lunes, 22 de mayo de 2023

De las campañas electorales

 






Hola, buenas tardes de nuevo a todos y feliz lunes. Mi propuesta de lectura de prensa para hoy, del periodista José Luis Sastre, va de las campañas electorales. Se la recomiendo encarecidamente y espero que junto con las viñetas que la acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos.









Los cursis son siempre los demás
JOSÉ LUIS SASTRE
10 MAY 2023 - El País

Las zanjas y las reformas, los pasos de cebra recién pintados y hasta la sonrisa impropia del concejal de Hacienda llevan semanas anticipando que la propaganda de partido ―distinta y más burda que la propaganda política― tomará las calles en cuanto empiece la campaña electoral y que, desde la medianoche del jueves al viernes, los candidatos saldrán a buscar selfies con ancianos con el mismo empeño con el que han remozado los jardines en el último trimestre. De camino al trabajo o al colegio, de vuelta del gimnasio o de la compra, sus mejores rostros nos darán los buenos días y las buenas noches desde las farolas o las paredes, porque nadie se fija en los carteles pero los carteles hay que pegarlos igualmente. Los carteles nos dirán cosas con frases pensadas para no decir ninguna; y los leeremos entre indiferentes y descreídos porque qué van a decir ellos de sí mismos. Es raro eso, y singular: que desdeñemos el eslogan del alcalde como si no viviéramos entre eslóganes para nosotros mismos.
Nos decimos que el tiempo pone las cosas en su sitio y esa es una verdad a medias, o sea una mentira. Nos decimos, a nosotros y a los otros, que el tiempo todo lo cura sabiendo que es un desperdicio de sílabas que ni siquiera rima. No llega ni a refrán. Pedimos que se anime el que está desanimado y que se alegre el que está triste siguiendo un impulso subconsciente por el que siempre hay una frase vacía para tapar un vacío. Por algo perviven los tópicos, a menudo más incómodos que los silencios aunque con mejor fama.
No se ha visto nunca un candidato que calle; que suba al estrado para arriesgarse con la verdad. Que diga: “En esta legislatura haré lo que pueda”. Hace años, un grupo de estrategas hubo de pensar un lema para la campaña de José Montilla, conscientes de que su candidato era tan llano y sin relieves que no había marketing suficiente para poder venderlo. Se les ocurrió esto: “El increíble hombre normal”. Montilla perdió, claro. Hubiera sido mejor una foto del aspirante y nada más, pero está mal visto el silencio en la época del ruido.
Ahora la campaña inundará las calles de frases rebuscadas por mucho que la vida ya tenga muchas de esas, herederas de una cultura, de una religión o de una manera de ver el mundo. De nuestros propios vacíos, que va a ser verdad que la política es, en el fondo, un reflejo de lo que somos. Qué son si no lo del trabajo dignifica o el esfuerzo siempre tiene recompensa, si nadie ha demostrado ninguna de las dos cosas. Qué consuelo es ese, que no tiene base ninguna. O la pasión todo lo puede. O la distancia es el olvido o, el peor de largo: si quieres puedes. A veces nos hablamos así, con letras de boleros y ocurrencias de sobres de azúcar, pero los cursis son siempre los demás. Conviene tenerlo en cuenta antes de que empecemos a juzgar las frases que grupos de gente muy estudiosa hayan escrito para los candidatos. Ellos quieren ganar así. Y ojo, que si quieren pueden. José Luis Sastre (Alberic, 1983) es licenciado en Periodismo por la UAB con premio Extraordinario. Ha sido redactor, editor, corresponsal político y presentador en la Cadena SER tanto en Madrid como en Barcelona. Autor de varios podcasts, ha colaborado en El Periódico y eldiario.es. Es subdirector de Hoy por Hoy en la SER y columnista en EL PAÍS. 


































[ARCHIVO DEL BLOG] Bildu y las elecciones del 22 de mayo. [Publicada el 06/05/2011]

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Los amigos que me conocen de antiguo saben que nunca comento ni enjuicio los resultados electorales. Los que no me conocen, que son mayoría abrumadora -para su suerte- y que me lean, pensarán que me curo en salud. Se equivocan. No los enjuicio ni comento porque el pueblo es soberano para decidir con su voto a quien concede su representación. Se que es solo una ficción, pero en democracia, cuando vota, el pueblo no puede equivocarse. Se habrán equivocado los que pierden, los que no han logrado convencer al electorado, los que no han sabido exponer y presentar sus opciones de forma adecuada y comprensible. Los que han provocado con su actuación el rechazo mayoritario de sus conciudadanos. Dicho esto, yo también entro en campaña electoral. Por mí, y con mi voto, no ganará la derecha reaccionaria y meapilas del PP que aspira a gobernarnos. Ni los nacionalistas que no paran de mirarse el ombligo y creerse el centro del universo universal. Podrán ganar con el voto de otros, no con el mío. Dicho queda, por si alguien no se había dado cuenta todavía. Y a quién Dios se la dé, San Pedro se la bendiga, y que lo disfrute. 
¡Ah!, por cierto, detesto a los miembros de Bildu y a sus votantes, pero ello no implica que no tengan derecho a participar en unas elecciones. Bonita democracia sería esa en la que solo pueden participar aquellos que nos caen bien. No puedo sino alegrarme por la noticia de la sentencia del Tribunal Constitucional sobre Bildu y su derecho a participar en las elecciones: por fin un poco de cordura y respeto a la democracia y la Constitución de todos, hasta de los que ni creen en ella ni la respetan.
El texto íntegro de la sentencia del Tribunal Constitucional puede leerse aquí, y los votos particulares de los magistrados discrepantes de la mayoría en este otro enlaceSean felices, por favor, a pesar de la que se nos viene encima durante los próximos quince días. Tamaragua, amigos. HArendt











domingo, 21 de mayo de 2023

De los riesgos de la guerra de Ucrania

 






Hola, buenas tardes de nuevo a todos y feliz domingo. Mi propuesta de lectura de prensa para hoy, del historiador Timothy Garton Ash, de los riesgos de la guerra en Ucrania. Se la recomiendo encarecidamente y espero que junto con las viñetas que la acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos.










Tenemos que arriesgar más en Ucrania
TIMOTHY GARTON ASH
17 MAY 2023 - El País
harendt.blogspot.com

En el momento de publicarse este artículo, miles de jóvenes ucranios están llevando a cabo sus últimos ejercicios de entrenamiento, revisando sus armas y esperando el Día D. En la gran contraofensiva ucrania que puede comenzar en cualquier momento, algunos morirán y muchos acabarán heridos. Ninguno seguirá siendo el mismo. Creíamos que todo eso había quedado atrás en 1945, pero esta es la Europa de 2023.
Nadie sabe lo que pasará en esta campaña. Nadie. Pero, por lo menos, podemos tener claro lo que queremos que ocurra y ayudar sin titubeos a los ucranios para que lo consigan. Una victoria decisiva de Ucrania es hoy la única vía segura hacia una paz duradera, una Europa libre y, a la larga, una Rusia mejor. Solo con eso ya celebraríamos el nuevo Día de la Victoria.
Los ucranios tienen una teoría de la victoria. Empieza con el triunfo en el campo de batalla y culmina con un cambio en Moscú. Lo preferible sería un cambio de régimen, quitar al criminal de guerra que ocupa el Kremlin. Ahora bien, si Vladímir Putin reconociera su propio fracaso —algo muy improbable— y retirara sus tropas, aunque permaneciera en el poder, eso también sería una victoria.
¿Cómo piensan los ucranios conseguirlo, con las fuerzas defensivas que tiene atrincheradas Rusia y su gran ventaja numérica y aérea? Una posible respuesta es que de la misma manera que ha ocurrido en otros momentos de la historia rusa, cuando sendos reveses militares desencadenaron las revoluciones de 1905 y 1917. Si el Ejército ucranio consigue avanzar con rapidez hacia el sur, hasta el mar de Azov, rodear a unas tropas rusas numerosas pero desmoralizadas y cortar las líneas de suministro a la península de Crimea, la moral de los militares rusos sobre el terreno podría hundirse y, con ella, la cohesión del régimen en Moscú.
La clave de esta hipótesis es Crimea. Los ucranios quieren llegar hasta la península (pero no intentar ocuparla de inmediato) precisamente por el mismo motivo por el que muchos responsables políticos occidentales prefieren que no lo hagan: porque Crimea es lo único que de verdad le importa a Rusia. Además, añaden los ucranios, su país nunca podrá tener una seguridad duradera mientras Crimea sea un gigantesco portaaviones ruso con las armas apuntadas contra su corazón.
Es una teoría de la victoria audaz y arriesgada, pero ¿hay en Occidente alguien que tenga otra mejor? Muchos políticos occidentales parecen tener casi tanto miedo al triunfo de Ucrania como a su fracaso. Cultivan la confusa idea de que existe una solución propia del cuento de Ricitos de Oro, ni demasiado caliente, ni demasiado fría, que permitirá alcanzar el nirvana de una “solución negociada”. Otros, más cínicos (los que se autodefinen como “realistas”), están dispuestos —en privado— a que Ucrania acabe perdiendo quizá la sexta parte de su territorio soberano, en una partición que puedan considerar “paz”. Sin embargo, en el mejor de los casos, se trataría de un conflicto semicongelado, latente, en espera de una nueva guerra. Es una nueva muestra de la falta de realismo del “realismo”.
La mayoría de los analistas militares occidentales opinan que Ucrania tiene pocas probabilidades de lograr una victoria tan decisiva, por lo que es irrelevante saber si ese sería el detonante de las deseadas consecuencias políticas en Moscú. Cuando hay dos ejércitos exhaustos, es más fácil defender que atacar. Ucrania tiene grandes puntos débiles en su defensa aérea. El hecho de que no haya más que una ruta clara hacia Crimea significa que Rusia se ha preparado para defenderla. (De modo que es posible que Ucrania intente otra cosa distinta; pero ni siquiera recobrar una parte sustancial de Donbás tendría los mismos efectos psicológicos en Rusia).
La contraofensiva puede desplegar nueve nuevas brigadas equipadas y entrenadas por Occidente pero que contienen una combinación de distintas armas occidentales y escasa experiencia en las complejas operaciones de armas combinadas que se necesitan para derribar las defensas rusas. Algunas capitales como Washington y Berlín se han pensado con muchos nervios cada entrega por temor a una escalada y eso ha hecho que los ucranios no dispongan, ni en cantidad ni en calidad, de los carros de combate, vehículos blindados, misiles de largo alcance y aviones de combate que podrían haber tenido si Occidente no hubiera estado frenándose a cada paso.
Estos seis meses van a ser decisivos. Si el próximo invierno,las fuerzas ucranias siguen empantanadas a medio camino, tal vez Occidente no proporcione un refuerzo militar comparable para emprender otra ofensiva la primavera del año que viene. Además de las dificultades objetivas para equipar nuestra industria de defensa con todo lo necesario, es posible que el apoyo político empiece a desvanecerse, sobre todo en Estados Unidos, en vísperas de las elecciones presidenciales de otoño de 2024. Entonces cundiría la desilusión en Ucrania. Putin seguiría en el poder. Podría utilizar su aparato de propaganda interno para justificar su ocupación parcial del territorio ucranio como una restauración histórica del imperio de Catalina la Grande.
La alternativa, quizá improbable pero aún posible, es una victoria ucrania indiscutible. Como eso significaría una derrota que ni siquiera la máquina de mentiras del Estado de Putin podría ocultar, el camino hacia la victoria acarrearía un momento de mayor riesgo. Aunque nadie sabe exactamente lo que está ocurriendo dentro de la caja negra del Kremlin, los análisis de los servicios de inteligencia indican que Putin ha hecho un simulacro y ha rechazado la opción de emplear armas nucleares tácticas, que no aportarían ninguna ventaja militar clara y enfadarían a China e India. Pero la situación en la zona de la central nuclear de Zaporiya es muy preocupante y el presidente ruso tiene a su disposición otras posibles acciones de guerra asimétrica, como un ciberataque o un ataque contra algún gasoducto.
¿Qué debemos hacer al respecto? No tener miedo y sí prepararnos. Ningún camino está libre de riesgo. Evitar un peligro inmediato puede suponer crear otros mayores en el futuro (que es el error que cometió Occidente en 2014). Y entre esos peligros no solo está la guerra recurrente en Ucrania, sino también que China se anime a atacar Taiwán. Ya ni sé la cantidad de veces que los ucranios me han dicho que el mayor problema de Occidente es el miedo. “Hay que elegir entre la libertad y el miedo”, declaró recientemente el presidente Volodímir Zelenski a Anne Applebaum y Jeff Goldberg en una entrevista para The Atlantic. Por consiguiente, tenemos que ser valientes y tener una pizca de la fortaleza que están demostrando esos miles de jóvenes ucranios mientras se disponen a arriesgar la vida para defender su libertad.
Soy muy consciente de que hay que evitar cualquier atisbo de heroísmo de sillón. Aunque de vez en cuando esté yendo a Ucrania durante esta guerra, no corro ni la más mínima parte del riesgo personal que corren los ucranios. Un Gobierno responsable debe identificar, prever y sopesar con cuidado los peligros reales de una escalada. La prudencia no es cobardía. Pero también hay que evitar otra cosa: la palabrería vaga sobre “paz” y “responsabilidad” que, en realidad, significa instar, o incluso obligar, a otras personas a sacrificar su hogar, su libertad y su seguridad para que los ciudadanos de países como Alemania, Francia o Italia puedan seguir disfrutando de los suyos, aunque solo sea por ahora. Occidente ya les ha hecho eso muchas veces a los pueblos de Europa central y oriental. No volvamos a hacerlo. Timothy Garton Ash es catedrático de Estudios Europeos en la Universidad de Oxford e investigador sénior en la Hoover Institution de la Universidad de Stanford. Su último libro es Homelands: A Personal History of Europe






















[ARCHIVO DEL BLOG] Lo primero que haremos. [Publicada el 10/05/2020]







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01. Antes. "Hubo —¿aún lo recuerdas?— una antigua normalidad en la que todo encajaba según un desorden que ahora se nos antoja tranquilizador, comienza diciendo en el Especial de este domingo [Babelia, 2/5/2020] el escritor Manuel Rodríguez Rivero. Los seres humanos morían en su orden prescrito por el destino, y recibían las honras fúnebres a las que se habían hecho acreedores desde el Neolítico, y los ricos de la Tierra iban ampliando cada vez más el abismo que los separaba de sus hermanos (eso decían) desfavorecidos. Un ejemplo de entonces acerca de su meteórico progreso: en 1965, los CEO de las 350 mayores compañías de EE UU ganaban 20 veces más que la media de sus trabajadores, y en 2018 esa proporción ya era (stock options incluidas) de 278 a 1. El turismo, que tanto dinero producía y tanto dañaba nuestra casa común, también progresaba a buen ritmo: en 1950 se movieron 25 millones de personas, y en 2018, 1.400 millones, al tiempo que los quejidos de la Tierra se escuchaban de uno a otro confín en forma de catástrofes “naturales”.
Podríamos hacer la nómina de lo que ya no hacemos, al modo en que la plantearon Joe Brainard en Me acuerdo (1970; Sexto Piso) o Georges Perec en otro libro fascinante con igual título (1974; Impedimenta). Incluso, en esa época que aún permanece en el recuerdo de los impenitentes nostálgicos, como el polvo de oro en las alas de Campanilla, las librerías permanecían abiertas de diez a ocho, y en no pocos lugares eran al menos lugares de encuentro para curiosos, letraheridos y solitarios en busca de consuelo negro sobre blanco. Ahora, los que mandan nos anuncian una “nueva normalidad” en la que todo cambia para que todo pueda volver a ser igual que antes, para lo bueno y para lo malo; pero ustedes, cada vez más improbables, y yo sabemos que ya nada va a ser lo mismo, nunca. Algunos optimistas, como el siempre dicharachero Zizek (pongan por mí sendas pequeñas uves sobre sus zetas) se aventuran a afirmar que la epidemia está suponiendo para el capitalismo que nos mata un impacto como el que consigue la “técnica de cinco puntos para explotar un corazón”, el más letal de los golpes de las artes marciales, el mismo con el que la vengadora Beatrix (Uma Thurman) acabó finalmente con el villano Bill (David Carradine) en Kill Bill: volumen 2 (2004), la película de Tarantino. No lo creo: ya dije en algún momento que tengo la impresión de que, aunque el capitalismo caerá algún día, aún tiene los siglos contados.
02. Después. Quien más, quien menos, todos hemos imaginado qué será lo primero que hagamos cuando nos dejen salir (gradualmente) de la habitación del pánico. Unos, supongo, intentarán primero desintoxicarse (el consumo de “espirituosos”, incluido mi Johnnie Walker, se ha incrementado un 93,4% durante el confinamiento, perdón por la rima); otros saldrán al exterior, tan ansiosos y perturbados por la novedad como aquel niño de La habitación (2015), la claustrofóbica película de Lenny Abrahamson, basada en la novela de Emma Donoghue (Debolsillo), que solo ha conocido las cuatro paredes entre las que su madre, confinada por su asqueroso maltratador, le parió y le fue explicando el mundo de allá afuera; habrá, también, quienes salgan tambaleándose, como esos patéticos zombis de campus, abrumados por el sufrimiento que no haber podido permitirse despedir a amigos y familiares muertos (¿no conoces a ninguno, tú, pobre habitante de las grandes ciudades?).
Y habrá algunos, muy pocos, que pedirán la vez (los mayores tienen preferencia) para que les atiendan en una librería que no esté cerrada y a la que no hayan producido irreparables quebrantos los mogules del comercio electrónico. Los beneficios de la “nueva normalidad” (inevitable pensar en la “nueva objetividad”, con aquellos resplandecientes lienzos del verista Christian Schad) pueden retroceder —según los comportamientos cívicos y el cronograma de fases del que hablan los únicos que parecen tener voz—, pero ya hay libreros que se plantean provocar una cola delante de su establecimiento ofreciendo a los que esperan —distancia física: dos metros— una copita de licor. Y se apoyarán, para atraer a la menguada clientela, en la sobrevenida rentrée libresca: los editores han tenido que reservar y desprogramar algunos de sus peones, al tiempo que han acelerado la producción de alfiles para que actúen, como dicen los franceses, de “locomotoras” (chu-cuchú, chu-cuchú) y aceleren las ventas; porque los libreros no pueden vivir solo de La madre de Frankenstein (Tusquets), de Almudena Grandes, o de sus compañeros del palmarés anterior al 14 de marzo (una eternidad para la vorágine de la rotación libresca).
Entre los nuevos que se anuncian a bombo y platillo destaca, por ejemplo, El enigma de la habitación 622 (Alfaguara), de Joël Dicker, quien dejó tan buen sabor de caja con La verdad sobre el caso de Harry Quebert (ahora, en Debolsillo), y de cuya nueva novela los editores franceses lanzan 400.000 copias. Y, por poner otro ejemplo, Alianza tiene su locomotora en el controvertido A propósito de nada, de Woody Allen, que llegará a las librerías el 21 de mayo, al tiempo que estará disponible el audiolibro correspondiente, que en Estados Unidos está leído por el propio Allen y aquí, creo, por su doblador habitual, Joan Pera. Hay mucho más esperando en esta rentrée en la que los grandes editores parecen moverse al grito de tonto el último, o de deprisa, deprisa. Quizás, para entonces, el Ministerio del ramo ya sepa y nos pueda decir, por fin, qué va a hacer con la cultura, con el cine, con el teatro, con la música, con la danza, con las bibliotecas, con los editores, con los libreros y con todo el puto alimento que no se consigue en Mercadona, ni en las terrazas con mesas separadas, ni en las barras con mamparas. That’s life, como cantaba el inolvidable Sinatra". Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt













sábado, 20 de mayo de 2023

De los deliriossemánticos

 







Hola, buenas tardes de nuevo a todos y feliz sábado. Mi propuesta de lectura de prensa para hoy, de la escritora Azahara Palomeque, va de los delirios semánticos. Se la recomiendo encarecidamente y espero que junto con las viñetas que la acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos.












Un delirio
AZAHARA PALOMEQUE
18 MAY 2023 - El País.

A veces no entiendo nada. Intento concentrarme, trazarles una lógica a ciertos hechos; en vano, analizar antecedentes históricos, hilvanar genealogías, leer hasta que se me caen los ojos o, simplemente, recurro a la vieja táctica de escuchar durante largo rato, incluso tomando notas, como cuando era una alumna aplicada y no quería perderme un detalle de lo que decía la profesora porque aún creía en el futuro. Pero no entiendo nada de un sinsentido que se ha adueñado de tantos espacios mediáticos y sociales, sumiendo a la gente en una confusión palmaria, de manera que no sean posible vasos comunicantes entre nosotros, ya que cada palabra conforma un muro contra el que estrellarse. El galimatías, eso sí, la ristra de patrañas, cuando no abiertos ejercicios de manipulación, me arrojan ecos certeros de Estados Unidos que pronto se transforman en déjà vu y, a través de la memoria, continúo sin comprender, pero al menos puedo arcillar rimas que esclarezcan algo en su paralelismo.
Existen en nuestro país una serie de adeptos al papanatismo que repiten como loros consignas sacadas del acervo yanqui de la posverdad mientras se llaman a sí mismos españolísimos, o directamente patriotas —del inglés: patriot, aunque la etimología sea griega—. Así, términos como “comunista”, utilizados como insulto, son cada vez más frecuentes en una derecha que ha asumido el marco de la Guerra Fría discursivo en que se dirimen las políticas del otro lado del Atlántico y ha tejido una bandera con él. Lo que no hace tantos años se habría considerado un anacronismo fruto de la mejor batallita del abuelo o, como mucho, una referencia histórica al viejo PCE, ese partido que constituyó la mayor fuerza opositora al franquismo, ahora aterriza oliendo a aires foráneos para calificar al Gobierno de coalición, a cualquiera de sus miembros —poco importan las siglas si sirven a la estrategia de desgaste— e invoca fantasmas deslavazados contra toda articulación de lo factible, puesto que ni el comunismo se puede considerar vivo a nivel internacional (a no ser que se admitan ciertas particularidades de China, esa máquina suministradora de productos al neoliberalismo de cada día), ni cabe en una España cuya soberanía se encuentra demarcada por el contexto europeo, ni se corresponde a las medidas que se han adoptado últimamente, tímidos esquejes de socialdemocracia: subir el salario mínimo, limitar los precios de la energía mediante la excepción ibérica, o destinar algunos miles de viviendas de la Sareb al alquiler “asequible” —del inglés: affordable—. Nadie ha hablado de nacionalizar la banca o las eléctricas, ni de colectivizar la tierra, pero la etiqueta comunista funciona y yo, obviamente, no lo entiendo.
Como tampoco la cantinela del “Gobierno ilegítimo” o del supuesto “golpe” de Pedro Sánchez, muy de moda en los círculos reaccionarios e imanes potentes a la hora de generar clickbaits. La última vez que escuché barbaridades similares se estaba produciendo un intento de derrumbar la poca democracia remanente en el vasto territorio norteamericano, y todavía una gran mayoría de republicanos, fieles a Trump, juran firmemente que las elecciones le fueron robadas al magnate. Se ve que los asesores del papanatismo captaron bien el potencial disruptivo de mentir hasta que la boca sangre, de inocular a la población con una serie de conspiraciones alucinadas y promover un “fenómeno fan” capaz de convencer al más pobre de que los fanáticos de la mendacidad representan sus intereses. Pero no termina aquí la cosa: en ocasiones, ocurre que las pocas herramientas de los débiles que no han caído aún en el desvarío mutan en artillería pesada contra ellos. Un ejemplo claro lo constituiría el término woke, parte del lexicón de las luchas por los derechos civiles y más tarde recuperado por el movimiento #BlackLivesMatter para indicar que debían estar atentos, despiertos frente a las innumerables injusticias que los acechaban. Ahora lo woke sirve a políticos desaprensivos prestos a eliminar libros de las bibliotecas o los programas escolares, prohibir el aborto, o dinamitar los derechos de los colectivos más vulnerables, mientras que en nuestro país se ha tornado una suerte de comodín en el campo semántico de la “cancelación” con el fin de censurar las legítimas reclamaciones de quien exige mejoras sociales. Woke sería, de acuerdo con ese argumentario enajenado, el ingreso mínimo vital, cualquier medida para paliar la plaga de violencia de género que sufrimos, o la Aemet.
De hecho, en el terreno del cambio climático el sinsentido presenta incluso más arraigo, fruto de una extensa trayectoria que se inició en los años setenta mediante la puesta en marcha de campañas de desinformación que emulaban las implementadas por las tabacaleras, caminó más tarde de la mano del falaz desarrollo sostenible, y después transmutó en paranoia. Consecuencia de tales esfuerzos negacionistas nacieron las locuras basadas en las estelas químicas —del inglés: chemtrails—, esas huellas resultado de la condensación que dejan los aviones y se juzgan, falsamente, como sustancias letales, rastros de fumigación para los que jamás se han parado a pensar en los efectos de los pesticidas; pero también el dislate que supone asistir, en un mismo telediario, a mensajes tan contradictorios como “hace buen tiempo, la ocupación hotelera alcanza un lucrativo 90%” y, cinco minutos después, una alerta por sequía que se alía a varios récords de temperatura, riesgo extremo de incendios propios del verano y fallos en las cosechas. En última instancia, el raciocinio se resquebraja por completo en la categorización de los grupos ecologistas como “terroristas”, o a raíz de nomenclaturas que tiñen de verde cualquier cosa (el gas fósil, el reciclaje, los coches eléctricos), según explica Andreu Escrivà en Contra la sostenibilidad.
Así que yo no entiendo absolutamente nada: que la libertad haya sido fagocitada por la espuma de una cerveza y ni evoque los coletazos del libertinaje, porque encima las terrazas cierran tempranísimo; que los derechos humanos hayan involucionado en privilegios (véase el estado de nuestra sanidad pública); que el criminal sea quien planta árboles y no quien los tala o calcina. Asimismo, mi cerebro es incapaz de conceptualizar el grado de penetración del capital en los rincones más inhóspitos de la intimidad cuando hablamos de “invertir” en las relaciones (como si fuésemos accionistas del afecto); o de “gestionar” las emociones (como burócratas coleccionistas de sonrisas y lágrimas); o de superar o afrontar nuevos retos —del inglés: challenge— al malvivir entre empleos precarizados y alimentos carísimos. Inaprensible se me levanta un mundo donde la palabra que antaño creí segura ha sido despojada de su habilidad para significar y yace vapuleada, tergiversada a golpes de transacciones económicas y una deshumanización tan difícil de rebatir. Entonces me acuerdo de Antígona, condenada por reconstruir el cadáver de su hermano y darle digna sepultura, mujer que en la obra de María Zambrano no muere, más bien delira en su tumba convencida de haber hecho lo correcto, contravenir una ley injusta. El parlamento desbocado se opone al mandato en teoría racional que la sentenció desde atalayas de poder; el grito aunado a la poesía desnuda el sinsentido y construye otra lógica más certera en cuanto que ya no es producto de una civilización que ha perdido cabalmente el juicio. Quizá todo lo que hayan leído en esta tribuna no sea más que un delirio. Azahara Palomeque es escritora y doctora en estudios culturales por la Universidad de Princeton. Su último libro es Vivir peor que nuestros padres (Anagrama).




























[ARCHIVO DEL BLOG] Mayo del 68 visto a los 72. [Publicada el 26/05/2018]










¡Ah, Mayo del 68!... Así, con mayúsculas. Con toda la carga mítica que ese fecha conlleva para los que en ese mayo teníamos veinte y pocos años... Yo lo viví en Las Palmas (Canarias), con un año de casado y esperando mi primer hijo, pero con el corazón en París, capital de esa Francia que tanto amo, recién terminados mis estudios en la Escuela Social de Madrid, donde la efervescencia ya se hacía notar desde el 65. Asistí emocionado, por televisión, a las algaradas de los universitarios en París, Berkely, y medio mundo occidental; a los eslóganes de "bajo los adoquines está la playa" o ese otro de "sed realistas, pedid lo imposible", a la foto de la muchacha sobre los hombros de su compañero ondeando la bandera del Vietcong, que ha quedado como imagen incónica de Mayo del 68... Pero lo que más me impresionó, aunque no me lo crean, fue la "huida", ¿se la podía calificar de otro modo en aquellos días?, del presidente De Gaulle a Alemania en el momento álgido de las algaradas estudiantiles...
Sobre ese mítico año escriben sendos artículos en El País y El Mundo los profesores Fernando Savater, catedrático de Ética en la Universidad del País Vasco, y José Luis Rodriguez García, catedrático de Filosofía en la Universidad de Zaragoza. Se los recomiendo encarecidamente a todos los que, como un servidor de ustedes anda ahora por los 72. Les dejo con ellos
¿Cómo se ve mayo del 68 con setenta y pocos años...?, se pregunta el filósofo Fernando Savater en El País. Las agitaciones del 68 no transformaron el mundo, sino que fueron el síntoma indudable de que el mundo ya había cambiado. Desatascaron lo rígido y autoritario que frenaba una mutación social, tecnológica y económica de escala casi planetaria: “Mujeres y hombres que no están comprometidos con ningún bando, con nada salvo con tratar de vivir, han quitado adoquines y arado la tierra de abajo. Cultivan debajo de cambiantes ruinas combatiendo cosas infernales y sueños salvajes. Han construido escuelas en salitas de estar para sus críos, en pueblecillos de una o dos calles. Han mantenido las barricadas”, escribe China Miéville en Los últimos días de Nueva París. 
El 31 de diciembre de 1967, en su discurso de fin de año, el general De Gaulle auguró: “Saludo con serenidad este año 1968”. Pero esa serenidad fue difícil de mantener, la verdad. El año vino cargado con una sobredosis de acontecimientos casi mágicos, aunque algunos de magia blanca —ilusionismo, más bien— y otros de magia negra. La guerra de Vietnam alcanzó el máximo registrado de bajas norteamericanas; fueron asesinados Martin Luther King y Robert Kennedy; el Apolo 8 fue la primera misión tripulada en salir de la órbita terrestre y llegar hasta la órbita lunar (se vio por primera vez el lado oculto de la Luna); en Praga se disfrutó de una primavera política que los tanques rusos agostaron brutalmente luego; Guinea se independiza de España...
A escala más personal, me acuerdo del triunfo de Massiel en Eurovisión tras la polémica sobre si "La, la, la" era catalán o castellano; los primeros crímenes de ETA; la inauguración en San Sebastián de la librería Lagun que tan importante habría de ser en mi vida, y, también en mi ciudad, la aparición de grandes estandartes con cruces gamadas en la Avenida (entonces “de España” y luego “de la Libertad”, que en el País Vasco significan lo mismo) porque rodaban La batalla de Inglaterra y Donosti fue por un rato Berlín bajo los bombardeos aliados... Lo más mágico en mi memoria, el triunfo contra todo pronóstico lógico de Tebas en el Gran Premio de Madrid, llevando veinte kilos más de los que le correspondían oficialmente para que pudiese montarle su propietario y entrenador, el incomparable duque de Alburquerque.
Pero indudablemente mencionar el año 68 significa para la mayoría el mes de mayo, la ciudad de París y los estudiantes sublevados. Aunque la verdad es que hubo revueltas estudiantiles también el resto de los meses, en California y en Tokio, en Alemania o España tanto como en Italia, Polonia y México. Los rebeldes se enfrentaron a situaciones políticas muy distintas, democráticas o dictatoriales, corriendo también riesgos nada comparables: contusiones en París y Roma, condenas a años de cárcel en Madrid o Varsovia, tiroteos asesinos en Tlatelolco...
Abundan las crónicas que ofrecen una panorámica global del año famoso (una muy completa es la de Ramón González Férriz, editada por Debate). Se ha dicho hasta el hartazgo, con arrobo utópico o con malicia escéptica, que su pretensión era cambiar el mundo, algo excesivamente ambicioso para unos muchachos o quizá superfluo, porque el mundo cambia constantemente aunque no siempre para bien. Los que concluyen que no cambió nada y los que sostienen que ya nada fue igual deberían recordar la sabia respuesta del primer ministro chino Chu En-lai cuando le preguntaron si en su opinión la Revolución Francesa había tenido consecuencias positivas: “Aún es pronto para decirlo”.
A mí me parece que las agitaciones del 68 no transformaron el mundo sino que fueron el síntoma indudable de que el mundo ya había cambiado. Más que revolucionarlo todo, sirvieron para desatascar lo rígido y autoritario que frenaba una mutación social, tecnológica y económica de escala casi planetaria. Sin duda tuvieron mucho de ideología convencional pero también un toque nuevo, característico, que iba más allá de la consabida problemática de la izquierda contra la derecha. El campo de batalla que inauguró el 68 (al menos en los países como Francia, que ya disfrutaban de democracia) fue la transformación de la vida cotidiana. Lo que se exigía no era un cambio en el Gobierno sino un cambio en la forma de vivir, en el trabajo, en el sexo, en la enseñanza, en la diversión... Eso se ve sobre todo en las pintadas en las paredes del Barrio Latino, los célebres grafitis. Algunos se han repetido tanto que ya resultan empalagosos, como pasa con coplas y refranes anónimos de la inventiva popular, pero apuntan a cuestiones que los revolucionarios convencionales descuidan: no a la toma del Palacio de Invierno, sino a la ventilación del dormitorio, el despacho y el aula en que transcurre la mayor parte de nuestra vida. “Prohibido prohibir”, “Amaos los unos sobre los otros”, “Bajo los adoquines está la playa”... pero no “Abajo el capitalismo” o “Viva la guillotina”. En esos lemas aparece el desterrado de las grandes revoluciones y de sus adversarios, tipo Raymond Aron: el humor, a veces sutil y otras meramente chusco. Nadie carente de humor debería hoy escribir ni a favor ni en contra de Mayo...
Por eso las referencias bibliográficas más ilustrativas sobre ese movimiento (que no conocían más que una minoría) no son los textos revolucionarios canónicos, sino obras marginales como los escritos sobre la vida cotidiana de Henri Lefebvre o Eros y civilización de Herbert Marcuse. En este último libro, a mi juicio el más interesante de su autor, influyó decisivamente un clásico de finales del siglo XVIII que yo recomendaría a quienes quieran ir más allá de los tópicos: Cartas sobre la educación estética de la humanidad, de Friedrich Schiller (hay nueva y excelente traducción de Eduardo Gil Bera en Acantilado). Ahí podemos aprender que “la fórmula victoriosa se halla a la misma distancia de la uniformidad que de la confusión” y que “el hombre sólo juega cuando es humano en la acepción plena del término y sólo es plenamente humano cuando juega”.
Para quienes adquirimos nuestra conciencia política individualista, hedonista y lúdica (también ingenua) en aquellos días, la mejor noticia fue que se podía ser progresista sin carnet del partido comunista o similares. Hoy veo que la ventaja que tenemos quienes nunca fuimos comunistas es que no necesitamos ahora perder energías en aspavientos derechistas para probar que ya no lo somos. Por cierto, algunos tratan de ridiculizar el progresismo diciendo que busca el paraíso en la tierra. Eso sí que es una ridiculez: el progresista sabe que nacemos rodeados de males y que moriremos rodeados de males también, pero aspira a que los males del final no sean los mismos o peores que los del principio.
Cuando se pregunta “¿qué queda del 68?” sólo se me ocurre responder que quedamos algunos, muchos menos ya desde luego que quienes lo invocan o lo maldicen. Y en cada uno de nosotros tuvo efectos distintos: tampoco la Virgen hace siempre milagros y cura a todos los que van a Lourdes. De los votos pintados en los muros de París aquel Mayo lejano, mi preferido (después del encomiable y poco respetuoso “Sartre, sé breve”) es este: “No quiero morir idiota”. Yo estoy casi a punto de conseguirlo, pero compruebo con pena que muchos de mi edad y sobre todo más jóvenes han dejado prematuramente de intentarlo. Hasta aquí, Savater.
Por su parte, José Luis Rodríguez García escribe al respecto: He de comenzar recordando algo que me parece incontestable: y es que el Mayo del 68 resultó ser tan solo la expresión simbólica de una serie de agrupamientos multitudinarios que no deben reducirse a la Francia convulsa del segundo lustro de los 60. 
Lo sabemos... Las circulaciones políticas y sociales habían comenzado a ser convulsionadas por motivos diferenciados: podemos recordar las algaradas de las universidades americanas -muy especialmente Berkeley-, el fortalecimiento de la lucha antiimperialista que fermenta en las universidades alemanas, el reforzamiento de las exigencias obreristas en Italia, los incipientes movimientos en los países del denominado con un sorprendente oxímoron "socialismo de rostro humano" o las pretensiones internacionalistas del proceso revolucionario cobijadas bajo la inspiración guevarista. 
Cada una de estas referencias contribuye a la transformación de lo que constatamos en la década de los 60. Nada volvería a ser lo que era, es cierto. Pero fueron los años 60, no Mayo-68. ¿Mayo del 68, París? Sabemos que confluyeron entonces, ahí, en la sorprendente ciudad de Baudelaire, las ansias multiplicadas de exigencias diversas. Morin lo certificaba con bastante gracia en un artículo que tituló La comuna estudiantil y en cuyas primeras líneas intentaba incorporar al extraño campus de Nanterre-La Folie los agrietamientos producidos en Polonia, Alemania, Italia, Inglaterra, Estados Unidos, y añadiendo, para alimentar nuestro falso orgullo, España -como si entonces estuviéramos con las manos en una masa tan complicada-. 
Lo cierto es que París, Mayo-68, se convirtió en un significante político y social que comenzó a circular sin control alguno -algo así, como el 14 de Julio o el 14 de Abril, fechas emblemáticas que no requieren comentario alguno-. Y no es menos cierto que muchos de nosotros, nacidos a finales de los 40, nos inoculamos el virus del significante Mayo-68. El admirable Nizan, en esa especie de novelado repaso a la fragilidad filosófica de su patria que es Aden Arabia, comenzaba el texto confesando que "yo tenía veinte años. No permitiré que nadie diga que es la edad más bella de la vida". Lo siento, amigo Paul, para muchos de nosotros era la edad más bella de la vida.
Y nos encontrábamos convenientemente pertrechados. No nos importaban las noticias de la televisión, suponíamos la posibilidad de una rebelión contra los poderes soñando en la aparición del viejo topo... Nizan, amigo, aquello era hermoso... Sartre, decadente y enmarcado, aunque no entendiera nada, se reunía con maoístas y otros... Aquello le agradaba: dedicaba sus noches o amaneceres a redactar los últimos capítulos de su inmensa flaubertiana mientras compensaba sus trabajos con veladas alcohólicas, atrevido como siempre: produce cierto sonrojo considerar hoy el diálogo que mantiene con Cohn-Bendit en Le Nouvel Observateur del 20 de mayo repleto de lugares comunes y de convocatorias al triunfo final. Malraux, por su parte, alejado y sereno, olímpico, curtido en derrotas victoriosas, esperaba... Confesaría Blanchot que también él andaba por ahí -buscando a Foucault-. Aron relata aquellos días en sus Memorias...: la lectura de algunas páginas, más allá de su tono decididamente crítico, revela la importancia de lo que sucedió a lo largo de los enrabietados días de mayo: "Finalmente", escribe el zarandeado Aron, blanco de las críticas de unos y otros, "fuera de los tumultos, a menudo un clima de alegría, de fiesta". 
El imaginario Mayo-68 abducía. Era hermoso. Nos liberábamos del Poder. ¿Oposición? Tan apenas se escucha la voz airada de Pasolini, provocador y acerado como siempre, quien se atreve a publicar un diabólico poema que levantará ampollas: "Llegáis con retraso, hijos (...) Tenéis caras de hijos de papá./ Os odio como a vuestros padres./ Buena raza no miente./ Tenéis la misma mala mirada".
Pero abajo, en las cloacas sociales, donde en verdad actúa la simpatía, comenzaba a funcionar el mecano del estupor. Nada era cierto, el significante Mayo-68 era una defensa para facilitar la supervivencia de quienes éramos frágiles e incautos. Recuerdo ahora mismo una noche en un cine al final de Rosales, en Madrid. Con alguien... No sé qué película vimos... Recuerdo la emoción al abandonar la pequeña sala. Acaso fuera una invención de Bertolucci o Bellochio. Éramos esta subjetividad inmolada al significante Mayo-68, pero comenzábamos a interiorizar que nuestro combate nació antes de tiempo.
Me he preguntado desde hace años, y esta apreciación es estéril, cuándo pudo iniciarse para muchos de nosotros el derribamiento del significante Mayo-68. No lo sé porque la conciencia del tiempo es absurda y, por otra parte, como sugería el amadísimo Borges, traicionera. Acaso fuera cuando releí al asesinado Goldman, cuando tuve noticias de la deriva de la Baader-Meinhoff y me entristeció la mala suerte de Ensslin, su inspiradora intelectual, suicidada en la celda de la cárcel de Stammheim en octubre del 77, quizás cuando descubrí la decisión de Debord, quien puso final a su vida en noviembre del 94... Y, desde luego, cuando constaté que los inspiradores y líderes del imaginario Mayo-68 se habían vendido por un puesto de prefecto, de directora de una ONG o de mierdoso interventor en el Parlamento Europeo. El desastre...
Ni revolución (Mao), ni liberación de la unidimensionalidad de la sociedad capitalista (Marcuse), ni superación de los antagonismos de clase (Marx): las tres M quedaron postergadas, telegramas de urgencia para los enfermos que padecieron el mal del ensueño. Glucksmann había soñado en su opúsculo sobre la estrategia revolucionaria con un incendio que lo arrasara todo en Europa, desde Moscú hasta Lisboa: en fin, tuvimos que conformarnos con encender la candela.
¿Qué ha quedado, qué rastros nos indican que algo sucedió? Muchos documentos, es cierto. Los textos vergonzantes de esos dos colosos de barro que fueron Rochet y Marchais, disparatando sobre los peligros del izquierdismo, octavillas anunciando la revolución de mañana, las llamadas a la unión obreros-estudiantes convocada un día sí y otro también por el PCM-L de Francia, autodenominado "el único partido comunista verdadero", la alegría confiada de las notas del Movimiento 22 de marzo, los delirios de los Comités de acción... 
Nadie alquiló un lugar para siempre: esos lugares políticos desaparecieron y los protagonistas supervivientes decidieron que era mejor mercadear. Poco años más tarde, el genial tándem Tanner-Berger narrarían la nostalgia de esta desolación en Jonás, que cumplirá 25 años...: Max y Marco, dos de sus protagonistas, observan con distancia su pasado, cuando ellos eran otros... ¿Que ha quedado algo más? Sí, claro está, lo intangible... El habla sutil de las paredes: "Dios: sospecho que eres un intelectual de izquierdas", se leía en el liceo Condorcet. Y en la Sorbona: "Profesores, ustedes nos hacen envejecer". Y mil más... El tiempo ha borrado los rastros políticos... El tiempo ha borrado las consignas y grafitis callejeros. La política se ha encanallecido y las pintadas ya sólo están en los libros. Acaso podría señalarse algo más: vuelvo a los dibujos del patafísico Siné, a la despiadada crítica de sus viñetas... Sí, el Mayo francés impulsaría un nuevo periodismo, ácido, afilado, inmisericorde, del que Libération, fundado en el 73, y el hoy conocido como Charlie Hebdo, heredero del Hara-Kiri, publicado entre el 69 y el 81, son sus muestras más relevantes. ¿Poca cosa? Es posible. Acaso tan sólo anécdotas... Pero no somos otra cosa: acopio de anécdotas que bien pudieron no suceder. El significante Mayo-68 ya está vacío: pero es que las ilusiones se desvanecen en el aire, tarde o temprano. El viejo topo decidió tumbarse a dormir. Acaso haya muerto. Quizás entonces ya estaba muerto y no lo sabíamos... Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt