sábado, 8 de octubre de 2022

De la memoria democrática

 





Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz sábado. Mi propuesta de lectura de prensa para hoy va de la Ley de Memoria Democrática, ya definitivamente aprobada por las Cortes Generales, y como dice en ella el historiador y catedrático universitario Juan Sisinio Pérez Garzón, nos corresponde ahora construir un relato en el que de ningún modo se respalde o excuse cualquier asesinato, porque el dolor no es patrimonio exclusivo de ninguna ideología. Se la recomiendo encarecidamente y espero que junto con las viñetas que la acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Nada más por mi parte salvo desearles que sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos.








Kant, Negrín y la memoria democrática
JUAN SISINIO PÉREZ GARZÓN
01 OCT 2022 - El País


No hay ley que sea incontrovertible, máxime si esta quiere cerrar las heridas del mayor trauma experimentado por la sociedad española hasta el momento. Es el caso de la Ley de Memoria Democrática, pendiente de ser aprobada en el Senado. Se ha escrito mucho y de muy diverso signo sobre sus contenidos. Para reforzar el objetivo de reconciliación nacional que la sustenta, quizás no sobre apuntar otra posible lectura, surgida de la idea que lanzó Negrín en junio de 1938 y deducible del imperativo categórico de Kant (1785).
Ante todo, es justo subrayar que en el preámbulo de la ley se confirma la meta de “articular una respuesta del Estado para asumir los hechos del pasado en su integridad, rehabilitando la memoria de las víctimas, reparando los daños causados y evitando la repetición de enfrentamientos y cualquier justificación de violencia política o regímenes totalitarios”. Por eso se insiste en “fomentar un discurso común basado en la defensa de la paz, el pluralismo y la condena de toda forma de totalitarismo político”. Se subraya el afán de construir un horizonte común de “convivencia y conciencia ciudadana”.
En este sentido, la letra de la ley repite de modo constante en diversos artículos que atañe e incluye a “todas las víctimas de la guerra”, además de agregar lógicamente las posteriores víctimas de la dictadura. El significado de “todas” no excluye de ningún modo a cuantas homenajeó y reparó la dictadura en su día de modo sectario y repudiable. De igual modo, al establecer el “Censo Estatal de Víctimas de la Guerra y de la Dictadura”, no se exceptúa literalmente a las víctimas habidas en territorio republicano, pues en el artículo 1.2 se especifica que la ley se refiere a “quienes padecieron persecución o violencia, por razones políticas, ideológicas, de pensamiento u opinión, de conciencia o creencia religiosa” desde el 18 de julio de 1936, durante la “Guerra de España” (así se califica) y obviamente durante “la Dictadura franquista”. Se concreta en el artículo 3 dedicado a definir las “víctimas”. De nuevo se incluyen a cuantas personas sufrieron violaciones de los derechos humanos “durante el período que abarca el golpe de Estado de 18 de julio de 1936, la posterior Guerra y la Dictadura”. Se especifican 13 categorías de víctimas entre las que se reitera la inclusión de cuantas fallecieron o desaparecieron “como consecuencia de la Guerra y la Dictadura”.
Sin necesidad de exégesis jurídicas, en los usos habituales de la lengua el concepto histórico “guerra de España”, aunque parezca querer ocultar su carácter fratricida, no deja de ser guerra de y entre españoles. Es lo que ciudadanos de toda ideología y nivel educativo conocen como Guerra Civil. Y esta tiene unos límites cronológicos indudables: define históricamente el enfrentamiento armado ocurrido entre el 18 de julio de 1936 y el 31 de marzo de 1939. Así, cuando en el artículo 7 se establece un “día de recuerdo y homenaje a todas las víctimas”, se concreta de nuevo que son las habidas por “el golpe militar, la Guerra y la Dictadura”. Además, al disponer la creación del “registro y censo estatal de víctimas”, el legislador se remite de nuevo al citado artículo 3, lo que permite incluir a todas las víctimas habidas durante la “guerra de España”, esto es, en todo el territorio que, por más que se busquen vericuetos, geográficamente se reconoce como español. De ningún modo esa España se podría aplicar solo a las víctimas de uno de los dos territorios.
Por lo demás, en ningún momento la ley plantea la eliminación del catálogo de víctimas de aquellas que ya tuvieron “reconocimiento y reparación moral y económica” por el régimen franquista, por más que la dictadura las utilizara con criterio fanático para criminalizar a quienes defendieron la República. Por eso, es un acto de justicia plenamente legítimo y políticamente indispensable rehabilitar a todos los que sufrieron la persecución franquista. Sucesivas normas decretadas desde diciembre de 1975 han desarrollado este objetivo, que, sin embargo, se debe completar con la rotunda reparación moral y política planteada con esta ley.
Ahora bien, dicha reparación puede apuntalar sus fundamentos éticos y políticos con dos ideas que no sobra recordar. La primera se encuentra nada menos que en Kant, pensador cuyo imperativo categórico podría facilitar el consenso ético. Al dilucidar la frontera entre la bondad y la maldad, propuso como ley universal tratar a toda persona “siempre como fin y nunca como medio”. Esta ley no se cumplió en nuestra Guerra Civil. Se mató a personas como medio para alcanzar un fin político. Existe acuerdo entre historiadores sobre el balance global de víctimas: unas 55.000 en la zona del Gobierno republicano y en torno a 140.000 las ejecutadas por los sublevados y la dictadura desde julio de 1936 hasta 1945. Fueron muertes injustificables éticamente. Nos corresponde, por tanto, construir una memoria democrática en la que de ningún modo se respalde o excuse cualquier asesinato. Lo dice la ley claramente y no sobra repetirlo: hay que “fomentar un discurso común basado en la defensa de la paz, el pluralismo y la condena de toda forma de totalitarismo político”. Está en consonancia con el acuerdo de la Unión Europea de conmemorar el 23 de agosto a las víctimas del “extremismo, la intolerancia y la opresión”.
A esto se suma otra faceta profundamente humana: el dolor no es patrimonio exclusivo de ninguna ideología. Una memoria democrática debe comenzar por unir y recordar el dolor de, por ejemplo, los miles de maestros fusilados por sus ideas con el dolor de los miles de religiosos igualmente eliminados por sus creencias. Y aquí procede rescatar la autoridad moral y política de Negrín, nada sospechoso de equidistante ni derrotista. El 18 de junio de 1938, como presidente del Gobierno de la República en guerra, glosando su idea de paz, lanzó el siguiente reto: “El gobernante que, al cesar la contienda, no comprenda que su primer deber es lograr la conciliación y armonía que hagan posible la convivencia ciudadana ¡maldito sea!”. Concretó que, llegado ese momento, la máxima aspiración del hombre de Estado “deberá ser que, sin transcurrir muchos años, en las estelas funerarias de cada pueblo figuren hermanados los nombres de las víctimas de la lucha, como mártires por una causa de la que debe surgir una nueva y grande Patria”.
El Abc del 19 de junio reprodujo íntegro el discurso, no así La Vanguardia, que no transcribió la segunda frase. Lógicamente, el contexto de 1938 obligaría a desentrañar los distintos contenidos que abordó Negrín en una alocución expresamente dirigida a todos los españoles, no solo a los habitantes de la zona republicana. Lo importante fue su idea, que, por otra parte, no sería solo suya, tal y como Santos Juliá nos dejó investigado con extraordinaria consistencia en su libro Transición. Sobre tales raíles cabría encauzar la aplicación de la presente ley de memoria para, en efecto, construirla como democrática, sin exclusión de víctimas. Se cumpliría, al fin, la aspiración de Azaña: “Paz, piedad y perdón”.




















viernes, 7 de octubre de 2022

De la maldición de los optimistas

 




Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz viernes. Mi propuesta de lectura de prensa para hoy va de la maldición que pesa sobre los optimistas, porque como dice en ella el escritor Javier Cercas, nuestro error consiste en estar a todas horas pendientes de lo que vendrá y no ser capaces de asentarnos en el aquí y ahora. Se la recomiendo encarecidamente y espero que junto con las viñetas que la acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Nada más por mi parte salvo desearles que sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos.







La maldición del optimista
JAVIER CERCAS
01 OCT 2022 - El País
Hace poco leí en estas mismas páginas una entrevista de Anatxu Zabalbeascoa al psiquiatra Luis Rojas Marcos en la que éste recomendaba el optimismo como elixir de una vida buena y regalaba un titular irresistible: “En España el optimismo está mal visto. El que está contento parece tonto”. Sólo entonces comprendí el porqué de mi pésima reputación.
Soy un optimista. El problema es que tengo una dilatada experiencia con el optimismo y mi opinión sobre él es menos positiva que la del reputado psiquiatra; dicho de forma más clara: no soy tan optimista sobre el optimismo como el doctor Rojas Marcos, tal vez porque soy una víctima de él (del optimismo, no del doctor Rojas Marcos); dicho de forma más clara todavía: me encantaría ser un pesimista, pero no hay manera. Porque lo cierto es que mi trayectoria vital de optimista recalcitrante me ha entregado una plétora de pruebas sobre la toxicidad de esa pasión nefasta. El optimista se levanta cada mañana eufórico, dispuesto a gozar de todas las bendiciones que, no le cabe duda, le deparará la jornada; así que, cuando la realidad le atropella con su cúmulo seguro de contratiempos, el optimista, incapaz afrontarlos con entereza, los vive como calamidades y termina infaliblemente valorando la conveniencia de arrojarse al vacío desde lo alto del pinácu­lo más alto de la Sagrada Familia (el de San Bernabé). El pesimista, en cambio, se levanta cada mañana resignado a todas las calamidades que lo acechan, así que, cuando el curso del día le proporciona alguna experiencia no del todo catastrófica, la vive como una bendición y, dado que su pesimismo ha previsto una amplísima gama de desastres y le ha puesto en guardia contra ellos, supera cualquier contratiempo sin despeinarse. Como soy un optimista furioso, me siento completamente identificado con Ambrose Bierce, que en el Diccionario del Diablo definió de esta manera insuperable la palabra año: “Periodo de trescientas sesenta y cinco decepciones”. A la inversa, siento una admiración sin límites por los pesimistas, cuyo lema deberían ser estos versos horacianos de Ricardo Reis, heterónimo de Fernando Pessoa. “Quien nada espera / cuanto le depare el día / por poco que sea / será mucho”. Por eso sostengo que el verdadero enemigo del género humano no es, como proclaman políticos, predicadores y papanatas, la desesperación, sino la esperanza. Al menos desde Marco Aurelio, nadie ha argumentado mejor esa verdad escondida que Michel de Montaigne. En un ensayo célebre, Montaigne argumentó en efecto que, como carecemos de poder tanto sobre el porvenir como sobre el pasado, nuestro error más común consiste en estar a todas horas pendientes de lo que vendrá y no ser capaces de asentarnos en el aquí y ahora, de afincarnos en él; ésta es la causa de todas las desdichas humanas, asegura Montaigne: nuestra propensión insaciable a vivir en la esperanza del futuro y no en la realidad del presente, que es la única realidad. En otro momento de la mencionada entrevista, Zabalbeascoa saca a colación la teoría psiquiátrica de la “bipersonalidad”, de acuerdo con la cual las personas bilingües poseen un carácter diferente según la lengua en que hablen, y, como soy bilingüe (y como cualquier excusa es buena para el optimismo), padezco un ataque brutal de optimismo y por un momento me digo que quizá haya salvación para mí, hasta que me rindo a la evidencia deprimente de que soy igual de optimista en cualquiera de mis dos lenguas y me entran unas ganas locas de hacerme el haraquiri en plaza pública. Pero, un momento, dirán ustedes, ¿cómo es posible que sea yo tan optimista y que, al menos en la edición digital de EL PAÍS, aparezca con una cara irrefutable de funeral en la foto que acompaña a esta columna? La respuesta es evidente, y es que, cuando empecé a escribir artículos, llevado por mi incurable optimismo, aspiré a que la gente me tomara en serio; por supuesto, fracasé (o tuve demasiado éxito, que es la peor forma de fracasar), pero ¿se imaginan qué hubiera pasado con mi reputación si hubiera aparecido con la permanente cara de contento que Dios me dio? En caso de duda, consulten con el doctor Rojas Marcos.



















jueves, 6 de octubre de 2022

De las palabras de la guerra

 




Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz jueves. Mi propuesta de lectura de prensa para hoy va de las palabras de la guerra y la confrontación de personalidades, en la que, como dice en ella el escritor Juan Gabriel Vásquez, frente a la actitud y la voz de Zelenski, Putin parece cada vez más una bestia herida, un matón de barrio de pecho tan desnudo como su lenguaje, incapaz de comunicarse con nadie. Se la recomiendo encarecidamente y espero que junto con las viñetas que la acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Nada más por mi parte salvo desearles que sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos.







Ucrania y Rusia: las palabras de la guerra
JUAN GABRIEL VÁSQUEZ
29 SEPT 2022 - El País


En febrero de este año, cuando Putin lanzó su agresión criminal contra Ucrania, pocos pensaban que la guerra iba a durar tanto, y muchos menos habrán previsto lo que estamos viendo: que Rusia puede ser derrotada. Para todos los que repudiamos la invasión, que en sus inicios parecía ser una mera reedición de Georgia en 2008 y Crimea en 2014, esto es una buena noticia que llega desde nuestro atribulado presente. Pero a la vez es un mal augurio de lo porvenir, pues un hombre desesperado, aislado y paranoico (educado en la paranoia sin fin de la KGB) resulta siempre peligroso; y es más peligroso cuando la inseguridad y el desespero y la paranoia vienen con un arsenal nuclear; y es más peligroso todavía cuando el tiempo pasa y se va haciendo real la metáfora de Churchill: “Los dictadores andan de aquí para allá montados sobre tigres que no se atreven a desmontar; y los tigres tienen cada vez más hambre”. Con cada mes que pasa, Putin va comprendiendo que la única manera de bajarse del tigre es la victoria total. De cualquier otra forma, corre serios riesgos de que el tigre se lo coma.
Ha sido una guerra extraña. Todas las guerras están hechas en parte de palabras, porque es con palabras como se monta la propaganda, y en el arsenal de Putin eran tan importantes los tanques como las mentiras en Facebook. Pero en esta guerra han tenido un papel impredecible. Recuerden ustedes el enloquecido discurso de Putin en el Kremlin, cuando sostuvo que Ucrania no era un pueblo, sino una mera extensión de Rusia o del “Mundo ruso”; cuando habló de la necesidad de desnazificar Ucrania, un país tan nazi que estaba gobernado por un judío elegido por más de dos terceras partes de los votantes; cuando bautizó la invasión o la agresión, en fin, con ese eufemismo orwelliano: “Operación militar especial”. Ese día quedó claro que parte de su estrategia era construir un elaborado relato para acompañar o justificar la agresión; no quedó claro, o no me lo quedó a mí, por qué le parecía necesario. La superioridad militar de Putin era avasalladora, y en sus anteriores aventuras militares nunca le pareció necesario acudir a estos efectos retóricos. ¿Por qué ahora sí? ¿Y por qué así, con ese relato tan flagrantemente mentiroso?
El discurso de Putin me hizo pensar en esa anécdota que tanto le gustaba a Hannah Arendt: terminada la guerra de 1914, le preguntaron al presidente francés Georges Clemenceau cómo creía que el mundo juzgaría lo ocurrido. “No lo sé”, dijo Clemenceau. “Pero estoy seguro de que nadie dirá que Bélgica invadió Alemania”. Hannah Arendt notó que Clemenceau, evidentemente, no conocía los totalitarismos que vinieron después, que convirtieron la guerra contra la verdad (o por el dominio de la historia) en una manera de ser. Decir que Ucrania está en manos de un grupo de nazis, y que hay que invadirla para liberarla, es decir que Bélgica invadió Alemania; es, también, añadir una página al manual del autócrata perfecto, que tiene siempre que erigirse en historiador, pues la mentira sobre el presente está, en el mundo de Putin, ligada íntimamente a su obsesión narrativa con lo que llama la Gran Guerra Patriótica: la victoria de la Unión Soviética en la guerra contra los nazis. Ese relato es el que Putin trata de prolongar, pues remite a tiempos heroicos. Make Russia Great Again.
Cuando Putin habla de “genocidio” de los ucranios contra el pueblo ruso de Ucrania, cuando defiende su agresión apelando a las emociones profundas de tantos contra Occidente (la OTAN como humillación, un argumento que demasiados demócratas occidentales, patéticamente, le han comprado sin pestañear), lo que está haciendo es reeditar el relato del victimismo y el resentimiento que siempre les ha sido provechoso a los autócratas. Un analista militar, citado, si mal no recuerdo, por un periódico norteamericano, hablaba de los que creen que “se pueden limpiar los pies con Rusia”. En la retórica de los putinianos o putinitos, la idea de humillación aparece constantemente. Nos han humillado; nos han traicionado; somos el hazmerreír del otro (Occidente, la OTAN, los ganadores de la Guerra Fría). La estrategia no es nueva. Parte del éxito de Hitler fue el aprovechamiento de la leyenda de la “puñalada por la espalda” que surgió después de la Primera Guerra: en realidad, sostenía esta versión, la guerra no se perdió militarmente, sino que Alemania fue traicionada por la izquierda, los comunistas y los judíos, que persiguieron sus propios intereses en desmedro de los de la patria.
Hay que recordar, ahora que la muerte de Gorbachov todavía se siente y están en nuestra retina los desaires que le hizo Putin, que la razón principal del desprecio es esa acusación imprecisa: Gorbachov, según Putin, manchó la reputación de la Unión Soviética. ¿Cómo? Con sus esfuerzos por recuperar la verdad de la historia que el estalinismo había distorsionado o reescrito. Gorbachov se atrevió incluso a hablar de los pactos secretos entre Hitler y Stalin que permitieron, entre otras brutalidades, el ataque a Polonia; se atrevió a hablar de las decisiones secretas que condujeron al aplastamiento de la Primavera de Praga. No hay ninguna manera más resultona de desactivar los escepticismos de sus ciudadanos o de granjearse nuevas simpatías, pues siempre hay alguien que se siente humillado o pisoteado o ninguneado, y esas emociones etéreas son las que mueven el mundo. De eso se trató desde el primer día la campaña de Donald Trump: Make America Great Again hubiera sido imposible sin el rencor acumulado e impreciso de millones de votantes vulnerables, desinformados e incapaces de distinguir la verdad de la mentira.
Pero en su guerra de palabras, Putin no contaba con las de Zelenski. Son las palabras precisas y sencillas de un actor entrenado, un hombre que conoce los ritmos del lenguaje y los usa para lograr efectos meditados. El espectáculo sería fascinante incluso si las palabras de Zelenski no vinieran acompañadas de valentía genuina: incluso si no tuviera de su lado la razón y los valores de la libertad, la dignidad y la defensa de la vida. Pienso, por ejemplo, en las palabras que pronunció desde una pantalla frente a las Naciones Unidas: yo vi la transmisión por una cadena norteamericana, y ni siquiera la intérprete podía evitar que la voz se le quebrara. Impredeciblemente, este comediante (que llegó a la presidencia montado no sobre un tigre, sino sobre el unicornio de colores de la industria del entretenimiento) se ha convertido en un líder genuino. Por supuesto que una frase bien escogida, pronunciada con la emoción precisa, no defiende un centro comercial de un misil ruso, pero habría que ser muy cínico para no ver en la actitud y la voz de Zelenski una de las razones de la supervivencia de Ucrania.
Frente a él, Putin parece cada vez más una bestia herida, un matón de barrio de pecho tan desnudo como su lenguaje, incapaz de comunicarse con nadie y aislado de las comunicaciones con los demás. Acaba de decretar una movilización militar que implica el reclutamiento forzoso de miles de rusos, y lo que ve por la ventana es que los rusos —casi 300.000— huyen desesperados hacia otras partes, y los que no huyen, lanzan cócteles molotov contra los centros de reclutamiento. Se ve que el relato de patriotismo enseña graves grietas, y Putin lo resiente, o su silencio es resentido. Hace rato que no da declaraciones. Es como si se hubiera quedado sin palabras.



















martes, 4 de octubre de 2022

De las elecciones en Italia

 




Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz miércoles. Mi propuesta de lectura de prensa para hoy es, al menos lo intentaré, la última entrega sobre las recientes elecciones italianas, y en ella, el filósofo Paolo Flores D'Arcais, afirma con rotundidad que Italia ha quedado en manos de quienes odian ese antifascismo que constituyó el fundamento histórico de su Constitución y de la vida política y que ahora intentan hacerse pasar por una derecha presentable. Se la recomiendo encarecidamente y espero que junto con las viñetas que la acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Nada más por mi parte salvo desearles que sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos.






El camuflaje de Giorgia Meloni
PAOLO FLORES D'ARCAIS
28 SEPT 2022 - El País


El domingo por la noche terminó la historia de la “República italiana fundada en el trabajo” (artículo 1 de nuestra Constitución), nacida de la victoria de la Resistencia antifascista, que el 25 de abril de 1945 ordenó una insurrección general, ocupando las ciudades más importantes horas o días antes de que llegaran los aliados. El nuevo Parlamento verá una aplastante mayoría de fuerzas que odian la Constitución: la coalición de derechas cuya hegemonía corresponde a grupos dirigentes exneoposfascistas. De ello es símbolo Giorgia Meloni, tan exneoposfascista que más no podría ser.
Los intentos de sus asesores de comunicación por reciclarla como simple moderada, centrándose en su cautivadora figura de “mujer, madre, italiana, cristiana”, no pueden borrar su biografía, la de sus colaboradores más cercanos, su firme rechazo a repetir lo que en su momento tuvo el valor de declarar Gianfranco Fini, el último secretario del Movimiento Social Italiano (MSI: el partido neofascista de la posguerra italiana): “El fascismo era el mal absoluto”. Por no hablar del goteo de brazos extendidos en el saludo romano, de los gritos de “¡Eia! Eia! ¡Alala!” que evocan el escuadrismo, de las fotos y frases lapidarias del Duce en las paredes de las sedes, en definitiva, de toda la funesta quincalla nostálgica de los horrendos 20 años de totalitarismo mussoliniano, que han acompañado durante años la vida y manifestaciones de Hermanos de Italia, el abusivo nombre de su partido (es el primer verso del himno nacional italiano).
En un guiño cruel del destino, caerá del 27 al 31 de octubre el centenario de la Marcha sobre Roma, que llevó a Mussolini al poder. Para esas mismas fechas, es posible que Meloni y sus fieles estén en el Palazzo Chigi, sede del Gobierno. No creo que celebren abiertamente el bochornoso aniversario; sería contraproducente, una descarada confesión de su propio humus y ethos fascista, pero seguro que brindarán sus corazones, y los de sus militantes.
Mientras tanto, habrán empezado las tinieblas de una nueva historia, de una República en manos de quienes odian el antifascismo que constituyó la Grundnorm kelseniana, es decir, el fundamento histórico de legitimidad, de la Constitución y de la vida política (Grundnorm ya socavada por los gobiernos de Silvio Berlusconi, no lo olvidemos). ¿Cómo ha sido esto posible?
No a causa de los números, es decir, por la voluntad expresada por los votantes en las urnas. Es sorprendente que casi nadie se haya dado cuenta y es obligado señalarlo. Si miramos las cifras, el porcentaje de votos de la derecha suma un 46%; el de la izquierda, centroizquierda y centro, un 52%, con un 2% fragmentado en una infinidad de listas tanto de derecha como de extrema izquierda. Estas cifras se obtienen contando para la derecha también los votos de una lista “contra todos” (Italexit) y, al otro lado, la coalición de centroizquierda encabezada por el Partido Democrático (PD), el Movimiento 5 Estrellas (M5S), el nuevo grupo centrista de Calenda y Renzi (ambos elegidos anteriormente con el PD) y dos pequeños partidos que no accederán al Parlamento al haber obtenido el 1,4% y el 1,2%.
Por qué ganan quienes tienen menos votos resulta muy claro: porque, a la derecha, Meloni, Berlusconi y Salvini se presentaban unidos; al otro lado, en cambio, estaban divididos, muy divididos. El resto lo hizo una ley electoral irracional y muy poco equitativa, de las peores del mundo occidental, con un tercio de los escaños asignados en circunscripciones uninominales donde se puede ganar incluso con solo un tercio o una cuarta parte de los votos, y el resto con un sistema proporcional corregido.
Por poner un ejemplo, si en una circunscripción uninominal el candidato único de la derecha obtiene el 34% y los del M5S y el PD el 33% cada uno, el escaño va a la derecha. Que podría incluso ganarlo con un resultado inferior al 34%, si sus oponentes son tres o cuatro en lugar de dos (como ha ocurrido). Podría replicarse que la derecha estaba unida por poseer programas homogéneos, mientras que el otro sector tenía programas demasiado diferentes para establecer candidatos comunes. Ese no es el caso, sin embargo. También en la derecha las diferencias eran muy notables (incluidas rivalidades personales e insultos mutuos: cuando iba a votar, Berlusconi definió a Salvini como “alguien que no ha trabajado en su vida”). Berlusconi y Salvini encadenaron justificaciones y elogios a Putin (Berlusconi llegó a decir que su amigo Putin invadió Ucrania para reemplazar a Zelenski con “gente decente”), mientras que Giorgia Meloni trataba de acreditarse como atlantista perinde ac cadaver (el lema de los jesuitas, maestros de duplicidad, viene que ni pintado). Opuestas eran sus recetas sobre el impuesto único y sobre la desviación presupuestaria. Y así sucesivamente.
En la no derecha, en cambio (será mejor definirla así, pues en el PD y en el M5S poco o nada queda de izquierda auténtica, coherente con los valores de justicia y libertad), las rivalidades personales, los narcisismos identitarios de las distintas fuerzas, los egos hinchados hasta estallar en proporción a la mediocridad (pienso en Calenda y Renzi) han agudizado hasta el paroxismo cada diferencia y declarado imposible toda alianza desde un principio.
La responsabilidad principal recae en Enrico Letta, el secretario general del PD: su partido tenía vetado aliarse con el M5S, lo que no le impidió tratar de remendar un “campo amplio” que mantuviera unidos a los neocentristas de Calenda y Renzi y a los residuos comunistas y verdes de la “izquierda italiana”, sin presentar nunca una línea política clara. Una línea que debe tener la igualdad (la lucha contra las crecientes desigualdades) como brújula indispensable, sin la cual no se puede ser de izquierda, ontológicamente.
La inexistencia de una izquierda igualitaria, consecuente con los valores de justicia, libertad, laicismo, ilustración, y, por lo tanto, totalmente ajena a las regurgitaciones reaccionarias de lo políticamente correcto, woke, islamofilia, fanatismos ideológicos LGBTQ+, etcétera, servidas, por ejemplo, en salsa populista por Mélenchon y a veces (¡demasiadas en todo caso!) por Podemos, constituye la cuestión crucial del panorama político italiano. Hasta que no nazca esta fuerza política, la derecha tendrá las cosas fáciles. Y podría perdurar mucho tiempo y convertir su Gobierno en un régimen autoritario.
Con respecto a este riesgo, real y amenazador, el clima dominante entre las no derechas (partidos políticos, periódicos, opinión pública) es, por desgracia, de alegre y desalentadora despreocupación. Se piensa, se espera (ilusamente) que Giorgia Meloni no durará mucho, que su Gobierno entrará en crisis por contradicciones internas, que su popularidad caerá a pico en cuanto pase de la protesta a la acción de gobierno (convirtiéndose a su vez en objeto de las protestas), que Europa no lo permitirá...
Sin embargo, incluso dos autocracias electorales como las de Orbán y Erdogan parecían al principio inestables, frágiles, destinadas al colapso. En cambio, se han convertido en sólidos regímenes de eclipse y negación de la democracia. La política internacional de Giorgia Meloni va también en tal sentido: instaurar una suerte de internacional antidemocrática sustentada en Europa sobre Hungría, Polonia y una España dominada por Vox (hace unos días, hizo votos por la victoria de Santiago Abascal), y que renueve la alianza/sometimiento con Estados Unidos, pero con la esperanza laboriosa de que vuelvan a ser pronto los Estados Unidos de Trump (sea en persona o no).
Durante toda la campaña electoral, la derecha insistió en la novedad “progresista” de que una mujer sea por primera vez primera ministra, con el objetivo de ampliar su consenso (y, ay, ha habido grupos de feministas que han caído en la trampa). Hoy no hay comentarios que hagan referencia a tal novedad. Que sea mujer o no importa poco. Lo que importa es que es una exneoposfascista que intenta camuflarse de derecha presentable. La verdad ya la dijo una cantante y actriz, Elodie: Giorgia Meloni es un hombre de 1922.