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sábado, 1 de junio de 2019

[ARCHIVO DEL BLOG - 2008] A vueltas con la educación





Siguiendo el hilo argumentativo de la profesora de filosofía de la universidad de Valencia, Adela Cortina, retomo el asunto de la educación. Dice la profesora Cortina en su artículo de ayer en El País, titulado "La educación como problema", que "los nuevos aires insisten en preparar a los alumnos para desarrollar competencias tanto en los estudios técnicos como en las ciencias y las humanidades. El viejo debate sobre si educar consiste en formar o en informar ha pasado de moda, porque ya sabe cualquier maestro o profesor que lo suyo es preparar chicos y chicas competentes. ¿Competentes, para qué? Para desempeñar ocupaciones asignadas por el mercado laboral, claro está."

Dice más cosas, claro está, y muy graves, sobre el proceso de convergencia universitaria europea surgido de la Declaración de Bolonia. Yo no tengo nada claro si a largo plazo ese proceso es positivo para Europa y sus ciudadanos y para su desarrollo científico y humanístico futuro, No tengo "aptitudes ni competencias" para ello, pero leyendo su artículo he recordado unas frases del profesor e intelectual norteamericano, George Steiner, al que ya hice referencia hace unos días en este mismo blog. Dice el profesor Steiner en su autobiografía "Errata. El examen de una vida", (Siruela, Madrid, 1998), citando a Franz Kafka: "Un libro debe ser como un pico de alpinista que rompa el mar helado que tenemos dentro". Y sobre el papel civilizador del arte, las humanidades y la literatura, dice en otro momento: "La literatura tiene la función de civilizar, precisamente porque es el gran instrumento de subversión que pone a la sociedad en tela de juicio al representarla en sus hábitos, prejucios, ritos miedos más íntimos. ¿No será ese poder revulsivo de los libros (de las "biblias") -añade, el que hace enojosa la enseñanza de la literatura (de las humanidades, del arte en general), -añado yo, el que hace enojosa la enseñanza de la literatura para nuestra sociedad tecnificada y postdogmática?."

Porque ese el quid de la cuestión que denuncia la profesora Cortina: Las Humanidades "no son competencias para desempeñar una ocupación, sino capacidades del carácter para dirigir la propia vida. Nada más y nada menos." Y conviene saber lo que está en juego.



Adela Cortina


El problema número uno de cualquier país es la educación, dice Adela Cortina. Y en el nuestro, continúa, el asunto anda revuelto desde instancias diversas que afectan a todos los niveles educativos, incluida la Universidad. Es tiempo de pensar la educación y pensarla a fondo.

La LOE deja la puerta abierta para que las comunidades autónomas recorten horas de materias como la Filosofía, apertura que aprovechan algunas comunidades como la valenciana para reducir su horario; los enfrentamientos por la Educación para la Ciudadanía recuerdan el Motín de Esquilache; Bolonia va a traer una Universidad adocenada, en la que, por mucho que se diga, la calidad acaba midiéndose por la cantidad.

El número de alumnos se ha convertido en decisivo para determinar la calidad de una materia o un postgrado, con lo cual no hay lugar para la especialización. Una cosa es saber mucho de poco, saber cada vez más de menos y acabar sabiéndolo todo de nada; otra cosa muy distinta, saber sólo generalidades, porque eso -se dice- es lo que prepara para adaptarse a cualquier necesidad del mercado.

Éste es el mensaje de Bolonia, asumido con inusitado fervor por carcas y progres, y después nos quejaremos del neoliberalismo salvaje.

Los nuevos aires insisten en preparar a los alumnos para desarrollar competencias tanto en los estudios técnicos como en las ciencias y las humanidades. El viejo debate sobre si educar consiste en formar o en informar ha pasado de moda, porque ya sabe cualquier maestro o profesor que lo suyo es preparar chicos y chicas competentes. ¿Competentes, para qué? Para desempeñar ocupaciones asignadas por el mercado laboral, claro está.

Por eso, si usted tiene que diseñar un plan de estudios de cualquier nivel educativo o un postgrado, el apartado más largo y complicado será, no el que se refiere a los contenidos de las materias, sino el que se relaciona con las "competencias". ¿Para qué ha de ser competente el egresado?

Competencia es, al parecer, un conjunto de conocimientos, habilidades y actitudes, necesarios para desempeñar una ocupación dada y producir un resultado definido. Consulté a un compañero de Pedagogía, excelente profesional, y, con una buena dosis de ironía, me puso un ejemplo muy ilustrativo: alguien es competente para hacer una cama cuando sabe lo que es un somier, un colchón, lo que son las sábanas, se da cuenta de cómo es mejor colocarlas y además le parece algo lo suficientemente importante como para intentar dejarlas bien, sin arrugas y sin que el embozo quede desigual. Era sólo un ejemplo, por supuesto, pero extensible a actividades más complejas, como construir puentes y carreteras, elaborar productos transgénicos, hacer frente a una denuncia, plantear un pleito, curar una enfermedad y tantas otras actividades que corresponden a quien tiene un puesto de trabajo. Preparar gentes para que ocupen puestos de trabajo parece urgente.

Sin embargo, sigue pendiente aquella pregunta de Ortega sobre si la preocupación por lo urgente no nos está haciendo perder la pasión por lo importante. Si en la escuela hay que enseñar a hacer tareas como manejar el ordenador o conocer las señales de tráfico, cosa que los estudiantes van a aprender de todos modos por su cuenta y riesgo, o si hay que incluir en el currículum materias de Humanidades, que preparan para tener sentido de la historia, dominio de la lengua, capacidad de criticar, reflexionar y argumentar. Que no son competencias para desempeñar una ocupación, sino capacidades del carácter para dirigir la propia vida. Nada más y nada menos.

Por otra parte, se insiste, con razón, en que el conjunto de la educación se dirige a formar buenos ciudadanos, y hete aquí que eso no es ninguna ocupación, sino una dimensión de la persona, aquella que le permite convivir con justicia en una comunidad política. No tanto vivir en paz, que puede ser la de los cementerios o la de los amordazados, sino convivir desde la justicia como valor irrenunciable. Y para eso hace falta aprender a enfrentar la vida común desde el conocimiento de la historia compartida, la degustación de la lengua, el ejercicio de la crítica, la reflexión, el arte de apropiarse de sí mismo para llevar adelante la vida, la capacidad de apreciar los mejores valores. Cosas, sobre todo estas últimas, que no pertenecen al dominio de las competencias, sino a la formación del carácter.

No es una buena noticia entonces que se quiera reducir la Filosofía en el Bachillerato, ni lo es tampoco que se pretenda eludir la ética cívica o esa Educación para la Ciudadanía que debería ayudar a educar en la justicia, no sólo a memorizar listas de derechos, constituciones y estatutos de autonomía, que son por definición variables, sino a protagonizar con otros la vida común.

Por fas o por nefas, acabamos limitando la escuela y la Universidad a preparar presuntamente para lo urgente, no para lo importante, para desempeñar tareas y no para asumir con agallas la vida personal y compartida. (El País, 28/05/08)



George Steiner



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt 



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Entrada núm. 4937
Publicada originariamente el 29/5/2008
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domingo, 26 de mayo de 2019

[ESPECIAL DOMINGO] Universidad, corrupción y desprestigio





Nuestra obligación es crear una élite dotada de sentido crítico; pero en la mayoría de las universidades está sucediendo lo contrario, escribe el historiador español Felipe Fernández-Armesto es historiador, titular de la cátedra William P. Reynolds de Artes y Letras de la Universidad de Notre Dame, en Indiana, EEUU.

He aquí una de las grandes paradojas de nuestros tiempos, comienza diciendo Fernández-Armesto. Las universidades del mundo están experimentando una edad de oro, con más fondos, más clientela, más peso económico y más influencia social que nunca. Y jamás han sido -con unas pocas excepciones honradas- tan inútiles, tan corruptas ni tan irrelevantes para las necesidades urgentes y fundamentales de las sociedades que las nutren y las pagan.

La corrupción se ha manifestado recientemente de una forma chocante y sin precedentes. Altos cargos de algunas universidades de EEUU de enorme prestigio recibieron sobornos de William Singer, un profesional supuestamente dedicado a aconsejar a familias sobre temas de educación. Hijos de ricos y de celebridades ingresaron sin haber logrado las notas precisas en Yale, Georgetown y las universidades de Texas y de California, entre otras. Se manipularon certificados falsos. Se inventaron curricula vitae. Se plagiaron trabajos. Sobre todo, se entregó dinero en cantidades fabulosas -millones- en manos sucias de gente que ejercían cargos de confianza que debían ser sagrados e inviolables. Todavía no se han develado los límites del escándalo: se trata de docenas, tal vez de cientos de casos.

Claro que en cualquier sistema competitivo las familias buscarán formas de conseguir ventajas para sus hijos -empleando tutores, contratando clases privadas, explotando los privilegios que da el dinero o el enchufe social-; es un nivel de corrupción históricamente ineludible en el Occidente capitalista. Lo soportamos para poder mantener un sector universitario eficaz y políticamente independiente, y lo corregimos, dentro de lo que cabe, con becas y apoyo estatal a los hijos de los menos privilegiados. Pero lo que está pasando en EEUU es distinto: si se admite a ricos y tontos para excluir a pobres y hábiles, la universidad se convierte en un casino.

La corrupción del sector estadounidense es extrema pero muy representativa de estos tiempos. Graduarse parece ser imprescindible para un joven hoy. Pero los graduados concluyen su formación de un modo insuficiente y necesitan otro grado más o un curso de formación profesional para poder optar a una plaza. Se engordan las instituciones educativas, mientras sus alumnos se empobrecen y se colman de deudas. En gran parte del mundo, empresas turbias pagan programas de investigación para justificar prácticas más que cuestionables -modificaciones genéticas, daños al medio ambiente, manipulaciones de mercados- o llenar sus cofres con precios desorbitados de las drogas o inventos tecnológicos que se producen. Y gobiernos y organizaciones políticas hacen lo mismo para respaldar su propaganda. En algunos lugares, los profesores se eligen no por sus calidades intelectuales sino por su fiabilidad política. En China, las universidades son órganos de una dictadura para suprimir la religión y reprimir a la oposición política. Yen todo el mundo hemos visto a docentes sancionados o injustamente despedidos por ser demasiado liberales, o demasiado conservadores, o defensores del pluralismo cultural.

El programa típico de estudios en una universidad hoy ya no responde a los valores universales de la verdad, el humanismo y el servicio a los demás, sino a las prioridades comerciales y de consumo o a las exigencias particulares de partidarios de tal o cual moda política o tendencia social: en algunas instituciones, el fanatismo religioso o el libertarismo; en otras, el feminismo, el anticolonialismo, la política de género, el cientifismo, el laicismo y sobre todo la corrección política. Por poner mi ejemplo personal, tras una década de servicio en la Universidad de Notre Dame, por primera vez siento vergüenza por pertenecer a ella.

Tenemos unos murales pintados en los años 80 del siglo XIX en un estilo sentimental y romántico característico de la época por un pintor italiano, Lugi Gregori, a quien contrataron los sacerdotes que gestionaban la universidad para reivindicar el catolicismo norteamericano. Fue una época difícil para la iglesia en Estados Unidos, entre el odio y violencia del Ku Klux Klan, el rechazo por el nuevo ateísmo que iba aumentando su influencia en círculos intelectuales, y la ferocidad política del movimiento anticatólico y anti-inmigrante. El protagonista de los murales es el que estaba considerado como el gran héroe del catolicismo americano en aquel momento: Cristóbal Colón, símbolo de la llegada del cristianismo al Nuevo Mundo. Para representar a los personajes de la Corte de los Reyes Católicos, Gregori retrató a varios profesores de la Universidad, enfatizando así el papel de Notre Dame en la perpetuación del trabajo lanzado por el Christo ferens genovés.

Las pinturas son, por tanto, parte imborrable de la historia del centro y un recuerdo de una época en la que el imperialismo se entendía positivamente en el país de la doctrina del Destino manifiesto. Pues bien, un puñado de supuestos ofendidos denuncia ahora las imágenes de Gregori porque, dicen, suponen un menosprecio a los indígenas. No es así: la visión compleja de Gregori correspondía a la del mismo Colón, para quien los indígenas eran en ciertos aspectos moralmente superiores a los europeos por su inocencia, su sencillez, y su pobreza. Los dibuja con la dignidad de nobles salvajes, ostentando hacia Colón, en sus momentos de desgracia y condena, simpatía y humanidad profundas. Pero, para acatar la ignorancia y el victimismo fingido, la Universidad se ha propuesto ocultar los murales como si fueran las patas excesivamente sinuosas del piano de una matrona mojigata de la época isabelina.

Así que mi Universidad, que solía ser un oasis de libertad en el desierto de la corrección política, ha acabado siendo como las demás en Estados Unidos. Sin defender la verdad, que es lo propio de las letras y las ciencias, se ha dejado vencer por la ignorancia. Propuse al rector que, en lugar de ocultar los murales, encargara una nueva obra para homenajear a los indígenas cuyos terrenos ancestrales ocupa el campus. Ni me contestó. Curioso, ¿verdad?

Es difícil pensar en una Universidad cien por ciento recomendable en EEUU. En mis giros académicos, que me llevaron en 2018 y 2019 a Inglaterra, Colombia, Perú, Chile y España, he sacado buenas impresiones de la Universidad de Buckingham, en Inglaterra, y de la Javeriana de Bogotá, por el vigor del debate intelectual en el profesorado; de las de los Andes de Bogotá y de Santiago de Chile - ésta, católica, y aquélla, laica- por el nivel alto de los estudiantes y el rechazo de la inflación de notas; y, en España, la de Navarra por la atmósfera colaboradora de respeto mutuo que une a profesores y estudiantes. Todas ellas destacan por su resistencia a la corrupción financiera y a la corrección política.

El episodio de los murales colombinos de Notre Dame es parte del abandono de la vocación auténtica de las universidades en nuestros días. Nuestra utilidad pública no consiste en formar profesionales ni hombres de negocios: eso lo podrían lograr los mismos negocios y profesiones a menos coste y con más eficacia; ni en autorizar los tabúes de moda ni los shibboleths de un momento determinado: eso lo harán las redes, internet y la prensa amarilla; ni en estar dispuestos al servicio de los estados ni las potencias de este mundo: ellos tienen fuerzas armadas, medios de comunicación y recursos propagandísticos ampliamente suficientes para imponer su voluntad. Todo lo contrario: nuestra obligación académica es contestar las normas vigentes, crear una élite dotada de un sentido crítico, una inteligencia razonada, una cortesía perfecta, una apertura intelectual inagotable, una simpatía humana sin límites, una dedicación entrañable al bien del mundo y un compromiso incansable con la verdad. Cuando dejemos de tener tales élites -ya no las tenemos en Estados Unidos ni en Inglaterra a juzgar por las desgracias del Brexit y del trumpismo, y quedan muy pocas en España-, estaremos en manos de ideólogos incompetentes o tecnócratas, intelectualmente cerrados.


Dibujo de LPO para El Mundo



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt 



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lunes, 13 de mayo de 2019

[HEMEROTECA DEL BLOG] La misión de la universidad




Un aula universitaria


De una manera u otra he estado vinculado a la universidad durante cuarenta años de mi vida. Como alumno, como profesor particular preparando a otros alumnos para su ingreso en la universidad, y también en puestos de representación en Consejos de Departamento, Junta de Facultad, Consejo Social, Junta de Gobierno y Claustro universitarios, todo esto en la UNED, y mucho antes, a mediados de los 60, como estudiante en la Escuela Social de Madrid. Apartado definitivamente de toda actividad académica, la universidad sigue siendo para mi una institución entrañable que admiro y valoro y por la que siento una profunda preocupación, pues tengo la impresión, desde la modestia de mis apreciaciones, que anda bastante perdida ahora mismo sobre el verdadero alcance de la profunda crisis de identidad que padece y sobre los remedios para superarla.

Aunque cito de memoria, comparto con el pensador norteamericano de origen judío, George Steiner: "Errata. El examen de una vida" (Siruela, Madrid, 1998), su apreciación de que la "universidad" es, por esencia, una institución elitista. Y que solo se debería acceder a ella con la pretensión de "aprender", no para obtener un diploma con el que ganarse la vida... Lo que no significa en ningún caso que se impida llegar hasta ella a quién lo desee y lo merezca. Ya se que no es una postura compartida mayoritariamente, pero en fin...

Hace unos días encontré en ese fenomenal blog que es "El Boomeran(g)", un interesante artículo del profesor Ignacio Sotelo, catedrático de Ciencia Política en la Universidad Libre de Berlín, publicado originalmente en el número 181 de la revista Claves de Razón Práctica, con el sugerente título de "La universidad en la encrucijada".

Dice el profesor Sotelo que hoy en día las cuatro funciones básicas que a lo largo de la historia se ha asignado a las universidades: preparar buenos profesionales, enseñar a hacer ciencia, transmitir la cultura del tiempo en que se vive y promover un compromiso cívico-social que redunde en beneficio de la sociedad que la sostiene económicamente, no resultan compatibles entre sí. Y ello, añade, porque la crisis profunda por la que pasa la universidad tal vez consista en que se está obligado a elegir, forzosamente, entre esas cuatro funciones tradicionales asignadas a ella, y esa es una opción nada fácil en estos momentos.

Tras un detallado repaso sobre los distintos modelos que la institución universitaria ha ido adoptando históricamente, desde el modelo medieval nacido con la pretensión de "formar" al personal especializado (teólogos y canonistas) que la Iglesia necesitaba -y que se desploma con la ruptura de la unidad de la cristiandad occidental- hasta su paulatina sustitución en la Prusia de finales del siglo XVII, en un nuevo espacio de libertad religiosa -pasando del ámbito eclesiástico al ámbito estatal- por un nuevo modelo que busca sobre todo el desarrollo de las ciencias y que perdura hasta nuestros días, concluye el articulista con un interesante diagnóstico sobre la universidad española.

Dice Sotelo que no tiene mucho sentido extenderse en la crítica de los resabios medievales que perviven en la universidad española, porque de ellos, dice, son cada vez más conscientes tanto los universitarios como la sociedad que financia unos estudios que en buena parte desembocan en el paro, o en empleos con sueldos muy bajos, y aunque considera que la multiplicación del número de universidades en España forzosamente solo puede hacerse a costa de la calidad de la enseñanza universitaria, siempre será preferible -añade- tener malas universidades que no tenerlas.

Para el articulista, mejorar la universidad no es sólo, ni principalmente, una cuestión de dinero, como la comunidad académica repite sin parar, dice con ironía. Cierto que siempre se necesita mucho más dinero del que se dispone, añade, pero lo decisivo es saber en qué hay que emplearlo, como ha puesto de relieve el que no haya correspondencia entre el que se recibe y la calidad que se ofrece. Sin dinero no hay investigación que valga, concluye, pero sólo con dinero tampoco. Porque poco se consigue sin verdaderas "comunidades científicas", ausentes según él, en la práctica, en España; algo que queda de manifiesto, dice, en que no sólo nadie se prestigia, sino mucho peor, nadie se desprestigia por lo que publica...




Ignacio Sotelo



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt 



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Entrada núm. 4894
Publicada originariamente el 9 de mayo de 2008
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sábado, 24 de noviembre de 2018

[A VUELAPLUMA] Una universidad diferente





Yo no había oído hablar de George Steiner en mi vida hasta que, hace justamente veinte años, leí su libro Errata: El examen de una vida (Siruela, Madrid, 1998). Una excepcional autobiografía que me impresionó hasta la médula y a la que llegué, como tantas otras veces, desde Revista de Libros. De mi emocionada lectura de Errata recuerdo con especial intensidad los capítulos que hacen referencia a la enseñanza universitaria y a su propia experiencia académica, como alumno, primero, y como profesor después, siempre en busca de esa "excelencia" que caracteriza toda su obra. 

Dice Steiner: "Una universidad digna es sencillamente aquella que propicia el contacto personal con el aura y la amenaza de lo sobresaliente. Estrictamente hablando, esto es cuestión de proximidad, de ver y escuchar. La institución, sobre todo si está consagrada a la enseñanza de las humanidades, no debe ser demasiado grande. El académico, el profesor, deberían ser perfectamente visibles. Cruzarse a diario en nuestro camino". Y continúa más adelante: "En la masa crítica de la comunidad académica exitosa, las órbitas de las obsesiones individuales se cruzarán incesantemente. Una vez entra en colisión con ellas, el estudiante no podrá sustraerse ni a su luminosidad ni al desafío que lanzan a la complacencia. Ello no ha de ser necesariamente (aunque puede serlo) un acicate para la imitación. El estudiante puede rechazar la disciplina en cuestión, la ideología propuesta (…) No importa. Una vez que un hombre o una mujer jóvenes son expuestos al virus de lo absoluto, una vez que ven, oyen, “huelen” la fiebre en quienes persiguen la verdad desinteresadamente, algo de su resplandor permanecerá en ellos. Para el resto de sus vidas y a lo largo de sus trayectorias profesionales, acaso absolutamente normales o mediocres, estos hombres y estas mujeres estarán equipados con una suerte de salvavidas contra el vacío".

¿Por qué es Berkeley, en California (Estados Unidos), una gran universidad?, se pregunta el profesor Javier Aranguren en el último número la Nueva Revista de Política, Cultura y Arte. Y a desantrañarlo dedica un interesante artículo que subo con satisfacción al blog.  

Frederick Wiseman, comienza diciendo el profesor Aranguren, realizó en 2013 un milagro: el documental "At Berkeley" (pueden ver al final de la entrada un avance del mismo). Para realizarlo, permaneció con su equipo durante doce semanas en el campus de la universidad californiana. Como producto final presenta una película de cuatro horas de duración (absorbente, interesantísima) en la que logra dar cuenta de lo que es esa universidad.

Su estrategia narrativa es la de mantenerse al margen. Logra que reuniones, clases, seminarios, actuaciones teatrales, paseos, competiciones deportivas, resulten completamente naturales. Es como si unas cámaras secretas hubieran logrado entrar en la intimidad de las distintas actividades y nos hace partícipes como uno más de un consejo de gobierno, de la lectura comentada del Walden de Toureau, del debate sobre cómo tratar con la policía local la amenaza de manifestación y huelga que han anunciado unos estudiantes para reclamar una rebaja en las matrículas.

Berkeley es conocida por haber sido uno de los focos de la protesta del 68, en unas ya legendarias reivindicaciones en favor del free speech que todavía resuena entre algunos nostálgicos ajados en años que reivindican ese espíritu de la «universidad sin élite», de la universidad abierta a la diversidad. La diversidad se adivina por la apariencia de estudiantes y profesores (como en el minuto 205 en el que se ve a una manifestante musulmana con el velo puesto sobre su cara). La subrayan también los prejuicios antirrepublicanos que muestra en un momento dado el rector, o la pose populista de una manifestación estudiantil que trata de reivindicar el pasado de protesta de Berkeley pero se encuentra con una mayoría de estudiantes empeñados en atender a las redes sociales o a las solicitudes del amor sobre el cuidado césped del campus. Es una protesta naif, revenida, con esa estudiante que se ha dibujado la hoz y el martillo en la mejilla, las consignas populistas convertidas en lugares comunes y la abundancia de ordenadores Mac que nunca se hubieran visto en Moscú o en Rumanía.

Uno de los principales motivos de preocupación en Berkeley cuando se realizaba el documental era el presupuesto. Se comenta que apenas reciben 308 millones del estado de California, un 50% menos que pocos años antes y apenas el 16% del coste total. Y es que el presupuesto real del centro, con su multitud de facultades, másteres, premios Nobel o institutos de estudios avanzados, es de 1.900 millones de dólares ese año. Esto les plantea un serio problema de identidad: Berkeley se muestra orgullosa de su condición de centro público de educación superior (lo que no es ni Harvard, ni Yale, ni la vecina Stanford). ¿Cómo se puede seguir siendo tal si el estado no invierte?

Este dilema es uno de los hilos conductores de la obra de Wiseman, casi la «excusa dramática» que unifica las doce semanas de filmación: si no logran un precio razonable de matrícula, ¿podrán seguir admitiendo alumnos de clase media?, ¿podrán ayudarlos para evitar su endeudamiento por unos créditos que determinarán sus vidas profesionales? Durante una clase una profesora muestra a sus alumnos cómo si no logran esas rebajas los estudiantes deberán pagar tanto que nunca tendrán la posibilidad de dedicarse como profesionales al servicio público o a la educación. El alumno de Berkeley se verá forzado a ingresar en grandes multinacionales y de ese modo se hará muy difícil que su aprendizaje retorne a la comunidad. La Escila y Caribdis que recorre el documental es que la falta de inversión haga perder la excelencia, pero también que la lucha por la excelencia impida que siga siendo un centro de vocación pública a causa de sus precios prohibitivos.

En consecuencia la dirección se esfuerza por ahorrar. No en profesorado, aunque tampoco están dispuestos a competir con las millonarias universidades privadas de la Ivy League (Harvard, Yale), que son capaces de ofrecerles el doble de sueldo. ¿Cómo fidelizar a esos profesores? Mejorando las instalaciones, subrayando el prestigio de Berkeley, asegurándoles el orgullo de pertenencia de formar parte de un centro puntero.

El rector no duda en afirmar que lo más importante de esa universidad es the faculty, el cuerpo docente, pues sin eso no hay universidad posible. ¿Se entendería tal afirmación en el sistema universitario español? A lo largo del documental vemos a profesores dando clase, discutiendo un paper con una doctoranda, encabezando una indagación en ingeniería para ayudar a caminar a lesionados de médula, defendiendo la investigación aeronáutica con vocación de conocimiento público o cómo las pesquisas sobre el cáncer y los genes exigen «pensar fuera de la caja». Unos salen dando clases de formato tradicional (en Berkeley caben alumnos con cara de aburridos), otros dirigiendo un pequeño seminario en el que marcan la dirección de orquesta y el instrumento solista. Hay tiempo para leer poemas en una biblioteca, para realizar un número musical humorístico sobre la idea de amigo en Facebook o para asistir a un asombroso cuarteto de cuerdas.

Pregunta el rector: ¿cuál es la principal responsabilidad de un decano? Fichar y promover solo a gente fuera de lo común, y por lo tanto saber hacer criba para apartar a los que no den la talla. Pero, y esto sería hoy novedoso en cualquier universidad sometida al proceso de Bolonia, no solo se debe honrar a los grandes investigadores: ¡hacen falta grandes profesores, expertos en docencia, expertos en el arte de dominar el manejo del aula! Y es probable que estos no se encuentren en la cresta de las publicaciones científicas, pues muchas veces los investigadores académicos no saben enseñar ni se interesan en dicha tarea. Ahí se señala una de las grandes ambiciones en Berkeley: no son importantes solo los scholars, sino también los classroom teachers, porque, en el fondo, se valora a los alumnos y al proyecto formativo que dio origen al centro.

Resulta especialmente llamativa una reunión de asistentes académicos (alumnos de doctorado que sirven de apoyo a los profesores para seguir el progreso de los alumnos), en la que una chica muy joven les proporciona directrices para aumentar la eficacia en su tarea: que se aprendan los nombres de los alumnos, que eviten una relación tan personal que pueda dificultar la justicia en la corrección de trabajos, que se planteen qué es lo que quieren ellos que aprendan los alumnos, qué significa enseñar para cada uno de esos asistentes académicos. Y todo dicho con humor, dicho con cuidado. Se descubre pasión: deseo de aprender a enseñar.

Para lograr esas metas necesitan que todos los miembros del campus colaboren. Si racionalizan las compras llegarán a ahorrar 75 millones en suministros para no subir las matrículas un 13%; se ve al rector hablando con el personal no docente, que se queja de despidos, y el rector desvela cómo gracias a que los profesores se bajaron el sueldo los recortes pudieron ser menos traumáticos; discutirán sobre si es conveniente montar una guardería para los hijos del personal. Hay una voz disiente: ¿por qué dar subsidio solo a una elección particular de vida, la familia con niños? Y la discusión se abre, civilizadamente, con argumentos racionales.

Quizá eso es lo que ha querido señalar Wiseman de forma más insistente: el carácter racional de todo el proyecto. Lo defiende abiertamente uno de los vicerrectores: lo central de la academia es la discusión racional, dice, y poner en orden la evidencia. Invita a cultivar la pasión porque con pasión es más fácil comprometerse y ser enérgico, pero el discernimiento (distinguir lo que es de lo que no es, el cultivo de la verdad) tiene la misma importancia. Por eso la universidad no debería centrar sus esfuerzos en las relaciones públicas o en la adulación. La universidad debe centrarse en apoyar el trabajo serio, no el que realizan las cheerleading (las animadoras). ¡Queda este ideal tan lejos de las prácticas de tantos centros que se llaman universitarios y que se limitan a cumplir con unas clases, a invertir en folletos plagados con fotos de alumnas irreales y a invitar a predicadores de campanillas —habitualmente no académicos— a sus ceremonias de graduación y a sus doctorados honoris causa!

Esa racionalidad, y eso es lo que más puede asombrar al público mediterráneo, se aplica también durante la discusión en el aula. Primero, porque realmente hay discusión. Por supuesto, como ya he señalado, algunas clases siguen el esquema clásico (napoleónico) de profesor-busto-parlante. Sin duda eso es también lo adecuado cuando es necesario exponer contenidos. Pero se cultivan los debates, siempre en grupos pequeños. ¿Cómo no va a ser cara una universidad con clases para diez, quince personas? ¿Pero cuál es —aparte de este— el significado de la expresión educación superior? ¿Qué tiene de superior limitar la enseñanza a clases ante cientos de sujetos silenciosos y medio dormidos, o la rutinaria corrección de decenas de trabajitos mediocres que no han aportado nada al alumno y que solo aburren al docente?

Segundo, porque uno habla y el resto escucha. No hay interrupciones, sino que se deja tiempo para el argumento, se levanta la mano, se asiente, se espera el propio turno, y probablemente se niegue la mayor de lo dicho por el anterior participante sin mezclar la defensa de unas ideas con el ataque a unas personas. Se discute por qué se excluye a los estudiantes negros de los grupos de estudio; sobre el liberalismo, el individualismo y el papel de los impuestos; ilustran sus discusiones con multitud de lecturas, tal vez de los libros exigidos para la clase de esa semana; se reúnen para dar con soluciones a la subida de matrículas, y un profesor les plantea la necesidad de que sean creativos, que vean que los préstamos no son malos, que si la gente es capaz de pedirlos para comprar un coche que se devalúa en el momento que sale del concesionario, por qué van a tener ellos miedo de hacerlo para su educación que nunca pierde valor; o incluso se quejan de las manifestaciones estudiantiles que impidieron durante unas breves horas el uso de la biblioteca, la realización de un examen o que provocaron un desalojo porque los revoltosos hicieron sonar las alarmas contra incendios: ¿qué convivencia culta cabe esperar cuando hay grupos que imponen sus puntos de vista ejercitando ese tipo de violencia?

Y se escuchan unos a otros ordenadamente, con una actitud probablemente puritana —que nace del sentido del deber de escuchar—, presente también en ese campus con fama de revoltoso pero que en realidad está forma-do por ciudadanos norteamericanos, educados en la idea de tolerancia y en el educado deber moral. De ese modo el protagonismo no se encuentra solo en los que hablan, sino también en los que atienden. Ese es otro de los logros del documental: quien lo mira se ve envuelto en la conversación, a menudo querría participar, aprende a escuchar y espera a lo que tuviera que decir el siguiente alumno o el siguiente técnico del rectorado.

Las distintas escenas van intercaladas por momentos de la existencia cotidiana: paseantes en el campus, chicos jugando al frisbee, el envidiable y eterno buen tiempo californiano, un partido de American Football con las majorettes en un estadio inmenso, obras de mejora en el asfalto, el oso que identifica a Cal-Berkeley, mercadillos callejeros con los últimos hippies que parecen formar parte del atrezzo una exposición nostálgica, la danza en un teatro en la que las sombras de los bailarines pasan delante de una tela azul… Un mundo aparte de las necesidades cotidianas que convierte a ese campus cargado de excelencia en una suerte de utopía. 

La Universidad de California en Berkeley es una universidad pública estadounidense con sede en Berkeley (California). Es la institución insignia del sistema de la Universidad de California y está clasificada como una de las universidades más prestigiosas del mundo y la universidad pública número 1 en Estados Unidos. Fundada en 1868, ofrece aproximadamente 350 programas de pregrado y posgrado en un amplio número de disciplinas. En cuanto a los rankings, el Times Higher Education World University la ubica como la sexta mejor universidad del mundo en 2017, y U.S. News como la tercera mejor universidad del mundo en una clasificación efectuada en 2015 en más de 50 países, incluyendo a Estados Unidos. La Academic Ranking of World Universities ubica a Berkeley como la cuarta mejor universidad del mundo y la primera pública. Por departamentos se clasifica como la tercera mejor en ingeniería, cuarta en ciencias sociales y primera en matemáticas, física, química y ciencias de la vida. Entre sus docentes y alumnos hay 104 Premios Nobel, 9 Premios Wolf, 14 Medallas Fields, 25 Premios Turing, 45 Becas MacArthur, 20 Premios Oscar, y 11 Premios Pulitzer. Hasta la fecha, los científicos de Berkeley han descubierto 6 elementos químicos de la tabla periódica (californio, seaborgio, berkelio, einstenio, fermio, lawrencio). En colaboración con Berkeley Lab, investigadores de UC Berkeley han descubierto más de 16 elementos químicos en total – más que cualquier otra universidad en el mundo. La universidad administra tres laboratorios nacionales del Departamento de Energía Nacional de los Estados Unidos: el Laboratorio Nacional de Los Álamos, el Laboratorio Nacional de Lawrence Livermore y el Laboratorio Nacional de Lawrence Berkeley.

Desde este enlace pueden acceder, subtitulado en español, a un avance del afamado documental de Frederick Wiseman At Berkeley, un documental que cualquier persona apasionada por la excelencia universitaria agradecerá ver. La película completa, de pago, más de cuatro horas de grabación, puede verse desde este otro enlace.



Puerta de entrada al campus de la Universidad de Berkeley



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




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"La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura" (Voltaire)



miércoles, 19 de septiembre de 2018

[A VUELAPLUMA] ¿Queda algo de eso llamado excelencia universitaria?





Yo no había oído hablar de George Steiner en mi vida hasta que, va a hacer veinte años ya, leí su obra autobiográfica titulada Errata: El examen de una vida (Siruela, Madrid, 1998). Un excepcional libro que me impresionó profundamente. De mi emocionada lectura de Errata, recuerdo con especial intensidad los capítulos que hacen referencia a la enseñanza universitaria y a su propia experiencia académica, como alumno, primero, y como profesor después, siempre en busca de esa "excelencia" que caracteriza toda su obra. 

Dice Steiner: "Una universidad digna es sencillamente aquella que propicia el contacto personal con el aura y la amenaza de lo sobresaliente. Estrictamente hablando, esto es cuestión de proximidad, de ver y escuchar. La institución, sobre todo si está consagrada a la enseñanza de las humanidades, no debe ser demasiado grande. El académico, el profesor, deberían ser perfectamente visibles. Cruzarse a diario en nuestro camino". Y continúa más adelante: "En la masa crítica de la comunidad académica exitosa, las órbitas de las obsesiones individuales se cruzarán incesantemente. Una vez entra en colisión con ellas, el estudiante no podrá sustraerse ni a su luminosidad ni al desafío que lanzan a la complacencia. Ello no ha de ser necesariamente (aunque puede serlo) un acicate para la imitación. El estudiante puede rechazar la disciplina en cuestión, la ideología propuesta (…) No importa. Una vez que un hombre o una mujer jóvenes son expuestos al virus de lo absoluto, una vez que ven, oyen, “huelen” la fiebre en quienes persiguen la verdad desinteresadamente, algo de su resplandor permanecerá en ellos. Para el resto de sus vidas y a lo largo de sus trayectorias profesionales, acaso absolutamente normales o mediocres, estos hombres y estas mujeres estarán equipados con una suerte de salvavidas contra el vacío."

Perdonen la digresión. No he podido sustraerme de subirla al blog después de leer el artículo publicado hace unos días en el diario El Mundo, sobre el funcionamiento de nuestra universidad, por el jurista, catedrático y profesor de la Universidad de León, Francisco Sosa Wagner. Leánlo con atención, comparen el ideal universitario expuesto por Steiner y la situación que denuncia el profesor Sosa Wagner. Y luego, saquen sus propias conclusiones. En cualquier caso, no le echen la culpa del desastre sólo al gobierno, como hacen muchos, lavándose las manos cuales Poncios Pilatos. La culpa es de todos, colectiva, y moral: De las Cortes Generales, de los Parlamentos de las Comunidades Autónomas, del gobierno del Estado y de los gobiernos regionales. Y de las autoridades académicas y de los responsables universitarios: rectores, consejos sociales, claustros, decanos, directores de departamentos y profesores de toda clase y condición, que han convertido las universidades españolas en esa "aurea mediocritas", pero mediocridad al fin y al cabo, que acreditan todos los índices académicos europeos y mundiales. Y también de los alumnos, para la mayoría de los cuales "el ansia por el saber" que debería caracterizar su paso por la universidad es algo que les resbala, y a los que solo preocupa la obtención de un título, que no les sirve en la práctica para casi nada, pero en el que se dejan los mejores años de sus vidas y sus ahorros o los ahorros de sus padres. Pero lo peor de todo lo anterior no es eso; lo peor es que ninguno de los citados va a asumir responsabilidad alguna sobre ese desastre, lo que significa que nada o casi nada va a cambiar. ¿Qué hay excepciones?, por supuesto. Haberlas haylas: entre instituciones, profesores y alumnos, pero son las excepciones, espléndidas, que confirman la regla.

Al final, las tropelías que, al parecer, han podido protagonizar algunos políticos, comienza diciendo el profesor Sosa Wagner, han incorporado al orden del día el funcionamiento de la Universidad después de años y años en los que se han sucedido las reformas legislativas sin apenas despertar más interés que el mostrado por círculos minoritarios a los que nadie ha hecho el menor caso. Así, por ejemplo ¿cómo es posible que se desmantelara el sistema de acceso al profesorado universitario mediante pruebas públicas sin que apenas se oyera una voz crítica o de desacuerdo? Porque el lector ha de saber que, en estos momentos, los tribunales que juzgan a quienes van a ser catedráticos o profesores titulares de por vida los están nombrando en la práctica -y a salvo las excepciones, que puede haberlas- ¡el propio candidato! Y digo "el" en singular porque normalmente no hay más que uno. 

Es verdad, se me dirá, que hay un proceso previo de acreditación pastoreado por una agencia pero no es menos cierto que a ese proceso le sobra de opacidad lo que le falta de rigor y precisión. Me refiero a la inexistencia en él de una presentación pública de méritos y a la discusión de esos méritos por expertos con los candidatos y entre los candidatos. Hubo una época, la de las habilitaciones, que propició la competencia y el conocimiento de los programas restableciendo al tiempo el sorteo de los especialistas que habían de juzgar las pruebas. Flor de un día. La conclusión es que hoy se acreditan algunos que son magníficos profesionales, precisamente los que no hubieran tenido miedo a enfrentarse a un sistema exigente y público, pero, al mismo tiempo, se cuelan por ese cedazo tan poco sutil personas a quienes les falta el suficiente grado de cocción. Y añado: ha habido reformas universitarias más o menos afortunadas pero es mérito (y lamento decirlo) del Gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero haber culminado la más desastrosa de todas: de ella se derivan los males más groseros y más infecciosos que aquejan al entero sistema.

Sigo: ¿cómo es posible asimismo que la composición de los tribunales que juzgan las tesis doctorales esté confiada a lo que dispongan las Universidades sin más exigencia que la de ser doctor (no fontanero ni guardia urbano) con experiencia investigadora acreditada, así, sin mayores precisiones? Ahora se está hablando del que juzgó la del actual presidente del Gobierno y muchos nos echamos las manos a la cabeza a la vista de su insuficiente calidad pero eso es así, o puede ser así, en todas las pruebas de doctorado que se realizan en las Universidades españolas. Además desde hace poco se ha reducido a tres el número de juzgadores cuando siempre habían sido cinco. Con la excusa de ahorrar en dietas y demás. ¿Por qué no se ahorra en remunerar a cargos y más cargos que nombran los rectores para ganarse los votos? Porque sépase que la gestión universitaria está en buena medida en manos de un personal puesto a dedo por quien es elegido para ejercer la magnificencia rectoral, la mayoría de ellos profesores que nada saben de la muy complicada gestión universitaria y que, por ello, si algo les sale bien es por casualidad. 

Repito: cuando se han aprobado todas estas reformas malhadadas, lamentables y vergonzosas ¿alguien ha dicho algo? ¿fuera de la Universidad o dentro? Muy poquitos. Tampoco la multiplicación de Facultades y Escuelas, sin ofrecer serias señales de especialización en todos los rincones de España, nunca ha sido puesta en la picota. Al contrario, los medios de comunicación locales han celebrado que los rectores consiguieran que se les reconociera por la autoridad (in) competente los títulos más estrambóticos. En fin, están los másteres. Lo estamos viendo: cada español quiere adornarse con uno de esos másteres sembrado por los nuevos planes de estudio que, acortados en sus dimensiones tradicionales, han crecido y se han alargado -como planta trepadora y enredadera- por el costado del máster. El hallazgo tiene mucho de abominable pero es el inventado en esta España preñada de vacuidad, esta España trocada por los encantadores en alijo de papanatas. Ha consistido el negocio -porque negocio es- en acometer contra las licenciaturas dejándolas en los huesos de un puñado de asignaturas: lo que siempre se había estudiado en cinco años pasa a «no estudiarse» en tres o cuatro encomendándose el resto a un máster. ¿En manos de las universidades? Sí pero también de una sociedad mercantil, unos grandes almacenes, el despacho de unos abogados, un consorcio de seguros... lo que sea siempre que el anuncio del producto (porque de producto se trata parecido a una aspiradora) esté formulado en inglés. Y así el colmo de la cursilería es el propio nombre: máster. No maestría: máster ... en Márketing digital, máster en Coaching y máster en Fundraising y del máster al ránking y del ránking a... al artificio tontuno, al mundo trabucado y de trabucaires, es decir, a la imbecilidad manifiesta. Que es donde estamos. Con decir que hay un máster para conseguir el título de influencer me parece que no queda nada por añadir. Pero añado: lo repugnante es que este embeleco destinado a acabar con lo más preciado que tiene una sociedad, a saber, la cultura, la formación y la educación, ha sido votado y decidido con entusiasmo, cuando no impulsado, por fuerzas políticas que se envuelven en una bandera, la del progreso, convertida así en siniestro sudario mortuorio. 

Pedir ahora la publicidad de los trabajos universitarios, lo que han impedido en el Congreso los dos partidos mayoritarios, está bien pero a mí se me antoja que es algo parecido a imponer por ley que el personal se duche. De resultas de todos estos enredos casi todos los españoles son alumnos y, poco después, profesores de un máster, en realidad, sacerdotes de un culto trivial. No acaba aquí el flagelo: por encima del profesor de máster está el director de máster y, junto a él, el codirector de máster y el coordinador de máster, casi siempre camaleones del viento como diría nuestro Baltasar Gracián. Sí, Gracián, aquel jesuita que en el siglo XVII defendía la primacía de la "testa sobre los textos".

España, lector, ha quedado envuelta en un máster como esos edificios que Christo, artista búlgaro, envuelve en sus paredes de nailon.Culpable de estas extravagancias que padecemos es la idea de la autonomía universitaria. Admitida con la mejor intención en la Constitución, hoy no existe más que en la forma de un corporativismo generador de una endogamia implacable. Porque, y esta es la clave, se ha olvidado que lo relevante no es la autonomía de una organización que vive del dinero público sino preservar el ejercicio, por los individuos concretos que en ella desarrollan su trabajo, de sus libertades básicas: de investigación, de cátedra, de expresión... Este es el núcleo del asunto, lo que en verdad vale la pena defender y para ello, en un Estado de Derecho, no es necesario ampararse en una autonomía tergiversada que, en puridad, ha envuelto un servicio público como es el universitario en una organización gremial y corporativa. 



Dibujo de Javier Olivares para El Mundo


Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




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jueves, 10 de mayo de 2018

[PENSAMIENTO] Sobre el mito de la caverna





En el otoño de 1982 el profesor Emilio Lledó, catedrático de Historia de la Filosofía en la Universidad Nacional de Educación a Distancia (UNED), impartió en el centro asociado de la misma en Las Palmas de Gran Canaria un Seminario de cinco días sobre algunos de los textos de Platón, Aristóteles y San Agustín. Los privilegiados alumnos del mismo no pasábamos de una docena. 

Ya he relatado anteriormente lo que dice el pensador George Steiner en Errata. Examen de una vida (Siruela, 1998) sobre el encuentro con la excelencia universitaria, esa aura inmaterial que marca al alumno para toda la vida, cuando tropieza con un maestro excepcional. Me pasó a mí es ese Seminario del profesor Lledó. Fue, sin duda, la experiencia más inolvidable de toda mi larga vida universitaria, y me dejó un imborrable recuerdo y admiración por él y una pasión sin límites por la cultura y la filosofía de la antigua Grecia. 

Lo he rememorado estos días leyendo dos libros, Idealismo y barbarie (Trotta, 2018), del profesor italiano Diego Fusaro, y Sobre la educación (Taurus, 2018), del profesor Lledó, en los que ambos filósofos hablan del famoso Mito de la Caverna expuesto por Platón al comienzo del libro VII de su República.

La metáfora de la caverna, dice Fusaro, es la imagen por antonomasia de la emancipación del género humano. En ella verdad y libertad, contemplación y acción van indisolublemente unidas, pues la conversión al cielo de las ideas implica la exigencia política de que el filósofo baje otra vez a la caverna para liberar a sus conciudadanos. La actitud filosófica es así la propuesta de una alteridad dignificadora que denuncia la injusticia del estado de cosas existente con miras a su transformación, construyendo una razón utópica capaz de vencer a la ideología que entroniza lo existente, esto es, el mercado global transfigurado en jaula de hierro. 

Desde otra óptica, no muy diferente, pero que comparto en mayor grado que la de Fusaro, y también más "poética", el profesor Lledó comenta el mito en uno de los capítulos de su libro citado, básicamente en los mismos términos en los que nos lo relató a sus alumnos en aquel lejano Seminario del curso 1982-1983:  

El mito cuenta, comienza diciendo el profesor Lledó, que estaban atados por las piernas y por el cuello. Y desde niños. No te­nían posibilidad de mirar a otro sitio que al iluminado fondo de la cueva. Iluminado por un fuego que, a mitad del camino entre la posible, leja­nísima, salida y los prisione­ros, estrellaba, ante sus ojos, las sombras de unos objetos alzados sobre las cabezas de misteriosos porteadores. Los prisioneros no podían ver sino esas sombras, porque tras sus espaldas y ante los porteadores se alzaba un muro tan alto como estos per­sonajes, y que impedía descu­brir la totalidad de la tra­moya.

En la implacable noria de esos silenciosos caminantes del otro lado del muro habría al­guno que comentaría lo pesado de la carga, lo duro y aburrido del camino que, como Sísifos de sombra, estaban condenados a hacer. Y los prisioneros oirían los ecos de esas voces, es­cucharían palabras, e imagina­rían que, en su larga pantalla de sombras, eran esas sombras las que hablaban. Incluso fami­liarizados ya con esa procesión, acabarían acostumbrándose a ella, queriéndola y hasta con­cursando por ver quién era el más sabio en oscuridades, y cuál de las sombras volvería a aparecer, de nuevo, en su mi­rada.

El mito no cuenta quién ati­zaba el fuego, quién había idea­do el muro, quién dirigía, ocul­to, a esos porteadores resigna­dos, prisioneros también, y abotargados en su engañoso oficio. Sólo dos clases de figu­rantes aparecen en la gran far­sa: los cautivos sentados ante la última pared de la caverna, in­capaces de mirar otras cosas, de añorar otra cosa que las sombras, y esos porteadores que, aunque aparentemente li­bres, ya se habían sometido al empleo de mediadores de la ti­niebla. Probablemente pensa­rían que su destino era conso­lar la soledad de los cada vez más felices, entretenidos, vi­dentes. Quizá nacieron agarro­tados también, como los pri­sioneros; pero el señor del muro y del fuego, el señor de las imágenes y el camino, los había liberado de ser única­mente ojos sin luz, para que, al menos, pudieran tener pasos ­por la estrecha senda amurallada, o para que pudieran ser comparsa de sus maquina­ciones. Tal vez no era preciso suponer señor alguno, y un decidido promotor de espec­tros, soñador de otras cavernas, fue el pri­mero que empezó a abrir la ruta desde la que, vorazmente, se consumían más imáge­nes porque seguía creciendo la tropa de los inertes y ofuscados prisioneros.

Esa ofuscación animaba las entrañas de los contempladores. Vivir de imágenes sos­tenidas tan sólo por un pequeño corazón de sombra era un alimento suave para ojos que nunca habrían de levantarse hacia la luz. El señor, si lo había, o, en su defecto, algunos de los porteadores cavilaron que era mejor para sus clientes, atenazados por las piernas y el cuello que, por su bien, creyesen que las inertes cosas que veían estaban sólo allí, al fondo de sus ojos, y nacían de la fantasma­górica pared. Esta ignorancia les liberaba del sufrimiento que da saberse víctimas in­defensas del camino, del fuego, del muro. El alimento de imágenes, enlazadas por el mí­sero discurso de los porteadores, acababa por disolver a aquellos mirones de la oscuridad. Mirar sólo en lo oscuro ahuyenta el horizonte de cualquier camino, desfonda el ánimo para cualquier huida, para desear algo que no sea seguir percibiendo el cons­tante chisporroteo de la turbia luz.

Enseñados a hablar por las imágenes, los prisioneros querrían incorporarse a ese con­solador discurso que les muestra lo que hay que ver y que les facilita la forma de verlo. Serían capaces de gritar pidiendo más som­bras, de reclamar más visiones, de condenar o absolver, según el juicio que les fue insi­nuado al otro lado del muro que nunca vieron. Personajes irreales del mundo de la irrealidad flotarían, como espectros, sobre sus ligaduras, dictando al señor de la hogue­ra las secuencias que desean ver, las que quieren eliminar.

Pero el mito cuenta, además, el proceso de una verdadera liberación. Hay un prisio­nero que escapa. Alguien -no se dice quién- le desató, le obligó a levantarse y le puso en camino hacia la luz. No hacia la luz del solitario fuego que arde en el centro de la caverna, sino hacia la salida, hacia el sol. Es verdad que el camino, cuesta arriba, es penoso, y que los ojos, hechos a la oscuri­dad, sufren a medida que tienen que irse abriendo a otros resplandores. Es verdad que, a ratos, se tienen ganas de volver al si­llón donde nos atenazó la costumbre; pero donde nos acarició la oscuridad. Porque duelen los ojos de ir atisbando cosas reales y, sobre todo, de descubrir el ridículo mon­taje del muro y de sus pálidos servidores. Duele la rabia de haber creído que todo era eso; la dura nostalgia de los días perdidos. Un lejano senti­miento de culpa se levanta, además, por haber colaborado, aunque sólo fuera como pasivo partícipe, en la ideología de la nada.

Libre, al fin, de la caverna, el prisionero necesita un largo aprendizaje para resistir la nue­va luz; para no añorar dema­siado la tranquila, cómoda, ti­niebla que le circundaba. Una tiniebla entre la que apenas pudo vislumbrar los objetos que el telón de cueva le ofrecía, a pesar de la incansable llama­rada de la hoguera. Por ello nunca supo tocarlos, nunca pudo llegar a conocerlos, al no haber aprendido la diferencia entre lo concreto y lo abstrac­to, entre lo real y los esperpentos, entre la verdad y el engaño. Un mundo mezclado y turbio había sido el suyo. Tan distinto de éste que ahora miraba, y donde la luz de sus ojos, her­mana de la del sol, bañaba, sin confusión, todas las cosas.

Probablemente entonces, al descubrir el prisionero todo lo que alcanza la mirada, y hecho como estaba a utilizar la vista, aunque fuese entre tinieblas, pensó que aquella maquinaria del mirar, en la que había creci­do, podría revolucionarse, con tal de que tuviese otra luz distinta por mensajera. Una luz que diese vida y saber a la mirada, y a la que acompañasen palabras más firmes que aque­llas en las que, como aplasta­dos ecos, le educaron. No sabe­mos tampoco si, en un momen­to de desesperación, pensó que era imposible transformar esa fábrica de un ver en el que se agotaba la pasión por sentir, por crear, por vivir.

El mito no habla ya de pro­yectos; pero sí nos narra el mo­mento más dramático de esta historia. Ese prisionero feliz por haber conocido la posibili­dad de otro mundo distinto, por haber gozado de la visión alentada de sabiduría, roza, por ello, la infelicidad. Una in­felicidad provocada por la ne­cesidad de compartir su ver­dad. Y en ese momento recuer­da a sus ensombrecidos com­pañeros, y aprende la suprema lección de que nada vale ser so­litario gozador de la luz. Aunque le cuesta más esfuerzo que aquella primera escapada, desciende, de nuevo, a la caverna.

En este momento, el mito de la liberación se convierte en tragedia. Cuando el prisionero vuelve a ocupar su viejo asiento, sus antiguos com­pañeros se ríen de él. Ha olvidado la forma de mirar aquellas imágenes que tan bien le sentaban; no sabe confundir las voces y los ecos que se aplastan al fondo de la cueva; no le sosiega el adormecedor murmullo de la oscuridad. La risa, sin embargo, acaba convirtiéndose en el crispado rito de la muerte, cuando el prisionero intenta, como con él hicieron, liberar, animar, empujar ha­cia otra luz. Lo único verdaderamente real en ese fantasmagórico universo es, al final, la muerte.

Lo contó con más detalle, más bellamen­te, Platón, hace 24 siglos, al comienzo del libro séptimo de la República: “¡Qué extra­ña escena describes, dijo Glaucón, y qué ex­traños prisioneros!”. “Iguales que nosotros -dije-“.






Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




HArendt






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