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lunes, 24 de junio de 2019

[CUENTOS PARA ADULTOS] Hoy, con "Luces antiguas", de Algernon Blackwood






El cuento, como género literario, se define por ser una narración breve, oral o escrita, en la que se narra una historia de ficción con un reducido número de personajes, una intriga poco desarrollada y un clímax y desenlace final rápidos. Desde hace unos meses vengo trayendo al blog algunos de los relatos cortos más famosos de la historia de la literatura universal. Obras de autores como Philip K. Dick, Franz Kafka, Herman Melville, Guy de Maupassant, Julio Cortázar, Alberto Moravia, Juan Rulfo, Jorge Luis Borges, Edgar Allan Poe, Oscar Wilde, Lovecraft, Jack London, Anton Chejov, y otros. 

Continúo hoy la serie Cuentos para adultos con el titulado Luces antiguas, de Algernon H. Blackwood (1869-1951), escritor inglés de relatos fantásticos, periodista y locutor radiofónico. Sus obras están consideradas entre las mejores de la literatura del horror y de lo extraño. Amaba apasionadamente la naturaleza, y muchas de sus historias dan fe de ello. Uno de sus relatos, Los sauces (1908), se considera una de las mejores historias sobrenaturales jamás escritas. Su obra busca provocar asombro, más que horror y son un prodigio de construcción, ambiente y sugerencia. Les dejo con


Luces antiguas
por
Algernon Blackwood


Desde Southwater, donde se apeó del tren, el camino iba derecho hacia poniente. Eso lo sabía; por lo demás, confiaba en la suerte, ya que era uno de esos andariegos impenitentes a los que no les gusta preguntar. Tenía ese instinto, y generalmente le funcionaba bastante bien. «Una milla o así en dirección oeste por el camino arenoso, hasta llegar a un paso de cerca a la derecha; desde ahí cruza a campo traviesa. Verá el edificio rojo justo delante de usted.» Echó una mirada, otra vez, a las instrucciones de la postal, y otra vez trató de descifrar la frase borrada…, en vano. Había sido tachada con tanto cuidado que no quedaba una sola palabra legible. Las frases tachadas en una carta son siempre fascinantes. Se preguntó qué sería lo que había tenido que borrar con tanto cuidado.

La tarde era tormentosa, con un ventarrón que venía aullando del mar y barría los bosques de Sussex. Unas nubes pesadas, de bordes redondos y apelmazados, entrechocaban en los espacios abiertos del cielo azul. A lo lejos, la línea de lomas recorría el horizonte como una ola inminente. Chanctonbury Ring parecía surcar su cresta como un barco veloz con el casco inclinado por el viento de popa. Se quitó el sombrero y avivó el paso, aspirando con placer y satisfacción grandes bocanadas de aire. El camino estaba desierto: no se veían bicicletas, automóviles, o caballos; ni siquiera un carro de mercancías o un simple viandante. De todos modos, no habría preguntado el camino. Con la mirada atenta a la aparición del paso de cerca, caminaba pesadamente, mientras el viento le sacudía la capa contra la cara y rizaba los charcos azules del camino amarillento. Los árboles mostraban el blanco envés de sus hojas. Los helechos, la yerba nueva y alta, se inclinaban en una única dirección. El día estaba lleno de vida, y había animación y movimiento en todas partes. Y para un agrimensor de Croydon recién llegado de su oficina, esto era como unas vacaciones en el mar.

Era un día de aventuras, y su corazón se elevaba para unirse al talante de la Naturaleza. Su paraguas con aro de plata debía haber sido una espada; y sus zapatos marrones, botas altas con espuelas en los talones. ¿Dónde se ocultaba el Castillo encantado y la Princesa de cabellos dorados como el sol? Su caballo…

De repente apareció a la vista el paso de cerca, y se frustró la aventura en embrión. Otra vez volvió a aprisionarle su ropa de diario. Era agrimensor, de edad madura, con un sueldo de tres libras a la semana, y venía de Croydon a estudiar los cambios que un cliente pensaba hacer en un bosque…, algo que proporcionase una mejor vista desde la ventana de su comedor. Al otro lado del campo, a una milla de distancia quizá, vio centellear al sol el rojo edificio, y mientras descansaba un instante en el paso de cerca para recobrar aliento, se puso a observar un bosquecillo de robles y abedules que quedaba a su derecha. «¡Ajá! -se dijo-; así que ésta debe de ser la arboleda que quiere talar para mejorar la perspectiva, ¿eh? Vamos a echarle una ojeada.» Había una valla, desde luego; pero tenía también un sendero tentador. «No soy un intruso -se dijo-: esto forma parte de mi trabajo.» Saltó dificultosamente por encima de la portilla y se internó entre los árboles. Una pequeña vuelta le llevaría al campo otra vez.

Pero en el instante en que cruzó los primeros árboles dejó de aullar el viento y una quietud se apoderó del mundo. Tan espesa era la vegetación que el sol penetraba sólo en forma de manchas aisladas. El aire era pesado. Se enjugó la frente y se puso su sombrero de fieltro verde; pero una rama baja se lo volvió a quitar en seguida de un golpe; y al inclinarse, se enderezó una cimbreante ramita que había doblado y le dio en la cara. Había flores a ambos bordes del pequeño sendero; de vez en cuando se abría un claro a uno u otro lado; los helechos se curvaban en los rincones húmedos, y era dulce y rico el olor a tierra y a follaje. Hacía más fresco aquí. «Qué bosquecillo más encantador», pensó, bajando hacia un pequeño calvero donde el sol aleteaba como una multitud de mariposas plateadas. ¡Cómo danzaba y palpitaba y revoloteaba! Se puso una flor azul oscuro en el ojal. Nuevamente, al incorporarse, le quitó el sombrero de un golpe una rama de roble, derribándoselo por delante de los ojos. Esta vez no se lo volvió a poner. Balanceando el paraguas, prosiguió su camino con la cabeza descubierta, silbando sonoramente. Pero el espesor de los árboles animaba poco a silbar; y parecieron enfriarse algo su alegría y su ánimo. De repente, se dio cuenta de que caminaba con cautela. La quietud del bosque era de lo más singular.

Hubo un susurro entre los helechos y las hojas; algo saltó de repente al sendero, a unas diez yardas de él, se detuvo un instante, irguiendo la cabeza ladeada para mirar, y luego se zambulló otra vez en la maleza a la velocidad de una sombra. Se sobresaltó como un niño miedoso, y un segundo después se rió de que un mero faisán lo hubiese asustado. Oyó un traqueteo de ruedas a lo lejos, en el camino; y, sin saber por qué, le resultó grato ese ruido. «El carro del viejo carnicero», se dijo… Entonces se dio cuenta de que iba en dirección equivocada y que, no sabía cómo, había dado media vuelta. Porque el camino debía quedar detrás de él, no delante.

Conque se metió apresuradamente por otro estrecho claro que se perdía en el verdor que tenía a su derecha. «Esta es la dirección, por supuesto -se dijo-; me han debido de despistar los árboles…» y de repente descubrió que estaba junto a la portilla que había saltado para entrar. Había estado andando en círculo. La sorpresa, aquí, se convirtió casi en desconcierto: vio a un hombre vestido de verde pardo como los guardabosques, apoyado en la valla, dándose pequeños azotes en la pierna con una fusta. «Voy a casa del señor Lumley -explicó el caminante-. Este es su bosque, creo…», calló de repente; porque allí no había hombre alguno, sino que era un mero efecto de luz y sombra en el follaje. Retrocedió para reconstruir la singular ilusión, pero el viento agitaba demasiado las ramas aquí, en la linde del bosque, y el follaje se negó a repetir la imagen. Las hojas susurraron de un modo extraño. En ese preciso momento se ocultó el sol tras una nube, haciendo que el bosque adquiriese un aspecto diferente. Y entonces se puso de manifiesto con cuánta facilidad puede sufrir engaño la mente humana; porque casi le pareció que el hombre le contestaba, le hablaba -¿o fue el rumor de las ramas al restregar unas con otras?-; y que señalaba con la fusta un letrero clavado en el árbol más cercano. Aún le sonaban en el cerebro sus palabras; aunque, por supuesto, todo eran figuraciones suyas: «No, este bosque no es suyo. Es nuestro». Y además, algún gracioso del pueblo había cambiado el texto de la deteriorada tabla; porque ahora ponía con toda claridad: «Prohibido el paso».

Y mientras el asombrado agrimensor leía el letrero, y dejaba escapar una risita, se dijo, pensando en la historia que iba a contar más tarde a su mujer y sus hijos: «Este condenado bosquecillo ha intentado echarme. Pero voy a entrar otra vez. En realidad, ocupa un acre como máximo. No tengo más remedio que salir a campo abierto por el lado opuesto si sigo en línea recta». Recordó su posición en la oficina. Tenía cierta dignidad que conservar.

La nube se apartó de delante del sol, y la luz salpicó de repente toda clase de lugares insospechados. Él, entretanto, seguía caminando en línea recta. Sentía una especie de rara turbación: esta forma en que los árboles cambiaban las luces en sombras le confundía evidentemente la vista. Para su alivio, surgió al fin un nuevo claro entre los árboles, revelándole el campo, y divisó el edificio rojo a lo lejos, al otro extremo. Pero tenía que saltar primero una pequeña portilla que había en el camino; y al trepar trabajosamente a ella -dado que no quiso abrirse-, tuvo la asombrosa sensación de que, debido a su peso, se desplazaba lateralmente en dirección al bosque. Al igual que las escaleras mecánicas de Harrod’s y Earl’s Court, empezó a deslizarse con él. Era horrible. Hizo un esfuerzo ímprobo para saltar, antes de que le internase en los árboles; pero se le enredó el pie entre los barrotes y el paraguas, con tal fortuna que cayó al otro lado con los brazos abiertos, en medio de la maleza y las ortigas, y los zapatos trabados entre los dos primeros palos. Se quedó un momento en la postura de un crucificado boca abajo, y mientras forcejeaba para desembarazarse -los pies, los barrotes y el paraguas formaban una verdadera maraña-, vio pasar por el bosque, a toda prisa, al hombrecillo de verde pardo. Iba riendo. Cruzó el claro, a unas cincuenta yardas de él; esta vez no estaba solo. A su lado iba un compañero igual que él. El agrimensor, nuevamente de pie, los vio desaparecer en la penumbra verdosa. «Son vagabundos, no guardabosques», se dijo, medio mortificado, medio furioso. Pero el corazón le latía terriblemente, y no se atrevió a expresar todo lo que pensaba.

Examinó la portilla, convencido de que tenía algún truco; a continuación volvió a encaramarse a ella a toda prisa, sumamente desasosegado al ver que el claro ya no se abría hacia el campo, sino que torcía a la derecha. ¿Qué demonios le ocurría? No andaba tan mal de la vista. De nuevo asomó el sol de repente con todo su esplendor, y sembró el suelo del bosque de charcos plateados; y en ese mismo instante cruzó aullando una furiosa ráfaga de viento. Empezaron a caer gotas en todas partes, sobre las hojas, produciendo un golpeteo como de multitud de pisadas. El bosquecillo entero se estremeció y comenzó a agitarse.

«¡Válgame Dios, ahora se pone a llover!», pensó el agrimensor; y al ir a echar mano del paraguas, descubrió que lo había perdido. Volvió a la portilla y vio que se le había caído al otro lado. Para su asombro, descubrió el campo al otro extremo del claro, y también la casa roja, iluminada por el sol del atardecer. Se echó a reír, entonces; porque, naturalmente, en su forcejeo con los barrotes se había dado la vuelta, había caído hacia atrás y no hacia adelante. Saltó la portilla, con toda facilidad esta vez, y desanduvo sus pasos. Descubrió que el paraguas había perdido su aro de plata. Seguramente se le había enganchado en un pie, un clavo o lo que fuera, y lo había arrancado. El agrimensor echó a correr: estaba tremendamente nervioso.

Pero mientras corría, el bosque entero corría con él, en torno a él, de un lado para otro, desplazándose los árboles como si fuesen semovientes, plegando y desplegando las hojas, agitando sus troncos adelante y atrás, descubriendo espacios vacíos sus ramas enormes, y volviéndolos a ocultar antes de que él pudiese verlos con claridad. Había ruido de pisadas por todas panes, y risas, y voces que gritaban, y una multitud de figuras congregadas a su espalda, al extremo de que el claro hervía de movimiento y de vida. Naturalmente, era el viento, que producía en sus oídos el efecto de voces y risas, en tanto el sol y las nubes, al sumir el bosque alternativamente en sombras y en cegadora luz, generaban figuras. Pero no le gustaba todo esto, y echó a correr todo lo deprisa que sus vigorosas piernas lo podían llevar. Ahora estaba asustado. Ya no le parecía un percance apropiado para contarlo a su mujer y sus hijos. Corría como el viento. Sin embargo, sus pies no hacían ruido en la yerba blanda y musgosa.

Entonces, para su horror, vio que el claro se iba estrechando, que lo invadían la maleza y las ortigas, reduciéndolo a un sendero minúsculo, y que terminaba unas veinte yardas más allá, y desaparecía entre los árboles. Lo que no había logrado la portilla, lo había conseguido con facilidad este complicado claro: meterlo materialmente en la espesa muchedumbre de árboles.

Sólo cabía hacer una cosa: dar media vuelta y regresar de nuevo, correr con todas sus fuerzas hacia la vida que venía a su espalda, que lo seguía tan de cerca que casi lo tocaba y lo empujaba. Y eso fue lo que hizo con atropellada valentía. Parecía una temeridad. Se volvió con una especie de salto violento, la cabeza baja, los hombros sacados y las manos extendidas delante de la cara. Se lanzó: embistió como un ser acosado en dirección opuesta, por lo que ahora el viento le dio de cara.

¡Dios mío! El claro que había dejado atrás se había cerrado también: no había sendero ninguno. Se dio la vuelta otra vez como un animal acorralado, buscó con los ojos una salida, un modo de escapar; buscó frenético, jadeante, aterrado hasta el tuétano. Pero el follaje lo envolvía, las ramas le obstruían el paso; los árboles estaban ahora inmóviles y juntos: no los agitaba el más leve soplo de aire; y el sol, en ese instante, se ocultó tras una gran nube negra. El bosque entero se volvió oscuro y silencioso. Lo observó.

Quizá fue este efecto final de súbita negrura lo que lo impulsó a actuar de manera insensata, como si hubiese perdido el juicio. El caso es que, sin pararse a pensar, se lanzó otra vez hacia los árboles. Tuvo la impresión de que lo rodeaban y lo sujetaban de manera asfixiante, y pensó que debía escapar a toda costa… escapar, huir a la libertad del campo y el aire libre. Fue una reacción instintiva; y al parecer, embistió contra un roble que se había situado deliberadamente en el centro del sendero para detenerlo. Lo había visto desplazarse lo menos una yarda; siendo como era un profesional de la medición, acostumbrado al uso del teodolito y la cadena, tenía experiencia para saberlo. Cayó, vio las estrellas, y sintió que mil dedos minúsculos tiraban de sus manos y sus tobillos y su cuello. Sin duda se debía al picor de las ortigas. Es lo que pensó más tarde. En ese momento le pareció diabólicamente intencionado.

Pero hubo otra ilusión extraordinaria para la que no encontró tan fácil explicación. Porque un instante después, al parecer, el bosque entero desfilaba ante él con un profundo susurro de hojas y risas, de miles de pies y de pequeñas, inquietas figuras; dos hombres vestidos de verde pardo lo sacudieron enérgicamente…, y abrió los ojos para descubrir que yacía en el prado junto al paso de cerca donde había comenzado su increíble aventura. El bosque estaba en su sitio de siempre, y lo contemplaba al sol. Encima de él sonreía burlón el deteriorado letrero: «Prohibido el paso».

Con la mente y el cuerpo trastornados, y bastante alterada su alma de empleado, el agrimensor echó a andar despacio a campo traviesa. Mientras caminaba, volvió a consultar las instrucciones de la tarjeta postal, y descubrió con estupor que podía leer la frase borrada pese a las tachaduras trazadas sobre ella: «Hay un atajo que cruza el bosquecillo (el que quiero talar), si lo prefiere». Aunque las tachaduras sobre «si lo prefiere» hacían que pareciese otra cosa: parecía decir, extrañamente, «si se atreve».

-Ese es el bosquecillo que impide la vista de las lomas -explicó después su cliente, señalándolo desde el otro extremo del campo, y consultando el plano que tenía junto a él-. Quiero talarlo, y que se haga un camino así y así -indicó la dirección en el plano, con el dedo-. El Bosque Encantado lo llaman aún; es muchísimo más antiguo que esta casa. Vamos, señor Thomas; si está usted dispuesto, podemos ir a echarle una mirada…

FIN





Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt 



HArendt






Entrada núm. 5009
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La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)

lunes, 27 de mayo de 2019

[CUENTOS PARA ADULTOS] La francesa





El cuento, como género literario, se define por ser una narración breve, oral o escrita, en la que se narra una historia de ficción con un reducido número de personajes, una intriga poco desarrollada y un clímax y desenlace final rápidos. Desde hace unos meses vengo trayendo al blog algunos de los relatos cortos más famosos de la historia de la literatura universal. Obras de autores como Philip K. Dick, Franz Kafka, Herman Melville, Guy de Maupassant, Julio Cortázar, Alberto Moravia, Juan Rulfo, Jorge Luis Borges, Edgar Allan Poe, Oscar Wilde, Lovecraft, Jack London, Anton Chejov, y otros. 

Continúo hoy la serie Cuentos para adultos con el titulado La francesa, del escritor argentino Adolfo Bioy Casares (1914-1999). Bioy Casares frecuentó las literaturas fantástica, policial y de ciencia ficción. Es considerado uno de los escritores más importantes de su país y de la literatura en español, habiendo recibido la mención de Caballero de la Legión de Honor en 1981, el Premio Internacional Alfonso Reyes, el Premio Miguel de Cervantes (ambos en 1990) y el Konex de Brillante en 1994. Colaboró literariamente en varias ocasiones con Jorge Luis Borges bajo distintos pseudónimos. Fue esposo de la escritora Silvina Ocampo. Les dejo con su relato La francesa



LA FRANCESA
por
Adolfo Bioy Casares


Me dice que está aburrida de la gente. Las conversaciones se repiten. Siempre los hombres empiezan interrogándola en español: «¿Usted es francesa?» y continúan con la afirmación en francés: « J’aime la France». Cuando, a la inevitable pregunta sobre el lugar de su nacimiento ella contesta «Paris», todos exclaman: «Parisienne!», con sonriente admiración, no exenta de grivoiserie como si dijeran «comme vous devez éter cochonne!». Mientras la oigo recuerdo mi primera conversación con ella: fue minuciosamente idéntica a la que me refiere. Sin embargo, no está burlándose de mí. Me cuenta la verdad. Todos los interlocutores le dicen lo mismo. La prueba de esto es que yo también se lo dije. Y yo también en algún momento le comuniqué mi sospecha de que a mí me gusta Francia más que a ella. Parece que todos, tarde o temprano, le comunican ese hallazgo. No comprendo -no comprendemos- que Francia para ella es el recuerdo de su madre, de su casa, de todo lo que ha querido y que tal vez no volverá a ver.

FIN



Foto original de Henri Cartier-Bresson



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt 



HArendt






Entrada núm. 4926
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"La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura" (Voltaire)

lunes, 22 de abril de 2019

[CUENTOS ADULTOS] Al otro lado de la pared





El cuento, como género literario, se define por ser una narración breve, oral o escrita, en la que se narra una historia de ficción con un reducido número de personajes, una intriga poco desarrollada y un clímax y desenlace final rápidos. Desde hace unos meses vengo trayendo al blog algunos de los relatos cortos más famosos de la historia de la literatura universal. Obras de autores como Philip K. Dick, Franz Kafka, Herman Melville, Guy de Maupassant, Julio Cortázar, Alberto Moravia, Juan Rulfo, Jorge Luis Borges, Edgar Allan Poe, Oscar Wilde, Lovecraft, Jack London, Anton Chejov, y otros.

Continúo hoy la serie de Cuentos para la edad adulta con el titulado Al otro lado de la pared, de
 Ambrose Bierce (1842-1914), editor, periodista, escritor y satírico estadounidense. Escribió el cuento An Occurrence at Owl Creek Bridge («Una ocurrencia en Owl Creek Bridge») y compiló el léxico satírico, el Diccionario del Diablo. Su vehemencia como crítico y su visión sardónica de la naturaleza humana que mostró su trabajo le ganó el apodo de «Bitter Bierce» («El amargo Bierce»).​ Bierce empleó un estilo distintivo de escritura, especialmente en sus historias, que abarca un comienzo abrupto, imágenes oscuras, vagas referencias al tiempo, descripciones limitadas, eventos imposibles y el tema de la guerra. En 1913 viajó a México para adquirir experiencia de primera mano de la Revolución mexicana; se rumoreaba que viajaba con tropas rebeldes: desapareció y no se le volvió a ver. Les dejo con su relato.


Al otro lado de la pared
por
Ambrose Bierce


Hace muchos años, cuando iba de Hong Kong a Nueva York pasé una semana en San Francisco. Hacía mucho tiempo que no había estado en esa ciudad y durante todo aquel periodo mis negocios en Oriente habían prosperado más de lo que esperaba. Como era rico, podía permitirme volver a mi país para restablecer la amistad con los compañeros de juventud que aún vivían y me recordaban con afecto. El más importante para mí era Mohum Dampier, un antiguo amigo del colegio con quien había mantenido correspondencia irregular hasta que dejamos de escribirnos, cosa muy normal entre hombres. Es fácil darse cuenta de que la escasa disposición a redactar una sencilla carta de tono social está en razón del cuadrado de la distancia entre el destinatario y el remitente. Se trata, simple y llanamente, de una ley.

Recordaba a Dampier como un compañero, fuerte y bien parecido, con gustos semejantes a los míos, que odiaba trabajar y mostraba una señalada indiferencia hacia muchas de las cuestiones que suelen preocupar a la gente; entre ellas la riqueza, de la que, sin embargo, disponía por herencia en cantidad suficiente como para no echar nada en falta. En su familia, una de las más aristocráticas y conocidas del país, se consideraba un orgullo que ninguno de sus miembros se hubiera dedicado al comercio o a la política, o hubiera recibido distinción alguna. Mohum era un poco sentimental y su carácter supersticioso lo hacía inclinarse al estudio de temas relacionados con el ocultismo. Afortunadamente gozaba de una buena salud mental que lo protegía contra creencias extravagantes y peligrosas. Sus incursiones en el campo de lo sobrenatural se mantenían dentro de la región conocida y considerada como certeza.

La noche que lo visité había tormenta. El invierno californiano estaba en su apogeo: una lluvia incesante regaba las calles desiertas y, al ser empujada por irregulares ráfagas de viento, se precipitaba contra las casas con una fuerza increíble. El cochero encontró el lugar, una zona residencial escasamente poblada cerca de la playa, con dificultad. La casa, bastante fea, se elevaba en el centro de un terreno en el que, según pude distinguir en la oscuridad, no había ni flores ni hierba. Tres o cuatro árboles, que se combaban y crujían a causa del temporal, parecían intentar huir de su tétrico entorno en busca de mejor fortuna, lejos, en el mar. La vivienda era una estructura de dos pisos, hecha de ladrillo, que tenía una torre en una esquina, un piso más arriba. Era la única zona iluminada. La apariencia del lugar me produjo cierto estremecimiento, sensación que se vio aumentada por el chorro de agua que sentía caer por la espalda mientras corría a buscar refugio en el portal.

Dampier, en respuesta a mi misiva informándole de mi deseo de visitarlo, había contestado: «No llames, abre la puerta y sube.» Así lo hice. La escalera estaba pobremente iluminada por una luz de gas que había al final del segundo tramo. Conseguí llegar al descansillo sin destrozar nada y atravesé una puerta que daba a la iluminada estancia cuadrada de la torre. Dampier, en bata y zapatillas, se acercó, tal y como yo esperaba, a saludarme, y aunque en un principio pensé que me podría haber recibido más adecuadamente en el vestíbulo, después de verlo, la idea de su posible inhospitalidad desapareció.

No parecía el mismo. A pesar de ser de mediana edad, tenía canas y andaba bastante encorvado. Lo encontré muy delgado; sus facciones eran angulosas, y su piel, arrugada y pálida como la muerte, no tenía un solo toque de color. Sus ojos, excepcionalmente grandes, centelleaban de un modo misterioso.

Me invitó a sentarme y, tras ofrecerme un cigarro, manifestó con sinceridad obvia y solemne que estaba encantado de verme. Después tuvimos una conversación trivial durante la cual me sentí dominado por una profunda tristeza al ver el gran cambio que había sufrido. Debió captar mis sentimientos porque inmediatamente dijo, con una gran sonrisa:

-Te he desilusionado: non sum qualis eram.

Aunque no sabía qué decir, al final señalé:

-No, que va, bueno, no sé: tu latín sigue igual que siempre.

Sonrió de nuevo.

-No -dijo-, al ser una lengua muerta, esta particularidad va aumentando. Pero, por favor, ten paciencia y espera: existe un lenguaje mejor en el lugar al que me dirijo. ¿Tendrías algún inconveniente en recibir un mensaje en dicha lengua?

Mientras hablaba su sonrisa iba desapareciendo, y cuando terminó, me miró a los ojos con una seriedad que me produjo angustia. Sin embargo no estaba dispuesto a dejarme llevar por su actitud ni a permitirle que descubriera lo profundamente afectado que me encontraba por su presagio de muerte.

-Supongo que pasará mucho tiempo antes de que el lenguaje humano deje de sernos útil -observé-, y para entonces su necesidad y utilidad habrán desaparecido.

Mi amigo no dijo nada y, como la conversación había tomado un giro desalentador y no sabía qué decir para darle un tono más agradable, también yo permanecí en silencio. De repente, en un momento en que la tormenta amainó y el silencio mortal contrastaba de un modo sobrecogedor con el estruendo anterior, oí un suave golpeteo que provenía del muro que tenía a mis espaldas. El sonido parecía haber sido producido por una mano, pero no como cuando se llama a una puerta para poder entrar, sino más bien como una señal acordada, como una prueba de la presencia de alguien en una habitación contigua; creo que la mayoría de nosotros ha tenido más experiencias de este tipo de comunicación de las que nos gustaría contar. Miré a Dampier. Si había algo divertido en mi mirada no debió captarlo. Parecía haberme olvidado y observaba la pared con una expresión que no soy capaz de definir, aunque la recuerdo como si la estuviera viendo. La situación era desconcertante. Me levanté con intención de marcharme; entonces reaccionó.

-Por favor, vuelve a sentarte -dijo-, no ocurre nada, no hay nadie ahí.

El golpeteo se repitió con la misma insistencia lenta y suave que la primera vez.

-Lo siento -dije-, es tarde. ¿Quieres que vuelva mañana?

Volvió a sonreír, esta vez un poco mecánicamente.

-Es muy gentil de tu parte, pero completamente innecesario. Te aseguro que ésta es la única habitación de la torre y no hay nadie ahí. Al menos…

Dejó la frase sin terminar, se levantó y abrió una ventana, única abertura que había en la pared de la que provenía el ruido.

-Mira.

Sin saber qué otra cosa podía hacer, lo seguí hasta la ventana y me asomé. La luz de una farola cercana permitía ver claramente, a través de la oscura cortina de agua que volvía a caer a raudales, que «no había nadie». Ciertamente, no había otra cosa que la pared totalmente desnuda de la torre.

Dampier cerró la ventana, señaló mi asiento y volvió a tomar posesión del suyo.

El incidente no resultaba en sí especialmente misterioso; había una docena de explicaciones posibles (ninguna de las cuales se me ha ocurrido todavía). Sin embargo me impresionó vivamente el hecho de que mi amigo se esforzara por tranquilizarme, pues ello daba al suceso una cierta importancia y significación. Había demostrado que no había nadie, pero precisamente eso era lo interesante. Y no lo había explicado todavía. Su silencio resultaba irritante y ofensivo.

-Querido amigo -dije, me temo que con cierta ironía-, no estoy dispuesto a poner en cuestión tu derecho a hospedar a todos los espectros que desees de acuerdo con tus ideas de compañerismo; no es de mi incumbencia. Pero como sólo soy un simple hombre de negocios, fundamentalmente terrenales, no tengo necesidad alguna de espectros para sentirme cómodo y tranquilo. Por ello, me marcho a mi hotel, donde los huéspedes aún son de carne y hueso.

No fue una alocución muy cortés, lo sé, pero mi amigo no manifestó ninguna reacción especial hacia ella.

-Te ruego que no te vayas -observó-. Agradezco mucho tu presencia. Admito haber escuchado un par de veces con anterioridad lo que tú acabas de oír esta noche. Ahora sé que no eran ilusiones mías y esto es verdaderamente importante para mí; más de lo que te imaginas. Enciende un buen cigarro y ármate de paciencia mientras te cuento toda la historia.

La lluvia volvía a arreciar, produciendo un rumor monótono, que era interrumpido de vez en cuando por el repentino azote de las ramas agitadas por el viento. Era bastante tarde, pero la compasión y la curiosidad me hicieron seguir con atención el monólogo de Dampier, a quien no interrumpí ni una sola vez desde que empezó a hablar.

-Hace diez años -comenzó-, estuve viviendo en un apartamento, en la planta baja de una de las casas adosadas que hay al otro lado de la ciudad, en Rincón Hill. Esa zona había sido una de las mejores de San Francisco, pero había caído en desgracia, en parte por el carácter primitivo de su arquitectura, no apropiada para el gusto de nuestros ricos ciudadanos, y en parte porque ciertas mejoras públicas la habían afeado. La hilera de casas, en una de las cuales yo habitaba, estaba un poco apartada de la calle; cada vivienda tenía un diminuto jardín, separado del de los vecinos por unas cercas de hierro y dividido con precisión matemática por un paseo de gravilla bordeado de bojes, que iba desde la verja a la puerta.

»Una mañana, cuando salía, vi a una chica joven entrar en el jardín de la casa izquierda. Era un caluroso día de junio y llevaba un ligero vestido blanco. Un ancho sombrero de paja decorado al estilo de la época, con flores y cintas, colgaba de sus hombros. Mi atención no estuvo mucho tiempo centrada en la exquisita sencillez de sus ropas, pues resultaba imposible mirarla a la cara sin advertir algo sobrenatural. Pero no, no temas; no voy a deslucir su imagen describiéndola. Era sumamente bella. Toda la hermosura que yo había visto o soñado con anterioridad encontraba su expresión en aquella inigualable imagen viviente, creada por la mano del Artista Divino. Me impresionó tan profundamente que, sin pensar en lo impropio del acto, descubrí mi cabeza, igual que haría un católico devoto o un protestante de buena familia ante la imagen de la Virgen. A la doncella no parecía disgustarle mi gesto; me dedicó una mirada con sus gloriosos ojos oscuros que me dejó sin aliento, y, sin más, entró en la casa. Permanecí inmóvil por un momento, con el sombrero en la mano, consciente de mi rudeza y tan dominado por la emoción que la visión de aquella belleza incomparable me inspiraba, que mi penitencia resultó menos dolorosa de lo que debería haber sido. Entonces reanudé mi camino, pero dejé el corazón en aquel lugar. Cualquier otro día habría permanecido fuera de casa hasta la caída de la noche, pero aquél, a eso de la media tarde, ya estaba de vuelta en el jardín, interesado por aquellas pocas flores sin importancia que nunca antes me había detenido a observar. Mi espera fue en vano; la chica no apareció.

»A aquella noche de inquietud le siguió un día de expectación y desilusión. Pero al día siguiente, mientras caminaba por el barrio sin rumbo, me la encontré. Desde luego no volví a hacer la tontería de descubrirme; ni siquiera me atreví a dedicarle una mirada demasiado larga para expresar mi interés. Sin embargo mi corazón latía aceleradamente. Tenía temblores y, cuando me dedicó con sus grandes ojos negros una mirada de evidente reconocimiento, totalmente desprovista de descaro o coquetería, me sonrojé.

»No te cansaré con más detalles; sólo añadiré que volví a encontrármela muchas veces, aunque nunca le dirigí la palabra ni intenté llamar su atención. Tampoco hice nada por conocerla. Tal vez mi autocontrol, que requería un sacrificio tan abnegado, no resulte claramente comprensible. Es cierto que estaba locamente enamorado, pero, ¿cómo puede uno cambiar su forma de pensar o transformar el propio carácter?

»Yo era lo que algunos estúpidos llaman, y otros más tontos aún gustan ser llamados, un aristócrata; y, a pesar de su belleza, de sus encantos y elegancia, aquella chica no pertenecía a mi clase. Me enteré de su nombre (no tiene sentido citarlo aquí) y supe algo acerca de su familia. Era huérfana y vivía en la casa de huéspedes de su tía, una gruesa señora de edad, inaguantable, de la que dependía. Mis ingresos eran escasos y no tenía talento suficiente como para casarme; debe de ser una cualidad que nunca he tenido. La unión con aquella familia habría significado llevar su forma de vida, alejarme de mis libros y estudios y, en el aspecto social, descender al nivel de la gente de la calle. Sé que este tipo de consideraciones son fácilmente censurables y no me encuentro preparado para defenderlas. Acepto que se me juzgue, pero, en estricta justicia, todos mis antepasados, a lo largo de generaciones, deberían ser mis codefensores y debería permitírseme invocar como atenuante el mandato imperioso de la sangre. Cada glóbulo de ella está en contra de un enlace de este tipo. En resumen, mis gustos, costumbres, instinto e incluso la sensatez que pueda quedarme después de haberme enamorado, se vuelven contra él. Además, como soy un romántico incorregible, encontraba un encanto exquisito en una relación impersonal y espiritual que el conocimiento podría convertir en vulgar, y el matrimonio con toda seguridad disiparía. Ninguna criatura, argüía yo, podría ser más encantadora que esta mujer. El amor es un sueño delicioso; entonces, ¿por qué razón iba yo a procurar mi propio despertar?

»El comportamiento que se deducía de toda esta apreciación y parecer era obvio. Mi honor, orgullo y prudencia, así como la conservación de mis ideales me ordenaban huir, pero me sentía demasiado débil para ello. Lo más que podía hacer -y con gran esfuerzo- era dejar de ver a la chica, y eso fue lo que hice. Evité incluso los encuentros fortuitos en el jardín. Abandonaba la casa sólo cuando sabía que ella ya se había marchado a sus clases de música, y volvía después de la caída de la noche. Sin embargo era como si estuviera en trance; daba rienda suelta a las imaginaciones más fascinantes y toda mi vida intelectual estaba relacionada con ellas. ¡Ah, querido amigo! Tus acciones tienen una relación tan clara con la razón que no puedes imaginarte el paraíso de locura en el que viví.

»Una tarde, el diablo me hizo ver que era un idiota redomado. A través de una conversación desordenada, y sin buscarlo, me enteré por la cotilla de mi casera que la habitación de la joven estaba al lado de la mía, separada por una pared medianera. Llevado por un impulso torpe y repentino, di unos golpecitos suaves en la pared. Evidentemente, no hubo respuesta, pero no tuve humor suficiente para aceptar un rechazo. Perdí la cordura y repetí esa tontería, esa infracción, que de nuevo resultó inútil, por lo que tuve el decoro de desistir.

»Una hora más tarde, mientras estaba concentrado en algunos de mis estudios sobre el infierno, oí, o al menos creí oír, que alguien contestaba mi llamada. Dejé caer los libros y de un salto me acerqué a la pared donde, con toda la firmeza que mi corazón me permitía, di tres golpes. La respuesta fue clara y contundente: uno, dos, tres, una exacta repetición de mis toques. Eso fue todo lo que pude conseguir, pero fue suficiente; demasiado, diría yo.

»Aquella locura continuó a la tarde siguiente, y en adelante durante muchas tardes, y siempre era yo quien tenía la última palabra. Durante todo aquel tiempo me sentí completamente feliz, pero, con la terquedad que me caracteriza, me mantuve en la decisión de no ver a la chica. Un día, tal y como era de esperar, sus contestaciones cesaron. «Está enfadada -me dije- porque cree que soy tímido y no me atrevo a llegar más lejos»; entonces decidí buscarla y conocerla y… Bueno, ni supe entonces ni sé ahora lo que podría haber resultado de todo aquello. Sólo sé que pasé días intentando encontrarme con ella, pero todo fue en vano. Resultaba imposible verla u oírla. Recorrí infructuosamente las calles en las que antes nos habíamos cruzado; vigilé el jardín de su casa desde mi ventana, pero no la vi entrar ni salir. Profundamente abatido, pensé que se había marchado; pero no intenté aclarar mi duda preguntándole a la casera, a la que tenía una tremenda ojeriza desde que me habló de la chica con menos respeto del que yo consideraba apropiado.

»Y llegó la noche fatídica. Rendido por la emoción, la indecisión y el desaliento, me acosté temprano y conseguí conciliar un poco el sueño. A media noche hubo algo, un poder maligno empeñado en acabar con mi paz para siempre, que me despertó y me hizo incorporarme para prestar atención a no sé muy bien qué. Me pareció oír unos ligeros golpes en la pared: el fantasma de una señal conocida. Un momento después se repitieron: uno, dos, tres, con la misma intensidad que la primera vez, pero ahora un sentido alerta y en tensión los recibía. Estaba a punto de contestar cuando el Enemigo de la Paz intervino de nuevo en mis asuntos con una pícara sugerencia de venganza. Como ella me había ignorado cruelmente durante mucho tiempo, yo le pagaría con la misma moneda. ¡Qué tontería! ¡Que Dios sepa perdonármela! Durante el resto de la noche permanecí despierto, escuchando y reforzando mi obstinación con cínicas justificaciones.

»A la mañana siguiente, tarde, al salir de casa me encontré con la casera, que entraba:

»-Buenos días, señor Dampier -dijo-; ¿se ha enterado usted de lo que ha pasado?

Le dije que no, de palabra, pero le di a entender con el gesto que me daba igual lo que fuera. No debió captarlo porque continuó:

-A la chica enferma de al lado. ¿Cómo? ¿No ha oído nada? Llevaba semanas enferma y ahora…

Casi salto sobre ella.

»-Y ahora… -grité-, y ahora ¿qué?

»-Está muerta.

»Pero aún hay algo más. A mitad de la noche, según supe más tarde, la chica se había despertado de un largo estupor, tras una semana de delirio, y había pedido -éste fue su último deseo- que llevaran su cama al extremo opuesto de la habitación. Los que la cuidaban consideraron la petición un desvarío más de su delirio, pero accedieron a ella. Y en ese lugar aquella pobre alma agonizante había realizado la débil aspiración de intentar restaurar una comunicación rota, un dorado hilo de sentimiento entre su inocencia y mi vil monstruosidad, que se empeñaba en profesar una lealtad brutal y ciega a la ley del Ego.

»¿Cómo podía reparar mi error? ¿Se pueden decir misas por el descanso de almas que, en noches como ésta, están lejos, «por espíritus que son llevados de acá para allá por vientos caprichosos», y que aparecen en la tormenta y la oscuridad con signos y presagios que sugieren recuerdos y augurios de condenación?

»Esta ha sido su tercera visita. La primera vez fui escéptico y verifiqué por métodos naturales el carácter del incidente; la segunda, respondí a los golpes, varias veces repetidos, pero sin resultado alguno. Esta noche se completa la «tríada fatal» de la que habla Parapelius Necromantius. Es todo lo que puedo decir.»

Cuando hubo terminado su relato no encontré nada importante que decir, y preguntar habría sido una impertinencia terrible. Me levanté y le di las buenas noches de tal forma que pudiera captar la compasión que sentía por él; en señal de agradecimiento me dio un silencioso apretón de manos. Aquella noche, en la soledad de su tristeza y remordimiento, entró en el reino de lo Desconocido.

FIN





Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt 



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lunes, 18 de marzo de 2019

[CUENTOS PARA LA EDAD ADULTA] Hoy, con "Cleopatra", de Mario Benedetti







El cuento, como género literario, se define por ser una narración breve, oral o escrita, en la que se narra una historia de ficción con un reducido número de personajes, una intriga poco desarrollada y un clímax y desenlace final rápidos. Desde hace unos meses vengo trayendo al blog algunos de los relatos cortos más famosos de la historia de la literatura universal. Obras de autores como Philip K. Dick, Franz Kafka, Herman Melville, Guy de Maupassant, Julio Cortázar, Alberto Moravia, Juan Rulfo, Jorge Luis Borges, Edgar Allan Poe, Oscar Wilde, Lovecraft, Jack London, Anton Chejov, y otros.

Continúo hoy la serie de Cuentos para la edad adulta con el titulado Cleopatra, de Mario Benedetti (1920-2009), escritor, poeta, dramaturgo y periodista uruguayo integrante de la generación del 45, como, entre otros, Idea Vilariño y Juan Carlos Onetti. Su prolífica producción literaria incluyó más de ochenta libros. Su extensa obra abarcó los géneros narrativos, dramáticos y poéticos, así como el ensayo. El cantautor español Joan Manuel Serrat musicalizó varios de sus poemas en el disco El sur también existe, y la cantante argentina Nacha Guevara cantó sus poemas en el disco Nacha Guevara canta a BenedettiLes dejo con su: 


CLEOPATRA
por 
Mario Benedetti


El hecho de ser la única mujer entre seis hermanos me había mantenido siempre en un casillero especial de la familia. Mis hermanos me tenían (todavía me tienen) afecto, pero se ponían bastante pesados cuando me hacían bromas sobre la insularidad de mi condición femenina. Entre ellos se intercambiaban chistes, de los que por lo común yo era destinataria, pero pronto se arrepentían, especialmente cuando yo me echaba a llorar, impotente, y me acariciaban o me besaban o me decían: Pero, Mercedes, ¿nunca aprenderás a no tomarnos en serio?

Mis hermanos tenían muchos amigos, entre ellos Dionisio y Juanjo, que eran simpáticos y me trataban con cariño, como si yo fuese una hermana menor. Pero también estaba Renato, que me molestaba todo lo que podía, pero sin llegar nunca al arrepentimiento final de mis hermanos. Yo lo odiaba, sin ningún descuento, y tenía conciencia de que mi odio era correspondido.

Cuando me convertí en una muchacha, mis padres me dejaban ir a fiestas y bailes, pero siempre y cuando me acompañaran mis hermanos. Ellos cumplían su misión cancerbera con liberalidad, ya que, una vez introducidos ellos y yo en el jolgorio, cada uno disfrutaba por su cuenta y solo nos volvíamos a ver cuando venían a buscarme para la vuelta a casa.

Sus amigos a veces venían con nosotros, y también las muchachas con las que estaban más o menos enredados. Yo también tenía mis amigos, pero en el fondo habría preferido que Dionisio, y sobre todo Juanjo, que me parecía guapísimo, me sacaran a bailar y hasta me hicieran alguna “proposición deshonesta”. Sin embargo, para ellos yo seguía siendo la chiquilina de siempre, y eso a pesar de mis pechitos en alza y de mi cintura, que tal vez no era de avispa, pero sí de abeja reina. Renato concurría poco a esas reuniones, y, cuando lo hacía, ni nos mirábamos. La animadversión seguía siendo mutua.

En el carnaval de 1958 nos disfrazamos todos con esmero, gracias a la espontánea colaboración de mamá y sobre todo de la tía Ramona, que era modista. Así mis hermanos fueron, por orden de edades: un mosquetero, un pirata, un cura párroco, un marciano y un esgrimista. Yo era Cleopatra, y por si alguien no se daba cuenta, a primera vista, de a quién representaba, llevaba una serpiente de plástico que me rodeaba el cuello. Ya sé que la historia habla de un áspid, pero a falta de áspid, la serpiente de plástico era un buen sucedáneo. Mamá estaba un poco escandalizada porque se me veía el ombligo, pero uno de mis hermanos la tranquilizó: “No te preocupes, vieja, nadie se va a sentir tentado por ese ombliguito de recién nacido.”

A esa altura yo ya no lloraba con sus bromas, así que le di al descarado un puñetazo en pleno estómago, que le dejó sin habla por un buen rato. Rememorando viejos diálogos, le dije: “Disculpa, hermanito, pero no es para tanto”, ¿cuándo aprenderás a no tomar en serio mis golpes de kárate?

Nos pusimos caretas o antifaces. Yo llevaba un antifaz dorado para no desentonar con la pechera áurea de Cleopatra. Cuando ingresamos en el baile (era un club de Malvín) hubo murmullos de asombro, y hasta aplausos. Parecíamos un desfile de modelos. Como siempre, nos separamos y yo me divertí de lo lindo. Bailé con un arlequín, un domador, un paje, un payaso y un marqués. De pronto, cuando estaba en plena rumba con un chimpancé, un cacique piel roja, de buena estampa, me arrancó de los peludos brazos del primate y ya no me dejó en toda la noche. Bailamos tangos, más rumbas, boleros, milongas, y fuimos sacudidos por el recién estrenado seísmo del rock-and-roll. Mi pareja llevaba una careta muy pintarrajeada, como correspondía a su apelativo de Cara Rayada.

Aunque forzaba una voz de máscara que evidentemente no era la suya, desde el primer momento estuve segura de que se trataba de Juanjo (entre otros indicios, me llamaba por mi nombre) y mi corazón empezó a saltar al compás de ritmos tan variados. En ese club nunca contrataban orquestas, pero tenían un estupendo equipo sonoro que iba alternando los géneros, a fin de (así lo habían advertido) conformar a todos. Como era de esperar, cada nueva pieza era recibida con aplausos y abucheos, pero en la siguiente era todo lo contrario: abucheos y aplausos. Cuando le llegó el turno al bolero, el cacique me dijo: Esto es muy cursi, me tomó de la mano y me llevó al jardín, a esa altura ya colmado de parejas, cada una en su rincón de sombra.

Creo que ya era hora de que nos encontráramos así, Mercedes, la verdad es que te has convertido en una mujercita. Me besó sin pedir permiso y a mí me pareció la gloria. Le devolví el beso con hambre atrasada. Me enlazó por la cintura y yo rodeé su cuello con mis brazos de Cleopatra. Recuerdo que la serpiente me molestaba, así que la arranqué de un tirón y la dejé en un cantero, con la secreta esperanza de que asustara a alguien.

Nos besamos y nos besamos, y él murmuraba cosas lindas en mi oído. También me acariciaba de vez en cuando, y yo diría que con discreción, el ombligo de Cleopatra y tuve la impresión de que no le parecía el de un recién nacido. Ambos estábamos bastante excitados cuando escuché la voz de uno de mis hermanos: había llegado la hora del regreso. Mejor te hubieras disfrazado de Cenicienta, dijo Cara Rayada con un tonito de despecho, Cleopatra no regresaba a casa tan temprano. Lo dijo recuperando su verdadera voz y al mismo tiempo se quitó la careta.

Recuerdo ese momento como el más desgraciado de mi juventud. Tal vez ustedes lo hayan adivinado: no era Juanjo, sino Renato. Renato, que, despojado ya de su careta de fabuloso cacique, se había puesto la otra máscara, la de su rostro real, esa que yo siempre había odiado y seguí por mucho tiempo odiando. Todavía hoy, a treinta años de aquellos carnavales, siento que sobrevive en mí una casi imperceptible hebra de aquel odio. Todavía hoy, aunque Renato sea mi marido.

FIN






Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt 



HArendt






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