miércoles, 1 de abril de 2020

[A VUELAPLUMA] Tiempo



Plaza del Obradoiro, Santiago de Compostela. Foto de Óscar Corral


En un mundo en el que podemos calcular nanosegundos y soñar con viajar a la velocidad de la luz, escribe la periodista Cristina Manzano, subdirectora general de la Fundación para las Relaciones Internacionales y el Diálogo Exterior (FRIDE), en el A vuelapluma de hoy [Que pasen los días. El Pais, 27/3/2020]- posiblemente el tiempo que nos marca el reloj de arena simbolice el sentir de muchos de nosotros.

"Contaba Stephen Hawking en su Historia del tiempo -comienza diciendo Cristina Manzano- que la teoría de la relatividad llevó a abandonar la idea de que había un tiempo absoluto único: “El tiempo se convirtió en un concepto más personal, relativo al observador que lo medía”.

Nada más cierto en estos días de coronavirus. El tiempo, y la forma de enfrentarse a él, se presentan como un factor crítico a la hora de abordar la pandemia.

Unos desean que el reloj acelere; que todo esto pase lo antes posible. Que se convierta de una vez en solo ese paréntesis insospechado en nuestras vidas. El tiempo como una losa. Ese tiempo perdido, el de no haber podido abrazar al ser querido que se ha ido. El tiempo muerto, sin horizonte, de los mayores en sus residencias, en sus casas, aislados, sin poder recibir el consuelo de un rostro familiar. El de los enfermos en sus camas. El de los trabajadores sanitarios, para los que la jornada laboral se ha convertido en un ciclo sin fin. El tiempo infinito de los niños sin colegio. Todos ellos están deseando que pasen los días lo más rápidamente posible.

Otros, sin embargo, quisieran detenerlo. Es la lucha de los investigadores, de los científicos de todo el mundo en una carrera frenética contra el reloj por encontrar la esquiva vacuna; por entender mejor el comportamiento del virus, por localizar algún medicamento eficaz para paliar sus efectos. También la de los responsables sanitarios, y la de los políticos, ansiosos de frenar ese imparable curso ascendente de la curva y de tener más margen para tomar decisiones sobre cuestiones para las que no estaban preparados. La de los empresarios, para los que cada día que pasa es una sangría y un interrogante mayor para su futuro. El confinamiento cuasi global como una paradoja para una sociedad que se había subido a un tren de ritmo vertiginoso. La velocidad y el cambio empujados por la tecnología como signos distintivos de la humanidad en el siglo XXI. Mucho se ha comentado sobre las diferencias culturales entre Occidente y Oriente en el frente contra el virus; entre el predominio de la inmediatez para los primeros y la capacidad de mirar a largo plazo de los segundos.

En un curioso ensayo publicado en los años cincuenta, El libro del reloj de arena, el filósofo alemán Ernst Jünger hacía un repaso a cómo la historia de los relojes muestra la evolución de la concepción humana sobre el paso del tiempo. En un mundo en el que podemos calcular nanosegundos y soñar con viajar a la velocidad de la luz, posiblemente el reloj de arena simbolice el sentir de muchos: va cayendo inexorablemente, pero no con la rapidez suficiente. Cuídense mucho y quédense en casa".

A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. 





La reproducción de artículos firmados en este blog no implica compartir su contenido. Sí, en todo caso, su  interés. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




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[PÍLDORAS LITERARIAS] Hoy, con "Un tercero en discordia", de Robert Burton





La noción de brevedad ronda siempre las consideraciones sobre la ficción de los minirrelatos. Aunque la brevedad no sea, ni con mucho, el único rasgo que es necesario observar en estas brillantes construcciones verbales, resulta lógico que para el lector común, e inclusive en cierta medida para el escritor, resalte de manera especial.  


Continúo hoy la serie de Píldoras literarias con el relato del escritor británico Robert Burton titulado "Un tercero en discordia". Robert Burton (1577-1640) fue un clérigo y erudito inglés, profesor de la Universidad de Oxford, que ha pasado a la posteridad por su ensayo La anatomía de la melancolía, considerado obra capital de las letras británicas. Pasó la mayor parte de su vida en Oxford, primero como alumno del Brasenose College y luego como fellow en el Christ Church College. En 1614 terminó los estudios de Teología y en 1616 fue nombrado vicario de la Iglesia de Santo Tomás, en Oxford. En 1626 obtuvo el cargo de bibliotecario de Oxford, en el que pasó sus últimos años de vida. Les dejo con su relato.


UN TERCERO EN DISCORDIA
por 
Robert Burton


En su Vida de Apolonio, refiere Filostrato que un mancebo de veinticinco años, Menipio Licio, encontró en el camino de Corinto a una hermosa mujer, que tomándolo de la mano, lo llevó a su casa y le dijo que era fenicia de origen y que si él se demoraba con ella, la vería bailar y cantar y que beberían un vino incomparable y que nadie estorbaría su amor. Asimismo le dijo que siendo ella placentera y hermosa, como lo era él, vivirían y morirían juntos. El mancebo, que era un filósofo, sabía moderar sus pasiones, pero no ésta del amor, y se quedó con la fenicia y por último se casaron. Entre los invitados a la boda estaba Apolonio de Tiana, que comprendió en el acto que la mujer era una serpiente, una lamia, y que su palacio y sus muebles no eran más que ilusiones. Al verse descubierta, ella se echó a llorar y le rogó a Apolonio que no revelara el secreto. Apolonio habló; ella y el palacio desaparecieron.


FIN



El escritor Robert Burton



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[SONRÍA, POR FAVOR] Es miércoles, 1 de abril





El Diccionario de la lengua española define humorismo como el modo de presentar, enjuiciar o comentar la realidad resaltando el lado cómico, risueño o ridículo de las cosas. Tengo un peculiar sentido del humor que aprecia la sonrisa ajena más que la propia, por lo que, identificado con la definición de la Real Academia antes citada iré subiendo cada día al blog las viñetas de mis dibujantes favoritos en la prensa española. Y si repito alguna por despiste, mis disculpas sinceras, pero pueden sonreír igual...


















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martes, 31 de marzo de 2020

[ARCHIVO DEL BLOG] Libertad de prensa. (Publicada el 25 de septiembre de 2009)





Se me hace muy cuesta arriba no pensar que la actual y beligerante línea dura de crítica a la persona y a la política del presidente del Gobierno español, José Luis Rodríguez Zapatero, por parte de los medios de comunicación de PRISA, no responde a un enfado de la empresa editora de dichos medios a cuenta de la afección del presidente, más que aparente, hacia la empresa editora del diario "Público" y la cadena de televisión "La Sexta". Nada que objetar a que PRISA defienda sus intereses empresariales, dentro de la ley, como mejor le parezca. Incluso criticando la política de aparente (o real) favoritismo gubernamental hacia otra empresa competidora de PRISA. Eso es legítimo, guste o no guste. Pero el caso es que tampoco quiero poner en duda que la línea editorial de un periódico de una trayectoria democrática tan clara como la de "El País" no va a dejarse supeditar a los intereses empresariales de sus dueños.

El pasado día 20 la Defensora del Lector de "El País", Milagros Pérez Oliva ["El País y Zapatero: una crítica incómoda"], ante la avalancha de críticas recibidas por el periódico, pidió al director del mismo que expusiera ante los lectores su versión de los hechos. Pueden leer más arriba mel artículo de la Defensora del Lector y las explicaciones del director de "El País", Javier Moreno, en defensa de la independencia del periódico sobre su propia empresa editora. Yo, por mi parte, destacaría el párrafo final de la Defensora del Lector: "Cuando la sospecha se instaura en el ecosistema mediático, no sólo afecta a la credibilidad del medio que está bajo escrutinio, sino a la del periodismo en general. Y crea desafección. Alimenta un discurso según el cual, parece normal que un Gobierno, del signo que sea, quiera tener medios afines y utilice para ello los resortes del poder; y también, que los operadores respondan a este juego utilizando su influencia para defender sus intereses empresariales. El resultado de este discurso es una idea de efectos letales: la de que todos son iguales, los gobiernos y los medios. Demostrar lo contrario es, pues, un imperativo democrático".

Expuestos los términos, habrá que estar al examen minucioso y atento de los hechos. pues a fin de cuentas, son éstos los que cuentan y no las opiniones que nos hagamos de ellos. Entre los columnistas habituales de "El País", diría yo que de momento hay división de actitudes. La de hoy, del escritor Juan José Millás ["La cacería". El País, 25/9/2009] parece bastante clara. Lo pueden leer en el enlace anterior. En todo caso, ustedes juzgarán. Les dejo con una frase, que cito de memoria, del que fuera tercer presidente de los Estados Unidos de América, Thomas Jefferson: "Si tuviera que decidirme entre un régimen de gobierno en el que no hubiera periódicos, y otro régimen en el que hubiera periódicos y ningún gobierno, sin duda alguna optaría por el segundo". HArendt



El presidente Rodriguez Zapatero



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[SONRÍA, POR FAVOR] Es martes, 31 de marzo





El Diccionario de la lengua española define humorismo como el modo de presentar, enjuiciar o comentar la realidad resaltando el lado cómico, risueño o ridículo de las cosas. Tengo un peculiar sentido del humor que aprecia la sonrisa ajena más que la propia, por lo que, identificado con la definición de la Real Academia antes citada iré subiendo cada día al blog las viñetas de mis dibujantes favoritos en la prensa española. Y si repito alguna por despiste, mis disculpas sinceras, pero pueden sonreír igual...



















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lunes, 30 de marzo de 2020

[A VUELAPLUMA] Bienvenido



Fotografía de Getty Images


"Hay que tener puntería [Enzo, bienvenido. El País, 27/3/2020] -comenta el escritor Jorge M. Reverte en el A vuelapluma de hoy lunes-, para nacer el día en el que todos los habitantes de Madrid se tienen que quedar encerrados en casa. Eso incluye a los abuelos que, como obliga su cargo, están deseando besar y achuchar trozos —aunque sean de ropa— del bebé.

Enzo ha nacido cuando Madrid estrenaba primavera. Una estación que este año llega como es debido, o sea, con un tiempo inestable, imposible de predecir. Algo que es como antes, como cuando se encontraba uno a alguien en el portal y le decía cargado de razón, “el tiempo está loco”. Aseveración que no tiene respuesta, como todos los pensamientos tan imbéciles, zafios y banales.

Enzo ha nacido en una situación complicada desde el punto de vista afectivo, o sea, que no hay manera de sobarle si no se es su madre o su padre. Un tal Pedro Sánchez, en su calidad efímera de presidente del Gobierno, ha declarado el estado de alarma en España, y eso se traduce en que el niño no tiene todavía su generosa dosis latina de arrumacos.

Sea como sea, el recién nacido se va a dar con una España que puede ser mucho mejor o tan mala como la que había hace tan solo unos días. Depende, claro.

Dependerá de si aprendemos algo los españoles de lo que ha pasado o, mejor, dicho, de lo que está pasando.

Yo no soy tan optimista como algunos colegas de escritura, que piensan que el conocimiento serio de las cosas se va a imponer al robusto, al fecundo, mercado de las filfas y los tiempos “locos”. Algunos políticos que basan su éxito electoral en la simpleza y muchos periodistas que opinan sobre la superficie de las cosas son el triste ejemplo de ello.

Creo que lo de saber de qué se habla está mal pagado, electoralmente para los políticos populistas y económicamente para los periodistas caraduras.

Creo que tendría que ser obligatorio que esos políticos y esos periodistas dieran su versión sobre la inestabilidad del tiempo antes de hablar de otra cosa, antes de salir de casa.

Es posible que la educación de Enzo dependa de que sus padres, y sus abuelos cuando puedan achucharle, crean, de forma seria, profunda, que no se puede despachar una observación banal con una respuesta tan descalificadora para la razón.

Enzo, escucha, el mundo solo va a ser mejor si impides que una respuesta como que “el tiempo está loco” triunfe".

A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. 





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[DE LIBROS Y LECTURAS] Hoy, con "Cien años de soledad", de Gabriel García Márquez





Los confinamientos forzosos dan para mucho. Y más, ahora que nos autoimpedimos el gozo de la presencia de los hijos y los nietos aunque caigamos en la video-conferencia diaria, vía movil, para calentar los ánimos, no muy cálidos tras la visión de los telediarios... Dan, por ejemplo, aparte de las rutinas diarias del blog, el aseo personal, y la limpieza de la casa (siguiendo las instrucciones estrictas de la superioridad -la que manda, manda-), para la lectura. 

Me he impuesto la relectura de "Cien años de soledad", de Gabriel García Márquez. No recuerdo cuando la leí por vez primera; sí, la penúltima: en abril de 2018. La tengo al menos en un par de ediciones distintas, pero guardo un especial cariño por la conmemorativa de 2007, de la Real Academia Española, que es la que releo ahora. La compré el mismo año de su edición después de leer la -inmisericorde- reseña que de la misma escribiera Ricardo Bada ["Eppur si legge!". Revista de Libros, junio 2007], que reproduzco a continuación.

"Muchos años después –cuarenta para ser exactos–, comienza escribiendo Bada, cómo no recordar al hacer esta reseña aquel día remoto en que mi mentor de entonces, Francisco Porrúa, me hizo conocer en Buenos Aires la obra de García Márquez...

Vaya por delante que de ningún modo piensa ponerse uno, a estas alturas del partido, a hacer una reseña de Cien años de soledad. Si acaso, y nada más, de esta edición conmemorativa y homenajeante, cuyo calibre más bien parece destinado a intimidar al público. Ahí es nada que el libro cuente con la friolera de cinco prólogos, firmados por pesos pesados tales como Álvaro Mutis, Carlos Fuentes, Mario Vargas Llosa, Víctor García de la Concha y Claudio Guillén, amén de cuatro epílogos de otros tantos pesos semipesados. Ahí es nada que los responsables de la edición sean la Real Academia Española y la Asociación de Academias de la Lengua Española. Ahí es nada que el propio autor de la novela se haya tomado la molestia de revisar –especialmente para el caso– el texto de su obra magna. Y podría añadir un par de superlativos, pero baste con los dichos como aperitivo. Concentrémonos, pues, en esta edición.

Me siento irrestrictamente a favor de la nota editorial sobre el texto, el árbol genealógico de los Buendía, la bibliografía, el glosario y el índice onomástico. Entre otras cosas, porque el glosario pone en su lugar [«desharrapados»] el «desarrapados» de la primera página de la novela, que no me llamaría la atención si no fuera por los soldaditos «harapientos» de la página 71 y el apuesto caballero que se volvió «harapiento» en la 228, siendo la etimología de ambas palabras la misma. Pero caramba, esta edición la han hecho al alimón todas las Academias de la Lengua, hubieran sido ganas de tirar piedras al propio tejado.

Ahora bien: los cinco dizque prólogos más los cuatro dizque epílogos suman 195 páginas, las de los primeros en números romanos, las de los segundos continuando la numeración arábiga de las páginas de la novela, lo que ya me parece una monstruosa ruptura de estilo en una edición de estas características. Sólo que semejante pormenor morfológico es lo de menos.

Lo de más es que el dizque prólogo de Vargas Llosa se reduce a ser un resumen quirúrgico de la primera parte del séptimo capítulo de Historia de un deicidio, cuyas 138 páginas están dedicadas a Cien años de soledad. Encuentro magnífico que Vargas Llosa haya autorizado la reimpresión de esas escasas 34 páginas, pero mi opinión personal es que la edición habría ganado mucho si incluyera íntegro el exquisito bocado de cardenal que es ese capítulo séptimo. Aún sobrarían entonces 57 páginas para que los ocho restantes prologuistas y epiloguistas escribieran cada uno unas siete páginas, con lo que todos saldríamos ganando, hasta ellos mismos. De manera que en tal aspecto pienso que esta edición ha sido una ocasión como la de aquellas carambolas que le ponían a Fernando VII, sólo que bastante miopemente desaprovechada.
[Lo anterior no cuenta para Álvaro Mutis, quien tuvo la elegancia de limitarse a dos páginas, de nuevo dos páginas, tantas como las de su poema en prosa El viaje, que es, como tantas veces lo he dicho, ese cubito de caldo concentrado que diluido en el agua bendita de una irrepetible prosa dio lugar al banquete de Cien años de soledad].

Summa summarum por lo que se refiere a la edición: la relación calidad/precio del libro como producto, como manufactura, está conseguida. Con lo que quiero decir que el precio es barato, y la calidad, también. La verdad es que siento tentaciones de prestarle mi ejemplar a alguien, con la absoluta seguridad de que después de mi trasiego de sus páginas, al pobre amigo a quien se lo prestara se le desencuadernaría entre las manos y se vería obligado, si tuviese un mínimo de vergüenza, a comprarme un ejemplar nuevo. Pero mi mala leche no llega a tanto: la reservo íntegra para los editores de este mazacote de hojas pegoteado al lomo.

Last but not least 1.º: Después de la apoteosis del Nobel en 1982, y la de estos veinticinco años más tarde, ahora lo único que resta es esperar que tras la muerte del autor (a quien sinceramente le deseo que viva todavía muchos años y que disfrute jugando con sus nietos), las autoridades colombianas remitan al Vaticano el expediente preceptivo para la canonización de San Gabo.

Milagros no van a faltar en él. Bastaría con la ascensión de Remedios la bella, en cuerpo y alma, a los cielos, pues la Iglesia de Roma ya admitió, hasta como dogma, el precedente de la asunción de la Virgen María en las mismas condiciones. Y recordemos lo que sabiamente dice Fernanda del Carpio –muy católica ella– a propósito de su patraña de la presunta llegada del bebé Aureliano Babilonia flotando en una canastilla, como Moisés, y saliéndole así al paso a la compasiva objeción de la monja, la de que nadie se lo creerá: «Si se lo creyeron a las Sagradas Escrituras, no veo por qué no han de creérmelo a mí». [Este sí que es un catolicismo de veras, hasta el tan inteligente Benedicto XVI se vería en problemas para contraargumentarle.]

Sólo me quedaría por añadir la minucia de que, fatalmente, para poder hacer la reseña de esta edición, me sentí obligado, contra mi voluntad, a re­leer el texto de la novela que la provocaba. Pero ello merece un par de párrafos aparte, que en modo alguno deben entenderse como reseña de Cien años de soledad, sino nada más como impresiones de una relectura. Porque después de las miles de páginas que se han escrito sobre ella, después de los cientos de simposios que la tuvieron como protagonista, después de las docenas de tesis doctorales que se le han dedicado, a mí no me parece que sea una nueva reseña lo que le haga falta.

Soy persona de muchas relecturas, algunas circunstanciales y otras regulares y canónicas, como la obra completa de Ibsen desde Los pilares de la sociedad (no la anterior), cualquiera de mis dieciséis volúmenes de Bernard Shaw, El difunto Matías Pascal de Pirandello, Servidumbre humana de Somerset Maugham, Contrapunto de Aldous Huxley, Lady Jane & John Thomas de D. H. Lawrence, y Banderas sobre el polvo de William Faulkner, amén del Quijote y Borges con frecuencia y al buen tuntún. Hay en cambio tres libros que nunca volví a leer por miedo a que se me cayeran del pedestal –y de las manos–: La muerte de Virgilio de Hermann Broch, Rayuela de Julio Cortázar y estos Cien años de soledad que, obligado por el encargo de la reseña, he releído ahora, al cabo de cuarenta años de no hacerlo.

Conste, eso sí, que empecé a releer esta novela, y que a no mediar el susodicho encargo –que conllevaba el deber de una cuidadosa anotación– me hubiera jalado de una sentada y sin parar las 463 páginas que la componen.

Había releído –casi inmediatamente antes– otra de mis novelas predilectas, Orgullo y prejuicio de Jane Austen, cero de realismo mágico y diez de magia real. Pocas veces ha penetrado tan hondo y tan certero el bisturí de la palabra en el alma de unos seres humanos. Y aunque no tengo nada en contra de la levitación del padre Nicanor Reyna tras la ingestión de un chocolate espeso, ni tampoco del enjambre de mariposas amarillas señalando la presencia de Mauricio Babilonia, estoy más a favor del análisis de las conductas humanas, muy humanas. Todo eso que me falta, y es la gran falta, en Cien años de soledad.

Ojo, no estoy negando que sea una gran novela, ni que sea una obra de arte: es una gran novela y es una obra de arte. Tan solo me atrevo heréticamente a decir que me parece mero andamio de palabras, sin seres humanos de carne y hueso que lo sostengan ni lo habiten. Los Buendía y su familia son –perdón de antemano por la aparente paradoja– realmente fantásticos, y lo son en el sentido que usa este adjetivo Vargas Llosa en ese sustancioso capítulo séptimo de su Historia de un deicidio: «pura objetivación de la fantasía, estricta invención».

De siempre me he preguntado: ¿dónde están en las obras de García Márquez las personas de carne y hueso cuyos huesos y cuyas carnes sean algo más que palabras, palabras, palabras? Tomemos en esta novela a un solo personaje, Úrsula Iguarán, «aquella mujer de nervios inquebrantables» de la página 17, pero que ya en la 13 «perdió la paciencia» y en la 30 «se salía de sus casillas con las locuras de su marido». Passim. ¿En qué nivel de lo inquebrantable situar sus nervios?  Huelga decir que todas estas incongruencias remiten a otra afirmación del autor, acerca de su «defecto incorregible de no medir a tiempo mis adjetivos», una afirmación que se queda corta porque son varias otras cosas, muchas más, las que tampoco mide.

Primer ejemplo: el hecho de que la bisabuela de Úrsula Iguarán de la página 29 se convierta en su tatarabuela una página más adelante, y si dicha bisabuela vive y es madre de dos hijos cuando el ataque de sir Francis Drake a Riohacha, 1596, y la bisnieta –no tataranieta– es una mujer madura cuando aparece el daguerrotipo en Macondo, o los padres o los abuelos de tal bisnieta ­–o todos ellos– también tienen que haber sido bastante más que centenarios. Segundo ejemplo: que Francisco el Hombre sea una persona de casi doscientos años, pero también por la misma época del daguerrotipo (inventado en 1833) tocaba el mismo acordeón que le regalara en Guayana sir Walter Raleigh, fallecido en 1619. Y tercer ejemplo: no es posible que Aureliano Segundo, en una familia como la de los Buendía, no se dé cuenta en la página 249 de que los diecisiete hijos del coronel Aureliano no pueden ser sus primos, sino sus tíos: basta mirar el árbol genealógico: de quien son primos es de su padre Arcadio.

¿Ven ya por dónde voy?  Mi mirada ha perdido la inocencia de hace cuarenta años. Me cuesta admitir la conducta de Amaranta con Pietro Crespi y con el coronel Gerineldo Márquez. Me cuesta admitir la inexplicada muerte violenta de José Arcadio y la subsiguiente viudez hermética de Rebeca. Me cuesta admitir que una niña aún no tenga nombre con su mamá ya embarazada por segunda vez. Y lo que más me cuesta admitir son las explicaciones que se imagina Úrsula Iguarán, en un vano intento psicologizante [¡ojo: del autor, no de ella!] por atar varias moscas por el rabo.

Se me argüirá que es que todo el libro implica una suspensión de la congruencia, pero esa es una falacia fácilmente rebatible. Porque, excepto en las incongruencias atrabilarias, como todas aquellas de que dejo constancia (hay más), el resto del libro es de una congruencia ejemplar. Todo encaja perfectamente en un juego magistral como de encaje de bolillos. Y es por eso que el libro, pese a todo, se sostiene. Parafraseando a Galileo: Eppur si legge! [¡Y sin embargo, se lee!] ¡Y cómo!

Pienso que la atracción casi magnética que ejerce esta obra se debe a su carácter fundacional y pionero, al hecho de que desbrozó definitivamente un camino que ya habían transitado otros sin la misma fortuna (El éxodo de Yangana, del ecuatoriano Ángel Felicísimo Rojas, sería el más preclaro anticipo), y que entretanto es una vereda enfangada de tanto tráfago, incluido el de su muy repetitivo desbrozador. Pero también pienso que a García Márquez le falta lo que George Steiner llama, en el caso del Shakespeare tardío, «el modo abreviado» [o Buero Vallejo en el de Velázquez, «la segunda manera»]. Le falta el soplo de la grandeza, inmolado en el altar de lo bien dicho, y a veces, demasiadas veces, de lo redicho: «fundaron a Macondo», «asaltó a Riohacha», etcétera, y eso escrito por alguien que despotrica contra la Academia. Ay, diosito...

Me bastaría con recordar lo que el autor confesó en Vivir para contarla, a propósito de su preocupación estilística («Soy muy sensible a la debilidad de una frase en la que dos palabras cercanas rimen entre sí, aunque sea en rima vocálica, y prefiero no publicarla mientras no la tenga resuelta»), y ponerlo en relación con la todavía más célebre frase que inau­gura su novela: «Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo». ¿Debo añadir, retóricamente, que todas las cursivas de esta cita son mías?

He llegado a la conclusión de que lo real maravilloso, o lo real mágico, no es tanto lo que se cuenta sino el modo cómo se cuenta. Es la misma naturalidad con que Scheherazade, una de las mil y una noches, concretamente entre la 980 y la 989, relata cómo Alí Babá –escondido en un abrupto repecho– ve llegar delante de una peña a los cuarenta ladrones, y oye a su capitán gritar con una voz tonante: «¡Sésamo, ábrete», y cómo «al punto la peña se abrió cuan ancha era». Lo fantástico (y una vez más uso el término en la misma tesitura que Vargas Llosa en Historia de un deicidio) sucede sin necesidad de explicación. Como Tertuliano con la resurrección de Jesús, te lo crees porque es absurdo.

Last but not least 2.º: Apenas terminé de releer Cien años de soledad, me sentí jodido por un pensamiento insidioso. Enfrentado a su también célebre última frase («Todo lo  escrito en ellos [los pergaminos de Melquíades que contienen en clave la historia entera de la familia Buendía] era irrepetible desde siempre y para siempre, porque las estirpes condenadas a cien años de soledad no tenían una segunda oportunidad sobre la tierra»), casi me pareció ver en ella una advertencia indesoíble a no haber releído esta novela. Pero ya era demasiado tarde para mí". 



El escritor Gabriel García Márquez



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