Si dejamos que silencien a gente que no nos gusta, pueden acabar callando a gente que sí nos gusta, comenta el escritor, guionista y traductor Daniel Gascón, que comienza un reciente artículo citando a Rafael Sanchez Ferlosio: "Nadie tan ferozmente peligroso como el justo cargado de razón”.
Ian Buruma, dice Gascón, ha publicado en el Financial Times una reflexión sobre “editar en tiempos de indignación”. Buruma perdió su empleo como director de la New York Review of Books por publicar un artículo de un hombre que había sido acusado de abusar de varias mujeres (fue absuelto de unas acusaciones; en otro caso llegó a un acuerdo). Fue uno de los afectados más extraños del MeToo: su castigo no se debió a una acusación de acoso o conducta impropia, sino al hecho de haber publicado a la persona equivocada. Hay voces que no se deben oír.
Ian Buruma, dice Gascón, ha publicado en el Financial Times una reflexión sobre “editar en tiempos de indignación”. Buruma perdió su empleo como director de la New York Review of Books por publicar un artículo de un hombre que había sido acusado de abusar de varias mujeres (fue absuelto de unas acusaciones; en otro caso llegó a un acuerdo). Fue uno de los afectados más extraños del MeToo: su castigo no se debió a una acusación de acoso o conducta impropia, sino al hecho de haber publicado a la persona equivocada. Hay voces que no se deben oír.
El MeToo se vivió con especial intensidad en los medios y el sector editorial estadounidenses. Ahora, junto a sus méritos —reparación de injusticias, un cambio cultural y generacional—, es más fácil detectar paradojas y errores. Se publicaron reportajes valiosos, pero también piezas que violaban los estándares del oficio. La cobertura fue sesgada: como ha escrito Amber A’Lee Frost, a menudo se centraba en estrellas de cine y periodistas conocidas: parecería que “esas mujeres ricas y famosas son las más vulnerables del mundo”. Masha Gessen señaló que se eliminaron las gradaciones. Se alentaron las acusaciones sin pruebas, a menudo desde el anonimato, y se fomentó la idea peligrosa de creer siempre a la víctima. En palabras de Emily Yoffe, ver cómo se destruía a alguien en directo se convertía en una especie de deporte: podías leer cotilleos y sentirte comprometido con una causa noble. Según Sigrid Rausen, aunque el objetivo era la igualdad, presentaba una idea de la mujer frágil. A veces los afectados eran hombres de centroizquierda, o mujeres que no eran feministas de la manera correcta. Periodistas o actores debían cumplir elevados y cambiantes estándares morales, y quienes tenían otro público podían presumir de ser unos cafres: como decía el New Yorker, no vamos a pedir a nuestros políticos que estén a la altura de nuestros cómicos. Algunos de estos errores se han repetido en el MeToo en México, un país con un problema muy severo de violencia y machismo. Para que las buenas causas progresen deben recordar los principios liberales: la libertad de expresión, la presunción de inocencia. A veces, cuando protegen a nuestros adversarios, son un engorro. Pero es parte de su valor. Como escribe Buruma, si dejamos que silencien a gente que no nos gusta, pueden acabar callando a gente que sí nos gusta.