía» y «democracia», y casi todos los grupos políticos hablaban de ello de boquilla, pero los trabajadores estaban interesados en una reforma socialista radical, si es que no en una revolución absoluta, mientras que el principal interés de los campesinos radicaba en obtener el veinte por ciento o más de las tierras de labranza rusas que no estaban ya en sus manos, algo a lo que creían firmemente que poseían todos los derechos. Al principio, los trabajadores urbanos desempeñaron el papel más importante, mientras que los campesinos fueron en un principio más cautelosos.
Los trabajadores urbanos constituían escasamente el cinco por ciento de la mano de obra total, pero inicialmente su peso era desproporcionado, porque se hallaban doblemente concentrados: en primer lugar, concentrados en las ciudades más grandes, y en los Urales centrales y las zonas industriales de Ucrania Oriental; y, en segundo lugar, el papel del Estado en la industria rusa había creado proporcionalmente un número de grandes fábricas, con centenares de obreros en cada una, muy superior al de la mayor parte de Europa. Los obreros (y, en cierta medida, los revolucionarios) crearon «consejos de fábrica» en casi todas las fábricas de tamaño grande y medio, y estos desempeñaron un papel más directo que el de los sindicatos. Sus actividades y objetivos pasaron a ser cada vez más radicales, y también tuvieron un importante papel en la radicalización de los Sóviets.
La otra fuerza radical fue el efecto de la propaganda revolucionaria en centenares de miles de soldados. Aunque la mayoría de las unidades del ejército habían mantenido la disciplina hasta febrero de 1917, la guerra como tal era profundamente impopular. El tipo de espíritu nacional que existía con fuerza en Europa Central y Occidental era, sin embargo, débil entre los rusos, cuya lealtad se había dirigido fundamentalmente al zar y a un sistema imperial multinacional. Con el gobierno imperial derrocado y la agitación revolucionaria metastatizándose por todas partes, la disciplina empezó a hacerse añicos. Durante el curso de 1917 desertaron casi diez millones de soldados, que supuso de lejos la mayor deserción militar masiva de la historia mundial. Además, muchos desertores se convirtieron en ardientes e incluso violentos revolucionarios. Eran duchos en el manejo de las armas y en el uso de la fuerza, ayudando a radicalizar al campesinado y a sembrar el caos.
La división de poder entre el Gobierno Provisional y los Sóviets debilitó gravemente la autoridad y, además, ambos se encontraban gravemente divididos internamente. El Gobierno decidió apoyarse en los dos partidos más moderados de las diversas formaciones revolucionarias, en muy poca medida en los mencheviques marxistas, pero sí fundamentalmente en los Socialistas Revolucionarios de inspiración campesina (los esseri), la mayor fuerza política de Rusia, y, a partir de julio, en el carismático abogado radical Aleksandr Kérenski, un destacado socialista revolucionario. El Gobierno Provisional adoleció de cuatro debilidades: 1) Aunque decía representar la legitimidad, no había sido nunca elegido por haber quedado la Duma en suspenso; 2) Sus propios miembros no estuvieron nunca unidos, introduciendo frecuentes cambios en sus principales responsables y en las políticas; 3) Buscaba mantener los derechos de propiedad, imposibilitando satisfacer demandas radicales de la población de a pie, de modo que para los revolucionarios extremos resultaba fácil denunciarlo como burzhui (burgués); y 4) Su fuerte defensa de Rusia y el imperio dio lugar a que el Gobierno insistiera en la firme continuación de la guerra contra Alemania seis semanas después del inicio de la revolución.
La situación era tal a mediados de abril, cuando Vladímir Lenin abandonó su exilio suizo en el famoso «tren sellado» que atravesó Alemania, que seis semanas después empezó la revolución. Líder de los llamados bolcheviques (literalmente, «miembros de la mayoría»), el más extremo de los dos principales partidos marxistas, causó el asombro de sus propios partidarios al insistir en que Rusia se retirara de inmediato de la guerra y exigir la transferencia inmediata de todo el poder a los Sóviets a fin de introducir la dictadura del proletariado, preludio del estallido de la revolución violenta en toda Europa, que transformaría la guerra mundial en una guerra civil revolucionaria internacional.
El traslado de Lenin de Suiza a Rusia, cortesía del gobierno imperial alemán, y su inmediata y creciente influencia nada más llegar, son el tema que aborda la monografía de Catherine Merridale. La autora es una experimentada experta británica en Rusia, pero su libro es bastante limitado, y se muestra sorprendentemente indulgente con Lenin. Está generalmente bien ejecutado, como toda la obra de Merridale, pero cuenta al lector más de lo que probablemente le importaría saber sobre Lenin en el tren, al tiempo que abre muy pocas vías nuevas de cierta enjundia. Se trata, en conjunto, de uno de los dos libros menos relevantes de cuantos se recensionan en este ensayo.
En un principio, los propios partidarios de Lenin pensaron que sus «Tesis de abril» eran una locura, pero pronto se ganó a la mayoría de ellos. Los bolcheviques vieron cómo crecía continuamente su apoyo debido al deterioro de las condiciones económicas. Si la escasez de alimentos y otros bienes de consumo en las ciudades había sido una motivación esencial para la revuelta, el derrocamiento del régimen zarista empezó a destruir la disciplina de la mano de obra y de la producción económica en su conjunto, dando lugar a un nuevo y sistemático declive de las condiciones de vida a lo largo de 1917, que no hizo más que aumentar el descontento. Se había creado un círculo vicioso que se reforzaba recíprocamente, a lo que se añadió la exasperación siempre creciente de la mayoría de la población con lo que los bolcheviques denunciaron como una guerra enloquecidamente agresiva.
Los revolucionarios extremos no eran progermánicos. El odio a Alemania había pasado a ser una obsesión popular, y una extendida paranoia sobre los «espías alemanes» y la supuesta influencia alemana en la corte habían supuesto una importante motivación para derrocar al gobierno imperial. La mayor parte de los rusos se tenían por leales a su patria, pero a partir de mediados de 1917 pocos se mostraron deseosos de luchar excepto en caso de absoluta autodefensa. Empujados por la estridente y cada vez más eficaz propaganda bolchevique, el masivo ejército ruso empezó a desvanecerse.
Los mencheviques (literalmente, «miembros de la minoría»), el partido marxista más moderado, sostenían la doctrina marxista clásica de que la historia debe evolucionar en tres etapas: desde el feudalismo al capitalismo y la democracia, y sólo entonces a la revolución proletaria. El capitalismo no se hallaba aún plenamente desarrollado en Rusia, de modo que, ipso facto, el presente estadio de desarrollo consistía en el capitalismo y la democracia parlamentaria, lo cual indicaba la necesidad de apoyar al Gobierno Provisional, al tiempo que se mantenían los Sóviets como un medio de representación popular.
Lenin se mostró enfáticamente en desacuerdo. Rusia era un país atrasado cuyo capitalismo débil había sido superado por la Primera Guerra Mundial y por la historia. La aceleración radical que produjo la guerra significaba que la era de la revolución proletaria había llegado de repente para todos los países más avanzados. Precisamente porque Rusia estaba aún atrasada y su capitalismo era débil, el viejo orden se había derrumbado ahí en primer lugar: la época de la democracia capitalista había llegado y se había ido en un abrir y cerrar de ojos entre 1905 y 1917. Estas mismas condiciones hicieron posible que Rusia iniciara la revolución obrera socialista, al tiempo que el estallido de la guerra civil internacional no haría otra cosa que reforzar la dictadura del proletariado en Rusia.
El curso regular de los acontecimientos no parecía más que confirmar el análisis de Lenin, ya que la miseria no cesaba de aumentar por toda Rusia. El ejército, el último bastión del viejo orden, estaba desintegrándose. Todo ello benefició a los bolcheviques cuando se convirtieron en un movimiento de masas y dejaron de ser simplemente una organización secreta conspiratoria. A comienzos de julio, el ambiente reinante en San Petersburgo les animó a incitar a nuevas manifestaciones masivas, aparentemente con el objetivo de transferir todo el poder a los Sóviets, donde estaban fortaleciendo rápidamente su posición. Sin embargo, la estrategia bolchevique en los Días de Julio fue ambigua, e incluso Lenin pareció sentir momentáneamente miedo. Las manifestaciones perdieron fuerza y luego fueron suprimidas por algunas de las pocas unidades del ejército que seguían manteniendo la disciplina. Aleksandr Kérenski, nuevo jefe del Gobierno, logró dominar la situación. La prensa bolchevique fue clausurada y varios de sus dirigentes más relevantes fueron arrestados, lo que obligó a Lenin y a otros a volver a esconderse.
Julio de 1917 podría haber sido el «Thermidor ruso». Los bolcheviques quedaron momentáneamente bajo sospecha, acusados de intentar derrocar la revolución, con Lenin investigado y denunciado como un «agente alemán». Kérenski, sin embargo, no supo qué hacer con su victoria. Buscaba preservar la revolución democrática y continuar de algún modo la guerra, pero persistían todos los factores que minaban el Gobierno Provisional, que iba debilitándose semana tras semana. Kérenski gestionó luego de un modo completamente equivocado las relaciones con lo que quedaba del ejército y esto dio lugar a un intento desganado de tomar la capital por parte de este último, lo que no hizo más que dar alas a la extrema izquierda. Kérenski pasó de suprimir a los bolcheviques a contar de repente con ellos para «defender la revolución». Este fue el beso de la muerte, que lo dejó con el apoyo de nada más que un centro débil, casi inexistente, mientras que los bolcheviques resucitaron con más fuerza que nunca, obteniendo el apoyo mayoritario en algunos de los Sóviets más importantes.
A finales de octubre, el gobierno de Kérenski se quedó sostenido por poco más que aire: se había granjeado la desconfianza de moderados y conservadores, pero también el odio de la extrema izquierda revolucionaria. Estas fueron las condiciones que llevaron a Lenin, León Trotski y otros dirigentes bolcheviques a planificar el derrocamiento del Gobierno Provisional el 24-25 de octubre. Se ideó una excusa cuando Kérenski intentó cerrar la imprenta bolchevique en San Petersburgo y se dispuso a mantener a raya al nuevo Comité Militar Revolucionario, que había organizado su propia fuerza paramilitar, los Guardias Rojos. Como dice S. A. Smith, el golpe fue «inteligentemente disfrazado como una operación defensiva para preservar la guarnición y el [...] Sóviet contra los “planes contrarrevolucionarios del Gobierno Provisional”». En su Historia de la revolución rusa, el propio Trotski resaltó después la gran importancia que tenía para los revolucionarios agresivos parecer que estaban actuando a la defensiva: «El bando atacante casi siempre tiene interés en parecer que está a la defensiva. A los partidos revolucionarios les interesan las coberturas legales». La toma del poder en San Petersburgo se encontró con sorprendentemente poca resistencia, aunque los bolcheviques sí hubieron de hacer frente a una oposición más férrea en Moscú, pero en general hubo pocos enfrentamientos, ya que los demás partidos carecían en su mayoría de fuerzas paramilitares y el ejército regular ya no contaba. Otros revolucionarios y liberales pensaron que era absurdo que una «revolución democrática» pudiera ser secuestrada por el grupo armado de una minoría, y esperaban que el gobierno de Lenin fracasara.
La justificación para la toma del poder era supuestamente entregar «todo el poder a los Sóviets» cuando el Segundo Congreso de los Sóviets de Todas las Rusias se reunió en la capital el día 25. Aproximadamente trescientos de los seiscientos sesenta diputados del Congreso eran bolcheviques, pero contaban con el apoyo de los Socialistas Revolucionarios de Izquierda, lo que les otorgaba una escueta mayoría de tan solo un puñado de votos sobre cuya base se formó un Consejo de Comisarios del Pueblo integrado exclusivamente por bolcheviques como nuevo gobierno revolucionario. Los Socialistas Revolucionarios de Izquierda accedieron muy pronto a formar también parte del mismo, lo que permitió durante algunos meses que los bolcheviques evitaran la apariencia de ser una dictadura de partido único. Lenin denominó esto la «tercera revolución», la imposición de la dictadura del proletariado, tras la Primera Revolución de 1905 y la segunda «revolución democrática» de febrero. El nuevo régimen hubo de hacer frente al principio a una oposición manifiesta muy reducida, aunque sí a una actitud recalcitrante de no cooperación, de modo que se necesitó algún tiempo antes de que pudiera convertirse en un gobierno verdaderamente eficaz. Aprobó una larga lista de decretos radicales, el más importante de los cuales ratificaba la promesa de Lenin de entregar «toda la tierra a los campesinos», aunque eso no hacía más que reconocer la realidad actual, ya que en medio del caos de 1917 los campesinos se encontraban ya en vías de hacerse con toda la tierra que no habían ocupado todavía.
Uno de los grandes fracasos del Gobierno Provisional había consistido en posponer hasta finales de otoño la celebración de unas elecciones democráticas que podrían haberle dado legitimidad democrática y una verdadera autoridad. Aun después de establecer su dictadura, los bolcheviques pensaron que era mejor no posponer las elecciones a una nueva Asamblea Constituyente, que se celebraron más o menos en el plazo previsto en noviembre y diciembre de 1917. A pesar de la agitación que las rodeó, la participación popular en las primeras elecciones plenamente democráticas (y, durante mucho tiempo, las únicas democráticas) de la historia rusa fue superior al cincuenta por ciento. Los Socialistas Revolucionarios, que representaban principalmente a los campesinos, obtuvieron una mayoría relativa del 40% del total de los votos, mientras que los bolcheviques, cerca de su apogeo en términos de apoyo popular, únicamente un poco más de la mitad de ese porcentaje, menos del 24%. Todos los demás partidos obtuvieron cada uno de ellos menos del 5%. La largamente demorada Asamblea Constituyente se reunió más tarde, el 5 de enero de 1918, pero fue clausurada por la dictadura tan solo un día después. La democracia que había sido introducida supuestamente por la Revolución de febrero tuvo una vida muy efímera, y esa fue la principal provocación para la guerra civil que se desencadenó rápidamente.
El desafío inmediato era qué hacer en relación con la guerra contra Alemania, para la que parecía no haber otra solución que negociar aceptando las draconianas condiciones alemanas. Estas exigían abandonar toda la zona occidental del imperio ruso y hacer numerosas concesiones económicas. Lenin insistió en que no había otro modo de salvaguardar el Estado soviético y su revolución, lo que condujo a la impresionantemente drástica Paz de Brest-Litovsk, firmada en marzo de 1918. Esto fue demasiado para los Socialistas Revolucionarios de Izquierda, que pasaron a integrarse en la oposición, por lo que es posible fechar la dictadura formal de partido único justamente a partir de este momento.
Para todos los opositores de Lenin se trataba de la prueba definitiva de que era un «agente alemán». Para situar ese tema en perspectiva debe recordarse que, desde el comienzo de la Primera Guerra Mundial, el gobierno imperial alemán adoptó un programa, que carecía de precedentes en la historia mundial, de sabotear sistemáticamente la política y la economía de sus adversarios3. El objetivo en Rusia era instigar la subversión interna por medio de partidos revolucionarios y el descontento de las minorías nacionales. Se gastó una cierta cantidad de dinero durante 1915-1916 con muy escasos resultados4. La gran oportunidad surgió en 1917 con el semiespontáneo estallido de la revolución, lo que animó a Berlín a organizar un tren especial para que Lenin y algunos otros exiliados regresaran a San Petersburgo. Igualmente importante fue proporcionar posiblemente una cantidad tan elevada como cincuenta millones de marcos de oro, que desempeñaron un papel trascendental para financiar la propaganda y la agitación bolcheviques.
¿Era Lenin un «agente alemán»? En absoluto, en el sentido normal del término. Lo que sucedió más bien es que los intereses de Lenin y Berlín convergieron momentáneamente. Ambos perseguían el colapso total del gobierno imperial ruso y su ejército, algo que sólo Lenin podía ofrecerles. A corto plazo, los alemanes consiguieron mucho más de lo que valía su dinero, ya que la destrucción absoluta en combate de los diez millones de hombres del ejército ruso habría costado infinitamente más. El error en el cálculo alemán fue pensar que podían ganar una guerra con un único frente en Occidente en 1918, algo que, con la llegada de un gran número de tropas estadounidenses al otro bando, demostró ser imposible.
Lenin estaba absolutamente en lo cierto cuando defendió que el nuevo Estado soviético debía dejar de lado la guerra a fin de poder consolidarse. Insistió en que el dominio alemán en el Este sería sólo temporal, y una vez más acertó en su predicción, pero por el motivo equivocado. El líder bolchevique y la mayor parte de sus colegas confiaban en que la revolución rusa sería simplemente el preludio de una revolución obrera violenta en Alemania, y posteriormente en todo el mundo, cuando la Primera Guerra Mundial se viera sustituida por la «guerra civil internacional». Lo que salvó, en cambio, al nuevo Estado soviético fue la victoria militar de las potencias capitalistas occidentales en 1918. De lo contrario, Alemania habría tolerado lo que había pasado a ser oficialmente el «comunismo» en Rusia durante sólo un año más como mucho. Al igual que en la Segunda Guerra Mundial, la supervivencia de aquélla dependía de la fuerza del capitalismo occidental.
De los autores recensionados, los únicos que se ocupan seriamente del papel alemán en el triunfo del bolchevismo son Sean McMeekin y Catherine Merridale. Coinciden en que Lenin no fue de ninguna manera un «agente alemán», pero el primero subraya que la ayuda y la financiación alemanas fueron indispensables para su victoria, mientras que la segunda adopta un enfoque más matizado y evita llegar a conclusiones muy firmes.
Aunque McMeekin presenta una introducción histórica, el grueso de su volumen se dedica a la narración e interpretación de los hechos de 1917. McMeekin es un especialista estadounidense en historia turca y rusa, conocido por sus anteriores libros sobre el saqueo bolchevique de la economía rusa y también por el reciente The Russian Origins of the First World War (Cambridge, The Belknap Press, 2011). La característica más destacable de su nueva obra es su intento, no siempre convincente, de «normalizar» la historia rusa, subrayando el rápido progreso que se hizo antes de 1917 y la vigorosa actuación del ejército zarista en la Primera Guerra Mundial. McMeekin se opone con fuerza a cualquier noción de inevitabilidad y sugiere que para Nicolás podría haber sido posible conservar el poder de no haber sido por las conspiraciones protagonizadas por los propios miembros de la elite zarista, aunque la mayoría de los estudiosos no se mostrarían de acuerdo con él. Sus críticas más severas se dirigen a los desventurados e ineptos liberales, ávidos de ir a la guerra en 1914, pero totalmente incapaces de transigir con la revolución. «A la vista de la impotencia de Kérenski, la única cosa realmente sorprendente en relación con el curso de los acontecimientos es cuánto tiempo necesitaron los bolcheviques para actuar». El libro es de alcance limitado, pero está bien construido y ofrece un relato generalmente fiable de los acontecimientos cruciales que se produjeron en el año de la revolución.
La narración que es en algunos sentidos tanto similar a McMeekin, aunque también bastante diferente de él, es el vívido nuevo tratamiento del novelista británico China Miéville, un autor relativamente bien conocido de relatos de terror y de ciencia ficción que tiene también un doctorado en Relaciones Internacionales. Para el año del aniversario se ha valido de una historia de terror de la vida real, concentrándose en el drama ruso de febrero a octubre de 1917, que trata con un brío y una exuberancia literaria mayores que cualquiera del resto de los autores recensionados. Su gráfica manera de escribir engancha al lector y mantiene una sensación de suspense casi hasta el final mismo, aunque el autor deja clara la simpatía que siente por los bolcheviques, que casi siempre obtienen el beneficio de la duda. Se trata de una crónica capaz, completada a modo de apéndice por una astuta bibliografía anotada que abarca toda la principal literatura precedente en inglés.
Una vez que la Primera Guerra Mundial finalizó para Rusia en marzo de 1918 empezó la verdadera guerra para Rusia: la guerra civil de más de cuatro años cuyas infinitas ramificaciones y destrucción masiva harían empequeñecer incluso al conflicto de Rusia con Alemania. Este enfrentamiento perduró, con menores dimensiones, hasta 1925-1926 en Asia Central. Fue la mayor guerra civil de la historia mundial y sus múltiples dimensiones ‒políticas, geográficas, económicas, sociales y étnicas‒ desafían cualquier tipo de sucinto resumen.
Baste decir que los comunistas (que adoptaron su nueva designación oficial en 1918) ganaron porque contaron con determinadas ventajas fundamentales: estaban mucho más unificados y centralizados, ocuparon el cogollo geográfico central ruso y disfrutaron de líneas interiores (que les permitieron hacer frente a sus enemigos en diferentes regiones, a veces sucesivamente, en vez de todos al mismo tiempo), contaban con más mano de obra a su disposición, dominaron lo que quedaba de la industria bélica rusa, poseyeron casi todos los grandes remanentes de armas rusas de la Primera Guerra Mundial, fueron mucho más eficaces en la propaganda política y también en la movilización militar, formando a la larga un ejército mucho más numeroso, y tuvieron mucho más éxito al alcanzar un cierto grado de apoyo social. La posición política de la mayoría de sus oponentes era, por contraste, débil, ya que parecían ofrecer poco más que una restauración del viejo orden. La victoria en la guerra civil consolidó el nuevo régimen y este prolongado Armagedón determinó el estilo y las políticas del régimen soviético, con su total reglamentación, su violencia masiva, sus uniformes militares y cuero negro para la elite, desarrollando un nuevo estilo y estructura comunistas, pero también anticipando muchas características fundamentales del fascismo.
La dictadura y la guerra civil produjeron un holocausto social de desplome económico, hambruna masiva y grandes epidemias, las mayores de la reciente historia europea. Murieron millones de personas y habrían muerto aún más de no haber sido por la intervención humanitaria a gran escala de la American Relief Administration, dirigida por Herbert Hoover, y la Cruz Roja Internacional, cuya ayuda fue finalmente aceptada por Lenin con la mayor renuencia. El bolchevismo se veía una vez más salvado de un desastre autoinfligido por los capitalistas occidentales, al igual que sucedería una tercera vez veinte años después tras la debacle de las relaciones de Stalin con Hitler. Esta ayuda crucial por parte del capitalismo liberal occidental en algunas de las más importantes crisis de su historia fue una de las mayores ironías de la experiencia soviética, aunque en los libros aquí recensionados es algo que resalta únicamente Sean McMeekin.
Los rasgos cruciales del nuevo régimen no eran la dictadura política y el comunismo económico, sino la Cheka (policía política) y el Ejército Rojo. Rusia contaba una vez más con la mayor fuerza militar del mundo, algo que difícilmente puede considerarse un cambio revolucionario. Del mismo modo que el ejército había resultado decisivo en la expansión del imperio zarista, también todos los avances territoriales del comunismo habrían de deberse al Ejército Rojo (1918-1922, 1939, 1940 y 1941-1945). En ningún país del mundo votó una mayoría a favor de una revolución comunista o una toma del poder por parte de los comunistas. Esto pone de relieve el hecho de que, en algunos aspectos cruciales, la revolución de 1917 concluyó de manera abrupta en octubre cuando los bolcheviques empezaron a imponer su nuevo estilo de autoritarismo, radicalmente modernizado, pero presentando también un regreso peculiarmente arcaico a la tradición rusa.
Los nuevos libros que se esfuerzan de un modo más ambicioso por abarcar toda esta época de cambios sísmicos para la historia del mundo son los estudios de S. A. Smith y de Francisco Veiga, Pablo Martín y Juan Sánchez-Monroe. S. A. Smith es un veterano estudioso inglés especializado en la historia de Rusia y también de China. Su trabajo se basa fundamentalmente en las investigaciones publicadas en ruso y en inglés durante los últimos treinta años. Dedica aproximadamente una cuarta parte de su espacio a los «factores estructuradores» y al cuarto de siglo anterior a 1917, con la intención de evitar el determinismo y, entre otras cosas, subrayar el alcance, la profundidad y la variedad de los cambios que ya se habían producido. En conjunto, las diversas formas de mejoría que subraya refuerzan simplemente la prominencia de una aproximación conductista a la revolución, en el sentido de que fue tanto o más el resultado de que las cosas mejoraran que de que las cosas empeoraran, aunque Smith siempre señala a sus lectores que las clases bajas en Rusia siguieron estando expuestas a penalidades claramente mayores que en las partes más avanzadas de Europa, y también a mayores y más persistentes humillaciones.
La secularización global estaba menos desarrollada que en algunas partes de Europa Occidental y los rusos eran presas de la superstición tradicional y de formas de religión folclórica, proclives a la creencia en rumores detallados, a la histeria, la paranoia y las visiones de fuerzas ocultas. Fue dentro de este contexto donde el mito de Rasputín pasó a ser tan poderoso y convincente. Esta manera de ser contribuyó a avivar la revolución y, en ciertos aspectos, podía incluso emplearse para servir al nuevo régimen. Smith está trabajando actualmente en un estudio comparativo de la magia y la religión en Rusia y en China, y presenta una serie de reflexiones sobre la prevalencia de este tipo de tendencias. Podría especularse con que en 1917 la revolución representó una nueva forma de magia.
La atención del libro se dirige a tendencias y factores subyacentes, junto con el cambio social y económico, más que a la política y al papel de los individuos, aunque reconoce la importancia del liderazgo único de Lenin que, como afirmó uno de sus compañeros bolcheviques, «elevó el oportunismo al nivel de la genialidad».
Entre dos octubres, el libro de seiscientas páginas de Francisco Veiga, Pablo Martín y Juan Sánchez-Monroe, presenta una estructura diferente, mucho más narrativa y cronológica en su enfoque, pero ejecutada con una cabal comprensión del material y un ojo infalible para los detalles elocuentes. Aunque los autores tienen su propio punto de vista, raramente permiten que influya en exceso en su relato, y son generalmente objetivos en su enfoque. Para el lector no especialista, de entre los libros más extensos, el suyo constituye probablemente la mejor introducción a la Revolución Rusa y a su época. Su narración, por ejemplo, de los ocho días cruciales, del 23 de febrero al 2 de marzo de 1917, a pesar de su relativa brevedad, no conoce igual en cuanto narración sucinta y analítica. Afirmaciones muy parecidas pueden ser de aplicación a otros rasgos fundamentales. La última parte del libro, sobre los años de la guerra civil, es más corta que el tratamiento de la Primera Revolución y sus secuelas o que el de 1917, pero quedarse un poco sin fuelle hacia el final es algo habitual en los libros largos. En conjunto, se trata de un muy buen relato y no existe probablemente un libro mejor escrito por historiadores españoles (y, en este caso, un cubano) sobre un tema importante en la historia contemporánea no española.
La perspectiva presentada en relación con el crucial golpe de Estado bolchevique es que todas las demás alternativas se habían agotado durante el curso de 1917 y que el ambiente creciente de radicalización, que para entonces se había extendido a la gran mayoría campesina de la población, apuntaba en una única dirección: una profundización de la revolución por medio de una dictadura revolucionaria extrema. Esta lectura es ciertamente posible ‒refleja el punto de vista del propio Lenin‒, pero debería recordarse que una minoría de los propios bolcheviques no estaba de acuerdo, y la otra alternativa era no una dictadura de partido único, sino la formación de una coalición socialista democrática mayoritaria y multipartidista, que habría contado con un amplio apoyo democrático en la sociedad rusa. El rechazo de esta alternativa no vino dictado meramente por las circunstancias, como los autores parecen hacer creer a sus lectores, sino que era un reflejo del enfoque exclusivo y autoritario exigido por Lenin desde el comienzo mismo. Aunque algunos de sus lugartenientes pensaban de otro modo, el argumento de Lenin era que la sociedad civil «capitalista» rusa estaba tan enferma y tan débil que había de ser reemplazada por la dictadura y la burocracia, aunque pocos años después él mismo se sintió algo desilusionado con el resultado.
Debatir argumentaciones de este tipo es exactamente el objetivo de la excelente serie de textos que contiene el libro editado por Sir Tony Brenton, un diplomático de carrera británico que ha sido muy recientemente embajador en Moscú, y que en la actualidad da clases de Historia en Cambridge. En una introducción admirablemente tersa, señala que ha habido tres grandes aproximaciones en Occidente: a) los intérpretes izquierdistas, que definen el régimen zarista como irremediablemente corrompido, por lo que la revolución era inevitable, deseable de hecho, aunque acabaría siendo pervertida en última instancia por Stalin; b) los optimistas liberales, que subrayan la rápida modernización del imperio y su potencial para la evolución liberal pacífica de no haber sido por la Primera Guerra Mundial; y c) los pesimistas completos, que subrayan la continuidad de la tiranía en la historia rusa.
Brenton también da cuenta de la división de opinión entre los historiadores ingleses en relación con el enfoque «¿Qué hubiera pasado si...?», tipificado por el debate entre Niall Ferguson y Sir Richard Evans. (A este respecto, podría señalarse que uno de los más notables ejercicios de este tipo en la historiografía española contemporánea ha sido dirigido por Nigel Townson.) Como dice Brenton, la historia difícilmente puede estudiarse con una plena perspectiva crítica si no se tiene en cuenta el papel de la contingencia.
Su libro está brillantemente concebido, realizando una novedosa y extraordinariamente original contribución al debate sobre la Revolución centrándose en momentos de inflexión capitales y en el papel de la contingencia. Los autores se han seleccionado extremadamente bien y constituyen un auténtico «Quién es quién» de autoridades en este ámbito de estudio que arrojan nueva luz sobre importantes problemas al subrayar detalles cruciales que se encuentran por regla general ausentes en los relatos más generales. Así, el lector adquiere una comprensión y valoración nuevas de puntos de inflexión como la vaga conspiración contra el zar y su abdicación, seguida de la cesión provisional del poder por parte de su hermano pequeño, manipulada posteriormente por los políticos hasta transformarla en una segunda abdicación, así como los extraños detalles del «golpe de Kornílov», el intento de golpe organizado tanto por Kérenski como por Kornílov, que sirvió de catalizador para restaurar el poder de los bolcheviques. Este es el único libro reseñado que examina en detalle el enorme error que supuso retrasar las elecciones a la Asamblea Constituyente, un tema desarrollado por el propio Brenton cuando examina la posibilidad de que un gobierno elegido democráticamente, investido de poder previamente, podría haber adquirido la fuerza y la legitimidad para mantener a raya a los bolcheviques. Aunque a quienes se aferran a la inevitabilidad no es algo que les agradará, el claro énfasis en la contingencia y las alternativas convierten a este volumen único dentro de la literatura sobre la revolución en el más original de todos los libros en su tratamiento de los temas más amplios.
La venganza de los siervos. Rusia 1917, de Julián Casanova, es muy diferente en su énfasis y sus objetivos, proponiendo ofrecer al lector español una introducción informativa en tan solo 181 páginas. Casanova es, por supuesto, muy conocido por su labor fundamentalmente en el ámbito de la historia española y, especialmente, en el anarquismo. La tarea que se ha impuesto no es fácil, porque carece de formación como experto en la historia rusa y se basa fundamentalmente en la rica literatura secundaria en inglés, que utiliza con gran efectividad. Su empeño se salda, en su mayor parte, con éxito, valiéndose con buen criterio del espacio disponible, aportando una introducción a los acontecimientos de 1917 generalmente precisa y convincente. Se trata ciertamente del mejor libro breve sobre 1917 que puede leerse en español y también resiste muy bien la comparación con las exposiciones generales más cortas en otros idiomas.
Había una pequeña fuerza a la izquierda incluso de Lenin, y se trataba de los anarquistas rusos. Dado que en España se desarrolló un movimiento anarcosindicalista mucho más amplio, parece enteramente apropiado que un historiador español con declaradas simpatías por el libertarismo haya alumbrado un nuevo estudio sobre el papel de los anarquistas rusos en el año del centenario, y esta es la tarea que lleva a cabo Carlos Taibo. Tiene muy pocos datos nuevos que presentar (si es que tiene alguno) y la mayor parte del libro se dedica a una comparación de las aspiraciones del anarquismo ruso con las actuales políticas y estructuras desarrolladas por el bolchevismo y las instituciones soviéticas. El libro concluye con un análisis de la revuelta de Kronstadt de 1921 y del movimiento de Néstor Majnó en Ucrania, que fueron las principales expresiones de libertarismo durante la guerra civil rusa. 
Caught in the Revolution, de Helen Rappaport, es totalmente diferente. Estamos ante el más vívido y dramático de los libros reseñados, incluso en comparación con el de Miéville. Rappaport es una autora británica que está especializada en narraciones bien escritas, a menudo gráficas, de la época revolucionaria y es especialmente famosa por sus relatos sobre la familia imperial y su suerte. Su nueva obra se basa en diarios, memorias, recuerdos y otros relatos personales de extranjeros, principalmente británicos y estadounidenses, atrapados en San Petersburgo en 1917. Su estructura es narrativa y descriptiva y logra transmitir muy bien las imágenes, los sonidos, el drama y la violencia, e incluso los olores, de los extraordinarios acontecimientos vividos en la capital. Mientras que los cadáveres en las calles son poco más que estadísticas en el resto de los libros, Rappaport logra transmitir la conmoción y el horror que produjeron, especialmente en las reacciones de los no rusos. Este libro consigue mostrar muy bien la emoción y la euforia que sentían muchos, junto con los ideales expresados, así como el miedo, la indignación y la consternación que produjo el caos revolucionario en muchos otros. Ningún otro libro reproduce experiencias tan vívidas para ilustrar las reacciones personales y emocionales a la revolución inicial de 1917, con su destructividad y su caos en constante aumento.
El horror total de la revolución llegó más tarde, en la guerra civil de 1918-1922. Tras el enorme drama de 1917-1918, la guerra civil se hace equivaler con frecuencia hasta cierto punto a una ocurrencia posterior o una conclusión, cuando la energía de los autores empieza a flaquear, aun en el caso de historiadores tan decididos como Veiga y sus colegas, aunque estos últimos consiguen ofrecer al lector una cierta comprensión del alcance y la complejidad de las múltiples guerras civiles. La principal excepción a esta generalización es Richard Pipes, que dedicó todo un segundo volumen a los años 1918-1924.
De ahí la utilidad del estudio reciente del británico Jonathan Smele, un gran experto en la historia rusa, el primer gran relato en un idioma occidental desde la historia publicada por Evan Mawdsley en 1987. Aunque no muy largo, el libro distribuye muy bien sus 253 páginas de texto (en un cuerpo muy pequeño) y 110 páginas de notas (en un cuerpo aún más pequeño, por supuesto). Su tesis es que incluso en los relatos más amplios sobre la revolución, la guerra civil recibe una atención inadecuada como un mero apéndice de la revolución de 1917, mientras que la guerra civil fue, de hecho, «su componente más significativo y decisivo». Smele insiste en guerras civiles, en plural, porque el violento conflicto interno comenzó en 1916, exactamente en medio de la Primera Guerra Mundial, mientras que, al contrario, algunas operaciones militares prosiguieron hasta 1926 y, en menor medida, incluso durante más tiempo en Asia Central y en el norte del Cáucaso. Aunque los rusos fueron los actores más importantes, las guerras se extendieron mucho más allá de la Rusia étnica, y en un grado u otro se vieron involucrados todos los grupos étnicos o naciones en su periferia. La primera insurgencia la protagonizaron los musulmanes de Asia Central en protesta contra la introducción del servicio militar obligatorio en el verano de 1916. El año siguiente, la revuelta contra la dictadura bolchevique comenzó casi de inmediato en el sureste de Rusia, donde dos grupos diferentes de cosacos se rebelaron antes de finales de octubre. Militarmente, las guerras civiles presentaron niveles muy diferentes de movilización y organización ad hoc, aunque el Ejército Rojo de los comunistas acabaría por estar bien organizado, llegando a contar con más de cinco millones de soldados en sus filas. Se emplearon cantidades limitadas de las armas más modernas, pero gran parte del combate fue de un carácter mudable e incluso arcaico, ya que este fue el último conflicto militar relevante en el mundo en el que la caballería desempeñó un papel importante.
La principal violencia y el mayor número de víctimas no se produjeron durante la revolución de 1917, sino en los seis años de guerra civil, represión masiva, hambruna y epidemias que le siguieron. La revuelta de 1916 fue reprimida brutalmente por las fuerzas zaristas, que, según su propia versión, mataron al menos a ochenta y ocho mil personas, fundamentalmente civiles. Las primeras ejecuciones masivas no comenzaron con el Terror Rojo oficial, sino con la conquista inicial bolchevique de Kiev, la capital de Ucrania, en enero de 1918. Nadie sabrá nunca cuántas muertes produjeron esta larga serie de conflictos, y la estimación de Smele de «sólo» diez millones de víctimas y medio se queda probablemente corta. Lleva toda la razón al insistir en que la guerra civil fue la parte decisiva de la revolución, determinando que concluyera en la forma más extrema de dictadura.
Casi todos estos libros resaltan la obsesión de los bolcheviques y otros revolucionarios rusos por pensar en términos de las revoluciones en Francia, especialmente las de 1789 y 1871, y todos se refieren de pasada a las condiciones caóticas y violentas que acompañaron al final de la Primera Guerra Mundial en gran parte de Europa Central y del Este. Ninguno de ellos realiza un gran esfuerzo, sin embargo, por realizar una historia comparada, incluso en términos de un análisis sumario. A ese respecto, es posible que el lector español tenga un gran interés por una comparación de la Revolución Rusa de 1917-1922 con la revolución española de 1934/1936-1939. El único historiador de los reseñados aquí que aborda este tema es Dominic Lieven, no en The End of Tsarist Russia, sino en su anterior biografía de Nicolás II, en la que escribe cerca del final de su estudio que «La comparación más fructífera con la Rusia del siglo xx es [...] probablemente España. Al igual que Rusia, España estaba en la periferia de Europa. Sus habitantes eran pobres y, su clase media, pequeña en el contexto de los niveles europeos occidentales, pero no rusos». Así, la contrarrevolución desarrolló «una base mucho más fuerte en España». Lieven señala que el modelo de la historia política española fue una variación, si bien algo extrema, del modelo occidental contemporáneo y, por tanto, muy diferente del de Rusia. España contaba con una larga historia de autonomía local y regional, coronada por un Estado nacional que era extremadamente débil en comparación con los niveles rusos de despotismo. «La victoria del conservadurismo en España tenía profundas raíces» en su historia, en la que los intereses conservadores tenían un largo historial de iniciativas y organizaciones autónomas, aunque imperfectas, en comparación con la Rusia autocrática, donde la sociedad civil siguió siendo extremadamente débil. Por encima de todo, gran parte del ejército español siguió siendo una institución coherente, por limitada que fuera su verdadera fuerza militar, mientras que el antiguo cuerpo de oficiales rusos había sido destruido en la Primera Guerra Mundial, y ese fue uno de los factores más decisivos ‒si no el factor individual más decisivo‒ en 1917.
El conflicto social resultó fundamental en ambos países, pero la estructura social española era muy diferente, ya que a las clases medias urbanas relativamente reducidas se les unieron muchos pequeños propietarios autónomos. La estructura política en España era más compleja, más diversa y estaba mejor desarrollada. Mientras que Rusia, en 1917, pasó en ocho meses de un breve caos pluralista a una dictadura cada vez más tiránica, en España el proceso político de la Segunda República duró más de cinco años y fue más amplio, más profundo y más matizado.
Orlando Figes llama especialmente la atención sobre el papel y el peso diferentes de la religión en las dos guerras civiles. Aunque la mayoría de los rusos eran creyentes, la Iglesia ortodoxa tenía escasa autonomía y la relación entre el clero y los fieles era incierta. Los bolcheviques consiguieron evitar convertir el conflicto ruso en una guerra de religión, al menos hasta el extremo que se desarrolló en España, donde parte de la izquierda revolucionaria se entregó a un verdadero despliegue de violento anticlericalismo. El catolicismo disfrutaba de mayor autonomía y mayor apoyo social, un factor importante en el triunfo de la contrarrevolución.
Mientras que las guerras civiles rusas han despertado una enorme atención en Rusia, Smele lamenta que el interés en Occidente se haya limitado, y que el estudio de las guerras civiles revolucionarias se haya centrado, por tanto, mucho más en la guerra de España, por más que esta última no se comprenda correctamente. El conflicto español fue la única guerra civil revolucionaria del siglo XX que se libró en un país europeo occidental. Smele también observa que la falta de interés por el conflicto ruso «puede explicarse quizá por la fácil asociación de los acontecimientos peninsulares (por mucho que se hayan exagerado para la historia en televisión) con los ubicuos nazis, por un lado, y, por otro, con las imágenes románticas evocadas por la participación en las convulsiones vividas en España de poetas, pintores y lo que llamamos ahora “intelectuales públicos” que se hicieron famosos en los mundos anglófonos, francófonos e hispanófonos», en referencia a escritores como Orwell, Hemingway y García Lorca, y al gran mural de Picasso.
No hay duda de que la guerra española sigue viéndose como «romántica» e «idealista» por parte de muchos lectores y el aspecto individual más romantizado es el papel de las Brigadas Internacionales, y a este respecto Smele señala acertadamente que el precedente de estos últimos se encuentra en los conocidos como internatsionalistii (en su mayor parte antiguos prisioneros de guerra de Austria-Hungría) que se ofrecieron como voluntarios para luchar con el Ejército Rojo. Algunos de los principales comandantes de las Brigadas en España, empezando por el notorio «general Emilio Kléber» (Manfred Stern), comenzó su servicio militar comunista con los internatsionalistii. Smele concluye de forma convincente que «para el historiador adecuadamente centrado del siglo XX, el ascendiente de las imágenes de la guerra civil en España sobre el de las de “Rusia” guarda poca relación con la importancia histórica relativa de ambos conflictos». Al contrario que el resultado en España, el de la guerra en el antiguo imperio zarista influyó de manera fundamental en las importantes transformaciones políticas que se sucedieron durante el resto del siglo XX: «Merece ciertamente la pena preguntarse si se habría producido una Guerra Civil española sin su predecesora “rusa”».
Cien años después, Rusia parece haber cerrado políticamente el círculo, ya que el colapso de la autocracia dio paso a la dictadura revolucionaria, seguida por nuevas condiciones de caos en los años noventa, resueltas a partir de 2000 por la construcción de la «democracia autocrática», o pseudodemocracia, de Vladímir Putin. Los pesimistas concluyen que hay pocas esperanza spara Rusia, que ha ido tambaleándose de una pseudomorfosis a la siguiente, incapaz de escapar al peso muerto de su propia historia despótica.
En un artículo publicado en The Times Literary Supplement, Ilia Kalinin ha observado que «la historia de los aniversarios revolucionarios soviéticos y postsoviéticos puede pensarse en grandes líneas como un cardiograma que registra el debilitamiento gradual del latido revolucionario». En 1996, Borís Yeltsin cambió el nombre de la «Gran Revolución Socialista de Octubre» por el «Día de la Concordia y la Reconciliación», esto es, exactamente por lo contrario.
¿Cuál es la respuesta del régimen de Putin al centenario de la gran revolución? En 2005, suprimió por completo el día festivo de octubre, declarando en su lugar el 4 de noviembre el «Día de Unidad Nacional» en honor de los acontecimientos patrióticos de comienzos del siglo XVII. Se trataba de una muestra de neotradicionalismo más que de revolucionismo. El papel del propio Putin parece más cercano al de Nicolás I, gendarme del viejo orden y el derechismo en toda Europa en 1848, que al de Lenin y su doctrina de la guerra civil universal. Putin, por supuesto, no se acerca siquiera a la congruencia doctrinal de Nicolás I, ya que se muestra deseoso de ayudar a sistemas autoritarios izquierdistas y derechistas siempre y cuando sus políticas exteriores se alineen con Rusia.
El Gobierno de Putin reconoce la revolución de 1917 como parte de la historia de Rusia, pero también como un gran acto de demolición que dio lugar a «la destrucción temporal de la forma de Estado rusa» y a la desastrosa «aniquilación de la tradición cultural nacional», algo que no debería repetirse. El centenario de 1917 se utiliza, por tanto, para reforzar el ideal de reconciliación nacional, con los descendientes de los Rojos y los Blancos de entonces unidos de ahora en adelante. En otras palabras, la gran revolución se invoca en la actualidad únicamente para reforzar la contrarrevolución. El pasado se recuerda sólo para asegurar que no regresará jamás. En palabras del propio Putin, la Rusia contemporánea «no tiene ninguna necesidad de revoluciones», concluye diciendo Payne. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt










lunes, 9 de octubre de 2023

De la trampa de la melancolía

 







Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz lunes. Mi propuesta de lectura para hoy, de la escritora Leila Guerriero, va de la trampa de la melancolía. Se la recomiendo encarecidamente y espero que junto con las viñetas que la acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos. harendt.blogspot.com








La trampa de la melancolía
LEILA GUERRIERO - El País
04 OCT 2023 - harendt.blogspot.com

En una entrevista reciente, la intelectual argentina Beatriz Sarlo decía: “Ignoro lo que es la nostalgia”. Me pregunté si existía, en mí, algún sentimiento que me hubiera sido negado. Di con uno: los celos. Quizás los sentí, tontos, cuando nació mi hermano menor. Todo lo demás fue querer. Sufrir a veces, cuando alguien me dijo basta, pero entonces no sentí celos, sino pena por lo que ya no iba a poder vivir. El sortilegio del amor me alcanza con su ceguera, su vigilia insomne, su rumia, sus malentendidos. El combo entero, menos los celos: dónde estás, de quién es ese mensaje. En cambio sí conozco la nostalgia. Quisiera no conocerla, porque de allí a la melancolía hay un paso y darlo es como abandonar un rifle de aire comprimido para empuñar una .44 Magnum. En su diario, Cesare Pavese dice: “Tener un libidinoso gusto por el abatimiento, por el abandono, por la enervante dulzura, y una despiadada voluntad de disparo, exclusiva y tiránica, es una promesa de perenne y fecunda vida interior”. Ese libro siempre me salva la vida, pero creo que la frase es desatinada. Adolfo Bioy Casares, el lado b de la superstición de la desdicha, construyó una obra inmensa con una vida en la contracara del martirio. “La felicidad es escribir historias —decía— (…) Implica un considerable esfuerzo. Sin embargo, he sido afortunado: ese trabajo siempre me resultó en algún punto gozoso”. En las tareas creativas, la melancolía conserva un aura de prestigio (la felicidad no tiene relato), pero si uno se aferra a sus arenas movedizas puede quedar hundido en ellas; creer que, si se pierde ese tembladeral, se pierde todo: el talento, el deseo de escritura. Es combustible de riesgo y debería venir con instrucciones: “No usar en exceso, cerrar el frasco con fuerza después de la ingesta”. Confundir melancolía con genialidad, depresión con vida interior, es como enamorarse de lo que hay detrás de la niebla. Y detrás de la niebla no hay nada.







































[ARCHIVO DEL BLOG] El futuro solo depende de nosotros. [Publicada el 25/10/2017











El futuro se conquista cada día, dicen al alimón en El País los profesores Josep Mª Fradera (Universidad Pompeu Fabra), José M. Núñez Seixas (Universidad de Santiago de Compostela) y José Mª Portillo Valdés (Universidad del País Vasco), los tres, catedráticos de Historia Contemporánea.
Debemos recuperar la imaginación política que nuestros mayores demostraron en 1978 para dar respuesta a un evidente malestar en Cataluña, sustentado por casi la mitad de su población. Ahora hay más posibilidades que entonces, comienzan diciendo en su artículo de El País.
En 1821, los diputados mexicanos en las Cortes de Madrid presentaron un proyecto de reforma de la monarquía con el fin de transformarla en un imperio con una especie de Commonwealth, compuesta de tres reinos americanos y uno europeo. Era un intento último de mantener unido aquello que se había definido en Cádiz como nación española: “La reunión de todos los españoles de ambos hemisferios”. Las Cortes nunca llegaron a considerarlo seriamente y México declaró su independencia en septiembre de 1821. Poco antes lo había hecho Perú.
Dieciocho años después, en las provincias vascas, la ley de 25 de octubre de 1839 confirmó sus fueros y estableció un sistema de negociación entre el Gobierno de Madrid y los gobiernos provinciales, que funcionó hasta 1876, para reciclarse entonces en una autonomía fiscal y administrativa desde 1878. Ello permitió generar un muy característico doble patriotismo y una identidad española estrechamente vinculada a la provincial.
Cuando en 1893 llegó el proyecto de Maura de estatutos de autonomía para Cuba y Puerto Rico, la precedente negativa a reconocer tal cosa requerida desde hacía décadas, no pudo evitar la independencia de las islas en 1898. A la altura de 1931, en el momento en que se produjo el cambio constitucional que terminó con el sistema de la Restauración y trajo la Segunda República, buena parte del catalanismo no veía otro recorrido constitucional más que la independencia, como Antoni Rovira i Virgili había manifestado en un texto de 1917 (El nacionalismo catalán). Las posibilidades abiertas por el debate constituyente, y la aparición de la autonomía territorial en un texto constitucional español, permitieron, sin embargo, pensar en otras formas de encaje de Cataluña en España. El mismo Rovira lo hizo explícito en un texto escrito en 1931 (Catalunya i la República). El desafío de la proclamación del Estado catalán dentro de la aún non nata República federal española había forzado al nuevo régimen a adoptar una estructura descentralizada.
Tras el intento más contundente de imponer en España una forma de gobierno centralizada sobre la base de una identidad nacional única y obligatoria, los constituyentes de 1978 entendieron que la democracia en España debía ir de la mano del autogobierno de, al menos, algunos de sus territorios. No solamente establecieron por vez primera el principio de que la autonomía constituye un derecho de las nacionalidades y regiones en el segundo artículo de la actual Constitución, sino que idearon un sistema de equilibrios de poder entre las autonomías y los poderes centrales en el título octavo. Ese sistema abrió el periodo de mayor estabilidad constitucional de nuestra historia y coadyuvó al desarrollo económico, político y cultural de España, pese a todos sus defectos de fábrica y de funcionamiento, que no eran pocos.
Podemos concluir que a la comunidad política española —sea con forma monárquica o republicana— le ha ido mucho mejor cuando ha fundamentado su Constitución atendiendo a las demandas de autogobierno y respeto a la identidad de sus diversos territorios que cuando las ha ignorado. Una democracia política que fue precedida por la “democracia del emigrante” en un complejo proceso de movimientos poblacionales en la Península y hacia Europa y América. Como comunidad, somos el producto de esa historia posimperial y de aquellas migraciones.
Ha sido también fundándose sobre la democracia y el autogobierno como España ha conseguido socializar de manera más efectiva la idea de un Estado útil, y el único Estado redistributivo y asistencial que hemos conocido. Si algo demostró la Transición y el periodo constitucional inaugurado en 1978 es que el Estado resulta mucho más efectivo en España cuando se fundamenta en la democracia, el autogobierno y la pluralidad más o menos imaginativa de identidades territoriales, nacionales o regionales y sirve para articularlas. Aunque la Transición fue diseñada como un viaje de la ley (franquista) a la ley (democrática), no había nada escrito en el guion. Hubo que improvisar e inventar. Por ejemplo, como recordaba Jordi Solé Tura, ese artículo segundo, que absorbió buena parte de las energías de los constituyentes y no dejó a nadie muy contento, pero sí a casi todo el mundo medianamente satisfecho.
Ahora, en la tesitura de la crisis sistémica más grave del Estado constitucional español desde el 23 de febrero de 1981, podría parecer que todo está perdido. No obstante, quizá hay tiempo para respuestas, que exigirán política con mayúsculas. Por un lado, el restablecimiento de un diálogo político y un cauce institucional que fije reglas del juego aceptadas por todos: no se trata de restablecer el “orden constitucional” sin más, sino de interpretarlo con flexibilidad y audacia política. El momento presente no se reduce a la necesidad ineludible de restablecer el Estado democrático y de derecho, sino también de usarlo: ahí están el Congreso y el Senado esperando a abrir en ellos el necesario debate constitucional. El jefe del Ejecutivo es además el jefe de la mayoría parlamentaria en ambas Cámaras. Es a ellas que debe dirigirse para proponer una salida a la situación presente.
En segundo lugar, debemos recuperar la imaginación política que nuestros mayores demostraron en 1978 para dar respuesta a un evidente malestar en Cataluña, sustentado por casi la mitad de su población. Las posibilidades son muchas más ahora que en 1978. Entre otras cosas, porque las sociedades peninsulares con distintas, diversas y entremezcladas culturas, y de alma poliédricamente federal, pueden contemplarse en el espejo de una Europa imperfecta, pero también plural y tendencialmente federal.
La política moderna trata fundamentalmente de eso, de buscar las formas en que todos podamos estar, independientemente de lo que seamos, hablemos y pensemos, de la selección deportiva que apoyemos o de nuestras memorias familiares. La política es sobre el estar, no sobre el ser; por ello es necesario desacralizar símbolos, naciones y banderas, con políticas de reconocimiento audaces y pragmáticas. Saberse libre en un espacio común español y europeo depende de que exista un suelo constitucional que nos sostenga a todos, con nuestras diversas identidades, intereses y anhelos. Por ello, la mejor ley fundamental es la que a nadie le gusta en su integridad, mas por eso mismo capaz de contener una pluralidad de sensibilidades.
Muchos sostienen que ya es tarde para ello. Pero más tarde era en 1975, o en 1930. Decir eso es una manera de eludir la responsabilidad histórica de pensar, debatir y consensuar: es decir, de hacer constitución y ciudadanía. Necesitamos políticos, y políticas, capaces de ello, concluyen diciendo. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt