sábado, 16 de septiembre de 2023

De las anomalías españolas

 







Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz sábado. Mi propuesta de lectura de prensa para hoy, del escritor David Trueba, va de las anomalías españolas. Se la recomiendo encarecidamente y espero que junto con las viñetas que la acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos. harendt.blogspot.com





Ellos ‘no comprender’
DAVID TRUEBA - El País
12 SEPT 2023 - harendt.blogspot.com

A vista de un sueco, pongamos por caso, España padece dos anomalías que no son comunes en las democracias consolidadas de su entorno geopolítico. Ambas tienen que ver con personajes relevantes que viven en exilios rarunos. Uno, es el rey emérito, don Juan Carlos, cuya residencia en Abu Dabi no está suficientemente fundamentada, salvo en ese dicho que afirma que la distancia es el olvido. Salpimentada por frecuentes viajes en su faceta de regatista, al rey le beneficia una agenda de amigos fieles labrados a lo largo de una vida vertebrada entre lo público y lo privado que finalmente se desmoronó víctima de su propia confusión. El segundo caso, más chocante aún en las democracias circundantes, es el de Carles Puigdemont, que eligió la incierta huida a Bruselas frente a la segura cárcel de sus compañeros de desafío secesionista. Con el tiempo, su establecimiento en Waterloo, afianzado por la elección como europarlamentario, ha confirmado la tradicional excepción europea, por la cual no se extraditan políticos huidos, ni tan siquiera allá donde se presume de unos mecanismos jurídicos compartidos. Y eso no pasa porque hay algo de fea estética en lo de entregar a políticos prófugos a los países que los reclaman.
Nadie debe comparar a ambos personajes, pues sus biografías son abismalmente distintas. Pero por más que queramos mirar para otro lado ambos retan a la imagen de nuestro país en el exterior. Mi no comprender, se dicen los extranjeros al sentarse a estudiar los casos. Convendría solucionar ambos regresos, por más que se inquieten aquellos que juran perseguir la justicia en cada uno de sus alaridos, pero callan cuando les conviene ignorar otros, y bien grandes, agravios. El problema es que ninguno de los dos es sencillo, pues como hemos visto en el caso del presidente de la Federación de Fútbol en España pedir perdón es lo último que haría un señor. Aquí ya vienen todos autoperdonados de casa, por sus mamás, sus hijas y unos primos lejanos muy fieles. Puigdemont ha ganado además peso aritmético en la conformación de la mayoría del Congreso gracias a los votantes fieles con los que aún cuenta en Cataluña. Esos diputados, como bien dijo el líder del PP, son legítimos y representan a un partido legal y a unos votantes tan respetables como los del resto de agrupaciones. De la negociación de esos votos habrá semanas para hablar. Pero incluso la repetición electoral no los haría desaparecer por ensalmo, así que animémonos a afrontarlo.
Por lo pronto, la apertura del año judicial nos ofreció un raro acuerdo unánime en el diagnóstico de que nuestras instituciones de control están muy tocadas en su credibilidad y funcionamiento. Los magistrados no quieren practicar la autocrítica, pues una parte del descrédito está labrada en la ambición para prosperar apoyada en el padrinazgo de los dos grandes partidos. La falta de independencia corroe el sistema y el anticonstitucional bloqueo del CGPJ desde hace cinco años es un ejemplo de lo grotesco que es criticar sin asumir la culpa. Al día siguiente de esas lamentaciones, el PP ha recusado a una magistrada para decidir en el recurso por un recuento de papeletas dadas por nulas en las pasadas elecciones. Las razones esgrimidas son las mismas que servirían para recusar a los que defienden sus causas desde los organismos de control. Y así prosigue el círculo vicioso. ¿Por qué no nos decimos la verdad?
































[ARCHIVO DEL BLOG] Golpe de Estado en Cataluña: La perspectiva del 2 de octubre. [Publicada el 07/09/2017]










Prudentes y sensatas las palabras de Mariola Urrea Corres, profesora titular de Derecho Internacional Público y directora del Centro de Documentación Europea de la Universidad de La Rioja en El País de hoy: El escenario para después del día de referéndum en Cataluña demanda un esfuerzo político contundente. Una solución pasa por por una reforma constitucional que reconozca las particularidades y exija una indiscutible lealtad federal. 
Unas semanas antes del 1 de octubre, comienza diciendo, Junts pel Sí ha hecho público el texto de la Proposició de llei de transitorietat jurídica i fundacional de la república. De esta manera las fuerzas independentistas catalanas ofrecen a los ciudadanos información sobre el marco jurídico que daría cobertura a una pretendida independencia de Cataluña en el supuesto de que el referéndum anunciado arrojara una mayoría suficiente que avalara la creación de un nuevo Estado en forma de república catalana. Demasiadas presunciones para dar verosimilitud a un escenario político en el que algunos creen con ingenuidad de párvulo, mientras otros, conscientes de estar frente a un hecho imposible, administran estratégicamente la expectativa creada con la confianza de rentabilizar el esfuerzo en un proceso electoral que se percibe próximo. Resulta curioso cómo el independentismo cree haber llegado más lejos que nunca y, sin embargo, el resultado al que conduce el 1 de octubre no parece diferir mucho del que provocó la consulta no vinculante del 9 de noviembre de 2014 o las últimas elecciones autonómicas celebradas el 27 de septiembre de 2015 bajo retórica plebiscitaria. Ante la incapacidad de garantizar una consulta eficaz, legal y jurídicamente vinculante, el Govern justifica la adopción de las medidas necesarias para abrir el proceso de desconexión del Estado español a través de la presentación de un texto que, aunque no vaya a tener recorrido parlamentario, ofrece a los entusiastas la ilusa aspiración de un marco constitucional propio para Cataluña.
No discuto la capacidad de una parte del Estado para negociar una reforma del marco jurídico que regula su relación. Incluso acepto la vocación independentista que expresan algunos como legítima aspiración política. Procede recordar que la viabilidad jurídica de esta reivindicación dependerá de los cauces procedimentales que se utilicen para hacerla efectiva. De tal forma que solo si estos se acomodan a la legalidad vigente estaríamos ante un aceptable “derecho a decidir”. Sin embargo, como saben quienes dirigen las instituciones catalanas, la independencia no se alcanza con una mayoría como la existente actualmente en el Parlament. Tampoco movilizando a la sociedad a favor de una idea cuya consecución desconoce los límites que impone el marco jurídico vigente. Por ello quizás no esté de más ofrecer siquiera dos argumentos como referencia para ordenar el debate que se plantea antes y después del 1 de octubre.
El primero de ellos incide en la inexistencia de un derecho a la autodeterminación en los términos que recoge la Llei del referendum d’autodeterminació presentada ayer en el Parlament. Para que no haya dudas: Cataluña no tiene un derecho de autodeterminación en virtud de lo establecido en la Carta de las Naciones Unidas, en el Pacto Internacional de los Derechos Civiles y Políticos, en el Pacto Internacional de los Derechos Económicos, Sociales y Culturales o en la Resolución 2625 de las Naciones Unidas, por citar la normativa internacional mencionada en el preámbulo de la citada norma. El derecho de libre determinación de los pueblos que reconocen esos textos, jurídicamente vinculantes para España, encuentra su razón de ser en el proceso de descolonización o en los supuestos de pueblos anexionados por conquista, dominación extranjera, ocupación o pueblos oprimidos por violación masiva y flagrante de sus derechos. Ninguna de estas circunstancias describe la realidad catalana, ni siquiera en el supuesto de que el Gobierno de la nación ofreciera, en las próximas semanas, una respuesta contundente a situaciones de desobediencia institucional. En consecuencia, es razonable que el Estado impida el ejercicio de un derecho del que Cataluña no es titular.
El segundo de los argumentos nos coloca en la perspectiva del 2 de octubre. Así, una vez el Estado frustre la creación de una República de Cataluña mediante los instrumentos judiciales oportunos, tendrá sentido formular una propuesta política que facilite el (re)encaje de Cataluña en un renovado proyecto de país. De hecho, dar respuesta a la especificidad catalana responde a una realidad objetiva y percibida, resulta posible en términos políticos y, además, es un acto de responsabilidad institucional para el mantenimiento de la propia idea de España cuya debilidad, por cierto, ha contribuido a fortalecer las posiciones independentistas. La forma de administrar esa iniciativa pasa, a mi entender, por una reforma constitucional que reconozca las particularidades de algunos territorios y exija, a cambio, una indiscutible lealtad federal. Mi propuesta se suma así a las que ya han sido expuestas en el ámbito académico por quienes creen que el texto de 1978 requiere una actualización significativa, entre otros aspectos, en lo referente al modelo territorial, donde será difícil negar el uso del término nación para determinadas realidades políticas y posponer una reforma en profundidad del Senado. También parece necesario revisar el sistema de financiación autonómica, para incorporar “la ordinalidad” y garantizar una mayor solidaridad interterritorial; reformular el procedimiento de participación de España en la Unión Europea a través de una “cláusula europea” similar a la prevista en otros ordenamientos nacionales; superar las distorsiones del actual sistema electoral y, también, dotar de mayor legitimidad a la Monarquía entre aquellas generaciones que no votaron la forma de gobierno.
Habrá quien considere la iniciativa demasiado arriesgada para abordarla en un contexto parlamentario fragmentado. No lo discuto. La cuestión, sin embargo, no es la dificultad del reto, sino si este resulta inevitable, incluso sin tener garantías de que el consenso final supere el de 1978. No ignoro que la reforma constitucional ni tendría por sí misma un efecto taumatúrgico sobre los problemas de España ni daría satisfacción al independentismo, pero sí creo que debilitaría sus argumentos y pondría a prueba su capacidad para aceptar que mejorar la posición de partida exige renunciar a las pretensiones de máximos. A pesar de los riesgos expuestos, creo que la perspectiva del 2 de octubre demanda un esfuerzo político más contundente que el realizado hasta la fecha para superar los condicionantes que han contribuido a la situación actual. Más aún, creo que solo administraremos con éxito una solución aceptable si tratamos el tema como una cuestión de Estado de la que todos somos, por tanto, rehenes. Únicamente así, los actores políticos implicados se impondrán las exigencias de generosidad y disposición a la colaboración necesarias para una negociación que renuncie a un resultado de suma cero en el que uno gana lo que pierde el otro. Desde esta perspectiva, la iniciativa política está muy condicionada por quiénes son los que asumen la responsabilidad de liderarla. En Cataluña, la convocatoria de algunas cenas invita a pensar que el proceso de selección de nuevos candidatos ya ha comenzado. ¿Qué está ocurriendo en el resto del Estado?, concluye preguntándose la profesora Urrea. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt















viernes, 15 de septiembre de 2023

De la memoria ardiente de Chile

 





Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz viernes. Mi propuesta de lectura de prensa para hoy, del escritor Ariel Dorfman, va de la memoria ardiente de Chile. Se la recomiendo encarecidamente y espero que junto con las viñetas que la acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos. harendt.blogspot.com










La memoria ardiente de Chile
ARIEL DORFMAN - El País
11 SEPT 2023 - harendt.blogspot.com

Misión cumplida. Moneda tomada. Presidente muerto.
Eran las 13.50 del 11 de septiembre de 1973 en Santiago de Chile cuando el general Javier Palacios transmitió aquel mensaje escueto a los jefes de las Fuerzas Armadas que esa mañana habían dado un golpe de Estado contra el Gobierno democráticamente electo de Salvador Allende. Seis palabras con que el militar a cargo del asalto del palacio presidencial de La Moneda señalaba el fin de uno de los experimentos sociales y políticos más fascinantes y alentadores del siglo XX, el intento de Allende y la Unidad Popular, su coalición de partidos de izquierda, de alcanzar el socialismo sin utilizar la violencia.
Medio siglo más tarde, en un mundo donde tantas naciones se ven tentadas por alternativas autoritarias, es más importante que nunca rememorar esa asonada militar, que tuvo drásticas consecuencias en Chile y más allá de sus fronteras.
Las secuelas más terribles las sufrieron, por cierto, los seguidores de Allende. La violencia que nuestro presidente no quiso infligir a sus adversarios fue visitada ferozmente sobre la sede del Gobierno donde el presidente resistió hasta el final en defensa de la Constitución y de la dignidad. Su muerte sería la primera de muchas muertes. Y la tortura y ejecución y desaparición de sus colaboradores más cercanos ese primer día fue el preludio de la persecución sistemática de los allendistas durante la dictadura, incluyendo una gigantesca ola de exilios (yo estaba entre los que se vieron obligados a salir del país).
Aunque esas y tantas otras demasías sucedieron durante los 17 años del régimen del general Augusto Pinochet, sus efectos persisten hoy, perversa y ejemplarmente en los más de mil compatriotas que fueron secuestrados por la policía secreta y cuyos cuerpos todavía no han sido devueltos a sus familiares —ni un fragmento de un hueso— para que pudieran tener un funeral, ese rito sagrado que se merece todo ser humano.
Si me detengo en las desapariciones como el peor de los legados de Pinochet y sus cómplices no es solo porque encarna el modo en que se extremó el terror y el desconsuelo, sino porque el acto de desaparecer a los disidentes trasunta lo que la dictadura intentaba hacer con Chile mismo: hacer desaparecer, en efecto, el sueño y proyecto de un país diferente, justo y solidario, que venía gestándose a lo largo de nuestra historia. Los nuevos gobernantes, asesorados por los mismos civiles que conspiraron para derrocar a Allende, se pusieron a desmantelar la democracia que había permitido el experimento de la Unidad Popular, liquidando las prácticas y el concepto mismo de un Estado de bienestar, sustituyéndolo por una economía regida por un fundamentalismo de mercado sin frenos donde primaban, por encima de cualquier otro principio de cohesión social, las ganancias, el individualismo y el consumismo exacerbados.
Chile se convirtió en un laboratorio para las teorías de los Chicago Boys y Milton Friedman donde el pueblo chileno, especialmente sus miembros más vulnerables, padecieron los embates de esta “terapia de choque” que, muy pronto, se exportó a otros países, notablemente durante los administraciones de Thatcher y Reagan, un modelo neoliberal que, por mucho que se encuentre hoy en crisis, sigue siendo globalmente dominante.
No fueron esas las únicas repercusiones de la derrota de Allende. Debido a que el camino pacífico al socialismo ensayado por nosotros había despertado el interés y las esperanzas de fuerzas progresistas en todas las latitudes, nuestro fracaso sacudió a esas fuerzas como un sismo, instándolas a repensar su estrategia para llevar a cabo transformaciones estructurales al capitalismo.
Ya a principios de 1974, Enrico Berlinguer, el jefe del poderoso Partido Comunista Italiano, declaró que el desenlace letal de la revolución chilena demostraba que esas reformas profundas no podían hacerse sin el sustento de una gran mayoría que incluyera a amplias capas medias y sus representantes. Esta estrategia fue adoptada más tarde por los partidos comunistas español y francés, lo que facilitó, respectivamente, la transición de España a la democracia después de Franco y la presidencia de François Mitterrand en Francia.
Una parte mayoritaria de la izquierda chilena, que ya estaba llevando a cabo una autocrítica inevitable y dolorosa que reconocía deficiencias y errores, llegó a una similar conclusión: para enfrentar exitosamente a la dictadura era imprescindible una vasta coalición que rebasara los límites del apoyo que había obtenido Allende, lo que en el caso nacional significaba, sobre todo, llegar a un acuerdo con los democratacristianos arrepentidos de haber facilitado el golpe con su oposición cada vez más acérrima y ciega al Gobierno de la Unidad Popular. Pese a tantas diferencias entre rivales históricos, se forjó trabajosamente la unidad, lo que culminó en la contundente victoria de las fuerzas democráticas en el plebiscito de 1988 que impidió que Pinochet se perpetuara indefinidamente en el poder.
Si el revés de Allende fue descorazonador para tantos en el mundo, el modo en que el pueblo de Chile finalmente logró deshacerse de su dictador fue, en cambio, una fuente de inspiración que debería darnos aliento hoy. Pese al miedo que Pinochet había sembrado en cada ciudadano, pese a su control abrumador de las palancas básicas de la economía y de las temidas fuerzas de seguridad, pese a la complacencia de los principales medios de comunicación, demostramos que, con una estrategia política correcta que unifica a todos quienes desean más libertad y justicia, un grupo decidido de ciudadanos valientes son capaces de resistir y vencer a los enemigos de la democracia.
Es una lección que mis compatriotas necesitan recordar al conmemorar el cincuentenario de la calamidad que devastó a nuestro país, todavía tan saturado de laceraciones. Aunque casi todos los sectores de la sociedad, de derecha y de izquierda, han contribuido al categórico consenso de que son intolerables el tipo de abusos y tropelías que sistematizó el régimen cívico-militar, no hay tal unanimidad, en nuestra tierra polarizada, para condenar resueltamente el golpe mismo. De hecho, José Antonio Kast, un entusiasta admirador de Pinochet que bien podría ser el próximo presidente de Chile justifica, junto a muchos ultraconservadores, el golpe como una acción que salvó al país del caos y el comunismo. Según una encuesta reciente, el 36% de los chilenos cree que Pinochet tenía razón al derrocar a Allende.
Es probable, entonces, que la batalla por la memoria y la interpretación que comenzó ferozmente el mismo día del golpe —cuando algunos chilenos celebraron con champán mientras sus compatriotas se veían obligados a beber su propia orina en algún sótano maloliente— se prolongará sin cesar en el futuro cercano y quizás remoto.
La incógnita fundamental son los jóvenes, esa enorme masa que no experimentó el golpe ni menos los años de Allende. Cuando evoquen el golpe militar, ¿qué imagen prevalecerá? Se me ocurre que será la foto icónica de La Moneda ardiendo, con enormes oleadas de humo emergiendo del edificio sitiado. Ojalá la mayoría vea esa imagen como una advertencia de que la democracia es precaria y fácil de socavar, una advertencia a la que deberían también prestar atención otros países con largas tradiciones de adhesión al Estado de derecho.
¿Es así, entonces, como el 11 de septiembre de 1973 será finalmente recordado, como un día en que nuestro intento de liberación nacional fue reducido a escombros, un día abrumado por la desolación, el crimen y la angustia? ¿Es esa la mejor manera de desenterrar lo que queda del golpe, deteniéndose en un dolor interminable, sangrando ultrajes y alevosías hacia el presente y profecías de más dictaduras en el futuro?
¿O persistirá algún otro recuerdo?
Porque adentro de ese palacio presidencial en llamas un hombre espera la muerte. Allende debe saber que pagará con su vida por la catástrofe a la que ha llevado a su pueblo. Pero ese no es el mensaje que envía al mundo en sus últimas horas. Ni una palabra sobre sus fallas personales o el remordimiento que debe sentir. Lo que importa, en este momento mítico que lo ha de definir a él y a su herencia para siempre, es su decisión de no rendirse a los usurpadores, de resistir hasta el final. Otros “superarán”, dice, “este momento gris y amargo cuando la traición trata de imponerse”. Está pasando la antorcha de la lucha y la solidaridad, afirmando su certeza de que el sueño de una sociedad justa no morirá con él. Ese presidente a quien amé como a un padre afirma su fe en Chile y su destino. Y, luego, su despedida: “Estas son mis últimas palabras y estoy seguro de que mi sacrificio no será en vano”.
Espero que suficientes personas en Chile ahora y más que suficientes entre las generaciones venideras escuchen aquellas palabras, que esto es lo que recordarán, junto con el resto del mundo, sobre ese día en que Allende y la democracia murieron en mi tierra dañada. 





































[ARCHIVO DEL BLOG] ¿Cómo se mide la calidad de una democracia? [Publicada el 25/09/2014]









"Y nuestra Constitución se llama Democracia porque el poder no está en manos de unos pocos sino de la mayoría" (Tucídides: "Historia de la Guerra del Peloponeso", II, 37)
A pesar de la horrísona algarabía política de los tiempo que vivimos reconozco que mi desapego por la mayor parte de los políticos de este país, sin distinción de colores partidistas, no supone desafección hacía la democracia que les da a ellos y a sus críticos amparo y cobijo. Es cierto que el sistema político español necesita retoques urgentes en cuanto a su funcionamiento, transparencia y accesibilidad ciudadana, pero son los políticos con su comportamiento los que hacen que el sistema chirríe, y ellos también los que denigran a la democracia y avergüenzan a los ciudadanos que aún creen en eso que se ha venido en llamar virtudes cívicas o republicanas de la política.
En un famoso libro titulado "La democracia y sus críticos" (Paidós, Barcelona, 1993), escrito en 1989 por el politólogo estadounidense Robert A. Dahl, profesor de Ciencias Polìticas en la Universidad de Yale (EE.UU.) y presidente de la American Political Science Association, que leí por vez primera hace ya quince años, se exponía una visión claramente pesimista acerca de la "calidad" de las democracias que se autoproclamaban como tales, afirmando que ningún país podría alcanzar nunca el nivel ideal de democracia, y que éste seguiría siendo una utopía teórica. No obstante, añadía, la concepción de que los pueblos pueden autogobernarse en un pie de igualdad política, dueños de todos los recursos e instituciones necesarios para ese fin, seguiría siendo a su modo de ver una pauta imperativa, aunque exigente, en el afán de establecer una sociedad donde las personas convivan en paz, respetando cada una la igualdad intrínseca de las demás y procurando entre todas alcanzar la mejor vida posible.
Alcanzar ese ideal, añadía, requiriría cinco criterios: Primero, participación efectiva: Los ciudadanos deben tener oportunidades iguales y efectivas de formar su preferencia y lanzar cuestiones a la agenda pública y expresar razones a favor de un resultado u otro. Segundo, igualdad de voto en la fase decisoria: Cada ciudadano debe tener la seguridad de que sus puntos de vista serán tan tenidos en cuenta como los de los otros. Tercero, comprensión informada: Los ciudadanos deben disfrutar de oportunidades amplias y equitativas de conocer y afirmar qué elección sería la más adecuada para sus intereses. Cuarto, control de la agenda: El Demos o el pueblo deben tener la oportunidad de decidir qué temas políticos se someten y cuáles deberían someterse a deliberación. Y quinto, inclusividad: La equidad debe ser extensiva a todos los ciudadanos del estado. Todos tienen intereses legítimos en el proceso político. ¿Reúne la democracia española la totalidad o la mayoría de esas condiciones que definen según Dhal, a una democracia auténtica? Dejo la respuesta al criterio de los lectores.
Al concluir la licenciatura en Geografía e Historia en la UNED me planteé seguir con los estudios de doctorado y la elaboración de varios proyectos de investigación con vistas a una posible tesis doctoral: El primero, un estudio demográfico sobre el origen y situación social de la población de Las Palmas de Gran Canaria; el segundo, sobre las repercusiones en Canarias de la independencia de las repúblicas hipanoamericanas en el primer tercio del siglo XIX; y el tercero y cuarto, que eran las opciones que más me atraían, sobre el papel del Senado en las democracias modernas, y el de las ciudades como sujeto y objeto de renovación democrática; en cierto sentido, una vuelta al ámbito originario de la democracia participativa, siguiendo la estela de mi admirada Hannah Arendt, una pensadora que, por cierto, nunca escribió ningún tratado sobre la democracia. 
Contacté para ello con varios profesores como Joaquín Leguina, demógrafo; Antonio Bethencourt, historiador; y Faustino Fernández-Miranda, politólogo, pero diversos avatares profesionales y personales hicieron que la cuestión no pasara nunca a fase de ejecución. Cuando me jubilé profesionalmente decidí hacerlo también de mis proyectos académicos y dedicarme en exclusiva a mi familia y mis aficiones más sencillas: la lectura y este blog. No me arrepiento de nada.
Curiosamente, sobre una vuelta al protagonismo político de las ciudades escribió años más tarde el profesor Josep Ramoneda en su artículo "Hacia una Europa de las ciudades", en el que venía a decir que frente al carácter cerrado de la nación, el ámbito urbano es el lugar idóneo para forjar una identidad abierta, la que necesita la nueva conciencia europea, que sea políticamente solidaria y capaz de compartir la soberanía. La cultura nacional es una cultura cerrada y unitaria, dice en él, que se basa en la presunta homogeneidad de los ciudadanos que pueblan el Estado, pero que esta idea de comunidad está hoy completamente obsoleta, en sociedades que por su composición ya no pueden esconder su heterogeneidad. ¿No sería la hora de volver a este "lugar de una humanidad particular" que es la ciudad europea? Las ciudades son identidades abiertas frente a las naciones que son identidades cerradas. ¿No podrían ser éstas los nodos adecuados sobre los que tejer una red de identificación básica europea? Pero la ciudad -concluye- es sobre todo el lugar de una identidad abierta, es el lugar en que es posible encontrar un denominador común entre los extraños que la componen; una identidad mínima muy parecida a la que requiere la reconstrucción de la conciencia europea, una identidad basada en el reconocimiento al otro y en la defensa de un modelo europeo que tiene todos los elementos de la cultura urbana: la soberanía compartida entre extraños; la solidaridad política; la diversidad y el conflicto como portadores de oportunidades y de cambio, y la negociación y el diálogo, como manera de relacionarse. Sin necesidad de inclinarse ante ningún dios menor, sea la patria o la religión de turno.
Termino citando de nuevo al Robert A. Dahl y su "La democracia y sus críticos". Dice en él mismo que sea cual sea la forma que adopte en el futuro la democracia de nuestros sucesores no será ni puede ser igual a la de nuestros antecesores, y que tampoco debería serlo, ya que los límites y posibilidades de la democracia serán radicalmente distintos de los que existieron en otras épocas y lugares del pasado. La brecha existente entre el conocimiento de las élites de la política pública y el de los ciudadanos corrientes, añade, puede reducirse, pues ya es técnicamente posible que todos los ciudadanos puedan disponer de información sobre todas las cuestiones públicas accesible de inmediato. ¿Estaba pensando Dahl quizá en las posibilidades que abre hoy Internet?... Lo que parece claro es que el ámbito de la ciudad es quizá, o sin quizá, el idóneo para un ensayo de democracia participativa universal. Y las ciudades europeas, por su historia de libertad, el marco adecuado. ¿Por qué no intentarlo? Sean felices por favor, y ahora, como también decía Sócrates, "Ιωμεν": nos vamos. Tamaragua, amigos. HArendt