Aún no hemos superado la fiebre esencialista y sentimental que impregna el discurso político, pero tenemos que entender la nacionalidad como la pertenencia a una comunidad política, que hace titular a quien la posee de una serie de derechos y obligaciones, comentaba hace unas semanas en El País David Mejía, profesor investigador en la Universidad de Columbia, de Nueva York.
La vieja inquietud por el Ser de España, comenzaba diciendo el profesor Mejía, ha resurgido como consecuencia de la crisis territorial en Cataluña. Estos días se escuchan de nuevo declaraciones como “España sufre una crisis de identidad” o “debemos repensar qué es ser español”. Historiadores, juristas, políticos, son muchas las voces que coinciden en que España tiene la tarea pendiente de encontrar su esencia, insinuando que “ser español” trasciende la prosaica y neutra realidad de tener nacionalidad española.
Este debate intelectual en torno al Ser de España surgió a finales del XIX, principalmente de manos de un grupo de intelectuales que la historiografía literaria inmortalizaría como Generación del 98. Los Unamuno, Maeztu, Ganivet y compañía inauguraron un régimen emocional que muchos se niegan a abandonar, y que consiste en emplear moldes metafísicos para enmarcar debates políticos. Es un vicio que no terminó con el fin de siglo. Ni siquiera Ortega y Gasset, que encaró el “problema de España” desde un regeneracionismo más institucionista, logró superar el marco esencialista impuesto por la generación precedente.
Si este debate fuera una mera distracción académica, no valdría la pena ocuparse de él, pero la cuestión arrastra consecuencias políticas. La zozobra nacional resurge ante una grave crisis, y lleva a muchos a presumir que España no puede justificarse plenamente como Estado hasta que sea aclarado su verdadero Ser, es decir, hasta que se manifieste el espíritu nacional que define a su pueblo. Estas aproximaciones esencialistas olvidan que España, con sus defectos, es una democracia consolidada, y no necesita urdir narrativas nacionales ni descubrir humores colectivos para legitimar su soberanía. Que en el siglo XIX nunca se consolidara como nación cultural —como tampoco otros países europeos— no implica que hoy no pueda ser un Estado sólido. Sin embargo, hay quien considera que la ausencia de un espíritu nacional definido debe abrir la puerta a una discusión sobre la existencia misma del Estado.
La tradición del nacionalismo español expresado como quejido no la inventó el 98. Las primeras menciones a la decadencia española aparecen ya a mediados del siglo XVII. Como señala el historiador Álvarez Junco, España era retratada por sus cronistas como la Mater Dolorosa del imaginario católico, portando el aire quejumbroso y autoconmiserativo de la virgen doliente. Este imaginario encaja con el “me duele España” noventayochista, y llega hasta nuestros días. Por eso, ahora que se cumplen 120 años del desastre, es importante aunar esfuerzos para desdramatizarlo como acontecimiento y superarlo como marco discursivo.
¿Hubo tal cataclismo? Los historiadores coinciden en negarlo: la derrota no tuvo un impacto acusado en la economía, ni logró agitar el frágil régimen de la Restauración. Tampoco se explica el trauma anímico, supuestamente, provocado por la pérdida del imperio, pues la mayor parte de los territorios de ultramar se habían perdido ya en 1821. Los críticos coinciden en que aquel pesimismo generacional no fue consecuencia de un acontecimiento histórico concreto, sino de la corriente finisecular de decadentismo extendida por Europa; el célebre Fin de siècle. Según esta lectura, la crisis de la identidad nacional española sería una variante de la crisis intelectual europea, que entroncó bien con la mencionada pesadumbre del Antiguo Régimen. Aquella intelectualidad digirió el mal de siglo en clave nacional y, desgraciadamente, aún no hemos superado la fiebre esencialista y sentimental que impregna el discurso político.
A este lamento en la esfera pública por el Ser de España le acompaña el desconcierto por el “ser español”. Cuando recibió el Premio Príncipe de Asturias de las Artes, el director Fernando Trueba declaró no haberse sentido español “ni cinco minutos”. Declaración que muchos encontraron divertida, otros, hiriente, y algunos encontramos ininteligible. El error conceptual reside en envolver la nacionalidad —una realidad administrativa objetiva— en el ámbito de la subjetividad sentimental. La afirmación no es ofensiva, es simplemente un sinsentido. No es un caso aislado; la sentimentalización engendra una concepción de nacionalidad (“ser español”) desatinada: se emplea para designar la pertenencia a una identidad sentimental colectiva por definir, en lugar de a una comunidad política nítidamente definida.
Hasta que no se generalice una concepción cívica, es decir, administrativa, de la nacionalidad, estamos condenados a repetir los mismos errores conceptuales y los mismos tópicos esencialistas. La nacionalidad se rige por un sistema binario, y por tanto no puede vincularse a una esencia o tradición cultural, que admite grados, y nos aboca irremediablemente a discursos de pureza de sangre: A es más español (o catalán o francés) que B. Superar el 98 significa precisamente erradicar la metafísica del discurso nacional para entender la nacionalidad como la pertenencia a una comunidad política, que hace titular a quien la posee de una serie de derechos y obligaciones; nada más, y nada menos.
Este retorno al 98 está relacionado con el giro emocional que aqueja la esfera pública de la última década. A esto se refiere el profesor Manuel Arias Maldonado en La democracia sentimental cuando explica cómo el populismo emplea un lazo social de índole emocional. La emergencia del populismo y el descrédito de la democracia representativa, sumados al éxtasis nacionalista, han contribuido a que las comunidades políticas sean percibidas como comunidades sentimentales, lo que permite señalar como disidente a quien no participa adecuadamente del Volksgeist. Y las mismas voces atribuyen a estas entidades emocionales (que llaman naciones) una agencia que las personifica, es decir, que las dota de una voluntad e intención unívocas, y de un espíritu imperecedero; sirva como ejemplo el eslogan “España contra Cataluña”.
La crisis del 98 no fue una reacción política, sino ideológica. Hizo visible una transformación social en curso, marcada por el descrédito del positivismo, la ciencia y el progreso. En el renacer actual del “me duele España” resuena la misma angustia, y el mismo desengaño, respecto a la posibilidad de definir, cívica y racionalmente, el lazo que nos envuelve como comunidad. Y urge insistir en que, ni ahora ni entonces, la crisis es consecuencia de los “males de la patria”, ni es una crisis exclusivamente española. España no es ni fue excepcional. Lo único que hace a España diferente es su mística y turbada autopercepción de excepcionalidad.
Dibujo de Eduardo Estrada para El País
Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt
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