A punto de cumplir los 71, no me avergüenza reconocer que fui un niño con una infancia muy feliz. Nacido en el seno de una familia de militares sin muchos posibles (como todas las familias de militares), y con dos hermanos mayores que yo en 11 y 13 años, mi infancia transcurrió en cuarteles de Andalucía, Asturias, Castilla-La Mancha y Madrid hasta cumplir los nueve años y en viviendas militares hasta los veintiuno. Antes de cumplir los cuatro, ya asentados en Madrid, me echo mi primera novia, Merceditas; aprendo las primeras letras (nunca me acordaba de la "y") en el parvulario del cuartel, y luego, hasta los 9, hago la primaria en un colegio público de la misma calle. Mi juego, nuestros juegos (pues somo varios los niños que estamos en la misma situación) son cazar gorriones con escopetas de perdigones, martirizar gatos callejeros (quizá por eso ahora los quiero con locura), jugar a "Diego Valor" y sus compis en el espacio exterior (dibujando con tizas naves espaciales en los pasillos y patios del cuartel), entrar a escondidas en los pabellones de los oficiales (nadie cerraba con llave sus viviendas) a buscar galletas, dulces y chucherías, hacer hogueras en las cuadras donde descansaban los caballos de las unidades móviles, jugar a escondidas con las armas (las reales, no las de mentirijillas) de nuestros padres, o bajar tres pisos hasta el suelo descolgándonos como Indianas Jones minúsculos por los cables de los pararrayos. Todo ello, entre los cuatro y nueve años de edad. Después, en la pubertad, leyendo a escondidas la erótica versión de Las Mil y Una Noches de Blasco Ibáñez de la biblioteca familiar, ojeando las revistas de chicas desnudas de mis hermanos, devorando (a un par por día) las novelas del Oeste de Marcial Lafuente Estefanía, los tebeos (ahora comics) de Hazañas Bélicas, Roberto Alcázar, El príncipe Valiente, Supermán y El capitán Trueno, o leyendo con fruición La isla del Tesoro, Tarzán de los monos o la edición de la Divina Comedia de Editorial Juventud. No me quedó ningún trauma de aquella época. Pero reconozco que recordarlo me provoca una risa tonta que tiene bastante de asombro por una infancia que parece sacada de la ficción aunque fuera absolutamente real. Los niños de ahora ya no juegan en las calles: porque no saben o porque no les dejamos (que es peor).
La escritora argentina Leila Guerriero (1967), columnista habitual de El País, escribía hace unos días en ese diario un artículo titulado Infectada, que suscribo de principio a fín, en el que criticaba con ironía y cierto punto de sarcasmo ese mundo aséptico, y como de cuarentena permanente, que estamos creando y en el que estamos educando a nuestros niños sin querer darnos cuenta de que con ello estamos empobreciendo hasta límites casi castrantes su experiencia vital.
Me gusta mi mundo sucio, contradictorio, mugriento y bajo, dice en su artículo Leila Guerriero. No lo cambio por el lugar desinfectado que, dentro de poco, será. Las aventuras de Huckleberry Finn, de Mark Twain, y Matar a un ruiseñor, de Harper Lee, comenta, fueron retirados de los programas escolares de un condado de Virginia por quejas de una madre cuyo hijo adolescente se perturbó ya que incluían “insultos raciales y palabras ofensivas”. Sucede en Estados Unidos pero, como allí empieza todo (del nacionalismo recio al blanqueamiento dental), hacia allí vamos. Por eso quiero dejar expuesto mi pecado, del que no me arrepiento: para recordarme a mí misma, cuando los adolescentes sean almas tan sensibles que no puedan leer Platero y yo sin ir al psiquiatra, cómo era este mundo cuando podía lastimarte pero valía la pena. No me pesa, señor, ni me arrepiento de haber hojeado, siendo pequeña, libros que mis padres me pedían que no leyera porque tenían escenas de sexo o de violencia, ni de haber leído los cuentos bestiales de Horacio Quiroga donde nenitas preciosas eran degolladas por sus hermanos con deficiencias mentales, ni del chorro de entrañas de Santiago Nasar. No sé qué de todo eso me hizo lo que soy, alguien que era feliz incluso cuando creía que no lo era, que alguna vez leyó, asociada con Jack London, la frase “ningún hombre sobre mí” y la hizo su escudo. Pero no me arrepiento. De chica leí libros que me destrozaron —Los niños terribles, de Cocteau—, que me produjeron pesadillas —El país de octubre, de Bradbury—, o que no entendí —Muerte en Venecia, de Thomas Mann—. Y no estuve en el infierno pero sé cómo es porque leí El pozo y el péndulo, de Poe. Cuando este sea un mundo repleto de adolescentes hipersensibles que no puedan comer un pollo sin echarse a llorar, yo seguiré con mi presa entre los dientes, viviendo de la forma en que los libros me enseñaron a vivir. Me gusta mi mundo sucio, contradictorio, mugriento y bajo. No lo cambio por el lugar desinfectado que, dentro de poco, será, termina diciendo. Yo, tampoco.
Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt
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La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)