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martes, 6 de agosto de 2019

[A VUELAPLUMA] La filosofía y el ridículo


Dibujo de Eduardo Estrada


Hay quienes se pronuncian sobre las cosas desde una presunta superioridad moral, intelectual y política. Tienen el mismo derecho a opinar que cualquiera, pero sus homilías pueden volverse contra ellos, comenta el filósofo y escritor José Luis Pardo. 

Aunque tomaré como punto de partida la publicación, el pasado 30 de mayo, de un artículo de apoyo a Josu Ternera en el diario francés Libération, comienza diciendo Pardo, firmado por Alain Badiou, Étienne Balibar, Jean-Luc Nancy, Toni Negri, Jacques Rancière y Thomas Lacoste, no pretendo actuar como azote de estos ilustres pensadores a quienes ya me he referido colectivamente en alguna ocasión. Por el contrario, defiendo sin matices su libertad para opinar sobre cualquier materia pública según su mejor saber y entender: en nombre de la libertad de expresión, defendí en su día el derecho de los dibujantes de Charlie Hebdo a ridiculizar a los profetas, y por el mismo motivo defiendo ahora el derecho de los profetas a hacer el ridículo. Sobre lo que quiero llamar la atención es sobre la condición de filósofos que ostentan los cinco primeros aludidos, que el citado diario destaca en la cabecera del artículo.

¿Qué efecto social puede tener, sobre la percepción pública de la filosofía, el hecho de que un artículo de este tipo esté firmado por cinco de sus más eminentes representantes en el escenario internacional? Todos los profesores de filosofía sabemos perfectamente que la formación académica que hemos recibido no nos habilita para inferir (en el sentido serio de este verbo), a partir de las consideraciones teóricas propias de nuestra disciplina, una posición política como la expresada en el citado artículo. Es decir, sabemos que estas afirmaciones no las hacen los aludidos en cuanto filósofos, sino sencillamente en cuanto ciudadanos, como podría hacerlas un titulado superior en química o un barrendero.

Sin embargo, los ajenos a nuestro gremio no tienen por qué tener tan clara esta circunstancia. Existe un prejuicio social muy extendido acerca de la filosofía —reforzado cuando se agolpan tantos apellidos de filósofos como en este caso—, en el sentido de que el filósofo tiene derecho a expresar este tipo de opiniones desde la autoridad que le confieren los conocimientos propios de su disciplina, porque él sabe algo más que los abogados, los filólogos o los numismáticos. Este prejuicio arraiga en el pasado histórico de la filosofía, cuyo detalle no es este el lugar para desgranar, pero en el cual hubo dos momentos en los que se tomó a sí misma por algo así como una superciencia: uno, en los siglos XVI-XVII, cuando se creyó capaz de utilizar el método matemático para resolver cuestiones como la existencia de Dios o la inmortalidad del alma; y otro, en los siglos XIX-XX, cuando se confundió con la historiografía científica y con las que ahora llamamos ciencias “sociales” o “humanas” y pretendió disponer de un saber acerca de los fines últimos de la historia de la humanidad.

Aunque siempre hay resistencias irreductibles (del mismo modo que quedan personas que practican la magia negra o creen en la astrología), la primera confusión —la de que la filosofía tiene algo que decir acerca de la naturaleza que supera el saber de la física matemática o de la biología— ha quedado felizmente descartada como una ilusión. La segunda —la de que la filosofía tiene algo que decir acerca de la sociedad que es más profundo y verdadero que lo que dicen las ciencias sociales— también, pero esta última noticia no se ha divulgado tanto como la primera, y el reducto de los resistentes es más numeroso y tenaz. La razón de ello es fácil de comprender. La distinción entre filosofía y ciencia es uno de los motivos de la merma de relevancia social de la filosofía y del ninguneo que esta padece a menudo tanto en el ámbito cultural como en el académico, fuente de un cierto complejo de inferioridad que quienes nos dedicamos a la filosofía llevamos incorporado a nuestro ethos profesional.

Así, cuando se nos recrimina que nuestros presuntos conocimientos acerca del Bien, la Verdad y la Belleza están muy lejos de los que sobre estas materias dispensan las leyes, las ciencias y las artes, algunos filósofos se defienden con la siguiente excusatio vulpina: vivimos en un mundo que se ha alejado de los verdaderos fundamentos de la vida humana, que se conforma con explicaciones superficiales y desprecia el verdadero rigor intelectual y moral, y frente a ese mundo (que sólo se guía por criterios de rentabilidad inmediata) la filosofía —y no la química, la antropología o la musicología— representa el denostado pabellón de la razón pura, atenta únicamente a los intereses genuinos de la humanidad; en un mundo malo, feo y falso (vulg. “capitalismo”), lo normal es que el Bien, la Belleza y la Verdad no estén sólo desacreditados, sino perseguidos.

Con este argumento consiguen estos filósofos explicar su inferioridad como un estigma que la sociedad les impone justamente debido a su superioridad moral e intelectual y al carácter políticamente revolucionario de sus conocimientos. Ellos pueden criticarlo todo (tienen el monopolio del espíritu crítico), pero nadie puede criticarles a ellos sin colocarse inmediatamente en el bando de los malvados. Así que, incluso cuando dicen barbaridades, los fundamentos y motivaciones de su palabra parecen estar más allá de toda sospecha.

Como ya he dicho, todos los profesores de filosofía, incluidos los firmantes del artículo antes nombrado, sabemos perfectamente que esa concepción de la filosofía es filosóficamente injustificable, y que los compromisos políticos que los firmantes han contraído nada tienen que ver con la filosofía. Pero también sabemos que muchos lectores —incluidos muchos profesores y estudiantes de filosofía que se sienten atraídos por este modo tan original de prestigiar su disciplina— percibirán su discurso como pronunciado desde esa presunta —pero falsa— superioridad moral, intelectual y política. También he dicho ya que estos pensadores tienen el mismo (pero no más) derecho a opinar que cualquiera. Pero es casi inevitable que sus homilías puedan acabar afectando a la reputación social de la filosofía, e incluso a la consideración de lo que las propias obras filosóficas de estos autores puedan tener de valor, como ha sucedido notoriamente en casos —ciertamente muy alejados de los aludidos— como los de Sartre o Heidegger, debido a sus conocidas y lamentables defensas públicas del totalitarismo.

Por tanto, es posible que la peor parte del descrédito que padece la filosofía, y del que tanto nos quejamos sus profesionales, no proceda exactamente de la animosidad del capitalismo contra Aristóteles o Gottlob Frege, sino de una mala digestión por parte de algunos pensadores de las restricciones que la razón crítica ilustrada impuso a la teología, que también aspiraba al título de superciencia y a dirigir las conciencias de sus súbditos hacia el bien supremo. Estas restricciones hicieron posible institucionalizar la libertad de pensamiento en virtud de la cual los firmantes del artículo en cuestión han podido expresar su santa opinión, a pesar de que sea un despropósito.






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martes, 23 de julio de 2019

[A VUELAPLUMA] Cuidado con las palabras que terminan en fobia





Cuidado con las palabras que terminan en “fobia”. El uso de ese elemento indica que se quiere ganar en la retórica lo que se sabe perdido en la argumentación, escribe la filósofa Amelia Valcárcel. 

Cuando queremos comprender algo, comienza diciendo Valcárcel, nos servimos de conceptos. Tenemos un buen arsenal para abordar las realidades que se nos vayan presentando. De hecho estamos, desde que la democracia preside nuestro campo de lenguaje, conceptualizando sin tregua. Cuando comparece el concepto, cambia lo que había. La “corrección marital”, esto es, golpear a la mujer propia, se convierte en “violencia doméstica”, y lo que antes se admitía, ahora se reprueba. El “piropo” y las “bromas” sexuales ahora son acoso en el ámbito público, y así sucesivamente. Los conceptos no se producen sin publicidad o debate. Ese es su modo normal de venir a la existencia. Han de ganarse el uso.

Otras expresiones, sin embargo, tienen diferente origen y vienen por otros caminos. Son lo que puede llamarse “expresiones felices”. Vienen de la creatividad lingüística. A veces han sido cuidadosamente pensadas y acuñadas en lugares expertos. Lakoff nos enseñó bastante sobre el asunto. Se fabrica una expresión feliz y se lanza al ruedo. Es un neolenguaje que busca tener efectos sin necesidad de padecer el debate de su formación. Bajas los impuestos a los ricos y lo llamas “alivio fiscal”, por ejemplo. Y así, a cada medida contraria a lo socialmente fácil de aceptar se le inventa un nombre que la encubra lo bastante. En realidad ya lo había visto Orwell, que nombró a los ministerios de su tremenda distopía con nombres perfectamente contrarios a su verdadera función. El ministerio de la verdad fabricaba mentiras. El del amor torturaba.

Pues algo hay ahora: cada vez que alguien sueña con mantenerse por encima de la opinión bien formada o del debate moral toma una venerable palabra médica, “fobia”, y la hace aparecer al final del asunto que quiere amurallar. Así hemos ido oyendo que existe la “islamofobia”, la “pornofobia”, la “transfobia” y hasta la “putofobia” y la “surrofobia”. De esa mineralogía tenemos varias palabras. La máquina puesta en funcionamiento parece haber entrado en galope y estar a término de desbocarse. Porque la palabra “fobia” tiene un claro contexto de uso, el directamente médico. Es una fobia el miedo irracional que se manifiesta violentamente y cuyas consecuencias físicas son perceptibles: sudor, temblor de manos, boca seca son sus síntomas primarios. Las tres características del miedo extremo. Es una reacción desorbitada a algo que no la merece. Hay fobias conocidas: aracnofobia, claustrofobia, la fobia a los espacios abiertos, fobia y ahogo cuando se está entre multitudes, fobia a la visión de la sangre. Otras menos, amaxofobia, miedo a conducir. Siempre miedo irreprimible a algo que, sin embargo, no presenta un peligro verdadero. El asunto de la fobia es la carga emocional.

Pues bien, fuera de tal contexto, de marcas claras, el uso de “fobia” o palabras que la contengan es meramente retórico. Por raro que parezca, se usa para fobizar. Significa directamente una disuasión. Hay gente que cuando quiere impedir un debate, hablar a fondo sobre una cuestión importante, decide evitarlo usando un concepto nuevo que resulte fóbicofeliz. Se pronuncia “fobia”, asociada al objeto escamoteable, y se espera el resultado. En las sociedades abiertas, por supuesto. En otras me temo que no tenga caso. Porque prohibir un debate en las sociedades abiertas no es fácil. Pero la acusación de falta de respeto o de tolerancia sí es una de las severas. De ahí el uso sustitutivo de ese venerable término médico. Con él se apunta a esas dos prohibiciones y además se insinúa falta de raciocinio. Acusas a alguien de una insensata conducta irracional contra algo que no da motivo y, por tanto, avisas de que sus palabras deben impedirse. Es un “cállate”. Casi un ejecutivo austineano. Un “cállate” absoluto. Si algo no te gusta o no te convence, nada de criticar, cállate.

Pero en una sociedad abierta, mandar callar casi no entra dentro de las atribuciones de nadie. Es casi imposible. Las ideas, religiosas y no religiosas, no son de suyo respetables; las respetables serán, en todo caso, las personas que confiadamente las mantienen. El negocio de los gabinetes publicitarios es la fabricación de términos, expresiones felices y eslóganes. Para ello usan las palabras forzando su contexto. O decididamente las inventan. Es un asunto entre la publicidad y el debate moral abierto. Pero la democracia no pica. La palabra “fobia”, fuera de su contexto, no es una cerradura, sino la señal de que existe una prohibición de libertad de palabra que se hace por las bravas y sin fundamento. Indica que se quiere ganar en la retórica lo que se sabe perdido en la argumentación.


Protesta en apoyo de Mmame Mbage (Foto de Marcos del Mazo)



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viernes, 19 de julio de 2019

[A VUELAPLUMA] Oxigenada





Decir lo que se piensa y ser visible es un privilegio por el que se paga peaje, comenta la escritora Marta Sanz. Soy una privilegiada porque mis palabras llegan, comienza diciendo. A la vez, mi visibilidad —de dedito tieso—, en este mundo vigilante de casas con paredes de vidrio, cookies,micrófonos ocultos en la barriga del robot chef y periódicos en línea, me hace sentir sobreexpuesta. Por cada parte visible de mi cuerpo aparece un megáfono que me juzga porque tiene derecho. Esa visibilidad —de frente y de perfil— produce un estrés que nace de la falta de fotogenia: hay ciertos discursos poco favorecedores. Nuestros pulmones son piezas envasadas al vacío. Isabel lleva un reloj que mide pulsaciones. El reloj ordena: “Respire”. Isabel, desparpajada, responde: “Pues ahora no me viene bien”. Qué envidia. La gente visible padece ictus: cantantes, políticas y políticos, profesionales de la televisión, editoras y editores. Las enfermedades y muertes de personas invisibles no son objeto de necrológica. En este ecosistema de éxitos volátiles y frustración —falso movimiento— convivimos: quienes quieren alcanzar popularidad por nada, personas espectaculares hasta cuando mueren y ocultos individuos poderosos. A quienes tendrían más motivos de queja los amordaza el miedo y no tienen dinero ni ganas de ponerse a tuitear.

Decir lo que se piensa y ser visible es un privilegio por el que se paga peaje: en la zona de comentarios de un diario conservador me mandaron a tomar por culo. Va en el cargo de privilegiada. Viva. Convendría que las cabeceras de los diarios se preguntasen si el criterio editorial es lo mismo que la censura: lo que les importa a algunos periódicos no es la libertad de expresión ni la apertura de foros donde disentir —en algunos medios alternativos funcionan divinamente—, sino la atractiva posibilidad de que, tras la pantalla, mane la sangre. Porque la sangre hace ruido y caja. El espectáculo de los comentarios insultantes. Todo el mundo dice despreocupadamente: “¡No mires ahí abajo!”. Pero bajo la trampilla del sótano hay personas, y yo no soy una señora que asuma una posición de aristocrática indiferencia. Luego están los que mantienen que esa es la puerta para expresar un rencor legítimo. Sin embargo, si las famélicas legiones nos pusiéramos a hacer otras cositas, puede que otro gallo nos cantara. Porque quizá soltar bilis en los habitáculos internáuticos produzca un efecto ansiolítico que distrae de otro tipo de acciones cívicas y transformadoras.

En La Vorágine, espacio cultural y político de Santander, vivimos una experiencia presencial enriquecedora sin que nadie dijese amén: puede que mirarse a los ojos invite a hablar con respeto. Desde la conciencia del cuerpo en conversación abogo por un humanismo físico. En los territorios virtuales nos rechinan los dientes: le he dicho a esta tía que se vaya a tomar por culo porque esta tía —yo— consigue una tribuna gracias a sus abyecciones. La hipótesis del mérito y las bondades de la educación pública no se valora, y se genera un ámbito en el que el odio y los prejuicios de diferentes tendencias ideológicas y clases sociales se confunden en papilla que suma votos para la ultraderecha planetaria. La piedad se ha vuelto demasiado peligrosa, y, si no tomas la palabra en legítima defensa, estarás despreciando a contrincantes —¿L, XL, XXL, todos de la misma talla?— que te desean invisibilidad y silencio eternos. Me muerdo físicamente la lengua y esbozo un aforismo: La vida es elegir quién prefieres que te insulte. “Respire”, me indica el relojito. Yo lo hago.



Foto de Juan Barbosa para El País


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viernes, 28 de junio de 2019

[PENSAMIENTO] El valor de las palabras en democracia





Para comprobar que las palabras importan, basta con atender a uno de los aspectos que más han centrado la atención de la opinión pública española desde que hace dos años se publicase la sentencia que condenó por abuso sexual a los miembros de La Manada cuya condena acaba de ser elevada por el Tribunal Supremo, comenta en Revista de Libros el profesor de Ciencia Política de la Universidad de Málaga, Manuel Arias Maldonado. 

Ha entendido éste que puede darse por probada la intimidación que sus colegas de la instancia inferior no llegaron a contemplar, al subsumir los hechos probados dentro del abuso por prevalimiento. Se trata de tecnicismos, claro: los que se espera que contenga el Código Penal de una sociedad avanzada que refina en la mayor medida posible la distinción –y el castigo– entre conductas. Pero lo interesante del caso es que ya desde las primeras manifestaciones públicas la protesta fue unánime: «¡No es abuso, es violación!» A pesar de que, como se esforzaron por explicar incontables penalistas, tanto el abuso como la agresión son variantes de la violación. De ahí que una de las exigencias que se plantean a los expertos que debaten la reforma del Código Penal «con perspectiva de género» es que se reintroduzca en éste, con todas las letras, el delito de violación, que había desaparecido del mismo con su última reforma progresista.

Dado que esa contrarreforma no se ha aprobado todavía, resulta desconcertante que la decisión del Tribunal Supremo que interpreta el siniestro episodio pamplonica como agresión en vez de abuso haya conducido a no pocos medios de comunicación, así como al mismísimo presidente del Gobierno a través de un tuit, a sostener que con ello queda finalmente confirmado que «fue violación». ¡No nos enteramos! O no queremos enterarnos: ya era una violación en la primera sentencia, cuando los hechos se calificaron como constitutivos de «abuso», y no son más violación ahora que antes por el hecho de pasar a entenderse como «agresión». Pero, ¿cabe la posibilidad de que la opinión pública española se hubiese conducido de otra manera si la primera sentencia hubiese podido condenar por «violación», conforme a un imaginario Código Penal, aunque la pena hubiese sido la misma? No es descartable: la potencia simbólica de la palabra «violación» así lo sugiere.

De aquí pueden deducirse muchas cosas, pero una de ellas es que elegir bien las palabras posee una importancia crucial. Y tal es, precisamente, el tema del ensayo con que el filósofo barcelonés Daniel Gamper ha obtenido el último Premio Anagrama de Ensayo. Aunque, en el subtítulo, Gamper hace una concesión al uso común de la lengua –o del habla– refiriéndose a la «libre expresión», luego matiza que él prefiere hablar de «palabra libre». De ahí el título: nos habla Gamper de las mejores palabras, que de algún modo sería lo contrario de una palabra cualquiera, pero tampoco es lo mismo que las buenas palabras, y menos aún que unas palabras bonitas. Hay aquí, por tanto, implícito un claro componente normativo, prescriptivo: nos toca esforzarnos para dar con la mejor palabra, pues es responsabilidad nuestra no salir del paso de cualquier manera. Nos recuerda Gamper que, si la palabra puede devaluarse, es porque tiene un valor. Y presenta, a partir de la idea contraria de que hemos de recuperar el valor de la palabra, una sucesión de brillantes meditaciones sobre los momentos en que tal cosa puede suceder.

A mí me interesa aquí, principalmente, seguir el hilo que tiene que ver con la esfera pública y la democracia: con la valencia política de las palabras. Gamper empieza señalando sobre esto que las democracias vienen a exigir tácitamente que todos puedan opinar sobre asuntos de los que no saben nada. Pero nótese que demandar una opinión (obligarnos a formárnosla) no es lo mismo que hacer posible su formulación pública (dar la oportunidad de expresarla). Por lo demás, Gamper adopta una inteligente cautela cuando señala que «lo humano sólo existe en cautividad y la libertad que ahí se puede dar es toda la libertad posible», aplicando este razonamiento a la propia libertad de palabra. Una palabra completamente libre es siempre utópica, porque jamás se darán las condiciones para ella: la comunicación se desarrolla siempre dentro de una comunidad en la que hay un horizonte de expectativas compartido. Robinson Crusoe puede hablar libremente mientras se mantiene solo en la isla, pero es como si no dijera nada: nadie le ha oído decir.

Esta idea de una comunidad con un horizonte de expectativas compartido se torna más problemática, sin embargo, cuando conjugamos nación con lengua y democracia. Acierta Gamper cuando apunta que el demos suele aglutinarse en torno a una comunidad de lenguaje y que una de las debilidades del proyecto europeo es la división de esferas públicas nacionales, cada una con su lengua propia. Estas dificultades, añade, se reproducen en los Estados plurinacionales –podemos dejarlo en federales– donde las lenguas minoritarias luchan por ser reconocidas y sólo podrán tener éxito cuando conquistan los canales institucionales. Sin duda: ahí están las diferencias entre Francia y España o Suiza. Pero recuérdese que los promotores de la lengua minoritaria pueden poner ésta al servicio de un proyecto de nacionalización forzosa de sus ciudadanos, a la manera de esa «captura de las subjetividades» de la que hablan los teóricos políticos de inclinación psicoanalítica. En ese caso, las bellas palabras de una lengua minoritaria pueden convertirse en las peores palabras del ingeniero social. Daniel Gamper desliza una solución discreta: un apoyo institucional a la lengua más pragmático que chovinista. De qué manera pueda esto lograrse sin que quienes manejan los resortes institucionales caigan en la tentación de pervertir políticamente la lengua es asunto distinto que aquí no se resuelve. Y Cataluña es, tristemente, el ejemplo perfecto.

En último término, la reflexión sobre las mejores palabras tiene que ser, por fuerza, normativa: se refiere al modo en que habríamos de conducirnos lingüísticamente. De ahí que Gamper pida mucho, sin que podamos saber si pide demasiado: «Para que el espacio público sea habitable, los ciudadanos deben ser capaces de articularse de maneras mínimamente sofisticadas». Esto incluye una razonabilidad de corte rawlsiano, esto es, la capacidad de distinguir entre lo que rige en el grupo al que uno se adscribe y la validez general de un argumento, así como la capacidad de relacionarse críticamente con las propias convicciones. ¡Ahí es nada! Se incluye aquí implícitamente la exigencia de que el ciudadano diga palabras propias en lugar de limitarse a repetir las palabras de otros, que es lo que suele suceder: no somos mejores que nuestras palabras. Gamper escribe: «Todos somos filólogos en la medida en que, más que a los hechos, prestamos atención a lo que se puede decir y a cómo se dice». Pero lo cierto es que todos hablaríamos mejor si ejerciéramos como filólogos, sobrevolando la lengua e identificando la procedencia e intención de los mensajes que nos llegan en lugar de entenderlos de manera literal. Acaso porque no pide tanto a los ciudadanos, señala Gamper, el liberalismo político es una «utopía factible»: su preocupación es la estabilidad y, por tanto, la gestión eficaz del conflicto social.

Ocurre que John Stuart Mill es un autor liberal y, también, referencia ineludible para cualquiera que desee abordar el estatuto político de la palabra libre. Gamper no es una excepción y subraya el modo en que Mill defiende la libre expresión: como un derecho de los oyentes a no verse privados de todos los pareceres y opiniones. Da igual lo que persiga el hablante: la libre manifestación del pensamiento tiene una finalidad –una «utilidad»– cognitiva y política. Por eso Gamper prefiere hablar de «palabra libre» en el sentido de no interferida, sin que nadie pueda garantizarnos que van a prestarnos la atención que creemos merecer. Pero allí donde Mill elogiaba al excéntrico que permitía imaginar otras formas de vida en la sociedad victoriana, Gamper advierte de que ser excepcional –de un modo trivial– está al alcance de todos, y la disidencia en los gustos no puede convertirse en norma a riesgo de privar de todo sentido a la auténtica disidencia. Cuál sea ésta, sin embargo, no queda del todo claro fuera de los contextos en los que se combate un poder autoritario e injusto. ¿Son disidentes quienes hoy arremeten contra el neoliberalismo o el patriarcado? Difícilmente; aunque ellos lo crean.

Para Gamper, existe en el fondo una inevitable disonancia entre la necesidad de orden y la capacidad desestabilizadora de la palabra libre. Y de ahí que las democracias liberales no vean con entusiasmo las experiencias de la democracia participativa y deliberativa, promoviendo, en cambio, una relación «unilateral» con la ciudadanía. En esto, Gamper quizá sea injusto con la democracia liberal-representativa, máxime cuando él mismo defiende la «polifonía» conceptualizada por Jürgen Habermas como componente necesario de nuestras esferas públicas e invoca la ciudad plural de Aristóteles frente al organicismo de Platón. Nuestras sociedades liberales son plurales y se caracterizan por una conversación pública a la vez desordenada y cacofónica donde, como se señalaba más arriba, todos pueden opinar sobre asuntos acerca de los que no saben nada: es una conversación democrática que –hete aquí el cortafuegos liberal– no se comunica directamente con el proceso de toma de decisiones. Pero deducir de aquí que las palabras allí utilizadas son inservibles sería injusto: por supuesto que los climas de opinión se transmiten a las elites políticas. ¿Acaso no tratan esas mismas elites de influir en su favor sobre los climas de opinión? Por algo será.

Dicho esto, es evidente que las redes sociales nos muestran un diálogo en el que las palabras rara vez son las mejores, en el sentido en que Gamper entiende este adjetivo. Pero, como Habermas mismo se resiste a admitir, la escala de la conversación es decisiva para su calidad. Y ni siquiera la pequeña escala, como han mostrado innumerables estudios, garantiza que se imponga esa fuerza sin violencia del mejor argumento de la que habla el ya nonagenario filósofo alemán. En realidad, Gamper se apoya aquí más en Rawls, y lo hace para desacreditar la idea de que pueda o deba limitarse la libertad de palabra en nombre de la estabilidad social. Escribe Gamper: el discurso subversivo y el libelo sedicioso se permiten, toleran o alientan porque es muy improbable que consigan subvertir el orden, porque no lograrán concitar la adhesión de la mayoría de la ciudadanía.

Y ello, nos explica, porque el liberalismo ya cuenta con otros mecanismos que garantizan la fidelidad de los ciudadanos a la arquitectura institucional. Esto, sin embargo, quizá sea demasiado optimista: bien pueden proliferar malestares de distinto tipo que expresen, con variado andamiaje teórico, el rechazo al orden existente, de tal manera que su suma no resulte desdeñable. Dicho de otro modo: no sobrevaloremos la capacidad de unos regímenes políticos desencantados para sostenerse a sí mismos de manera indefinida. Esto no significa que haya de prohibirse el libelo sedicioso; pero no estaría de más atender periódicamente al tamaño de su tirada. Si no, podríamos decir a la democracia lo mismo que Cefisa a la Andrómaca de Racine: «Demasiada virtud podría haceros culpable».

En el último tercio del ensayo, el inteligente filósofo que es Daniel Gamper parece dejarse arrastrar por un cierto pesimismo acerca de la situación de la democracia y los derechos cívicos en las sociedades occidentales: aunque quizá sea yo quien abuse del optimismo. Pienso en la metáfora de la Torre de Babel que empleaba Peter Sloterdijk para dar cuenta de la dificultad intrínseca a una vida política que se hace entre personas que quieren distintas cosas, y a la que puede darse la vuelta: desde que se dispersasen las lenguas humanas, hemos avanzado de manera extraordinaria en la creación de una koiné con la que comunicarnos y en la adhesión a un conjunto de normas y derechos que modelan un mundo imperfecto pero mejorable. Tiene razón Gamper cuando nos llama a utilizar las mejores palabras, haciendo un esfuerzo por encontrarlas. Pero también nos advierte, en varias ocasiones, acerca de quienes «deciden no oír» y sobre el error que cometemos cuando pensamos que hay alguien que escucha en general. Es un asunto del máximo interés: porque está quien habla y está quien escucha. Y quien habla suele pararse a escuchar y viceversa, al menos en el curso de una conversación. De manera que las mejores palabras serán al menos tan importantes como los buenos oídos, pues sin personas dispuestas a tomar en serio nuestros argumentos y a darles la interpretación más generosa –en lugar de la más maliciosa–, poca democracia puede construirse. A este asunto dedicó Andrew Dobson un libro que aún espera traducción a la lengua española, en el que lamentaba la atención casi exclusiva que la teoría política ha venido dando al habla por delante de la escucha. A su juicio, la conversación democrática debería ser más rigurosamente dialógica, es decir, una relación en la que se diese igual peso a hablar y a escuchar, regulándose con el mismo ahínco el esfuerzo dedicado a ambas actividades.

En ambos casos, haciéndonos cargo de las palabras que pronunciamos, y prestando atención consciente al hecho de que también nos toca escuchar al otro, estaremos ganando autoconciencia: como hablantes y como oyentes. Esto trae consigo una mala noticia: ni siquiera esta disposición favorable garantiza la desactivación de nuestros sesgos tribales e ideológicos. Y una buena: no pueden desactivarse de otro modo.





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martes, 18 de junio de 2019

[A VUELAPLUMA] Reivindicación de la risa





El humor tiene la capacidad de revolucionar el statu quo, y quien lo veta o censura está amputando algo profundo en el ser humano, escribe en El País la profesora Máriam Martínez-Bascuñán, especialista en teoría política y social y teoría feminista y desde 2018 directora de opinión de ese diario. 

Las opiniones, como las de esta misma columna, pueden caer en dogmas o afirmaciones categóricas, comienza diciendo Martínez-Bascuñán. No sucede así con el humor. Su peculiaridad es que, sin sermonear, el humor tiene otro carácter abrasivo, el de la habilidad para hacernos escapar de los discursos prevalecientes sin avasallarnos, la ambivalencia para provocar desconcierto sin recitar supuestas verdades. El humor, en fin, es peligroso. Y ha de serlo. Su extraordinaria fuerza pedagógica nos induce a pensar sin que se deslice por el dogma de toda opinión. La renuncia al humor no solo destruye la democracia: es la base sobre la que se erigen la sociedad misma y nuestra tradición. Los dioses de Homero reían eternamente en el Olimpo y la democracia ateniense sería inimaginable sin Aristófanes, el comediógrafo que se mofaba de todo.

El humor tiene la capacidad de revolucionar el statu quo, y quien lo veta o censura está amputando algo profundo en el ser humano. Así lo pretendía Jorge de Burgos, el viejo monje de El nombre de la rosa, al esconder el libro de Aristóteles dedicado a la comedia. Frente a su censura, la risa es reclamada en la novela de Eco como un instrumento para la verdad. Por eso decía John Stuart Mill que la libertad de expresión forma parte del juego limpio que nos lleva a “todos los aspectos de la verdad”. El humor abre un espacio de libertad que ilumina esos caminos, evitando que la verdad caiga como una guillotina, “así de pesada y así de ligera”, al decir de Kafka. Solo los fanáticos entienden el humor como un peligro moral, porque sin él solo habría moral colectivista: uniformidad, hipocresía, falta de libertad, barbarie.

Y como un acto de barbarie debemos calificar la decisión de The New York Times de acabar con las viñetas políticas de su edición internacional, prescindiendo de dos de los dibujantes del diario. La polémica, además, llega tras una imagen de Netanyahu caricaturizado como el perro guía que conduce a un ciego Donald Trump, lo que añade un punto de picante al asunto, pues no es nuevo en nuestras apresuradas democracias estigmatizar como antisemita cualquier discurso crítico contra Israel. El humor, de hecho, es uno de los pocos espacios críticos capaces de dinamitar ese marco intencionadamente demagógico que une la legítima crítica a Israel con el odio racista hacia los judíos. Porque la risa amplía siempre el ámbito de debate, y su censura no es más que otra muestra de este puritanismo sin raíces en el que ya parece que caemos todos, el balbuceo atroz con el que, por supuesto, en nombre de principios irrenunciables, cercenamos la forma más inteligente y provechosa que tenemos para expresar el mundo.



Dibujo de Diego Mir para El País



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sábado, 13 de abril de 2019

[A VUELAPLUMA] Son los medios lo que justifican los fines





Si dejamos que silencien a gente que no nos gusta, pueden acabar callando a gente que sí nos gusta, comenta el escritor, guionista y traductor Daniel Gascón, que comienza un reciente artículo citando a Rafael Sanchez Ferlosio: "Nadie tan ferozmente peligroso como el justo cargado de razón”.

Ian Buruma, dice Gascón, ha publicado en el Financial Times una reflexión sobre “editar en tiempos de indignación”. Buruma perdió su empleo como director de la New York Review of Books por publicar un artículo de un hombre que había sido acusado de abusar de varias mujeres (fue absuelto de unas acusaciones; en otro caso llegó a un acuerdo). Fue uno de los afectados más extraños del MeToo: su castigo no se debió a una acusación de acoso o conducta impropia, sino al hecho de haber publicado a la persona equivocada. Hay voces que no se deben oír.

El MeToo se vivió con especial intensidad en los medios y el sector editorial estadounidenses. Ahora, junto a sus méritos —reparación de injusticias, un cambio cultural y generacional—, es más fácil detectar paradojas y errores. Se publicaron reportajes valiosos, pero también piezas que violaban los estándares del oficio. La cobertura fue sesgada: como ha escrito Amber A’Lee Frost, a menudo se centraba en estrellas de cine y periodistas conocidas: parecería que “esas mujeres ricas y famosas son las más vulnerables del mundo”. Masha Gessen señaló que se eliminaron las gradaciones. Se alentaron las acusaciones sin pruebas, a menudo desde el anonimato, y se fomentó la idea peligrosa de creer siempre a la víctima. En palabras de Emily Yoffe, ver cómo se destruía a alguien en directo se convertía en una especie de deporte: podías leer cotilleos y sentirte comprometido con una causa noble. Según Sigrid Rausen, aunque el objetivo era la igualdad, presentaba una idea de la mujer frágil. A veces los afectados eran hombres de centroizquierda, o mujeres que no eran feministas de la manera correcta. Periodistas o actores debían cumplir elevados y cambiantes estándares morales, y quienes tenían otro público podían presumir de ser unos cafres: como decía el New Yorker, no vamos a pedir a nuestros políticos que estén a la altura de nuestros cómicos. Algunos de estos errores se han repetido en el MeToo en México, un país con un problema muy severo de violencia y machismo. Para que las buenas causas progresen deben recordar los principios liberales: la libertad de expresión, la presunción de inocencia. A veces, cuando protegen a nuestros adversarios, son un engorro. Pero es parte de su valor. Como escribe Buruma, si dejamos que silencien a gente que no nos gusta, pueden acabar callando a gente que sí nos gusta.



Asia Argento, durante la clausura del festival de Cannes



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt 



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miércoles, 23 de mayo de 2018

[A VUELAPLUMA] Noticias falsas y libertad de expresión






El combate contra la falsedad solo puede librarse en un entorno de pluralismo garantizado porque la clave es el conflicto de distintas versiones, no la imposición de una “descripción correcta” de la realidad, afirma en El País el profesor Daniel Innerarity, catedrático de Filosofía Política en la Universidad del País Vasco. 

Las tecnologías posibilitan ciertas cosas y nos desprotegen frente a otras, comienza diciendo. La pretensión de la Unión Europea y de algunos Gobiernos de controlar las noticias falsas tiene su origen en esa ambivalencia que caracteriza a las nuevas posibilidades de difusión de la opinión, su facilidad, inmediatez y falta de control. Nuestros espacios públicos, poco articulados por ideologías de referencia y débilmente institucionalizados, son vulnerables a la difusión de cualquier bulo e incluso a la interferencia en los procesos electorales.

Lo primero que me llama la atención en toda esta épica de combate contra la posverdad y los hechos alternativos es el cambio cultural que implica. En muy poco tiempo hemos pasado de celebrar la “inteligencia distribuida” de la Red a temer la manipulación de unos pocos; de un mundo construido por voluntarios a otro poblado por haters; de celebrar las posibilidades de colaboración digital a la paranoia conspirativa; de la admiración por los hackers a la condena de los trolls; de la utopía de los usuarios creativos a la explicación de nuestros fracasos electorales por la intromisión de poderes extraños (más creíble cuanto más rusa sea dicha intromisión).

Es muy saludable que, a la vista de lo fácil que es mentir y difundir estas mentiras, haya surgido un tipo de periodistas que se encargan de verificar las afirmaciones de los políticos en lo que estas tienen de datos comprobables. Para que el debate público sea de calidad no basta con que los hechos referidos sean ciertos, pero podemos estar seguros de que si esas referencias son completamente falsas no tendremos una verdadera discusión democrática.

Por supuesto que hay mentiras flagrantes y mentirosos compulsivos, que merecen ser combatidos con todos los instrumentos periodísticos y jurídicos a nuestro alcance. Me preocupa, además, una degradación más sutil de la vida política propiciada por los enemigos de la retórica (que siempre se justifican porque los mentirosos se sirven de ella). Me refiero al modo como entendemos nuestras relaciones con la realidad y el lugar que ocupan la verdad y la mentira en la vida política. Nuestra relación con la verdad —especialmente en la vida política— es menos simple de lo que quisieran los que la conciben como un conjunto de hechos incontrovertibles. No vivimos en un mundo de evidencias, sino en medio del desconocimiento, el saber provisional, las decisiones arriesgadas y las apuestas. La verdad no es lo mismo que la objetividad y la exactitud. Casi nada de lo que decimos o sentimos es “chequeable”. Además, como la vida misma, también la política posee una dimensión emocional y nuestras emociones —aunque las haya más o menos razonables, mejor o peor informadas— tienen una relación muy indirecta con la objetividad. ¿En qué quedaría el oficio político si no pudiera recurrirse a esa exageración retórica sin la que es imposible movilizar a nadie? El lenguaje político es más prescripción que análisis. La política no es algo que se resuelva con la objetividad, o solo en una pequeña parte.

Quienes, alarmados por las fake news, quieren garantizar la objetividad dan a entender que la verdad es lo normal y no más bien la excepción. El mundo es un conjunto de opiniones generalmente con poco fundamento, donde discurren con libertad muchas extravagancias, se aventuran hipótesis con ligereza, se simula y aparenta. Por supuesto que las medias verdades pueden llegar a ser mentiras completas e incluso un asunto criminal, pero lo habitual es que no podamos perseguir todas las mentiras y, sobre todo, que tenemos la amarga experiencia de que muchas veces, al hacerlo, nos hemos llevado por delante otras cosas muy estimables. No protegeríamos tanto la libertad de expresión o de conciencia si no fuera porque hemos conocido los males que se siguen de su excesivo condicionamiento. En una sociedad avanzada el amor a la verdad es menor que el temor a los administradores de la verdad.

Hay otro efecto lateral del modo como se plantea este combate contra la mentira al sugerir un mundo más dócil de lo que realmente es y dar una imagen exagerada de tres poderes que son más limitados de lo que suponen: el de los conspiradores, el del Estado y el de los expertos. Por supuesto que hay gente conspirando, pero esto no quiere decir que se salgan siempre con la suya, entre otras cosas porque conspiradores hay muchos y generalmente con pretensiones diferentes, que rivalizan entre sí y que de alguna manera se neutralizan. Sugiere también que el Estado tiene una gran autoridad a la hora de limitar legítimamente el poder de la mentira, algo que sin duda podemos en una medida mucho menor de lo que creemos. Y da a entender que nuestras controversias pueden arreglarse recurriendo a algún tipo de autoridad epistémica que las zanje definitivamente, como los expertos, los técnicos o cualquier supuesto administrador de la exactitud, algo que afortunadamente ocurre pocas veces y que es poco democrático.

¿Quiere esto decir entonces que hemos de rendirnos ante la fuerza injusta de la mentira? Estoy tratando de sostener que en una democracia el combate contra la falsedad solo puede llevarse a cabo en un entorno de pluralismo garantizado. John Stuart Mill, uno de los grandes teóricos de la democracia en versión aristocrática, conjeturaba que si se sometiera el sistema newtoniano al voto de una asamblea democrática en la que hubiera un buen retórico defendiendo el sistema ptolemaico, no podríamos excluir que este último ganara la votación. Pero el transfondo de esta broma era una defensa del elitismo político que hoy nos resultaría inaceptable. Una democracia es un sistema de organización de la sociedad que no está especialmente interesado en que resplandezca la verdad sino en beneficiarse de la libertad de opinar. La democracia es un conflicto de interpretaciones y no una lucha para que se imponga una “descripción correcta” de la realidad.

Una cierta debilidad de la democracia ante los manipuladores es el precio que hemos de pagar para proteger esa libertad que consiste en que nadie pueda agredirnos con una objetividad incontestable, que cualquier debate se pueda reabrir y que nuestras instituciones no se anquilosen. Por supuesto que hay límites para la libertad de expresión, que no todo son opiniones inocentes y que hay mentiras que matan. No hace falta dejarse seducir por los encantos de esa posmodernidad banal que todo lo relativiza para entender en qué sentido podía afirmar Rorty que el valor de la democracia era superior al de la verdad. No convirtamos la guerra contra las fake news en un conflicto nuclear, limitemos bien el campo de batalla, establezcamos una regulación sobria, eficaz y garantista de cuanto pueda ser regulado, pero sobre todo protejámonos de los instrumentos a través de los cuales pretendemos protegernos frente a la mentira. La democracia tiene que defenderse más de los poderes propios que de los extraños.



Dibujo de Eva Vázquez para El País



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




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