Los museos clásicos, como el Louvre o el Prado, son demasiado grandes. Resulta quimérico pretender abarcarlos enteros en una sola visita, comenta el escritor Ignacio Martínez de Pisón [El rey Fernando y su museo. La Vanguardia, 05/09/2024]. Yo, continúa diciendo, cada vez que entro en el Prado, lo hago para pasear por una sección determinada, dejando las demás para otro día. Lo hice la semana pasada y no salí de las salas dedicadas al siglo XIX. Aunque el término y el concepto existían ya en la antigüedad, la noción actual de museo como colección pública es fruto de la Ilustración y, por tanto, no muy anterior a esa época: el Louvre se fundó a finales del XVIII; el Prado, a principios del XIX.
La principal impulsora del museo madrileño fue María Isabel de Braganza. Un retrato de Bernardo López Piquer pintado en 1829 la muestra supervisando la colocación de diferentes cuadros en el entonces llamado Museo Real de Pintura y Escultura. La escena es poco verosímil porque la reina había muerto en 1818, un año antes de la inauguración del propio museo. María Isabel de Braganza fue la segunda de las cuatro mujeres de Fernando VII. Seguramente, el Prado es la única gran aportación de un monarca que, muy justamente, ha pasado a la historia como el Rey Felón.
Benito Pérez Galdós, el autor que mejor contó el siglo XIX español, recreó en el último de los Episodios Nacionales de la segunda serie la larga agonía y la muerte de Fernando VII, que su cuarta y última mujer, María Cristina, no quiso hacer pública hasta que el cadáver inició el proceso de descomposición. En esa descomposición quiso Galdós ver una metáfora de su propio reinado. Y añadió, contundente: “No ha habido rey más amado en su juventud ni menos llorado en su muerte”.
Entre las obras expuestas en el Prado, entre las que abundan los retratos de monarcas, la presencia de ese rey que tan amado había sido por los españoles es bastante limitada: un retrato a caballo, un busto en mármol y el famoso retrato con manto real pintado por Goya en 1814. Por supuesto, aparece también como Príncipe de Asturias entre los miembros de la familia real retratados por Goya en 1800. Entre esos dos cuadros de Goya median catorce años. Si en el cuadro más antiguo Fernando es un adolescente de expresión melancólica al que su hermano Carlos María Isidro abraza cariñosamente por la cintura, en el más reciente, repuesto en el trono como rey absoluto tras la derrota de las tropas napoleónicas, se nos presenta revestido con todos los símbolos de la majestad y el poder.
En las descripciones que Galdós hace de él se recrea en su proverbial fealdad: las mejillas de un color entre verdoso y amoratado “como una sombra lúgubre”, la nariz “desenfrenadamente grande, corva y caída”, impaciente por juntarse con un labio belfo que de tanto estirarse parece su propia caricatura… Tampoco en su semblanza moral sale bien parado: sátiro, malvado, cobarde, cruel… Digamos que Fernando VII estaba lejos de toda noción de armonía física o espiritual. Y, sin embargo, en el retrato de Goya de 1814 lo vemos como alguien no desagradable a la vista, casi agraciado, con una media sonrisa que busca ganarse nuestra simpatía o nuestra confianza.
Tenía el pintor aragonés la mejor de las razones para sacar favorecido al monarca: el miedo. Hablo del miedo a ser objeto de las represalias que estaban ya sufriendo algunos de sus amigos ilustrados. Diez años después, fue también el miedo lo que lo llevó a exiliarse en Burdeos, donde residiría hasta su muerte en 1828.A esas alturas, España era un país hecho trizas, y al absolutismo le había salido un enemigo interior, los apostólicos, que, sorprendentemente, consideraban a Fernando VII demasiado liberal y aspiraban a sustituirlo por su hermano Carlos María Isidro, el niño que tan cariñosamente le abrazaba en el cuadro de Goya. La guerra de los Agraviados, más conocida como dels Malcontents porque se desarrolló principalmente en territorio catalán, no fue sino un anticipo de las guerras carlistas, que infestaron el siglo XIX de sangre y crucifijos hasta llegar a la tragedia de 1936, a la única de nuestras guerras civiles en la que el carlismo derrotó al liberalismo. En esos dos Goya de 1800 y 1814 está resumida buena parte de la historia contemporánea de España, que llega, como quien dice, hasta ayer mismo. Ignacio Martínez de Pisón es escritor.
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