¿Cuál es el invento más importante de la historia?, se pregunta el científico genetista Javier Sampedro [El invento más importante de la historia. El País, 07/09/2024]. El fuego se lleva la fama, pero tiene dos problemas. El primero es que no es exactamente un invento, porque bastan un bosque seco y un par de rayos para provocarlo sin ninguna intervención humana. Y el segundo es que no lo domesticamos nosotros, sino nuestros ancestros homínidos, lo que resulta humillante para nuestro chauvinismo de especie. La rueda no está mal, aunque seguramente se ideó para hacer la guerra con temibles carros de caballos. Y el lenguaje es cualquier cosa menos una invención humana, pues está profundamente incrustado en la naturaleza humana desde al menos el origen de la especie. ¿Entonces?
Es la agricultura, amigo. Uno de los cambios más transformadores de la historia, o de la prehistoria si prefieres, es la transición de las sociedades de cazadores/recolectores a las basadas en la agricultura, que ocurrió primero en Oriente Próximo hace 12.000 años y más tarde en Asia oriental y América. La agricultura sí cumple todos los requisitos para constituir una invención de pleno derecho: no está en la naturaleza humana como el lenguaje, puesto que nuestra especie, el Homo sapiens, ya llevaba plenamente formada al menos 100.000 años para entonces.
No hubo una mutación que hiciera más listos a los humanos y les permitiera así empezar a cultivar sus alimentos en lugar de buscarlos por el campo. Los primeros agricultores, simplemente, aprovecharon las condiciones generadas por el fin de la última glaciación para crear las plantas de cultivo. La trascendencia de este invento es imposible de ignorar: a más alimentos, mayores poblaciones, nueva necesidad de asentamientos estables, división del trabajo, primeras ciudades y, unos pocos milenios después, el descubrimiento de la escritura, otro de los grandes inventos de la humanidad. Lo solemos llamar revolución neolítica.
Si miramos la cuestión desde otro ángulo, sin embargo, sí que encontramos una relación íntima entre la invención de la agricultura y un cambio en la naturaleza humana. De hecho, la acabamos de comprobar por encima de toda duda razonable. El genetista Erik Garrison, de la Universidad de Tennessee en Memphis; el científico de la computación Peter Sudmant, de la Universidad de California en Berkeley, y varios colegas del Human Technopole de Milán han demostrado que la agricultura cambió el genoma humano de una forma bien significativa: los genes responsables de metabolizar las féculas experimentaron una serie de duplicaciones que hacen al organismo mucho más eficaz para utilizar esos productos como fuente de energía, en lugar de desecharlos intestino abajo. La comparación de 533 genomas de humanos antiguos con miles de genomas modernos no deja el menor resquicio a la ambigüedad, en una exhibición de músculo científico muy propia de nuestra época.
Las duplicaciones de los genes de la amilasa (la enzima que digiere la fécula) ocurrieron poco después de la invención de la agricultura, pero su frecuencia en la población ha crecido con rapidez durante los últimos 12.000 años, lo que suele interpretarse como un signo de “selección positiva”. Eso significa que las personas con más genes de la amilasa llevan 12.000 años reproduciéndose más que las demás, seguramente porque tienen mejor salud en el contexto de una sociedad agrícola, donde abundan los alimentos ricos en almidón y fécula, como los cereales. Esto es pura evolución darwiniana. El origen de las duplicaciones no lo es tanto, puesto que el darwinismo convencional siempre ha mostrado una inquebrantable preferencia por las mutaciones puntuales (cambios de una sola letra en el ADN), y estas no han tenido mucha relevancia en el proceso.El cambio climático también es una invención humana, al menos en parte. A medida que el planeta se calienta, es posible que haya genomas mejor adaptados a la chicharrera que se vayan imponiendo en la población humana. Pero lo mejor sería no saberlo nunca. Javier Sampedro es genetista.
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