viernes, 13 de julio de 2018

[HUMOR EN CÁPSULAS] Para hoy viernes, 13 de julio





El Diccionario de la lengua española define humorismo como el modo de presentar, enjuiciar o comentar la realidad resaltando el lado cómico, risueño o ridículo de las cosas. Pero también como la actividad profesional que busca la diversión del público mediante chistes, imitaciones, parodias u otros medios. Yo, que no soy humorista, me quedo con la primera acepción, así que en la medida de lo posible iré subiendo al blog las viñetas de mis dibujantes favoritos en Canarias7, El Mundo, El País y La Provincia-Diario de Las Palmas. Disfruten de ellas. 





Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




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La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)
Estoy cansado de que me habléis del bien y la justicia; por favor, enseñadme, de una vez para siempre, a realizarlos (G.W.F. Hegel)

jueves, 12 de julio de 2018

[UN CLÁSICO DE VEZ EN CUANDO] Hoy, con "Metamorfosis o El Asno de Oro", de Apuleyo




Talía, Musa de la Comedia, por Giovanni Baglione


En la mitología griega, Talía (Θάλεια) era una de las dos musas del teatro, la que inspiraba la comedia y la poesía bucólica o pastoril. Divinidad de carácter rural, se la representaba generalmente como una joven risueña, de aspecto vivaracho y mirada burlona, llevando en sus manos una máscara cómica como su principal atributo y, a veces, un cayado de pastor, una corona de hiedra en la cabeza como símbolo de la inmortalidad y calzada de borceguíes o sandalias. Era hija de Zeus y Mnemósine, y madre, con Apolo, de los Coribantes.

Les pido disculpas por mi insistencia en mencionar a los clásicos, de manera especial a los grecolatinos, y de traerlos a colación a menudo. Me gusta decir que casi todo lo importante que se ha escrito o dicho después de ellos es una mera paráfrasis de lo que ellos dijeron mucho mejor. Con toda seguridad es exagerado por mi parte, pero es así como lo siento. Deformación profesional como estudioso y amante apasionado de una época y unos hombres que pusieron los cimientos de eso que llamamos Occidente.

Continúo con esta entrada la nueva sección de Un clásico de vez en cuando dedicada a las obras de autores grecolatinos, subiendo al blog la comedia Metamorfosis o El Asno de oro, de Apuleyo, que pueden leer en el enlace de más abajo. Disfrútenla.

Apuleyo (123-180 d.C.), fue el escritor romano más importante del siglo II, admirado tanto en vida como por la posteridad. Era un bereber romanizado, que nació en la ciudad de Numidia, en la actual Argelia. Su padre era un magistrado provincial del que heredó una cuantiosa fortuna. Estudió primero en Cartago, donde conoció las retóricas griega y latina, y luego en Atenas, donde se familiarizó con la filosofía platónica. Se interesó además por la filosofía, la religión, la ciencia y la retórica. 

La Metamorfosis de Apuleyo, más conocida como El asno de oro, es la única novela latina que ha llegado completa hasta nosotros. Escrita en el siglo II d. C., era adaptación de un original griego cuyo autor fuera posiblemente Lucio de Pratae. El texto griego se perdió, pero existe una historia similar de autor desconocido que probablemente sea un epítome del texto de Lucio de Pratae, antiguamente atribuido a Luciano de Samosata, contemporáneo de Apuleyo.

El texto prefigura la novela picaresca por episodios, cultivada por Quevedo, Rabelais, Bocaccio, Voltaire, Defoe y muchos otros. Es una obra imaginativa, irreverente y entretenida que consigna las ridículas aventuras de Lucio, joven viril obsesionado con la magia. Su entusiasmo desmedido lo lleva a verse transformado accidentalmente en asno. Bajo esta forma, Lucio, miembro de la aristocracia romana, se ve forzado a ser testigo y víctima de las miserias de los esclavos y desposeídos, reducidos —al igual que él— a poco más que bestias de carga debido a su explotación a manos de ricos terratenientes.

El asno de oro es la única obra de literatura greco-romana antigua en examinar de primera mano la terrible condición de las clases bajas. Sin embargo, a pesar de la seriedad del tema que aborda, la novela no deja de ser imaginativa, ingeniosa, y a menudo sexualmente explícita. El estilo de Apuleyo es tan ameno como sus historias, pues a pesar de no ser romano de nacimiento, fue un maestro de la prosa latina capaz de jugar con el ritmo y la rima del idioma como si fuera el propio. En el último capítulo el estilo cambia abruptamente. En su desesperación, Lucio solicita ayuda divina y es escuchado por la diosa Isis. Con su ayuda logra volver a su forma humana, para luego transformarse en un iniciado y dedicar su vida a los misterios y el culto de Isis y Osiris. El humor de los capítulos anteriores da paso a un estilo igualmente poderoso y casi poético que retrata las experiencias religiosas de Lucio. El significado de este capítulo aún da lugar a debates sobre sus posibles significados en relación con la totalidad de la novela. El libro puede considerarse como un testamento al estilo de Isaías. Los primeros diez capítulos están llenos de complicaciones y placeres de esclavos; pero sólo en el último, al descubrir la religión, el protagonista logra recuperar el placer divino y desechar los placeres de la carne. En ese sentido, la novela puede ser vista como una autobiografía, cuya culminación sería la el descrubrimiento de la experiencia religiosa del autor, pero también como una sátira cuyo capítulo final sería la despiadada crítica de la religión. 




Mosaico romano representando la obra de Apuleyo



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miércoles, 11 de julio de 2018

[A VUELAPLUMA] Nación, sentimiento, Estado





Aún no hemos superado la fiebre esencialista y sentimental que impregna el discurso político, pero tenemos que entender la nacionalidad como la pertenencia a una comunidad política, que hace titular a quien la posee de una serie de derechos y obligaciones, comentaba hace unas semanas en El País David Mejía, profesor investigador en la Universidad de Columbia, de Nueva York.

La vieja inquietud por el Ser de España, comenzaba diciendo el profesor Mejía, ha resurgido como consecuencia de la crisis territorial en Cataluña. Estos días se escuchan de nuevo declaraciones como “España sufre una crisis de identidad” o “debemos repensar qué es ser español”. Historiadores, juristas, políticos, son muchas las voces que coinciden en que España tiene la tarea pendiente de encontrar su esencia, insinuando que “ser español” trasciende la prosaica y neutra realidad de tener nacionalidad española.

Este debate intelectual en torno al Ser de España surgió a finales del XIX, principalmente de manos de un grupo de intelectuales que la historiografía literaria inmortalizaría como Generación del 98. Los Unamuno, Maeztu, Ganivet y compañía inauguraron un régimen emocional que muchos se niegan a abandonar, y que consiste en emplear moldes metafísicos para enmarcar debates políticos. Es un vicio que no terminó con el fin de siglo. Ni siquiera Ortega y Gasset, que encaró el “problema de España” desde un regeneracionismo más institucionista, logró superar el marco esencialista impuesto por la generación precedente.

Si este debate fuera una mera distracción académica, no valdría la pena ocuparse de él, pero la cuestión arrastra consecuencias políticas. La zozobra nacional resurge ante una grave crisis, y lleva a muchos a presumir que España no puede justificarse plenamente como Estado hasta que sea aclarado su verdadero Ser, es decir, hasta que se manifieste el espíritu nacional que define a su pueblo. Estas aproximaciones esencialistas olvidan que España, con sus defectos, es una democracia consolidada, y no necesita urdir narrativas nacionales ni descubrir humores colectivos para legitimar su soberanía. Que en el siglo XIX nunca se consolidara como nación cultural —como tampoco otros países europeos— no implica que hoy no pueda ser un Estado sólido. Sin embargo, hay quien considera que la ausencia de un espíritu nacional definido debe abrir la puerta a una discusión sobre la existencia misma del Estado.

La tradición del nacionalismo español expresado como quejido no la inventó el 98. Las primeras menciones a la decadencia española aparecen ya a mediados del siglo XVII. Como señala el historiador Álvarez Junco, España era retratada por sus cronistas como la Mater Dolorosa del imaginario católico, portando el aire quejumbroso y autoconmiserativo de la virgen doliente. Este imaginario encaja con el “me duele España” noventayochista, y llega hasta nuestros días. Por eso, ahora que se cumplen 120 años del desastre, es importante aunar esfuerzos para desdramatizarlo como acontecimiento y superarlo como marco discursivo.

¿Hubo tal cataclismo? Los historiadores coinciden en negarlo: la derrota no tuvo un impacto acusado en la economía, ni logró agitar el frágil régimen de la Restauración. Tampoco se explica el trauma anímico, supuestamente, provocado por la pérdida del imperio, pues la mayor parte de los territorios de ultramar se habían perdido ya en 1821. Los críticos coinciden en que aquel pesimismo generacional no fue consecuencia de un acontecimiento histórico concreto, sino de la corriente finisecular de decadentismo extendida por Europa; el célebre Fin de siècle. Según esta lectura, la crisis de la identidad nacional española sería una variante de la crisis intelectual europea, que entroncó bien con la mencionada pesadumbre del Antiguo Régimen. Aquella intelectualidad digirió el mal de siglo en clave nacional y, desgraciadamente, aún no hemos superado la fiebre esencialista y sentimental que impregna el discurso político.

A este lamento en la esfera pública por el Ser de España le acompaña el desconcierto por el “ser español”. Cuando recibió el Premio Príncipe de Asturias de las Artes, el director Fernando Trueba declaró no haberse sentido español “ni cinco minutos”. Declaración que muchos encontraron divertida, otros, hiriente, y algunos encontramos ininteligible. El error conceptual reside en envolver la nacionalidad —una realidad administrativa objetiva— en el ámbito de la subjetividad sentimental. La afirmación no es ofensiva, es simplemente un sinsentido. No es un caso aislado; la sentimentalización engendra una concepción de nacionalidad (“ser español”) desatinada: se emplea para designar la pertenencia a una identidad sentimental colectiva por definir, en lugar de a una comunidad política nítidamente definida.

Hasta que no se generalice una concepción cívica, es decir, administrativa, de la nacionalidad, estamos condenados a repetir los mismos errores conceptuales y los mismos tópicos esencialistas. La nacionalidad se rige por un sistema binario, y por tanto no puede vincularse a una esencia o tradición cultural, que admite grados, y nos aboca irremediablemente a discursos de pureza de sangre: A es más español (o catalán o francés) que B. Superar el 98 significa precisamente erradicar la metafísica del discurso nacional para entender la nacionalidad como la pertenencia a una comunidad política, que hace titular a quien la posee de una serie de derechos y obligaciones; nada más, y nada menos.

Este retorno al 98 está relacionado con el giro emocional que aqueja la esfera pública de la última década. A esto se refiere el profesor Manuel Arias Maldonado en La democracia sentimental cuando explica cómo el populismo emplea un lazo social de índole emocional. La emergencia del populismo y el descrédito de la democracia representativa, sumados al éxtasis nacionalista, han contribuido a que las comunidades políticas sean percibidas como comunidades sentimentales, lo que permite señalar como disidente a quien no participa adecuadamente del Volksgeist. Y las mismas voces atribuyen a estas entidades emocionales (que llaman naciones) una agencia que las personifica, es decir, que las dota de una voluntad e intención unívocas, y de un espíritu imperecedero; sirva como ejemplo el eslogan “España contra Cataluña”.

La crisis del 98 no fue una reacción política, sino ideológica. Hizo visible una transformación social en curso, marcada por el descrédito del positivismo, la ciencia y el progreso. En el renacer actual del “me duele España” resuena la misma angustia, y el mismo desengaño, respecto a la posibilidad de definir, cívica y racionalmente, el lazo que nos envuelve como comunidad. Y urge insistir en que, ni ahora ni entonces, la crisis es consecuencia de los “males de la patria”, ni es una crisis exclusivamente española. España no es ni fue excepcional. Lo único que hace a España diferente es su mística y turbada autopercepción de excepcionalidad.



Dibujo de Eduardo Estrada para El País


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martes, 10 de julio de 2018

[HUMOR EN CÁPSULAS] Para hoy martes, 10 de julio





El Diccionario de la lengua española define humorismo como el modo de presentar, enjuiciar o comentar la realidad resaltando el lado cómico, risueño o ridículo de las cosas. Pero también como la actividad profesional que busca la diversión del público mediante chistes, imitaciones, parodias u otros medios. Yo, que no soy humorista, me quedo con la primera acepción, así que en la medida de lo posible iré subiendo al blog las viñetas de mis dibujantes favoritos en Canarias7, El Mundo, El País y La Provincia-Diario de Las Palmas. Disfruten de ellas. 




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lunes, 9 de julio de 2018

[CUENTOS PARA LA EDAD ADULTA] Hoy, con "El moco nacional", de Juan Marsé







El cuento, como género literario, se define por ser una narración breve, oral o escrita, en la que se narra una historia de ficción con un reducido número de personajes, una intriga poco desarrollada y un clímax y desenlace final rápidos. Desde hace unos meses vengo trayendo al blog algunos de los relatos cortos más famosos de la historia de la literatura universal. Obras de autores como Philip K. Dick, Franz Kafka, Herman Melville, Guy de Maupassant, Julio Cortázar, Alberto Moravia, Juan Rulfo, Jorge Luis Borges, Edgar Allan Poe, Oscar Wilde, Lovecraft, Jack London, Anton Chejov, y otros.

Continúo hoy la serie de Cuentos para la edad adulta con el titulado El moco nacional, de Juan Marsé (Barcelona, 1933), novelista español de la llamada Generación de los 50, concretamente de la denominada Escuela de Barcelona, corriente que involucra a sus amigos Jaime Gil de Biedma, Carlos Barral, Juan García Hortelano, Manuel Vázquez Montalbán, Juan Goytisolo, Terenci Moix y Eduardo Mendoza. Recibió el Premio Cervantes en 2008.

Las obras de Marsé están ambientadas en El Guinardó, el barrio de Barcelona donde pasó su infancia, o en otros barrios barceloneses próximos, y en la época de postguerra o durante el franquismo. En ellas, Marsé analiza la degradación moral y social de la posguerra, las diferencias de clase, la memoria de los vencidos, los enfrentamientos entre trabajadores y burgueses universitarios y la infancia perdida, casi siempre apelando a las técnicas del realismo social, pero experimentando a veces con otros mecanismos narrativos más vanguardistas, pero siempre con ironía. 

El moco nacional apareció publicado en la Revista Babelia el pasado 7 de julio. Les dejo con él: 


EL MOCO NACIONAL
por 
Juan Marsé


Le hemos salvado la vida, no sé de qué se queja, comentó el inspector Ros con voz cansina. Le estaban dando una buena manta de hostias. Si no lo sacamos de allí, lo despellejan.

Dejó el informe que acababa de redactar sobre la mesa del comisario y añadió: El vaina se sonó las narices con las banderas de los manifestantes, y claro, le zurraron a base de bien. Hay testigos de uno y otro bando, y todos coinciden en que el desmadre lo provocó él.

El detenido estaba de pie ante el comisario con las manos en la espalda.

Yo no he hecho nada malo, señor comisario. Yo…

Siéntese.

Con su permiso.

Se sentó cautelosamente, tanteándose la enrojecida nariz con el dedo. Su rostro caballuno y tristón mostraba algunos hematomas. Era un hombre bajito, canijo, con la espalda doblada y una expresión de permanente perplejidad.

Vamos a ver, explíquese.

Verá usted, señor comisario, yo no iba en la manifestación. Se me echó encima en Vía Laietana. Todo ha sido por culpa del viento, creo yo, y de este puñetero catarro que no se me va…

El comisario consultaba el informe. Sin levantar la vista le cortó, enfurruñado:

¿Le parece bonito sonarse las narices con la enseña nacional, dejando los mocos colgando en la tela para que todo el mundo lo viera? Y encima exhibía usted una gran pancarta que decía Torra está torrat, otra que decía Torracollons y otra Movistar me la chupa. ¿Qué coño significa esto último? ¿Qué especie de provocación buscaba usted?

A mí que me registren…

¿Lo niega?

El detenido enarcó las cejas, apenado y confuso.

Yo soy barrendero municipal, señor comisario, yo estaba allí por un casual y no llevaba ninguna pancarta. A mí no se me ha perdido nada en estas manifestaciones. Yo lo que hice fue recoger del suelo algunas pancartas que estaban rotas y pisoteadas, porque, ya le digo, yo soy barrendero, yo limpio la mierda de las calles, mayormente papeles y plásticos, latas vacías de refrescos y cacas de perro.

Pues le vieron sonarse en la enseña nacional.

Mentira, señor comisario.

Negarlo no le servirá de nada. A ver, cabeceó el comisario pacientemente. Lo que usted hizo fue pasarse la bandera por el forro de los cojones, porque le dio por ahí, y con ello provocó graves altercados. ¿Sabe usted que podría caerle un buen paquete por desórdenes en la vía pública y resistencia a la autoridad?

El detenido estornudó dos veces. El comisario le acercó una caja de clínex que tenía sobre la mesa, y, de pronto, él se levantó encogiéndose aún más y con mirada implorante.

Perdone, señor comisario, pero tengo que ir…

Usted no irá a ninguna parte. Siéntese.

Es que tengo que ir…

¡Le digo que se siente!

… de vientre. No puedo aguantar más.

El comisario lo miró muy serio durante unos segundos. ¿Estará pitorreándose de mí este sujeto? Después, con expresión enfurruñada y un leve movimiento de la cabeza, indicó al inspector Ros que acompañara al detenido al lavabo.

Mientras esperaba examinó el informe presentado por el inspector. Se saltó los preámbulos y pasó a los hechos: “El detenido niega que participara y mucho menos encabezara ninguna manifestación callejera por el derecho a decidir o por la libertad de presos políticos o por la Constitución o lo que sea; declara que desde las ocho horas de la mañana de hoy se encontraba barriendo la acera en el cruce de la calle Manresa con Vía Laietana, como suele hacer cada día, y que de pronto se vio rodeado por una riada de gente que subía por dicha Vía Laietana con cánticos y gritos; que exhibían banderas esteladas y grandes lazos amarillos y pancartas que decían Llibertat presos polítics, Espanya ens roba, Fem República, Volem votar, Catalunya no té Rei, y cosas así; y que de pronto, de manera también imprevista y sorpresiva, cuando él se encontraba encerrado en la cabecera de la manifestación, otro grupo les salió al paso en el cruce con la calle Manresa portando banderas españolas en la espalda a modo de capa y otras cosidas a la senyera catalana, de manera que con las dos banderas hacían una; y que gritaban Som catalans/somos españoles, Visca la Constituciò del 78, Puigdemont, pentina’t y cosas así, y que ambos bandos empezaron a discutir y a insultarse y entonces se produjo una tangana de mucho cuidado, arrojándose unos a otros las papeleras de las farolas y su contenido; y que la enseña nacional objeto del mocoso agravio, o sea, presuntamente portadora de sus mocos, y por lo que se le acusa injustamente, el detenido insiste en que ni siquiera la vio ni la tocó. Al parecer, la susodicha bandera nacional se perdió en medio del tumulto y no pudo ser recuperada, y la otra bandera tampoco, leyó el comisario, porque hay testigos que afirman que el detenido se sonó las narices dos veces, una con la nacional y otra con la estelada separatista, ya que detectaron claramente mucosidades verdosas colgando en ambas susodichas enseñas…".

El comisario interrumpió la lectura al ver al detenido nuevamente de pie ante él, encorvado, compungido y con las manos a la espalda. Le ordenó sentarse y con un gesto de la cabeza sugirió al inspector Ros que les dejara solos. Salió del despacho el inspector y el comisario encendió un escuálido purito mientras rumiaba si la aparente urgencia de ir de vientre por parte del detenido podía haber sido fingida, una treta para suscitar lástima y propiciar un dictamen exculpatorio, así que decidió rebajarle los humos repitiendo el interrogatorio desde el principio en un tono autoritario y poco amistoso:

Al parecer, la susodicha bandera nacional se perdió en medio del tumulto y no pudo ser recuperada, y la otra bandera tampoco, leyó el comisario

Veamos. Nombre y apellidos, venga.

Justino Bofill y Bonfill, para servirle.

¿Ah sí? Muy gracioso. ¿Pretende tomarme el pelo?

¡De ningún modo, señor comisario! Mis padres eran catalanes, pero yo nací en Huércal-Overa, provincia de Almería. Soy hijo adoptivo. Esbozó una tímida sonrisa de complicidad. Verá, soy catalán, pero un poco charnego, ¿sabe usted?, para qué voy a negarlo…

Ya, muy bien. Pero no se confunda usted conmigo. Porque nosotros aquí no somos los Mossos d’Esquadra, somos la Policía Nacional, así que no espere ningún trato de favor. ¿Entendido?

Claro, claro.

¿Había sido arrestado anteriormente por alguna causa?

No, no señor.

¿Perteneció usted a alguna agrupación o entidad de carácter político durante la dictadura?

No, yo he sido barrendero toda mi vida.

El comisario, que tenía una mirada algo estrábica, guardó silencio durante un rato. Finalmente dijo:

Bien, vamos a lo que importa. ¿En qué bandera tuvo usted la puñetera idea de sonarse las narices? ¿En la nacional o en la estelada? ¿O en las dos, como afirman algunos testigos?

El detenido volvió a estornudar ruidosamente.

No lo sé, de verdad, señor comisario, estaba rodeado de pancartas y de gritos y consignas y me caían palos de todas partes. Estaba en medio de una batalla campal. No veía nada.

Volvió a estornudar, se llevó la mano a la espalda y tanteó el bolsillo trasero del pantalón. Sonrió y dijo:

¿Lo ve? Todavía creo que el pañuelo sigue ahí, tonto de mí. Porque yo pensaba que me estaba sonando con mi pañuelo…

¿Qué pañuelo? Se le ha registrado y usted no lleva ningún pañuelo, ni limpio ni mocoso.

Es que se me debió caer de las manos, porque ya me estaban zurrando. Y lo perdí. Con su permiso, dijo arrancando un clínex de la caja. Se sonó aparatosamente y se quedó un rato pensativo mirando el clínex entre sus manos. El comisario le escrutaba receloso. Creo que ya sé lo que ha pasado, añadió el detenido. Cabeceó tristemente. ¿Permite usted que se lo cuente?

El comisario amagó una sonrisa irónica.

Adelante, masculló con aire aburrido.

El comisario fumaba su purito con parsimonia, sin quitarle ojo al detenido. Éste se hizo con otro clínex y se sonó.

Pues verá usted, ahora recuerdo que, en medio de aquel merdé de banderas, cuando me encontraba allí sin poder salir, todo el rato anduvo bailoteando a mi alrededor un chaval que gritaba consignas con una bandera colgada a la espalda, y pienso ahora que cuando yo empecé a estornudar y llevé la mano a la trasera del pantalón para coger el pañuelo, donde suelo llevarlo con la punta fuera para sacarlo enseguida, el maldito pañuelo ya no estaba allí, de modo que, tal vez con la ayudita de un golpe de viento, quién sabe, lo que se me vino a la mano sería la bandera del chico y me soné la nariz con ella, con los ojos cerrados y sin darme cuenta. Ahora que lo pienso, me parece recordar que era una tela muy fina… Total, saqué una cantidad de mocos que para qué le digo… Pero no me pregunte usted si la bandera que pillé a mi espalda sin querer era la estelada o la enseña nacional, que eso a mí, aunque las respeto todas, que conste, pues qué quiere usted que le diga, la verdad, me la trae bastante floja, y perdone la expresión… Me doy cuenta de que está mal lo que he hecho, pero le juro por mi madre que sólo me soné una vez. Lo que seguramente pasó fue que esa bandera, fuera la que fuese, debió chocar o rozar otra bandera que andaba cerca y le pegó parte de la mucosidad, vaya, que se engancharon y se repartieron los mocos, digamos. Y por eso de pronto me cayeron insultos y palos de todos lados, unos y otros me culparon por creer que me estaba pitorreando de su bandera… Digo yo que debió pasar eso, señor comisario. Debe usted creerme. Es la verdad verdadera…

El comisario fumaba su purito con parsimonia, sin quitarle ojo al detenido. Éste se hizo con otro clínex y se sonó. Dejó otra vez la caja sobre la mesa, el comisario la cogió y durante unos segundos la miró en sus manos como si descifrara un enigma. El fulano no es un jeta ni parece un alborotador, pensó vagamente, es un cateto, un pobre diablo. Levantó la cabeza y dijo:

Aclaremos algo que usted parece no haber entendido bien. A usted le han traído aquí, no por ultrajar la bandera nacional, o la que sea, usted está aquí por provocar desórdenes públicos al no controlar, digámoslo así, sus mucosidades. Esa es la cuestión… Su comportamiento irresponsable propició un choque violento entre dos manifestaciones de signo distinto, pero ambas legales, resultando varias personas contusionadas… En fin, añadió en un tono más resignado que disgustado, de todos modos parece que hoy en día, eso de ultrajar banderas, quemarlas o mearse en ellas, ya no constituye delito. Si de mí dependiera… Pero acabemos.

Dio un fuerte golpe sobre la mesa con la mano.

Venga, coja sus cosas y váyase a casa. Y espero no volver a verle por aquí. ¡Andando! ¡Lárguese!

El detenido se levantó presto y el comisario añadió:

Y llévese los clínex, hombre. Por si acaso.

Justino Bofill y Bonfill dio las gracias, cogió la caja de clínex y salió del despacho. En la puerta de la Jefatura le entregaron sus utensilios de trabajo, la escoba, el capacho y el carrito de la basura con el lema Barcelona posa’t neta pintado en los costados. Iba despacio Vía Laietana abajo cuando, al llegar al cruce con la calle Manresa, donde habían ocurrido los hechos, vio sobre la acera dos cacas de perro resecas y separadas por un par de metros, una en forma de pequeña salchicha de color rojizo y la otra amarillenta y en forma de pirulí. Dedujo por experiencia profesional que allí se habían cagado dos perros, cada uno a su gusto y manera. Recogió la mierda con la escoba y el capacho, la depositó en el carrito de la basura y siguió su camino.



Dibujo de Myriam Persand para Babelia



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