El cuento, como género literario, se define por ser una narración breve, oral o escrita, en la que se narra una historia de ficción con un reducido número de personajes, una intriga poco desarrollada y un clímax y desenlace final rápidos. Desde hace unos meses vengo trayendo al blog algunos de los relatos cortos más famosos de la historia de la literatura universal. Obras de autores como Philip K. Dick, Franz Kafka, Herman Melville, Guy de Maupassant, Julio Cortázar, Alberto Moravia, Juan Rulfo, Jorge Luis Borges, Edgar Allan Poe, Oscar Wilde, Lovecraft, Jack London, Anton Chejov, y otros.
Continúo hoy la serie de Cuentos para la edad adulta con el titulado El ave del paraíso, un relato anónimo de origen francés que forma parte de la cultura tradicional europea occidental. Les dejo con:
EL AVE DEL PARAÍSO
Anónimo francés
Al padre Anselme, un anciano monje del convento de Chaumont, le gustaba mucho pasearse por el bosque cercano, llamado Bosque de los Padres. A la sombra de los grandes árboles centenarios meditaba, recordaba, rezaba. Caminar a pie le era también beneficioso para la salud. Un día, como de costumbre, salió del convento después de haber intercambiado algunas frases con el hermano Jérôme, el portero. Hacía buen tiempo y el padre Anselme se perdió entre el boscaje, tranquilo y feliz. De repente, oyó el canto de un pájaro, un canto tan melodioso que se detuvo, sorprendido. Levantó la vista y vio un pájaro de resplandeciente plumaje, y de una forma particular, desconocida. El ave continuó con sus ligeros trinos, y el padre los sintió penetrar en su corazón y llenarlo de dulzura y de ternura nuevas para él. «¡Qué bello es!». Pensaba simultáneamente del canto y del ave. Súbitamente, el pájaro agitó las alas y echó a volar. El padre Anselme no pudo impedirse seguirlo, intentando no perderlo de vista. El ave voleteaba de rama en rama sin dejar de cantar. Con los ojos levantados, como fascinado, el monje seguía tras él. Muchas veces tendió las manos, tan cerca de él se hallaba el ave. Pero en el último instante, el ave escapaba y se iba más lejos… El encantamiento se prolongó. Finalmente, no obstante, el padre Anselme hizo un esfuerzo para recuperar el dominio de sí mismo: «Ya es suficiente -se dijo- debo regresar, si no mis hermanos se inquietarán, pues hace más de dos horas que estoy andando». Con pesar, abandonó el ave, y tomó el camino de regreso al convento, impregnado aún de su maravilloso encuentro. Pronto divisó el priorato; cuando llegó a la puerta, tiró de la cuerda de la campana. La campana sonó, la puerta se abrió y apareció la silueta de un monje desconocido.
-¡Vaya! -dijo el padre Anselme sorprendido- ¿el hermano Jérôme no está?
-No conozco al hermano Jérôme -respondió el nuevo portero.
El padre siguió mirándolo cada vez más sorprendido por su aspecto.
-¿Por qué lleva usted ese hábito? -preguntó-. No es el de nuestra orden.
-Sí -contestó el otro-. Mi hábito es el que llevan los monjes mínimos.
-¡Eh!, ¡eh!… Espere un momento: nosotros somos benedictinos, de la orden de san Benito de Cluny, y no monjes mínimos…
-¡Qué ocurrencia! -El portero sacudió la cabeza, tan sorprendido como su interlocutor.
-Pero estoy en el convento de Chaumont ¿no? -dijo el padre Anselme.
-Sí.
El monje se frotó los ojos, sintiendo su espíritu enajenado por algo incomprensible.
-Llame al prior, se lo ruego. Jean de Chalençon me explicará este misterio del nuevo portero y del nuevo hábito.
-Aquí no hay ningún prior que se llame Jean de Chalençon…
-¡Cómo! -gritó el padre-. ¡Vaya a ver, pues su celda está cerca de la mía! ¡Estoy seguro!
-Lo siento.
El diálogo de sordos se prolongó. El portero creía que tenía que vérselas con un loco, y el padre Anselme estaba a punto de convertirse en uno de verdad… Ambos subían el tono de sus palabras; su ruido atrajo a otro monje que preguntó:
-¿Qué está ocurriendo? Soy el padre superior del convento…
-Pero… pero… -tartamudeó el padre Anselme- ¿y entonces que ha sido de Jean de Chalençon?
Contó su historia de nuevo, insistió, no comprendía nada; hace un rato, después del almuerzo, él, el padre Anselme, había salido a pasearse por el bosque, y ahora regresaba tranquilamente como siempre. ¿Qué sucedía en el convento? ¿por qué esos desconocidos? ¿por qué aquellos misterios? Frente a él, el superior lo escuchaba sin comprender. Al mismo tiempo, reflexionaba: el nombre de Jean de Chalençon le recordaba algo, sí…
-Padre -dijo suavemente-, tiene usted razón, yo he oído hablar de Jean de Chalençon; era efectivamente el superior de este convento… Sólo que murió hace por lo menos doscientos años.
-Doscientos años… -murmuró el padre Anselme sofocado. Se dejó caer sobre un banco, sin decir nada más, con los ojos desorbitados.
-Espere -prosiguió el prior-. Tengo que verificar todo esto. No se mueva de aquí. Ya regreso.
Se marchó corriendo hacia la biblioteca del priorato. Allí, revisó gruesos registros empolvados y terminó por encontrar lo que buscaba. Era lo que él pensaba: el padre superior Jean de Chalençon había muerto dos siglos antes… Y, de repente, el monje se sobresaltó: unas líneas por debajo de aquel anuncio de fallecimiento, la crónica del convento narraba la desaparición de un tal padre Anselme, que había salido un día a dar un paseo por el bosque, y no había regresado jamás. El libro cayó de las manos del prior. Completamente azorado, se dirigió hacia la entrada del convento. Demasiado tarde, ¡sólo encontró allí al portero!
-¿Dónde … dónde está el padre Anselme? -preguntó. El otro se encogió de hombros.
-Se ha marchado.
Por orden del prior, todos los monjes del convento se lanzaron a buscar al fugitivo. No hubo forma de dar con él. Algunos monjes contaron, como anécdota, que en el bosque, a lo lejos, habían oído el canto de un ave, mucho más bello, en su opinión, que los que se oían de costumbre.
FIN