viernes, 17 de noviembre de 2017

[Humor en cápsulas] Para hoy viernes, 17 de noviembre





El Diccionario de la lengua española define humorismo como el modo de presentar, enjuiciar o comentar la realidad resaltando el lado cómico, risueño o ridículo de las cosas. Pero también como la actividad profesional que busca la diversión del público mediante chistes, imitaciones, parodias u otros medios. Yo no soy humorista, así que me quedo con la primera acepción, y en la medida de lo posible iré subiendo al blog cada día las viñetas de mis dibujantes favoritos. Las de hoy con Morgan en Canarias7, Idígoras y Pachi en El Mundo; El Roto, Forges, Peridis, y Ros en El País; y Montecruz y Padylla en La Provincia. Disfruten de ellas.





Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: vámonos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt





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La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)

jueves, 16 de noviembre de 2017

[A vuelapluma] Los números de la secesión





Voluntad y cantidad son irrelevantes para fundamentar derechos. El voto femenino no dependía de que lo reclamaran muchas mujeres. Si un derecho está justificado, si hay discriminación objetiva, tanto da que lo solicite uno como un millón, comenta Félix Ovejero, profesor de la Universidad de Barcelona en el diario El País.

El nacionalismo, ya lo hemos visto, se ha estado nutriendo de grandes palabras con perfiles esquivos. La última, el clavo ardiendo, fue lo de “mandato democrático”. Significase lo que significase, no parecía referirse a la mayoría. Recordemos: en 2006 solo un 6% de los catalanes queríamos la reforma del Estatuto. Después de años de frenética propaganda institucional, el Estatuto recibió el refrendo del 35%. En las elecciones autonómicas que siguieron a la sentencia del Constitucional el independentismo explícito pasó del 16,59% al 7% del voto total. En las “plebiscitarias” de 2015 los secesionistas tuvieron un 36% del voto sobre el censo. Ciertamente, la aritmética del mandato no es la de Peano.

Pero hagamos como si el cuento cuadrara. En su mejor versión, la tesis del mandato sería una actualización de cierta teoría de la secesión: si lo piden muchos, está justificada. No debe confundirse con la teoría de la reparación, la única indisputable, según la cual la secesión resulta aceptable cuando se ha ocupado un territorio soberano o se violan sistemática y persistentemente los derechos de ciudadanos en un territorio. Oficiaría como un remedio para mitigar la privación de derechos y de democracia: hay una injusticia manifiesta y, como mal menor, se contempla la separación. La determinación de la injusticia debe ser objetiva: no basta con que uno se sienta colonizado o privado de derechos. Ha de estarlo.

Las otras teorías tienen fundamentos más endebles (‘Secesiones, fronteras y democracia’, Revista de Libros). Casi todas ponen el acento en la voluntad: la existencia de suficientes partidarios fundamentaría el derecho a decidir. Puede que Pozuelo de Alarcón tenga una balanza fiscal más desequilibrada y una identidad más precisa que Cataluña, porque son menos y más ricos, pero solo Cataluña tendría derecho a la secesión porque muchos catalanes quieren separarse.

El argumento presenta un problema de principio: el conjunto de referencia para considerar “un número suficiente”. La unidad de decisión pertinente. Y no se ve por qué un (supuesto) 60% de catalanes (independentistas) sería suficiente para arrastrar a nuevas fronteras al 40% restante y en cambio un 90% de españoles no basta para mantener dentro de las suyas a un 2% (los independentistas).

La voluntad y el número resultan irrelevantes para fundamentar derechos. El derecho al voto de la mujer no dependía de que lo reclamaran suficientes mujeres. Y ni les cuento los de los niños o los de los animales. Si un derecho está justificado, tanto da que lo solicite uno como un millón. Si el número es un fundamento, no habría reclamación de derechos justificada: siempre empieza con una minoría. Si el derecho a la secesión existe, también Pozuelo dispone de él. El argumento “en Pozuelo nadie reclama la secesión” es moralmente irrelevante. Si el derecho está justificado, deberíamos alentar la aparición de un partido que lo reclamara. Y si no, debemos combatir ideológicamente el proyecto de romper la igualdad política de los ciudadanos. Como hacemos con el racismo o el sexismo, que también tienen muchos partidarios. Nuestro éxito ha consistido en reducir su número.

Un reciente desarrollo apela a que los catalanes constituimos una minoría permanente. España habría abusado históricamente de una minoría catalana que, por serlo, nunca podría obtener mayorías parlamentarias suficientes para modificar los marcos de decisión. La tesis es arriesgada: asume que hay esencias nacionales impermeables al tiempo, ignora una realidad catalana tan mestiza como la española, olvida la historia y descuida el elocuente (y disparatado) precio de los alquileres barceloneses. Sencillamente, muchos catalanes (los ricos, precisemos) han decidido y deciden mucho en España. Siempre. Es más, como ha mostrado Joan-Lluís Marfany, el nacionalismo español se gesta en Cataluña. Fue Valentí Almirall quien, para preservar los territorios españoles en el Pacífico, apelaba a que “nadie admite siquiera discusión sobre el perfecto derecho que tiene todo el pueblo español a todo el territorio nacional”.

El argumento otorga prioridad a la representación de las “naciones culturales”. Algo discutible. Por razones empíricas, pues no se entiende por qué una circunstancia “nacional” importa más que otra social, sexual, religiosa o hasta climática. Hay muchas “minorías permanentes” ignoradas. Si de identidad se trata, el trabajador de Seat de Martorell tiene más que ver con el de Ford en Almusafes que con el burgués de Sant Gervasi. Y, sobre todo, por razones normativas. El ideal democrático es universalista: los ciudadanos, cada uno con su plural identidad, se reconocen iguales y exponen sus razones comprometidos con el interés general. El argumento, de facto, desconfía de la capacidad de la democracia para facturar leyes justas y, en ese sentido, resulta incompatible con la indiscutible evidencia de la conquista de derechos por minorías (gais, negros). Eran pocos, pero las razones eran poderosas, atendibles por conciudadanos capaces de reconocer injusticias objetivas.

En realidad, el colapso del argumento es de principio. Y es que si vale para Cataluña, vale para Extremadura, que parece estar más aperreada. Para Extremadura, para Castilla y para cualquiera. Salvo que, por empacho ontológico, asumamos que solo existen Cataluña y “lo demás”, España, un paquete compacto de identidad. Aún más, en una Cataluña independiente el argumento tendría que valer para Badalona u Hospitalet, también minoritarias. En rigor, no habría democracia legítima: por definición, cada uno es minoría respecto a todos los demás.

No importa cualquier número. Lo que importa es si hay discriminación objetiva, con independencia de si muchos o pocos se sienten discriminados. La existencia de injusticia no depende de la existencia de un sentimiento de injusticia. Las mujeres de la India, indiscutiblemente discriminadas, no se sienten discriminadas y no reclaman.

Cuando en un clásico trabajo los economistas Bertrand y Mullainathan estudiaron la discriminación racial utilizaron un indicador objetivo: los nombres. Sí, Emily y Brendan lo tenían mejor que Laksha y Jamal. Como aproximación, examinen la presencia de los (mayoritarios y pobres) Pérez y García entre quienes deciden en Cataluña. Hay trabajos sesudos, pero si andan cortos de tiempo repasen un artículo publicado en La Vanguardia hace un año de elocuente encabezado: “Sólo 32 de los 135 diputados del Parlament llevan algún apellido de los más frecuentes de Catalunya”. Ninguno de los 25 más comunes asomaba en el último Govern. En Galicia, por comparar, el 54%. Para combatir esas injusticias nació la “discriminación positiva”, otra de esas expresiones degradadas por el nacionalismo. El nacionalismo no es un problema de números, de cuanto, sino de higiene léxica, de qué. La tarea más inmediata.



Dibujo de Eduardo Estrada para El País



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt



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[Cuentos para la edad adulta] Hoy, con "El ave del paraíso", (Anónimo francés)





El cuento, como género literario, se define por ser una narración breve, oral o escrita, en la que se narra una historia de ficción con un reducido número de personajes, una intriga poco desarrollada y un clímax y desenlace final rápidos. Desde hace unos meses vengo trayendo al blog algunos de los relatos cortos más famosos de la historia de la literatura universal. Obras de autores como Philip K. Dick, Franz Kafka, Herman Melville, Guy de Maupassant, Julio Cortázar, Alberto Moravia, Juan Rulfo, Jorge Luis Borges, Edgar Allan Poe, Oscar Wilde, Lovecraft, Jack London, Anton Chejov, y otros.

Continúo hoy la serie de Cuentos para la edad adulta con el titulado El ave del paraíso, un relato anónimo de origen francés que forma parte de la cultura tradicional europea occidental. Les dejo con:



EL AVE DEL PARAÍSO
Anónimo francés

Al padre Anselme, un anciano monje del convento de Chaumont, le gustaba mucho pasearse por el bosque cercano, llamado Bosque de los Padres. A la sombra de los grandes árboles centenarios meditaba, recordaba, rezaba. Caminar a pie le era también beneficioso para la salud. Un día, como de costumbre, salió del convento después de haber intercambiado algunas frases con el hermano Jérôme, el portero. Hacía buen tiempo y el padre Anselme se perdió entre el boscaje, tranquilo y feliz. De repente, oyó el canto de un pájaro, un canto tan melodioso que se detuvo, sorprendido. Levantó la vista y vio un pájaro de resplandeciente plumaje, y de una forma particular, desconocida. El ave continuó con sus ligeros trinos, y el padre los sintió penetrar en su corazón y llenarlo de dulzura y de ternura nuevas para él. «¡Qué bello es!». Pensaba simultáneamente del canto y del ave. Súbitamente, el pájaro agitó las alas y echó a volar. El padre Anselme no pudo impedirse seguirlo, intentando no perderlo de vista. El ave voleteaba de rama en rama sin dejar de cantar. Con los ojos levantados, como fascinado, el monje seguía tras él. Muchas veces tendió las manos, tan cerca de él se hallaba el ave. Pero en el último instante, el ave escapaba y se iba más lejos… El encantamiento se prolongó. Finalmente, no obstante, el padre Anselme hizo un esfuerzo para recuperar el dominio de sí mismo: «Ya es suficiente -se dijo- debo regresar, si no mis hermanos se inquietarán, pues hace más de dos horas que estoy andando». Con pesar, abandonó el ave, y tomó el camino de regreso al convento, impregnado aún de su maravilloso encuentro. Pronto divisó el priorato; cuando llegó a la puerta, tiró de la cuerda de la campana. La campana sonó, la puerta se abrió y apareció la silueta de un monje desconocido.

-¡Vaya! -dijo el padre Anselme sorprendido- ¿el hermano Jérôme no está?

-No conozco al hermano Jérôme -respondió el nuevo portero.

El padre siguió mirándolo cada vez más sorprendido por su aspecto.

-¿Por qué lleva usted ese hábito? -preguntó-. No es el de nuestra orden.

-Sí -contestó el otro-. Mi hábito es el que llevan los monjes mínimos.

-¡Eh!, ¡eh!… Espere un momento: nosotros somos benedictinos, de la orden de san Benito de Cluny, y no monjes mínimos…

-¡Qué ocurrencia! -El portero sacudió la cabeza, tan sorprendido como su interlocutor.

-Pero estoy en el convento de Chaumont ¿no? -dijo el padre Anselme.

-Sí.

El monje se frotó los ojos, sintiendo su espíritu enajenado por algo incomprensible.

-Llame al prior, se lo ruego. Jean de Chalençon me explicará este misterio del nuevo portero y del nuevo hábito.

-Aquí no hay ningún prior que se llame Jean de Chalençon…

-¡Cómo! -gritó el padre-. ¡Vaya a ver, pues su celda está cerca de la mía! ¡Estoy seguro!

-Lo siento.

El diálogo de sordos se prolongó. El portero creía que tenía que vérselas con un loco, y el padre Anselme estaba a punto de convertirse en uno de verdad… Ambos subían el tono de sus palabras; su ruido atrajo a otro monje que preguntó:

-¿Qué está ocurriendo? Soy el padre superior del convento…

-Pero… pero… -tartamudeó el padre Anselme- ¿y entonces que ha sido de Jean de Chalençon?

Contó su historia de nuevo, insistió, no comprendía nada; hace un rato, después del almuerzo, él, el padre Anselme, había salido a pasearse por el bosque, y ahora regresaba tranquilamente como siempre. ¿Qué sucedía en el convento? ¿por qué esos desconocidos? ¿por qué aquellos misterios? Frente a él, el superior lo escuchaba sin comprender. Al mismo tiempo, reflexionaba: el nombre de Jean de Chalençon le recordaba algo, sí…

-Padre -dijo suavemente-, tiene usted razón, yo he oído hablar de Jean de Chalençon; era efectivamente el superior de este convento… Sólo que murió hace por lo menos doscientos años.

-Doscientos años… -murmuró el padre Anselme sofocado. Se dejó caer sobre un banco, sin decir nada más, con los ojos desorbitados.

-Espere -prosiguió el prior-. Tengo que verificar todo esto. No se mueva de aquí. Ya regreso.

Se marchó corriendo hacia la biblioteca del priorato. Allí, revisó gruesos registros empolvados y terminó por encontrar lo que buscaba. Era lo que él pensaba: el padre superior Jean de Chalençon había muerto dos siglos antes… Y, de repente, el monje se sobresaltó: unas líneas por debajo de aquel anuncio de fallecimiento, la crónica del convento narraba la desaparición de un tal padre Anselme, que había salido un día a dar un paseo por el bosque, y no había regresado jamás. El libro cayó de las manos del prior. Completamente azorado, se dirigió hacia la entrada del convento. Demasiado tarde, ¡sólo encontró allí al portero!

-¿Dónde … dónde está el padre Anselme? -preguntó. El otro se encogió de hombros.

-Se ha marchado.

Por orden del prior, todos los monjes del convento se lanzaron a buscar al fugitivo. No hubo forma de dar con él. Algunos monjes contaron, como anécdota, que en el bosque, a lo lejos, habían oído el canto de un ave, mucho más bello, en su opinión, que los que se oían de costumbre.

FIN






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[Humor en cápsulas] Para hoy jueves, 16 de noviembre





El Diccionario de la lengua española define humorismo como el modo de presentar, enjuiciar o comentar la realidad resaltando el lado cómico, risueño o ridículo de las cosas. Pero también como la actividad profesional que busca la diversión del público mediante chistes, imitaciones, parodias u otros medios. Yo no soy humorista, así que me quedo con la primera acepción, y en la medida de lo posible iré subiendo al blog cada día las viñetas de mis dibujantes favoritos. Las de hoy con Morgan en Canarias7, Idígoras y Pachi en El Mundo; El Roto, Forges, Peridis, y Ros en El País; y Montecruz y Padylla en La Provincia. Disfruten de ellas. 




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miércoles, 15 de noviembre de 2017

[Un clásico de vez en cuando] Hoy, con "Ayax", de Sófocles





En la mitología griega, Melpómene (en griego Μελπομένη "La melodiosa") es una de las dos Musas del teatro. Inicialmente era la Musa del Canto, de la armonía musical, pero pasó a ser la Musa de la Tragedia como es actualmente reconocida. Melpómene era hija de Zeus y Mnemósine. Asociada a Dioniso, inspira la tragedia, se la representa ricamente vestida, grave el continente y severa la mirada, generalmente lleva en la mano una máscara trágica como su principal atributo, en otras ocasiones empuña un cetro o una corona de pámpanos, o bien un puñal ensangrentado. Va coronada con una diadema y está calzada de coturnos. También se la representa apoyada sobre una maza para indicar que la tragedia es un arte muy difícil que exige un genio privilegiado y una imaginación vigorosa. Un mito cuenta que Melpómene tenía todas las riquezas que podía tener una mujer, la belleza, el dinero, los hombres, solo que teniéndolo todo no podía ser feliz, es lo que lleva al verdadero drama de la vida, tener todo no es suficiente para ser feliz.

Les pido disculpas por mi insistencia en mencionar a los clásicos, de manera especial a los griegos, y de traerlos a colación a menudo. Me gusta decir que casi todo lo importante que se ha escrito o dicho después de ellos es una mera paráfrasis de lo que ellos dijeron mucho mejor. Con toda seguridad es exagerado por mi parte, pero es así como lo siento. Deformación profesional como estudioso de la Historia y amante apasionado de una época y unos hombres que pusieron los cimientos de eso que llamamos Occidente.

Continúo la sección de Un clásico de vez en cuando trayendo trayendo al blog la tragedia titulada Ayax, de Sófocles, considerada la obra más antigua de Sófocles de todas las suyas conservadas. Probablemente se representó hacia el 441 a.C.

Ayax comienza en el momento en que los griegos conceden a Odiseo las armas del vencido Aquiles, y Ayax, que se consideraba como un guerrero poderoso y valiente pero poco apto para la dialéctica, decide tomar venganza contra Odiseo en particular y el resto de los griegos en general. Pero Atenea le transtorna el juicio y Ayax arremete contra los ganados, a los que confunde con soldados griegos, matando a muchas reses.

La tragedia presenta la cualidad heroica de Ayax que, avergonzado por su acción, decide abandonar la vida para así reconquistar su honor. Su tragedia ilumina así la fragilidad de los hombres.

Resulta destacable que esta sea la única obra de Sófocles conservada en la que aparece en escena uno de los grandes dioses del Olimpo, en este caso, Atenea.

Sófocles (496-406 a.C.) poeta trágico ateniense, se sitúa junto con Esquilo y Eurípides entre las figuras más destacadas de la tragedia griega y de toda la literatura universal. De toda su producción literaria sólo se conservan siete tragedias completas que son de importancia capital para el género. Participó activamente en la vida política de Atenas. Fue administrador del tesoro de la Liga de Delos y estratego durante la guerra de Samos bajo la autoridad de Pericles. Perteneció al Consejo de los Diez Próbulos, formado en Atenas tras el fracaso de la Expedición a Sicilia. No se distinguió especialmente por sus dotes como político pero amó su ciudad y rechazó invitaciones de autoridades importantes de otras ciudades con tal de no abandonar Atenas. El teatro de Sófocles recurre a los antiguos mitos de las sagas heroicas, y posee una rica versatilidad que facilita múltiples maneras de aproximación. En buena medida su teatro es un teatro de caracteres. De hecho, el título de todas las tragedias conservadas (salvo "Las Traquinias") se corresponde con el de sus protagonistas que emergen como auténticos colosos y arquetipos humanos.




Representación del "Ayax", de Sófocles



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[Humor en cápsulas] Para hoy miércoles, 15 de noviembre





El Diccionario de la lengua española define humorismo como el modo de presentar, enjuiciar o comentar la realidad resaltando el lado cómico, risueño o ridículo de las cosas. Pero también como la actividad profesional que busca la diversión del público mediante chistes, imitaciones, parodias u otros medios. Yo no soy humorista, así que me quedo con la primera acepción, y en la medida de lo posible iré subiendo al blog cada día las viñetas de mis dibujantes favoritos. Las de hoy con Morgan en Canarias7, Idígoras y Pachi en El Mundo; El Roto, Forges, Peridis, y Ros en El País; y Montecruz y Padylla en La Provincia. Disfruten de ellas. 





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martes, 14 de noviembre de 2017

[A vuelapluma] Un pacto de renuncias mutuas para reformar la Constitución





Para reformar la Constitución es necesario que la mayor parte de las fuerzas políticas acepten el reto y estén dispuestas a ceder menos en lo importante: hacer posible la convivencia en paz y libertad de las próximas generaciones, comenta en El País el exdiputado socialista Eduardo Madina.

Eduardo Madina Muñoz (Bilbao, 1976) fue secretario general del Grupo Parlamentario Socialista en el Congreso entre 2009 y 2014. Historiador, ha trabajado como técnico en el Paramento europeo y es profesor asociado en Historia Contemporánea de la Universidad Carlos III de Madrid. En 2002 perdió una pierna en un atentado de ETA.

El día de Navidad de 1989, comienza diciendo, El País publicó un texto de Hans Magnus Enzensberger titulado Los héroes de la retirada. En él, el autor de origen alemán señalaba que cuando se trata de crear las condiciones necesarias para la convivencia, la renuncia es el techo más alto que se puede alcanzar en política.

Es verdad que esta tiene siempre una erótica menor, que su imagen, ante los electorados propios, no es aparentemente la más atractiva, que su argumentación no está al alcance de cualquiera y que exige dominar una idea antes de que ella te domine a ti.

“Quien abandona las posiciones propias no solo entrega un terreno objetivo, sino también una parte de sí mismo”, señalaba el autor. Convendrán conmigo que este nivel de transitividad resulta muy poco habitual, que los principales actores políticos dedican muchos más esfuerzos a la narrativa de todo lo que les resulta completamente irrenunciable. Es esta una posición que, en principio, tiene mejor público y sugiere menos riesgos. Ante los seguidores de cada uno, tiene la apariencia de lo irreprochable.

Frente a la fuerza del dogma irrenunciable, la renuncia por consciencia de pluralidad, la renuncia a postulados propios para hacer posible la convivencia entre diferentes parece siempre un objetivo menor. Un logro de cara B. A corto plazo, no conduce a quienes la protagonizan a tener estatuas en su pueblo ni a dar nombre a grandes avenidas. En el mejor de los casos, queda garantizada la incomprensión. En el peor, aparecerá el insulto y la descalificación. Es también probable que haya incluso quien, desde su desprecio a la pluralidad, desde su ignorancia de la misma y su autoproclamada pureza, describa en las redes la acusación de traición.

Enzensberger ejemplificaba su tesis en el papel que desempeñó ante la historia Wojciech Jaruzelski, que contribuyó de forma decisiva a evitar que Polonia fuera invadida por la URRS en 1981. O en Mijaíl Gorbachov que, entre ingratitud e incomprensión, desmontó paso a paso el régimen soviético surgido en 1917.

Más cerca, en nuestro propio país, el autor cita —lleno de razón— a Adolfo Suárez y su papel en la Transición, contribuyendo de forma decisiva al desmontaje del régimen franquista desde dentro. Podríamos completar la escena. Podríamos poner a su lado a Santiago Carrillo y a Felipe González, en la certeza de que sin la renuncia a la república por parte del Partido Comunista y sin la renuncia al marxismo por parte del PSOE, la convivencia democrática en España no se habría producido.

Un pacto de renuncias, también podríamos comprender así la Transición española. Renuncias, todas ellas de enorme altura, que hicieron posible la aceptación mutua en un mismo espacio público de una sociedad tan plural como sobrecargada de historia. Desangrada 40 años antes, sometida en los 40 de después. Una sociedad protagonista en una democracia liberal, con intención de adaptarse en desarrollo a su entorno europeo, convencida de dejar atrás cuatro décadas de dictadura, atraso histórico y aislamiento internacional.

La altura de los protagonistas que lo lograron, que alcanzaron el punto de encuentro del 78 ha estado fuera de toda duda hasta la entrada en escena de los dirigentes políticos de mi generación. Nacidos en los años setenta, doctorados en la crítica al “régimen del 78” —el que, por cierto, facilitó que hayamos desarrollado toda nuestra vida en las mejores condiciones de la historia de España— y especializados en lo irrenunciable. Una generación que tiene ahora ante sí un reto de enorme trascendencia, la crisis política y territorial abierta por el independentismo en Cataluña. Seguramente, uno de los mayores desafíos a los que se ha enfrentado la política en los últimos 40 años.

En ese contexto, la expectativa de una reforma constitucional que modernice el modelo territorial español es la salida de emergencia a la que todos nos acogemos una y otra vez. Una salida de emergencia ante el incendio provocado en Cataluña por la vía de una reforma que consiga que la gran mayoría de la sociedad se sienta cómoda dentro de un renovado marco constitucional.

Una expectativa de reforma a la que muchos recurrentemente apelamos intuyendo que es la mejor vía de salida a esta crisis, pensando que es el mejor canal de entrada en un nuevo escenario de estabilidad en la organización del territorio y la convivencia.

Es de tal importancia esa expectativa de reforma, en esta situación crítica, que lo prioritario sería no convertirla en frustración en este clima de posiciones enquistadas.

Por eso sería necesario que si comienzan los trabajos para la reforma constitucional, lo hagan una vez que los actores políticos estén dispuestos a alcanzar al techo más alto que existe en política; decidir entre lo renunciable y lo irrenunciable con el objetivo de hacer posible la convivencia en un país de 48 millones de personas.

Sería deseable, en primer término, que los trabajos comenzaran solo si entran en ellos la gran mayoría de las fuerzas políticas. Y, en segundo lugar, si todas ellas están dispuestas a anteponer la convivencia del conjunto frente a la tentativa de imponer todos y cada uno de los puntos de vista propios. Esto último tan solo conduce al fracaso.

Solo hay una Constitución. Y es de todos. Y para que de todos sea, serán necesarias renuncias para no convertir una expectativa de tanta importancia en una enorme frustración colectiva. Básicamente, porque no tenemos muchas más salidas de emergencia ante el incendio que algunos han provocado en Cataluña. Es deseable, por tanto, que si la mayoría de las fuerzas políticas entran es porque van a saber salir. Conscientes de que solo hay una salida posible: un punto de encuentro construido sobre renuncias mutuas.

Esto debería ser lo único irrenunciable; hacer posible la convivencia en paz y libertad de las próximas generaciones. Es, sin duda, el gran reto contemporáneo de la política en España. La generación nacida en los setenta, con miembros de la misma al mando de no pocos de los principales partidos políticos en España, está sin duda ante su gran reto histórico. Quizá también, ante su gran oportunidad; demostrar que está a la altura de aquellos a los que tanto ha criticado. Demostrar que todos ellos son capaces de conducir a sus organizaciones y sus electorados hacia un nuevo punto de encuentro colectivo. En el fondo, un objetivo heroico.



Dibujo de Raquel Marín para El País


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