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viernes, 26 de enero de 2018

[DESDE LA RAE] Hoy, con el académico Javier Marías







La Real Academia Española (RAE) se creó en Madrid en 1713, por iniciativa de Juan Manuel Fernández Pacheco y Zúñiga (1650-1725), octavo marqués de Villena, quien fue también su primer director. Tras algunas reuniones preparatorias realizadas en el mes de junio, el 6 de julio de ese mismo año se celebró, en la casa del fundador, la primera sesión oficial de la nueva corporación, tal como se recoge en el primer libro de actas, iniciado el 3 de agosto de 1713. En estas primeras semanas de andadura, la RAE estaba formada por once miembros de número, algunos de ellos vinculados al movimiento de los novatores. Más adelante, el 3 de octubre de 1714, quedó aprobada oficialmente su constitución mediante una real cédula del rey Felipe V. 

La RAE ha tenido un total de cuatrocientos ochenta y tres académicos de número desde su fundación. Las plazas académicas son vitalicias y solo ocho letras del alfabeto no están representadas —ni lo han estado en el pasado— en los sillones de la institución: v, w, x, y, z, Ñ, W, Y.

En esta nueva sección del blog, que espero tengo un largo recorrido, voy a ir subiendo periódicamente una breve semblanza de algunos de esos cuatrocientos ochenta y tres académicos, comenzando por los más recientes, hasta llegar a la de su fundador, don Juan Manuel Fernández Pacheco y Zúñiga. Pero sobre todo, en la medida de lo posible, pues creo que será lo más interesante, sus discursos de toma de posesión como miembros de la Real Academia Española. Continúo hoy la semblanza de los actuales y pasados miembros de la Real Academia Española con la del académico Javier Marías


Elegido el 29 de junio de 2006, tomó posesión de su silla acadérmica, la "R", el 27 de abril de 2008 con el discurso titulado Sobre la dificultad de contar, al que respondió en nombre de la Academia Francisco Rico.

Licenciado en Filosofía y Letras por la Universidad Complutense de Madrid, fue profesor de Literatura Española y Teoría de la Traducción en la Universidad de Oxford (1983-1985), en el Wellesley College de Massachusetts (1984) y en la Universidad Complutense de Madrid (1986-1990). Es caballero de la Orden de las Artes y las Letras de Francia. Y el año 2000 creó el sello editorial Reino de Redonda. Articulista habitual en distintos medios de comunicación, su obra periodística ha sido recogida en diferentes publicaciones, entre ellas Lección pasada de moda (2012), libro que refleja su «inquietud por el empleo del castellano contemporáneo», Tiempos ridículos (2013) y Juro no decir nunca la verdad (2015).



Javier Marías, en su toma de posesión académica



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt



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sábado, 13 de enero de 2018

[A VUELAPLUMA] La Unión Europea como último bastión





Algo tendrá de buena y envidiable la Unión Europea cuando hoy la quiere debilitar casi todo el mundo, desde Trump hasta Putin o los ‘yihadistas’, escribe en El País el novelista y académico Javier Marías. Ni que decir tiene que comparto su opinión.

Ningún hecho, comienza diciendo Marías, ha habido más épico en los últimos cien años que la resistencia de Inglaterra, sola, durante la Segunda Guerra Mundial. Lo sabe cualquiera que haya leído libros sobre el conflicto o haya visto unas cuantas películas: éstas empezaron a hacerse durante la contienda y el filón no se ha agotado, casi ocho decenios más tarde. Uno detrás de otro, los países europeos habían caído derrotados, invadidos (de Polonia a Francia), o se habían proclamado neutrales (Suecia, Suiza), o se habían aliado con Hitler (la Unión Soviética, hasta 1941, cuando los nazis rompieron el pacto de no agresión) o habían sido “convencidos” (Italia, España, Hungría, Croacia, la Noruega de Quisling). Los Estados Unidos sesteaban y se desentendían. E Inglaterra, durante un tiempo que se le debió hacer eterno, aguantó en solitario y con escasa esperanza. Lástima que ahora se haya convertido en uno de los detractores y desertores de la actual Inglaterra, salvando todas las distancias.

La Inglaterra actual es para mí la Unión Europea. Por fortuna, el dramatismo de la situación no es comparable, y no hay guerra abierta. Pero, si las nuevas generaciones están ansiosas de tener su épica, no hay mejor causa que defender el único bastión de las libertades que queda en nuestro mundo, atacado por casi todos los flancos sin que nos demos mucha cuenta de ello. Es más, quienes deberíamos defender ese bastión a ultranza lo criticamos y nos quejamos de él a menudo. No es que no haya motivos. La Unión Europea está llena de defectos, es burocrática, con frecuencia parece arbitraria y en ocasiones será injusta. Siempre se dice que es sólo un proyecto económico y que no resulta “ilusionante”. Pero nuestra visión debería mejorar si nos paramos a pensar que es lo único digno de conservación que tenemos, y que además fue un extraordinario invento del que no son conscientes muchos jóvenes. Han nacido ya con ella, y encuentran natural recorrer Europa con un DNI y sin cambiar de moneda, poderse trasladar a casi cualquier país manteniendo sus derechos y sin verse tratados como inmigrantes ni intrusos. Y más natural aún les parece que en ese territorio no haya guerras ni enemigos, sino lo contrario, solidaridad y colaboración y amigos. Si esos jóvenes (o demasiados viejos desmemoriados e ingratos) se molestaran en repasar un manual de Historia, sabrían que lo propio de nuestro continente, desde el inicio de los tiempos hasta fecha tan reciente como 1945, fue que los países se mataran entre sí y se mostraran beligerantes. La historia europea es una sucesión de escabechinas e invasiones, que sólo cesaron gracias a este proyecto hoy desdeñado, cuando no denostado. Esos jóvenes despreocupados y esos viejos irresponsables dan esa paz por descontada, y así nadie se afana por defender la mejor idea jamás alumbrada por nuestros antepasados.

Algo tendrá de buena y envidiable esa Unión cuando, si se fijan, hoy la ataca o la quiere debilitar casi todo el mundo. Trump la detesta y la boicotea, Putin procura disgregarla y romperla valiéndose de lo que sea, los yihadistas del Daesh y otros grupos intentan destruirla (¿cuántos atentados padecidos ya en nuestras tierras, incluido el de Barcelona que el ensimismamiento soberanista olvidó tras sus breves aspavientos? ¿Cuántos muertos?). La Venezuela de Maduro abomina de ella, y en nuestro propio seno es combatida con virulencia por los retrógrados de cada país: los xenófobos británicos ya han logrado abandonarla, y por consiguiente torpedearla; en Francia, la racista Le Pen propone acabar con ella, como las extremas derechas holandesa, escandinava, alemana, austriaca y flamenca. También los grupos de la falsa y reaccionaria extrema izquierda la odian y desearían que desapareciera, y a toda esta gente se le han unido ahora los independentistas catalanes. Para uno de los más conspicuos, el comisario político Llach, los europeos son “cerdos”, y para Puigdemont “una vergüenza”. Y un par de naciones o tres forman ya una especie de quinta columna dentro de la propia Unión: Polonia, Hungría, Eslovaquia, que pretenden convertirse en semidictaduras sin separación de poderes y con prensa amordazada. Es seguro que si pidieran ahora su ingreso en el club, bajo sus actuales leyes y mandatarios, los demás miembros se lo denegarían. Es más fácil impedir el paso que expulsar a los ya instalados. En la Unión Europea no hay pena de muerte, hay elecciones democráticas y libertad de expresión y de prensa, y asistencia sanitaria aceptable; los diferentes países no pueden hacer cuanto se les antoje sin ser amonestados (por mucho que los “pueblos” aprobaran referéndums para reestablecer la esclavitud, por ejemplo, eso no se consentiría). Con los Estados Unidos y Rusia convertidos en naciones autoritarias, por no hablar de la China, Turquía, las Filipinas, Egipto, Myanmar, Venezuela, Arabia Saudí y otros países musulmanes, y por supuesto Cuba, díganme si queda algún otro baluarte de las libertades a este lado del Atlántico. Cierto que no hay una figura con el carisma y la retórica de Churchill. Pero tanto da: para quienes anhelan su épica, aquí la tienen: la defensa de un puñado de democracias cabales contra el resto del globo, o casi.




Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: vámonos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt



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martes, 31 de octubre de 2017

[A vuelapluma] Cerebros de gallina





Las subjetividades son infinitas y siempre habrá a quien ofenda cualquier cosa. Nadie podría decir nunca nada, como en los regímenes totalitarios, comenta el escritor y académico Javier Marías en un reciente artículo con el que termino (al menos eso deseo de todo corazón) la interminable serie de entradas del blog dedicadas a reseñar, día a día y paso a paso, el fallido proceso independentista catalán.

Me entero, comienza diciendo Marías, de unas recientes estadísticas americanas que aún no hielan, pero enfrían sobremanera la sangre. Más que nada por eso, porque no son de Rusia ni de las Filipinas ni de Turquía ni de Cuba ni de Egipto ni de Corea del Norte, sino del autoproclamado “país de los libres” desde casi su fundación. El 36% de los republicanos cree que la libertad de prensa causa más daño que beneficio, y sólo el 61% de ellos la juzga necesaria. Entre los llamados millennials, sólo el 30% la considera “esencial” para vivir en una democracia (luego el 70% la ve prescindible). Hace diez o quince años, sólo el 6% de los ciudadanos opinaba que un gobierno militar era una buena forma de regir la nación, mientras que ahora lo aprueba el 16%, porcentaje que, entre los jóvenes y ricos, aumenta hasta el 35%. Un 62% de estudiantes demócratas —sí, he dicho demócratas— cree lícito silenciar a gritos un discurso que desagrade a quien lo escucha. Y a un 20% de los estudiantes en general le parece aceptable usar la fuerza física para hacer callar a un orador, si sus declaraciones o afirmaciones son “ofensivas o hirientes”. Por último, el 52% de los republicanos apoyaría aplazar —es decir, cancelar— las próximas elecciones de 2020 si Trump así lo propusiera.

Todo ello es deprimente, alarmante y no del todo sorprendente. Nótese la entronización de lo subjetivo en el dato penúltimo. Los dos adjetivos, “ofensivo” e “hiriente”, apelan exclusivamente a la subjetividad de quien oye o lee. Alguien muy religioso sentirá como hiriente que otro niegue la existencia de Dios o que su fe sea la verdadera; alguien patriotero, que se diga que su país ha cometido crímenes (y no hay ninguno que no lo haya hecho a lo largo de la Historia); alguien ultrafeminista, que se critique la obra artística de una congénere; alguien independentista, que se disienta de sus convicciones o delirios. En todos esos casos se vería justificado acallar a voces o mediante violencia al que nos contraría, porque “nos hiere u ofende”. Y como las subjetividades son infinitas y siempre habrá a quien ofenda o hiera cualquier cosa, nadie podría decir nunca nada, como en los regímenes totalitarios. Bueno, nada salvo los dogmas impuestos por el régimen de turno, de derechas o de izquierdas.

Esas estadísticas son estadounidenses, pero me temo que en Europa no serían muy distintas. No es una cuestión de edad ni de ideología. Como se comprueba, participan de la intolerancia los mayores y los jóvenes, los demócratas y los republicanos. Demasiada gente, en todo caso, dispuesta a cuestionar o suprimir la libertad de expresión y de prensa, a celebrar un gobierno de militares, a callarles la boca por las bravas a quienes sostienen posturas que no les gustan. Las estadísticas de aquí las proporcionan las redes sociales, en las que un número ingente de individuos recurre de inmediato al ladrido, la amenaza y el insulto ante cualquier opinión diferente a la suya. Las más de las veces cobardemente, no se olvide, bajo anonimato. No cabe sino concluir que una serie de valores “democráticos”, que dábamos por descontados, se están tambaleando. Valores fundamentales para la convivencia, para el respeto a las minorías y a los disidentes, para que la unanimidad no aplaste a nadie. Algo lleva demasiado tiempo fallando en la educación, y las conquistas y avances en el terreno del pensamiento, de la igualdad social, de las libertades y derechos, de la justicia, nunca están asegurados.

Personas con importantes cargos, y por tanto con influencia en nuestras vidas, razonan de manera cada vez más precaria, como si a muchas se les hubiera empequeñecido el cerebro. No sé, un par de ejemplos: la diputada Gabriel ha incurrido en una de las mayores contradicciones de términos jamás oídas, al calificarse a sí misma de “independentista sin fronteras” (sic); y, después de la españolísima chapuza de Puigdemont en su Parlament el 10 de octubre, cerebros como el de Colau o el de los cada vez más osmóticos Montero e Iglesias (ya no se sabe si él la imita a ella o ella a él, hasta en el soniquete y los gestos) dedujeron que al President de la Generalitat había que “agradecerle” su galimatías, porque podía haber sido peor, y menos “generoso”. Tras haber mentido, engañado y difamado compulsivamente, tras haberle ya causado un irremediable daño a su amada Cataluña, haber montado un referéndum-pucherazo digno de Franco y haberle dado validez con cara granítica, haberse burlado de su propio Parlament y haberlo cerrado a capricho; tras haber violado las leyes y haber despreciado a más de la mitad de los catalanes, ¿qué es lo que hay que “agradecerle”? ¿Que no sacara una pistola y gritara “Se sienten, coño”, como Tejero? Es como si al atracador de un chalet hubiera que agradecerle que se llevara sólo los billetes grandes y dejara los pequeños, y se limitara a maniatar a los habitantes, sin pegarles. Señores científicos, hagan el favor de estudiar con urgencia por qué tantos cerebros humanos, en los últimos tiempos, han retrocedido y menguado hasta alcanzar el tamaño del de las gallinas.



Anna Gabriel, exdiputada autonómica catalana por la CUP



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domingo, 15 de octubre de 2017

[A vuelapluma] Nomenclátor urbano, estulticia e hipocresía





Las actuales sociedades pretenden ser impolutas y que lo sea su callejero, lo cual es imposible mientras se sigan utilizando nombres de personas, dice el escritor Javier Marías (1951) en su artículo de ayer en El País Semanal, titulado Jueces de los difuntos. No puedo más que darle la razón. La revisión del nomenclátor de las calles de nuestros pueblos y ciudades más parece en la mayor parte de las ocasiones un ejercicio de estulticia e hipocresía que de homenaje a los propuestos. 

Parece que los políticos no tengan otra cosa que hacer que cambiar los nombres de las calles y retirar estatuas, placas y monumentos, comienza diciendo Marías. Mientras algunas ciudades se degradan día a día (el centro de Madrid está aún más asqueroso que bajo Gallardón y Botella, que ya es decir), los munícipes y sus asesores las desatienden y se entretienen con ociosidades diversivas, es decir, maniobras llamativas con las que disimulan sus gestiones pésimas y sus frecuentes cacicadas. En España hay larga tradición con este juego. Durante la República se cambiaron nombres, más aún durante la Guerra, el franquismo fue una apoteosis (hasta se cargó los cines y cafeterías “extranjerizantes”, el Royalty pasó a ser el Colón, etc), y durante la Transición, más discretamente, se recuperaron algunas antiguas denominaciones (por fortuna, Príncipe de Vergara volvió a ser esa calle y no la del nefasto General Mola, conspicuo compinche de Franco).

Pero ahora, sin que haya variado el régimen democrático, a ciertos políticos y a ciertas gentes les ha dado un ataque de pureza con el asunto, y no sólo aquí, sino en los Estados Unidos y en Francia, y no digamos en Sabadell, donde un pseudohistoriador considera a todo español impuro y ha propuesto suprimir del callejero a Machado, Quevedo, Calderón, Lope, Larra y no sé cuántos impostores más, a unos por “franquistas”, a otros por “anticatalanes” y a otros simplemente por “castellanos”. Huelga decir que entre los primeros, con anacrónico rigor, contaba a Góngora, Lope y Quevedo. Pero, más allá de este lerdo y xenófobo individuo y de su lerdo y xenófobo Ayuntamiento que le encargó el proyecto, hemos entrado en una dinámica tan absurda como imparable. Las actuales sociedades pretenden ser impolutas (cuando no lo son en modo alguno) y que lo sea su callejero, lo cual es imposible mientras se sigan utilizando nombres de personas. Una cosa es que haya calles y plazas dedicadas a asesinos como Franco y sus generales, Hitler y sus secuaces o Stalin y los suyos. Se trata de individuos que lo único notable que hicieron fue sus crímenes. Pero hay otra mucha gente compleja o ambigua, imperfecta, a la que se rinde homenaje por lo bueno que hizo y a pesar de lo malo. Se tiende estúpidamente, además, a juzgar todas las épocas por los criterios de hoy, como si los muertos de pasados siglos hubieran debido tener la clarividencia de saber qué sería lo justo y correcto en el XXI. Alguien que en el XVII o en el XVIII poseía esclavos no era por fuerza un desalmado absoluto, como sí lo es quien hoy los posee o los que pregonan la esclavitud, el Daesh. ¿Que en el XVIII había ya algunos abolicionistas (Laurence Sterne uno de ellos)? Sí, pero se los contaba con los dedos de las manos. En Francia se habla de retirarle todo honor a Colbert, que cometió pecados, pero también fue un Ministro extraordinario y un valedor de las artes y las ciencias. Si nos pusiéramos a analizar con minucia las vidas de cada cual (no ya de políticos y militares, sino de escritores y artistas, en principio más sosegados), nunca encontraríamos a nadie sin tacha. Téngase en cuenta, además, que desde hace décadas el hobby de los biógrafos es “descubrir” lacras, escándalos y turbiedades en sus biografiados. Este era machista, aquel abandonó a su mujer, el otro maltrató o acomplejó a sus hijos; Neruda y Alberti escribieron loas a Stalin, D’Annunzio fue mussoliniano una época, Lampedusa era aristócrata, Heidegger simpatizó con el nazismo, Ridruejo fue falangista, Cortázar y Vargas Llosa apoyaron la dictadura de Castro un tiempo, García Márquez hasta su último día, Sartre no se inmutó ante los asesinatos en masa de Mao, Pla y Cunqueiro estuvieron conformes con Franco. Pero si todos esos escritores tienen calles en algún sitio, no es por esos lamparones, sino pese a ellos y porque además lograron buenos versos o prosas o filosofías. Y algunos rectificaron a tiempo y abjuraron de sus errores.

Si se hurga en lo personal, estamos perdidos. Quizá el mejor poeta del siglo XX, T. S. Eliot, se portó dudosamente con su primera mujer, Vivien. No digamos el detestado Ted Hughes con las dos suyas. Si alguien los homenajea no elogia esos comportamientos, sino sus respectivas grandes obras y el bien que con ellas han hecho. En mi viejo libro Vidas escritas recorría brevemente las de veintitantos autores, entre ellos Faulkner, Conan Doyle, Conrad y Stevenson, Emily Brontë, Mann, Joyce, Rimbaud, Henry James, Lowry y Nabokov. La mayoría fueron calamitosos, algunos desaprensivos, muchos egoístas y unos cuantos fatuos hasta decir basta. ¿Y qué? No se los honra por eso. Si uno observa al microscopio a los benefactores de la humanidad, como Fleming, probablemente encontrará alguna mancha. Como la tienen, a buen seguro, cuantos hoy, erigidos en arrogantes jueces de los difuntos, se empeñan en “limpiar” sus callejeros y sus estatuas. Desde que tengo memoria, no recuerdo una sociedad tan hipócrita y puritana como la actual, ni tan sesgada. Más vale que recurra a los números para distinguir las calles, o a la antigua usanza inofensiva: Cedaceros, Curtidores, Milaneses, ya saben. Éstas, en Madrid, aún existen, concluye diciendo.



Puerta del Sol, Madrid



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miércoles, 7 de junio de 2017

[A vuelapluma] El esperpento de la política. Fascismos a izquierda y derecha





Hace ya tiempo tiempo que temo echarle el primer vistazo al periódico de la mañana, comentaba hace unos días en un artículo el escritor, novelista y académico de la Lengua, Javier Marías. Uno va de sobresalto en sobresalto, de noticia en noticia alarmante cuando no espantosa. Ya sé que siempre ha sido así; que las noticias buenas no son noticia y que lo que la gente desea por encima de todo es indignarse y escandalizarse. Y este deseo no ha hecho sino ir en aumento desde la aparición de las redes sociales y la dictadura de la exageración en el periodismo. Pero basta retroceder unos meses para recordar que la situación del mundo no era tan delirante con Obama en la Presidencia, con el Reino Unido integrado en la Unión Europea, con Venezuela sin golpe total de Estado ni tantos muertos en las calles (los golpes de Chávez eran graduales), con Francia sin elecciones deprimentes, con Turquía sin absolutismo y represión feroz, con Egipto sin lo mismo.

Miro la primera plana del diario, ya digo, y lo único que me reconforta (me imagino que no soy el único) es el aspecto paródico de cuanto acontece, y que me impide tomármelo del todo en serio. Todo tiene un aire tan grotesco que cuesta creer que sea cierto y no una representación, una pantomima, una sátira. Veamos. Hay un país, Corea del Norte, que amenaza con lanzar bombas nucleares cada semana, y puede que tenga capacidad para ello. Pero las escasas imágenes que de allí nos llegan son dignas de una historieta de Tintín, con un sátrapa pueril y orondo que aplaude como un loco sus propios lanzamientos de misiles fallidos y obliga a desfilar a sus súbditos como a soldaditos de plomo. El objeto de sus amenazas es un Presidente de los Estados Unidos igualmente pueril e idiota, además de antipatiquísimo y nepotista, capaz de decir ante la prensa que ha lanzado un ataque contra Irak cuando lo ha lanzado contra Siria, de invitar a su homólogo de Filipinas, Duterte, que desde que fue elegido –elegido– ha ejecutado extrajudicialmente a unos siete mil compatriotas –siete mil– y se jacta de haberse cargado él en persona a tres de ellos. Este Duterte, por cierto, le ha contestado a Trump que ya verá, que anda ocupado (se entiende: asesinar a millares desgasta, y si no que se lo pregunten a los nazis y a los jemeres rojos). Trump también declara que se sentiría “muy honrado” de charlar con el sátrapa orondo, y nada ocurre. Erdogan, en Turquía, con el pretexto de un golpe contra él, tan fallido como dudoso, ha encarcelado o destituido a ciento cincuenta mil ciudadanos –ciento cincuenta mil–, de militares a periodistas y profesores. No sé, de haber habido tantos partidarios del golpe, éste no habría fracasado tan rápida y rotundamente.

Luego está Putin, continúa diciendo, admirado por la extrema derecha y por la extrema izquierda, un megalómano propenso a fotografiarse con el torso desnudo o derribando a un tigre con sus propias manos, estilo paródico de trazo grueso. Y así nos acercamos a Europa, donde casi el 40% de los franceses han votado a una señora a la vez bruta y trapacera, Marine Le Pen, que simpatiza con la Francia colaboracionista de los nazis (niega esa colaboración, luego el Gobierno de Vichy era intachable) y rechaza a los refugiados porque en seguida quieren robarle a uno la cartera y el papel pintado de las paredes (sic: hace falta estar sonado para creer que a alguien le interesa su papel pintado). A esa señora no la ven con muy malos ojos el candidato Mélenchon, admirador confeso de Hugo Chávez y Pablo Iglesias, ni la mitad de sus votantes. En Inglaterra gobierna una mujer desagradable, patriotera y cínica, que antes de la consulta del Brexit defendía la permanencia en la UE y ahora brama contra lo que le parecía de perlas hace menos de un año. Su Ministro de Exteriores es un histriónico clon de Trump con estudios, Boris Johnson. De Polonia y Hungría no hablemos, países en la senda de Turquía y Egipto, sólo que cristianos.

En cuanto a España, el ex-Presidente de Madrid –el ex-Presidente– saqueaba presuntamente empresas públicas, y su madrina Aguirre estaba in albis, como el jefe del Gobierno Rajoy, que nunca se cansa de soltar perogrulladas. En el PSOE parecen detestarse mucho más entre sí que a cualquier adversario político, y por último hay un partido que se proclama de izquierdas, Podemos, y que es lo más parecido a la Falange desde que feneció la Falange: sólo le falta sustituir el vetusto himno de Quilapayún en sus mítines por el más vetusto Cara al sol, y le saldrá el retrato. Y bueno, en Cataluña hay también una serie de personajes tintinescos que proclaman que sus sueños van a realizarse por las buenas o por las malas. Porque a ellos les hacen mucha ilusión y eso basta.

Sí, concluye Marías, todo desprende tal aroma de sainete, de opereta bufa, de esperpento o de lo que quieran, que eso es lo único que a muchos nos salva de la desesperación cotidiana. El problema aparece cuando uno ve imágenes de las arengas de Hitler y de Mussolini. Porque ellos parecían aún más paródicos que los gobernantes actuales, y ya conocen la historia. Por desgracia para todos, reconozco que Marías tiene razón. Pero eso es lo que tenemos. Y están ahí porque les hemos votado nosotros, no puestos por el cielo o las fuerzas oscuras que según algunos gobiernan el mundo...



Stalin, Hitler, Mussolini



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lunes, 24 de octubre de 2016

[A vuelapluma] ¡Pobre Madrid!, o Carmena ha perdido el norte





Juventud, divino tesoro, 
¡ya te vas para no volver! 
Cuando quiero llorar, no lloro... 
y a veces lloro sin querer...

[...]

En vano busqué a la princesa 
que estaba triste de esperar. 
La vida es dura. Amarga y pesa. 
¡Ya no hay princesa que cantar!

Canción de otoño en primavera, Rubén Darío


Tantos años esperando a que la derecha perdiera Madrid, para esto... Lo dice el escritor y académico Javier Marías en su columna de El País de ayer domingo. Y una vez más tengo que darle la razón. Quizá podría aplicar a mis sentimientos por Madrid las dos estrofas de Rubén Darío que me sirven de introducción.

Quiero a Madrid con toda mi alma. Allí viví entre los cuatro y los veintiún años, quizá la época más feliz de mi vida, la de la niñez y la primera juventud. Allí vivieron y murieron mis padres, mis abuelos, mis hermanos. Allí volví innumerables veces desde Canarias por motivos familiares, de estudio, profesionales y de vacaciones. En el último año en dos ocasiones por tristes motivos familiares. Y no reconocí el Madrid de mi niñez ni de mi juventud ni de mis visitas posteriores, sino que me encontré con un Madrid sucio, descuidado, inhabitable, aunque sus millones de visitantes parezcan acreditar lo contrario. 

Cuando Manuela Carmena se hizo con la alcaldía de Madrid me alegré sinceramente: ¡Por fin nos quitábamos de encima la casposa derecha que la gobernaba como si fuera un predio personal... No tengo la menor duda que de haber vivido en Madrid hubiera votado por ella. Por esa princesa, Madrid, triste de esperar, como decía Darío. Pero todo ha sido un sueño: ya no hay princesa a la cual cantar. 

La alcaldesa de Madrid, Manuela Carmena, contaba el periodista Juan José Mateo en El País del pasado día 20, ha advertido este jueves sobre "la profunda crisis" que, a su juicio, viven los partidos como instrumentos que puedan resolver las necesidades de los ciudadanos y ha señalado que "el mundo de la democracia representativa se está acabando". La regidora, que ha intervenido en el ciclo Sociedad civil y cambio global, organizado por la Universidad Autónoma de Madrid y El País, apuesta por resolver los retos de las grandes urbes con una política "que identifica gestionar con cuidar" y con consultas ciudadanas. O lo que es lo mismo a golpe de plebiscitos. 

Carmena, cuenta Juan José Mateo, que llegó a la alcaldía de la capital de España como cabeza de lista de Ahora Madrid, una coalición electoral que integra a Podemos, siempre ha marcado distancias con la formación de Pablo Iglesias. Pero este jueves, durante un diálogo con la periodista Pepa Bueno en el ciclo Sociedad civil y cambio global, ha subrayado tanto sus críticas a la estructura de los partidos ("te despersonalizan") como el diagnóstico de que estos viven una profunda crisis.

“El mundo de la democracia representativa se está acabando”, ha afirmado. "Los partidos políticos te despersonalizan, son una gran trampa, no te puedes someter a una serie de imperativos y consignas", ha dicho la juez sobre su inmersión en el mundo de la política. "Los partidos políticos están en crisis", ha recalcado. "El camino va por el empoderamiento personal, por el poder del individuo", ha seguido. Y ha añadido: "Estamos empezando una gran revolución, como todos los momentos nuevos, con contradicciones y ruptura de costuras. Estamos en una crisis profunda. Me da mucho miedo que esa crisis profunda pueda generar mucha desesperanza si no hay líderes políticos extraordinariamente inteligentes y que podamos vivir momentos difíciles. El futuro de la izquierda tiene que tener una consideración muy fuerte de las personalidades individuales de los colectivos. Una especie de masa que una".

¿Cómo afronta Carmena el cambio de paradigma?, se pregunta el periodista. Madrid celebrará entre el 15 de diciembre y el 15 de febrero las votaciones sobre dos propuestas realizadas por los madrileños. Las consultas ciudadanas, no vinculantes, decidirán si la capital tiene un billete integrado para su transporte público (metro y autobús) y medidas para combatir la contaminación atmosférica. También está previsto que los ciudadanos decidan con qué proyecto arquitectónico reforma Madrid su emblemática Plaza de España.

Carmena, sigue diciendo, que aspira a peatonalizar la Gran Vía antes de que termine su mandato, en 2019, ha estrechado lazos con Ada Colau, alcaldesa de Barcelona, y Anne Hidalgo, de París. Las tres regidoras reivindican una nueva forma de hacer política para afrontar los retos de las grandes urbes europeas. Las tres coinciden en pedir más competencias para los Ayuntamientos, en materia de educación o en la gestión de los permisos de asilo para los refugiados. Y las tres, según Carmena, aportan un rasgo distintivo a la política: "La cultura de las mujeres, que son las que han luchado más por la vida, lo doméstico y lo cotidiano. Me identifico con la política de la gestión de los cuidados. Identificar gestionar con cuidar".

Parece difícil oponerse seriamente a algunas de esas proposiciones, salvo por el hecho de que olvidan que por muchos experimentos sociales que hagamos no hay más democracia posible que la representativa y la de partidos. Y si esta funciona mal, que sí, que es verdad que funciona mal, mejorémosla, pero no la suprimamos, porque la otra, la de los plebiscitos continuados a la ciudadanía al margen de las instituciones, es la de Cuba, Venezuela, China o Corea del Norte. 

Javier Marías se muestra mucho más crítico que yo con la gestión de Carmena en su artículo de ayer en El País. Una sucesión de alcaldes y alcaldesas se han empeñado en destrozar Madrid, dice en él, y sumirla en el esperpento. Manuela Carmena se incorpora a la lista. Quienes lean esta página con asiduidad, dice más adelante, sabrán que llevaba más de veinte años esperando que el Ayuntamiento de Madrid lo gobernara un partido distinto del PP. Con éste, y por imposible que pareciera, todo fue siempre a peor. Era inimaginable alguien más nocivo para la ciudad que Álvarez del Manzano, hasta que vino Gallardón. Lo mismo, hasta que vino Botella. Entonces asomó en lontananza la figura de Aguirre, que podría arrasar con facilidad lo poco que sus correligionarios habían dejado sin destruir. Fue muy votada pero no lo bastante, así que por fin se hizo con las riendas (es un decir) Manuela Carmena, de otra formación. He sido prudente, he dejado pasar año y medio sin apenas opinar, confiando en ver mejoras. Al cabo de ese tiempo, no cabe sino concluir que la capital está maldita, con alcaldes y alcaldesas empeñados en destrozarla y sumirla en el esperpento, procedan de donde procedan.

Seguir los avatares municipales, añade, es siempre deprimente, cutre y sórdido. Pero, sin seguirlos muy de cerca, la impresión que la mayoría de los madrileños tenemos es que Carmena está ida con excesiva frecuencia; cuando no, le sale algún resabio autoritario de su época de juez halagada por sus camarillas; y, cuando no, mete la pata hasta el fondo con declaraciones demagógicas o estupefacientes. La versión benévola que corre es la siguiente: ella no sabe ni se ocupa mucho; ni siquiera conocía a los concejales que nombró (si es que los nombró ella y no se los impusieron desde Podemos, Ganemos, Ahora Madrid o como se llame la agrupación que manda); no se entera de casi nada y la manipulan sus ediles, levemente famosos por sus ideas de bombero, sus tuits desagradables o sus juicios pendientes de cuando eran meros “civiles”. Un informe interno de IU ha revelado que hay profundas divisiones en su Gobierno. Hemos sabido de algunas iniciativas demenciales, como la de crear “gestores de barrio” y “jurados vecinales”, que por suerte no salió adelante (¿se imaginan a sus vecinos dirimiendo altercados y hurtos, sin idea de la justicia y de sus garantías? Da pavor). A la Policía Municipal, que está a su servicio, la enfadó y humilló al prohibir a sus miembros celebrar en el Retiro el homenaje anual a su patrón, porque al parecer “desfilaban” y eso contravenía su carácter “no-militar”. Casi ningún madrileño estaba al tanto de esta ceremonia en un parque, luego poco podía molestar a nadie. Carmena organizó una votación popular para decidir qué hacer con la Plaza de España (a la que se podría dejar en paz), en la que participaron menos de 27.000 personas, el 1% de la población. Aun así, el Ayuntamiento dio por validada su opción, terrorífica como de Botella o Gallardón.

La sensación, sigue diciendo, es de absoluto caos, de descabezamiento, y, por supuesto, de majaderías continuas. Si ya había una tendencia municipal a ellas en todas partes, desde que gobiernan Carmena y su equipo locoide éstas se han multiplicado. Ya no hay sábado ni domingo del año en que la ciudad no sea intransitable y sus principales arterias no estén cortadas durante diez o doce horas, las centrales del día. Jornadas “peatonales”, infinitas maratones y carreras por esto o lo otro, concursos de monopatines, permanente adulación de los ciclistas fanáticos. En la última jornada reservada a las bicis, 70.000 individuos salieron a pedalear por todo el centro (siempre todo en el centro, puro exhibicionismo y ganas de fastidiar). Por muchos ciclistas que sean, no dejan de ser una minoría en una ciudad de casi tres millones, igual que los de las carreras y otras abusivas zarandajas. Es decir, se complace a las minorías más gritonas y exigentes, siempre en detrimento de la mayoría. Muchos de esa mayoría han de llegar al aeropuerto o a la estación en domingo o sábado, o ir a almorzar, y el reiterativo capricho de unos pocos les impide llevar su vida seminormal. Eso tiene el nombre de discriminación.

La suciedad, concluye diciendo, es igual o peor que con el PP, sobre todo en el centro. Papeleras y contenedores a rebosar, churretones de orina y olor a orina por doquier, suelos porquerosos, favelas cada vez más esparcidas por la Plaza Mayor y las zonas turísticas, atronadores músicos callejeros que impiden trabajar y descansar. Botella y Carmena, en este capítulo, son idénticas, como en el de los árboles que se caen y matan. En cuanto a las declaraciones, difícil elegir entre la famosa “cup of café con leche” o las recientes de la actual alcaldesa (cito de memoria): “Interiormente aplaudía a los subsaharianos que lograban saltar la verja de Melilla, y les decía: ‘Os queremos, sois los mejores”. Al hacer público su sentimiento, ya no era “interiormente”. La civil Carmena es muy dueña de tener las simpatías que quiera, y quizá coincidan con las de usted y mías. Pero lo cierto es que ahora es la regidora de una capital europea, y que estaba animando a algo ilegal, alentando a quienes saltan la verja por las bravas a continuar y venir. Si se compromete a albergar en su casa particular a cuantos lo consigan, bien está. Si no, la ex-juez ha perdido el juicio, ahora que ya no juzga, sino que ejerce un cargo público de gran responsabilidad. Madrid, capital maldita. ¡Pobre Madrid!



La fuente de la diosa Cibeles, símbolo de Madrid



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt



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miércoles, 19 de octubre de 2016

[A vuelapluma] Trolas, imbecilidades y maledicencias en internet





¡Cómo cambia uno con los años!... Y no lo digo solo por lo físico, que es evidente e irrefutable. Lo digo también en cuanto a mentalidades y actitudes. Un servidor de ustedes hace sesenta años era de comunión diaria y propagandista de la fe. Después, con el tiempo, la fe se va diluyendo hasta desaparecer y la experiencia te enseña que no hay más tela que la que se ve ni más cera que la que arde. O lo que es lo mismo: que no hay más vida que esta y que lo mejor que uno puede hacer es vivirla intentando ser feliz, hacer felices a los demás, especialmente a los que te rodean y te quieren, y procurando no jodérsela en la medida de tus posibilidades a los demás. 

Se preguntarán ustedes con toda razón a qué viene este prolegómeno. Pues verán, se trata de dejar claro que no tengo ningún afán proselitista ni de propagandista de nadie ni de nada. O como decía Hannah Arendt de sí misma, que voy por libre. De vez en cuando me gusta advertir a mis buenos amigos, sinceramente preocupados por noticias que han leído en internet o que les han llegado multiplicadas por mil a través de las redes sociales, de que no hagan caso de ellas. Que el 99,99% de las veces son gilipolleces puestas en circulación por imbéciles que no tienen otra cosa que hacer, y el otro 0,99% restante asumidas y difundidas por personas de buena fe que no acaban de entender de qué va ni como funciona esto de internet. Y decididamente me rindo con armas, banderas y bagages. Lo siento, pero no aguanto más: prometo solemnemente no volver a tratar el asunto en el blog ni en las redes sociales ni intentar persuadir o convencer a nadie de nada. Allá cada cual se las apañe con sus tragaderas. Las mías ya no dan para más.

De las mentiras, imbecilidades y maledicencias que circulan al por mayor por internet, el escritor y académico de la RAE, Javier Marías, con su mala leche habitual, trata de ellas en su último artículo en El País Semanal titulado Urdiendo imbecilidades. Lo comparto plenamente. 

Hoy cualquier majadería puede tener inmediato éxito. Al instante brotan firmas que la suscriben y a menudo imponen sus criterios o sus censuras, dice Marías. Hay mucho de inquietante en las sociedades actuales, pero algún rasgo es además misterioso, como la continua, siempre incansable, proliferación de imbecilidades. Es seguro que en gran parte se debe a las redes sociales, que actúan como amplificadoras de toda sandez que se le ocurra a cualquier idiota ocioso. Hace tiempo que dije que la estupidez, existente desde que el mundo es mundo, nunca había estado organizada, como ahora. Cada memo lanzaba su memez y ésta se quedaba en el bar o en una conversación telefónica entre particulares. Había poco riesgo de contagio, de imitación, de epidemia. Hoy es lo contrario: cualquier majadería suele tener inmediato éxito, legiones de seguidores, al instante brotan decenas de miles de firmas que la suscriben, hacen presión y a menudo imponen sus criterios o sus censuras o sus prohibiciones. Porque otro de los signos de nuestro tiempo es ese, el afán de prohibir cosas, de regularlo todo, de no dejar un resquicio de libertad intocado. Hablé hace poco de quienes quieren que no se publiquen –así, sin más– las opiniones que no les gustan o que contrarían sus fanatismos variados. Demasiados individuos desearían dictaduras a la carta, con ellos de dictadores. Y, lo mismo que el crimen organizado es mucho más difícil de combatir que el crimen por libre, otro tanto sucede con la necedad organizada

La última que me llega, sigue diciendo, es la bautizada como “apropiación cultural”, sobre la cual, claro está, se están arrojando anatemas. Veamos de qué se trata: hay un montón de colectivos –o partes de esos colectivos, espero– que consideran un insulto que alguien no perteneciente a ellos practique sus costumbres, interprete “su” música, baile “sus” danzas o se vista como sus miembros. Pongamos ejemplos de esta nueva ofensa inventada: si alguien que no es argentino baila tangos, está llevando a cabo una “apropiación cultural” que, según los protestones, siempre implica robo y burla, hurto y befa; si unos señores se disfrazan de mariachis y cantan rancheras, lo mismo si no son mexicanos auténticos; los blancos no pueden tocar jazz, porque es expresión del alma negra y un no-negro estaría parodiándola y faltándole al respeto; por supuesto nadie que no sea gitano de pura cepa puede salir en un restaurante a arañar el violín con atuendo zíngaro, vaya escarnio.

Si la cosa se llevara a rajatabla, añade, nos encontraríamos con que Bach estaría reservado sólo a intérpretes alemanes, Schubert a austriacos y Scarlatti a italianos. Nadie que no hubiera nacido en Sevilla debería bailar sevillanas, ni muñeiras quien no fuese gallego. El sitar sería un instrumento vedado a cuantos no fuesen indios de la India (aunque tampoco estoy seguro de que sea exclusivo de ellos), nadie que no fuera ruso debería acercarse a una balalaika ni lucir casaca cosaca, y un colombiano jamás osaría marcarse una samba. Las grabaciones de Chet Baker y otros jazzistas blancos habrían de ser quemadas, por irrespetuosas, y nadie que no proviniera de ciertas zonas de los Estados Unidos estaría autorizado a entonar una balada country. ¿Y qué es eso de que Madonna aparezca con traje de luces en algunos de sus conciertos? Vaya escándalo, vaya mofa para España y Francia.

Es un escalón más, sigue diciendo. Hace tiempo escribí sobre algo parecido: centenares de miles de firmas clamaban al cielo porque en una película de Peter Pan (con actores), a la Princesa Tigrillas no la hubiera encarnado una actriz india de verdad (india de América), sino una blanca. Estos agraviados, por lógica, condenarían a cualquier actor que, no siendo danés, hiciera de Hamlet; al que, no siendo “moro de Venecia”, hiciera de Otelo; al que, no siendo manchego, se atreviera con Don Quijote, y así hasta el infinito. Esto de la “apropiación cultural” es de esperar que no prospere y que nadie haga maldito el caso, pero ya de nada puede uno estar seguro. Los bailes de disfraces quedarían automáticamente prohibidos, por irreverentes, y a Jacinto Antón habría que correrlo a gorrazos por vestirse de vez en cuando –según ha contado– de policía montado del Canadá o de explorador británico con salacot y breeches. Un hereje el pobre Jacinto.

Más allá de lo grotesco y las bromas, concluye su artículo, cabe preguntarse qué ha pasado para que hoy sea todo objeto de protesta. Por qué todo se ve como denigración, y nada como admiración y homenaje, o incluso como sana envidia. Hubo un tiempo no lejano en el que los colectivos se sentían halagados si alguien imitaba sus cantos y sus bailes, si atravesaban fronteras demostrando así su pujanza, su bondad y su capacidad de influencia. ¿Por qué todo ha pasado a verse como negativo, como afrenta, como “apropiación indebida” y latrocinio? Da la impresión de que existan masas de imbéciles desocupados pensando: “¿Qué nueva cretinada podemos inventar? ¿De qué más podemos quejarnos? ¿Contra quiénes podemos ir ahora? ¿A quiénes culpar de algo y prohibírselo?” Ya lo dijo Ortega y Gasset hace mucho: “El malvado descansa de vez en cuando; el tonto nunca”. O algo por el estilo.





Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt


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lunes, 9 de noviembre de 2015

[Política] Sobre el amor a la patria



Alegoría de España (Biblioteca Nacional, Madrid)


Las campañas electorales me ponen de los nervios, lo confieso. Y en algunas ocasiones hasta me hartan. En época de elecciones se suelen exacerbar los sentimientos patrióticos, y las alusiones a la Patria, la Nación, el País o el Estado, así, con mayúsculas, se convierten en el pan nuestro de cada día. 

Desconfío, por decirlo suavemente, de todos aquellos que hablan de la Patria, la Nación, el País, el Estado, la Justicia, la Democracia, el Pueblo o Dios (y más cosas) en primera persona, con mayúscula, y poniéndolos siempre por delante como justificación de sus acciones. Me dan miedo. Y de vez en cuando me repelen. Sobre todo cuando suenan a oportunismo electoral.

Es difícil entenderse, aunque sea en el mismo idioma, cuando no compartimos el sentido de las palabras que empleamos. Así pues, para que se me pueda entender, y replicar, reproduzco las acepciones, tomadas del Diccionario de la lengua española de la RAE (2014) que me son más cercanas de algunas de las palabras empleadas en esta entrada.

1. estado: 6. m. Forma de organización política, dotada de poder soberano e independiente, que integra la población de un territorio.

2. nación: 1. f. Conjunto de los habitantes de un país regido por el mismo gobierno.

3. país: 2. m. Territorio, con características geográficas y culturales propias, que puede constituir una entidad política dentro de un Estado.

4. patria: 2. f. Lugar, ciudad o país en que se ha nacido.

5. patriota: 1. m. y f. Persona que tiene amor a su patria y procura todo su bien.

6. patriotismo: 2. m. Sentimiento y conducta propios del patriota.

7. pueblo: 3. m. Conjunto de personas de un lugar, región o país.

El escritor y académico Javier Marías en un artículo de hace unos años en El País Semanal titulado "Cómo se llamará esta afección", escribía: "Siempre me ha costado mucho entender el patriotismo. Las proclamas del tipo "Amo España" (o Inglaterra, Escocia, Italia, Cataluña o Galicia, lo mismo da) me han sonado falsas y huecas, además de inverosímiles, porque nadie está capacitado para "amar" así, en bloque, un país entero, menos aún una metáfora o un concepto. Uno ama, como mucho, a unas cuantas personas a lo largo de su vida, sin que nos importen su lugar de nacimiento ni la lengua que hablen. Casi siempre se pertenece a un sitio por accidente. A ese sitio nos acostumbramos, sí, y durante un tiempo es nuestro único mundo. En él desarrollamos nuestros primeros afectos: creamos vínculos fuertes con algunas personas y paisajes, adquirimos hábitos que nos son gratos y que hasta pueden llegar a sernos indispensables. Por lo general nos sentimos cómodos, y bastaría con que nos viéramos condenados al exilio -como ha sucedido a tantos españoles a lo largo de la historia- para que echáramos desmedidamente en falta esos paisajes y esos hábitos. La mayoría de la gente vive donde vive porque se encontró allí al nacer y se incorporó a lo que ya estaba en marcha. Se instaló naturalmente y ya no se plantea moverse, a no ser que sienta un profundo descontento o aburrimiento, o sea inquieta y quiera hacer lo que antes se llamaba "conocer mundo", o vea que su lugar no es el adecuado para abrirse camino en su profesión. Pero todo es principalmente una cuestión de costumbre, y el amor tiene poco que ver en ello".


El artículo completo de Marías, que pueden leer en el enlace de más arriba, me pareció desgarrador, y quizá, excesivo. En todo caso comparto con él ese sentimiento de "patriotismo negativo" al que alude en su texto: aquel que nos hace avergonzarnos de muchos de nuestros compatriotas y de muchas de las cosas que se han hecho y dejado de hacer en nombre de la patria.

Leyéndolo he recordado un libro del también escritor e ilustre filósofo, Fernando Savater, que me impresionó sobremanera cuando lo leí, por su atrevimiento y la dureza de sus planteamientos, contra el propio concepto de nación. Se titulaba "Contra las patrias" (Tusquets, Barcelona, 1987), y no sé si don Fernando seguirá sosteniendo lo que en el decía contra "todas" las patrias"; supongo que sí, porque el concepto de "patria", como se vé en las definiciones del Diccionario de la RAE, no es unívoco.

También ignoro si Javier Marías había leído cuando escribió su artículo la magnífica biografía de Hannah Arendt de la periodista y escritora francesa Laure Adler, titulada "Hannah Arendt" (Destino, Barcelona, 2006). Me gustaría pensar que sí por la coincidencia casi literal entre lo que escribe Marías sobre el "amor patrio" y lo que pone Laure Adler en boca de su biografiada (página 426), sobre ese mismo concepto de amor a la patria, o al pueblo: "Tiene usted toda la razón: no me anima ningún amor de esa clase, y eso por dos motivos: jamás en toda mi vida he amado a ningún pueblo, a ninguna colectividad; ni al pueblo alemán, ni al francés, ni al norteamericano, ni a la clase obrera, ni nada de todo eso. Yo amo únicamente a mis amigos, y la sola clase de amor que conozco y en la que creo es en el amor por las personas."

¿Plagio inocente e inadvertido o simple coincidencia de sentimientos? Cualquiera de los dos hechos son posibles. No me preocupa. Como Marías, yo también me pregunto como se llamará "esa afección que nos hace incapaces de enorgullecernos junto a la capacidad de avergonzarnos por lo ajeno vecino". En todo caso, como él, estoy seguro de que no somos los únicos españoles que la padecemos.

Mi paisano Nicolás Estévanez, (1838-1914), militar y político de prestigio, y sobre todo poeta, escribió un hermosísimo poema sobre el mito de la patria titulado "La sombra del almendro". Les dejo con él. 

Y ahora, como decía Sócrates, "Ιωμεν", nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




LA SOMBRA DEL ALMENDRO

La patria es una roca,
la patria es una fuente,
la patria es una senda y una choza.

Mi patria no es el mundo;
mi patria no es Europa;
mi patria es de un almendro
la dulce, fresca, inolvidable sombra.

A veces por el mundo
con mi dolor a solas
recuerdo de mi patria
las rosadas, espléndidas auroras.

A veces con delicia
mi corazón evoca,
mi almendro de la infancia,
de mi patria las peñas y las rocas.

Y olvido muchas veces
del mundo las zozobras,
pensando de las islas
en los montes, las playas y las olas.

A mi no me entusiasman
ridículas utopías,
ni hazañas infecundas
de la razón afrenta, y de la Historia.

Ni en los Estados pienso
que duran breves horas,
cual duran en la vida
de los mortales las mezquinas obras.

A mi no me conmueven
inútiles memorias,
de pueblos que pasaron
en épocas sangrientas y remotas.

La sangre de mis venas,
a mi no se me importa
que venga del Egipto
o de las razas céltica y godas.

Mi espíritu es isleño
como las patrias rocas,
y vivirá cual ella
hasta que el mar inunde aquellas costas.

La patria es una fuente,
la patria es una roca,
la patria es una cumbre,
la patria es una senda y una choza.

La patria es el espíritu,
la patria es la memoria,
la patria es una cuna,
la patria es una ermita y una fosa.

Mi espíritu es isleño
como las patrias costas,
donde la mar se estrella
en espumas rompiéndose y en notas.

Mi patria es una isla,
mi patria es una roca,
mi espíritu es isleño
como los riscos donde vi la aurora...

Nicolás Estévanez




Javier Marías, Nicolás Estévanez y Hannah Arendt



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