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jueves, 30 de marzo de 2017

[A vuelpluma] El nuevo enemigo





Con los novelistas -los buenos- y los filósofos -casi todos-, mantengo una cordial relación de amor y odio a partes iguales que, en el fondo, no es más que envidia pura y dura. ¡Al, la envidia!... Sin duda el pecado capital de los españoles... Dejémoslo así. A ambos, filósofos y novelistas, hay que escucharlos siempre cuando hablan de otras cosas que no son ni la literatura ni la filosofía. Lo que no implica, ni por asomo, compartir sus opiniones siempre. Me pasaba con Francisco Umbral o Camilo José Cela. Me pasa hoy y ahora con Fernando Savater o Mario Vargas Llosa. Y otros, claro, que no cito.

Mario Vargas Llosa escribe muy a menudo de política, y aunque no comparta del todo algunas de las cosas que dice, lo hace tan bien que en cualquier caso disfruto de su lectura. Hace unos días escribía en El País sobre los nuevos enemigos. Sigan leyendo y averiguarán a quienes se refería.

El comunismo se ha convertido en una ideología residual, comenzaba diciendo. Ahora la amenaza es el populismo, que ataca por igual a países desarrollados y atrasados. El comunismo ya no es el enemigo principal de la democracia liberal —de la libertad— sino el populismo. Aquel dejó de serlo cuando desapareció la URSS, por su incapacidad para resolver los problemas económicos y sociales más elementales, y cuando (por los mismos motivos) China Popular se transformó en un régimen capitalista autoritario. Los países comunistas que sobreviven —Cuba, Corea del Norte, Venezuela— se hallan en un estado tan calamitoso que difícilmente podrían ser un modelo, como pareció serlo la URSS en su momento, para sacar de la pobreza y el subdesarrollo a una sociedad. El comunismo es ahora una ideología residual y sus seguidores, grupos y grupúsculos, están en los márgenes de la vida política de las naciones.

Pero, a diferencia de lo que muchos creíamos, añade, que la desaparición del comunismo reforzaría la democracia liberal y la extendería por el mundo, ha surgido la amenaza populista. No se trata de una ideología sino de una epidemia viral —en el sentido más tóxico de la palabra— que ataca por igual a países desarrollados y atrasados, adoptando para cada caso máscaras diversas, de izquierdismo en el Tercer Mundo y de derechismo en el primero. Ni siquiera los países de más arraigadas tradiciones democráticas, como Reino Unido, Francia, Holanda y Estados Unidos están vacunados contra esta enfermedad: lo prueban el triunfo del Brexit, la presidencia de Donald Trump, que el partido del Geert Wilders (el PVV o Partido por la Libertad) encabece todas las encuestas para las próximas elecciones holandesas y el Front National de Marine Le Pen las francesas.

¿Qué es el populismo?, se pregunta. Ante todo, la política irresponsable y demagógica de unos gobernantes que no vacilan en sacrificar el futuro de una sociedad por un presente efímero. Por ejemplo, estatizando empresas y congelando los precios y aumentando los salarios, como hizo en el Perú el presidente Alan García durante su primer Gobierno, lo que produjo una bonanza momentánea que disparó su popularidad. Después, sobrevendría una hiperinflación que estuvo a punto de destruir la estructura productiva de un país al que aquellas políticas empobrecieron de manera brutal. (Aprendida la lección a costa del pueblo peruano, Alan García hizo una política bastante sensata en su segundo Gobierno).

Ingrediente central del populismo, añade, es el nacionalismo, la fuente, después de la religión, de las guerras más mortíferas que haya padecido la humanidad. Trump promete a sus electores que “América será grande de nuevo” y que “volverá a ganar guerras”; Estados Unidos ya no se dejará explotar por China, Europa, ni por los demás países del mundo, pues, ahora, sus intereses prevalecerán sobre los de todas las demás naciones. Los partidarios del Brexit —yo estaba en Londres y oí, estupefacto, la sarta de mentiras chauvinistas y xenófobas que propalaron gentes como Boris Johnson y Nigel Farage, el líder de UKIP en la televisión durante la campaña— ganaron el referéndum proclamando que, saliendo de la Unión Europea, Reino Unido recuperaría su soberanía y su libertad, ahora sometidas a los burócratas de Bruselas.

E inseparable del nacionalismo, dice más adelante, es el racismo, y se manifiesta sobre todo buscando chivos expiatorios a los que se hace culpables de todo lo que anda mal en el país. Los inmigrantes de color y los musulmanes son por ahora las víctimas propiciatorias del populismo en Occidente. Por ejemplo, esos mexicanos a los que el presidente Trump ha acusado de ser violadores, ladrones y narcotraficantes, y los árabes y africanos a los que Geert Wilders en Holanda, Marine Le Pen en Francia, y no se diga Viktor Orbán en Hungría y Beata Szydlo en Polonia, acusan de quitar el trabajo a los nativos, de abusar de la seguridad social, de degradar la educación pública, etcétera.

En América Latina, comenta, Gobiernos como los de Rafael Correa en Ecuador, el comandante Daniel Ortega en Nicaragua y Evo Morales en Bolivia, se jactan de ser antiimperialistas y socialistas, pero, en verdad, son la encarnación misma del populismo. Los tres se cuidan mucho de aplicar las recetas comunistas de nacionalizaciones masivas, colectivismo y estatismo económicos, pues, con mejor olfato que el iletrado Nicolás Maduro, saben el desastre a que conducen esas políticas. Apoyan de viva voz a Cuba y Venezuela, pero no las imitan. Practican, más bien, el mercantilismo de Putin (es decir, el capitalismo corrupto de los compinches), estableciendo alianzas mafiosas con empresarios serviles, a los que favorecen con privilegios y monopolios, siempre y cuando sean sumisos al poder y paguen las comisiones adecuadas. Todos ellos consideran, como el ultraconservador Trump, que la prensa libre es el peor enemigo del progreso y han establecido sistemas de control, directo o indirecto, para sojuzgarla. En esto, Rafael Correa fue más lejos que nadie: aprobó la ley de prensa más antidemocrática de la historia de América Latina. Trump no lo ha hecho todavía, porque la libertad de prensa es un derecho profundamente arraigado en Estados Unidos y provocaría una reacción negativa enorme de las instituciones y del público. Pero no se puede descartar que, a la corta o a la larga, tome medidas que —como en la Nicaragua sandinista o la Bolivia de Evo Morales— restrinjan y desnaturalicen la libertad de expresión.

El populismo, afirma, tiene una muy antigua tradición, aunque nunca alcanzó la magnitud actual. Una de las dificultades mayores para combatirlo es que apela a los instintos más acendrados en los seres humanos, el espíritu tribal, la desconfianza y el miedo al otro, al que es de raza, lengua o religión distintas, la xenofobia, el patrioterismo, la ignorancia. Eso se advierte de manera dramática en el Estados Unidos de hoy. Jamás la división política en el país ha sido tan grande, y nunca ha estado tan clara la línea divisoria: de un lado, toda la América culta, cosmopolita, educada, moderna; del otro, la más primitiva, aislada, provinciana, que ve con desconfianza o miedo pánico la apertura de fronteras, la revolución de las comunicaciones, la globalización. El populismo frenético de Trump la ha convencido de que es posible detener el tiempo, retroceder a ese mundo supuestamente feliz y previsible, sin riesgos para los blancos y cristianos, que fue el Estados Unidos de los años cincuenta y sesenta. El despertar de esa ilusión será traumático y, por desgracia, no sólo para el país de Washington y Lincoln, sino también para el resto del mundo.

¿Se puede combatir al populismo? termina preguntándose. Desde luego que sí, responde. Están dando un ejemplo de ello los brasileños con su formidable movilización contra la corrupción, los estadounidenses que resisten las políticas demenciales de Trump, los ecuatorianos que acaban de infligir una derrota a los planes de Correa imponiendo una segunda vuelta electoral que podría llevar al poder a Guillermo Lasso, un genuino demócrata, y los bolivianos que derrotaron a Evo Morales en el referéndum con el que pretendía hacerse reelegir por los siglos de los siglos. Y lo están dando los venezolanos que, pese al salvajismo de la represión desatada contra ellos por la dictadura narcopopulista de Nicolás Maduro, siguen combatiendo por la libertad. Sin embargo, la derrota definitiva del populismo, como fue la del comunismo, la dará la realidad, el fracaso traumático de unas políticas irresponsables que agravarán todos los problemas sociales y económicos de los países incautos que se rindieron a su hechizo.




Mario Vargas Llosa


Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt



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viernes, 19 de febrero de 2016

[A vuelapluma] El principio "esperanza"




Alegoría de la Esperanza (Andrea Pisano, 1290-1345)


Hace unos días encontré en boca de uno de los personajes de la novela La región más transparente, del mexicano Carlos Fuentes, una definición de progreso que no me atrevo a decir que comparta plenamente, pero que me gustó: "El progreso debe encontrarse en un equilibrio entre lo que somos y nunca podremos dejar de ser y lo que, sin sacrificar lo que somos, tenemos la posibilidad de ser -Jesús, Leonardo o chimpancé-". Nada que ver, como puede verse, con la idea de progreso continuo de la Ilustración o la surgida de la dialéctica de Hegel. 

Y hoy, como quien dice ahora mismo, acabo de terminar de leer lo que se dice en un plis plas, literalmente de un tirón, un libro desolador y magnífico: El silencio de los animales. Sobre el progreso y otros mitos modernos (Sexto Piso, Madrid, 2013), de John Gray, profesor de Ciencias Políticas en la Universidad de Oxford y de Pensamiento Europeo en la London School of Economics. Un libro en el que se cuestiona sin misericordia y con rigor la idea de progreso como meta última de la existencia humana, desmontándola como mito estructurador de la existencia humana. Y sin embargo, no es un libro desesperanzado. 

En la teología católica se llaman virtudes teologales a los hábitos que Dios infunde en la inteligencia y en la voluntad del hombre para ordenar sus acciones a Dios mismo. Tradicionalmente se considera que las tres más importantes son la fe, la esperanza y la caridad. Un servidor la fe la perdió hace mucho, la caridad (que no confundo con la justicia) la ejerzo cuando debo y puedo, y la esperanza no la he perdido nunca. 

Ni el menor asomo de intencionalidad por mi parte en hacer una broma de mal gusto (no me gustan ni las inocentes) sobre doña Esperanza Aguirre y los problemas de su partido, el PP, en la comunidad autónoma de Madrid y otras partes de España. Me refiero con eso del "efecto Esperanza" al sentido y magnífico artículo que en El País de ayer publicaba el escritor, profesor y exministro de Cultura socialista César Antonio Molina sobre la esperanza y su función en la política. Esperanza, que no autoengaño, dice en él, robándole el título al famoso libro de Ernst Bloch, en el que se refiere a la utopía como una función esencial del ser humano. Una utopía marxista-metafísica -añade- que conduciría a la libertad a través del poder totalitario del Estado, la violencia supuestamente justa, la planificación centralizada, el colectivismo y la extrema ortodoxia doctrinal, que estamos volviendo a escuchar, con envoltorio nuevo, a determinado partido político español.

El profesor John Gray, en su libro citado, dedica también unas palabras a la utopía marxista. Al contrario de lo sugerido por generaciones de progresista occidentales -dice-, no fueron el retraso de Rusia ni los errores en la aplicación de la teoría marxista los que produjeron la sociedad soviética. Regímenes similares -añade- surgieron en cualquier lugar en el que se intentó poner en práctica el proyecto comunista. La Rusia de Lenin, la China de Mao, la Rumanía de Ceausescu y muchos más, no fueron más que variantes de un único modelo dictatorial. El comunismo pasó de ser un movimiento que tenía por objetivo la libertad universal a ser un sistema de despotismo universal. Esa es la lógica dee la utopía, dice. Una de las razones por las cuales 1984 de Orwell es un mito tan poderoso, sigue diciendo, es precisamente por el hecho de que plasma esta verdad. La distopía soviética terminó convertida en un trozo de basura más entre los escombros de la historia, concluye.

La palabra esperanza, dice el profesor Molina en su artículo, no tiene cabida en el marxismo, pues esta ideología lo tiene todo previsto, todo organizado y para qué una fe pequeñoburguesa como la esperanza. Sin embargo, -añade- como Unamuno escribió en El sentimiento trágico de la vida, yo creo porque espero. Espero que España no delire como tantas veces a lo largo de su historia, pues ya sabemos cómo acaban estos desatinos. 

"España ha delirado, -dice citando a María Zambrano- ofreciendo en su delirio su sangre. Toda la sangre de España por una gota de luz. Por eso tiene derecho —¿sabrá aprovecharlo?— a la esperanza". Y poco más adelante a Cioran: "Leyendo a Ganivet, Unamuno u Ortega uno advierte que, para ellos, España es una paradoja que les atañe íntimamente y que no logran reducir a una fórmula racional". Y a Larra, en su artículo "El día de difuntos", de 1836, que terminaba con estas desilusionadas palabras: "¡Aquí yace la esperanza!! / ¡Silencio, silencio!!!"... Pero Fígaro jamás guardó silencio -añade- y nos enseñó que en tiempos como los suyos, como los nuestros, "los hombres prudentes no deben hablar, ni mucho menos callar; que no callar es una forma de esperanza. Ni lo hizo -sigue diciendo- Gabriel Marcel, el autor teatral y filósofo francés, que durante la ocupación alemana clamó que la desesperanza era una deslealtad a Francia. 

Yo también afirmo que la desesperanza es una deslealtad a España, dice Molina. Y me sumo a sus palabras. Pero, por otro lado, -añade-, no hay que olvidar que la esperanza es enemiga del utopismo, de la pasión, de lo irracional, de las certezas insoslayables, de las verdades sacras aunque laicas, de las fórmulas mágicas para arreglarlo todo. 

Yo tengo esperanza en la democracia y en la Constitución -sigue diciendo-; en la monarquía parlamentaria; en la labor de Estado y no empresarial de los partidos políticos; en que se combata la gangrena de la corrupción; en que España permanezca unida y ampare a sus lenguas y culturas compartidas con Iberoamérica; en que la educación y la cultura sean el asunto primordial del Estado, ayuden a la concordia entre los españoles y no sirvan para sembrar oscura cizaña en conflictos inventados; en que la democracia defienda la libre individualidad de las personas, sus derechos y su dignidad, en la solidaridad y fraternidad universal, en la paz interior y exterior ajena a cualquier tipo de fanatismos.

Un día -concluye su artículo- Max Brod le preguntó a su íntimo amigo Kafka si pensaba que en el mundo había alguna esperanza. El autor de El proceso le contestó que, por supuesto, sí la había, pero no para ellos. Desmintamos a Kafka, dice. Hay esperanza hasta para nosotros. Me sumo a ello.




César Antonio Molina




Disfrútenlo. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




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lunes, 26 de octubre de 2015

[De libros y lecturas] "Crisis de la república", de Hannah Arendt







Fue en 1990 cuando leí por vez primera "Crisis de la república", de la filósofa y teórica política estadounidense de origen alemán Hannah Arendt (1906-1975), en la edición de Taurus. Hoy termino de releeerla, gracias de nuevo a la inestimable colaboración de la Biblioteca Pública del Estado en Las Palmas, en la nueva edición, magnífica, de Trotta (2015). Los trabajos reunidos en "Crisis de la república", pertenecientes a la última etapa de la producción de Hannah Arendt (fueron escritos entre 1969 y 1972), son genuinos ensayos de comprensión que analizan asuntos controvertidos de la vida política en Estados Unidos en el periodo de distensión de la guerra fría, y en pleno auge de los movimientos pacifistas y de protesta de la rebelión estudiantil. Pero son ante todo una brillante reflexión sobre la formación del juicio en política, la capacidad de aprendizaje a partir de los acontecimientos y el sentido de la acción, eje central este de toda la concepción de la política en Hannah Arendt.

El libro, que no llega a las 190 páginas, se lee con enorme facilidad, pues está escrito con un lenguaje llano sin perder un ápice de su rigor conceptual ni crítico, reune cuatro estudios de Arendt publicados, como señalé anteriormente, entre 1969 y 1972. 

El primero de ellos, "La mentira en política. Reflexiones sobre los documentos del Pentágono", que se inicia con unas palabras del que fuera secretario de Defensa durante la presidencia de John F. Kennedy, Robert S. McNamara: "No es agradable contemplar a la mayor superpotencia del mundo, matando o hiriendo gravemente cada semana a millares de personas no combatientes mientras trata de someter a una nación pequeña y atrasada en una pugna cuya justificación es ásperamente discutida", constituye una meditación sobre el engaño, el autoengaño, la elaboración de imágenes, la ideologización y el apartamiento de los hechos como elementos que determinaron la gestión de la administración estadounidense en relación con la guerra de Vietnam.

El segundo de los ensayos está dedicado a la "Desobediencia civil", y en él, Arendt se hace cargo del tema de la relación moral del ciudadano con la ley en una sociedad de asentimiento. Con referencias a Sócrates y Thoreau, pero también a Locke, Montesquieu y Tocqueville, entra en el debate generado por el desafío a la autoridad establecida proponiendo entender la desobediencia civil en términos de asociaciones voluntarias o minorías organizadas, es decir, como grupos de protesta que gozan de legitimidad constitucional. Estudio que comienza intentando dar respuesta a la pregunta con que el Colegio de Abogados de la Ciudad de Nueva York: "¿Ha muerto la ley?", celebró el simposio de su centenario en 1970.

El tercero de los estudios recogidos en "Crisis de la república" lleva el título de "Sobre la violencia". Estudio (con XVIII anexos) que parte de la constatación, apenas advertida, dice la autora, de que cuanto más dudoso e incierto se ha tornado en las relaciones internacionales el instrumento de la violencia, más reputación y atractivo ha cobrado en los asuntos internos, especialmente en cuestiones de revolución, aportando una clarificadora distinción entre las nociones de poder, potencia, autoridad, fuerza y violencia, que no siempre son bien entendidas en sus justos términos. 

El cuarto y último de los capítulos del libro "Pensamientos sobre política y revolución. Un comentario", está basado en una famosa entrevista que Hannah Arendt concedió en el verano de 1970 (veinte años antes de la caída del Muro de Berlín) al escritor alemán Adelbert Reif. De toda esta larga entrevista he escogido un solo apartado, que me parece significativo de la insobornable independecia política del pensamiento de Arendt, que es aquel en el que el entrevistador le pregunta por las diferencias entre capitalismo y socialismo, y sobre, si en su opinión, existe alguna otra alternativa.

La pregunta exacta de Reif fue la siguiente: "Los filósofos y los historiadores marxistas, y no simplemente quienes son considerados como tales en el sentido estricto del término, opinan que en esta fase del desarrollo histórico de la humanidad hay dos alternativas posibles para el futuro: capitalismo y socialismo. ¿Existe en su opinión otra alternativa?".

No veo tales alternativas en la historia, responde Hannah Arendt; ni sé qué es lo que hay allí disponible. Vamos a dejar de hablar de temas tan altisonantes como el "desarrollo histórico de la humanidad": muy probablemente, añade, adoptará un giro que no corresponderá ni a uno ni a otro y esperemos que así sea para nuestra sorpresa. Pero examinemos históricamente por un momento, sigue diciendo, esas alternativas; con el capitalismo se inició, al fin y al cabo, un sistema económico que nadie había planeado ni previsto. Este sistema, como se sabe generalmente, debió su comienzo a un monstruoso proceso de expropiación como jamás había sucedido anteriormente en la historia en esta forma, es decir, sin conquista militar. Expropiación, continúa diciendo, como acumulación inicial de capital, que fue la ley conforme a la cual surgió el capitalismo y conforme a la cual avanzó paso a paso. No conozco lo que la gente imagina por socialismo, añade. Pero si se mira lo que sucedió en Rusia, puede advertirse que el proceso de expropiación fue llevado aún más lejos; y puede observarse que algo muy similar está sucediendo en los modernos países capitalistas donde parece que hubiera vuelto a desencadenarse el antiguo proceso de expropiación. ¿Qué son, se pregunta Arendt, la superimposición fiscal, la devaluación "de facto" de la moneda, la inflación unida la recesión, sino formas relativamente suaves de expropiación?

Solo que en los países occidentales, sigue diciendo, hay obstáculos políticos y legales que constantemente impiden que este proceso de expropiación alcance un punto en el que la vida sería completamente insoportable. En Rusia no existe, añade, desde luego, socialismo, sino socialismo de Estado, que es lo mismo que sería el capitalismo de Estado, es decir, la expropiación total, que sobreviene cuando han desaparecido todas las salvaguardias políticas y legales de la propiedad privada. En Rusia, por ejemplo, dice, ciertos grupos disfrutan de un muy elevado nivel de vida. Lo malo es solo que todo lo que tales gentes tienen a su disposición -vehículos, residencias campestres, muebles caros, coches con chófer, etc.- no es de su propiedad y cualquier día puede serles retirado por el gobierno. No hay allí, añade, un hombre tan rico que no pueda convertirse en mendigo de la noche a la mañana -y quedarse incluso sin el derecho al trabajo- en caso de conflicto con los poderes dominantes. (Un vistazo a la reciente literatura soviética, dice, donde se ha empezado a decir la verdad, atestiguará estas atroces consecuencias más reveladoras que todas las teorías económicas y políticas).

Todas nuestras experiencias, continúa diciendo, -a diferencia de las teorías y de las ideologías- nos dicen que el proceso de expropiación, que comenzó con la aparición del capitalismo, no se detiene en la expropiación de los medios de producción; solo las instituciones legales y políticas que sean independientes de las fuerzas económicas y de su automatismo, pueden controlar y refrenar las monstruosas potencialidades inherentes a este proceso. Tales controles políticos, añade, parecen funcionar mejor en los "Estados-nodriza" tanto si se denominan a sí mismos "socialistas" o "capitalistas". Lo que protege la libertad es la división entre el poder gubernamental y el económico, o, por decirlo en lenguaje de Marx, el hecho de que el Estado y su constitución no sean superestructuras.

Lo que nos protege en los llamados países capitalistas de Occidente, dice, no es el capitalismo, sino un sistema legal que impide que se hagan realidad los ensueños de la dirección de las grandes empresas de penetrar en la vida privada de sus empleados. Pero este empeño se torna realidad allí donde el gobierno se convierte a sí mismo en patrono. No es un secreto, continúa diciendo, que el sistema de investigación que sobre sus empleados realiza el gobierno americano no respeta la vida privada; el reciente apetito mostrado por algunos organismos gubernamentales de espiar en las casas particulares podría ser un intento del gobierno de tratar a todos los ciudadanos como aspirantes en potencia a funcionarios públicos. ¿Y qué es el espionaje sino una forma de expropiación?, se pregunta Arendt. El organismo gubernamental, sigue diciendo, se establece como un género de copropietario de las viviendas y de las casas de los ciudadanos. En Rusia, añade, no necesitan delicados micrófonos ocultos en las paredes; de cualquier manera hay un espía en la vivienda de cada ciudadano.

Si tuviera que juzgar esta evolución desde un punto de vista marxista, añade, diría: quizá la expropiación está en la verdadera naturaleza de la producción moderna, y el socialismo, como Marx creía, no es más que el resultado inevitable de la sociedad industrial iniciada por el capitalismo. Entonces, continúa diciendo, lo que interesa es saber lo que podemos hacer para mantener bajo control este proceso y evitar que degenere, con un nombre u otro, en las monstruosidades en que ha caído en el Este. En algunos países de los llamados "comunistas", añade, -en Yugoslavia, por ejemplo, pero incluso también en Alemania Oriental- ha habido intentos para sustraer la economía a la ingtervención del gobierno y descentralizarla, y se han realizado concesiones muy sustaciales para impedir las más horribles consecuencias del proceso de expropiación, que, afortunadamente, añade, también habían resultado ser muy insatisfactorias para la producción una vez que se había alcanzado un determinado grado de centralización y de esclavización de los trabajadores.

Fundamentalmente, continúa diciendo, se trata de saber cuánta propiedad y cuántos derechos podemos permitir poseer a una persona, incluso bajo las muy inhumanas condiciones de gran parte de la economía moderna. Pero nadie puede decirme, añade, que exista algo como la "propiedad de las fábricas" por parte de los trabajadores. Si usted reflexiona, le dice al entrevistador, durante un segundo advertirá que la propiedad colectiva constituye una contradicción en sus propios términos. Pertenencia es lo que yo tengo; propiedad se refiere a lo que es propio de mí por definición. Los medios de producción de otras personas no deberían desde luego pertenecerme. El peor propietario posible sería el gobierno, a menos que sus poderes en la esfera económica sean estrictamente controlados y frenados por una judicatura verdaderamente independiente. Nuestro problema en la actualidad, añade, no consiste en expropiar a los expropiadores sino, más bien, en lograr que las masas, desposeídas por la sociedad industrial en los sistemas capitalistas y socialistas, puedan recobrar la propiedad. Solo por esta razón, añade, ya es falsa la alternativa entre capitalismo y socialismo, no solo porque no existe en parte alguna en estado puro, sino porque lo que tenemos son gemelos, cada uno conn diferente sombrero.

Puede contemplarse toda la situación, sigue diciendo, desde una perspectiva diferente -la de los mismos oprimidos- , lo cual no mejora el resultado. En este caso uno debe decir que el capitalismo has destruído los patrimonios, las corporaciones, los gremios, toda la estructura de la sociedad feudal. Ha acabado con todos los grupos colectivos que constituían una protección para el individuo y su pertenencia, que le garantizaban un cierto resguardo, aunque no, desde luego, una completa seguridad. En su lugar, añade, puso "las clases", esencialmente solo dos: la de los explotadores y la de los explotados. La clase trabajadora, simplemente porque era una clase y un colectivo, proporcionó al individuo una cierta protección y más tarde, cuando aprendió a organizarse, luchó por conseguir, y obtuvo, considerables derechos para sí misma. La distinción principal hoy, añade, no es entre países socialistas y países capitalistas, sino entre países que respetan esos derechos, como por ejemplo, Suecia de un lado y Estados Unidos de otro, y los que no los respetan, como por ejemplo la España de Franco de un lado y la Rusia soviética de otro.

¿Que ha hecho entonces el socialismo o el comunismo, se pregunta, tomados en su forma más pura? Han destruído esta clase, sus instituciones, los sindicatos y los partidos de trabajadores, y sus derechos: convenios colectivos, huelgas, seguro de paro, seguridad social. En su lugar, estos regímenes han ofrecido la ilusión de que las fábricas eran propiedad de la clase trabajadora, que como clase había sido abolida, y la atroz mentira de que ya no existía el paro, mentira basada tan solo en la muy real inexistencia del seguro de paro. En esencia, concluye Hannah Arendt su respuesta, el socialismo ha continuado sencillamente y llevado a su extremo lo que el capitalismo comenzó. ¿Por qué iba a ser su remedio?, se pregunta...

Y ahora, como decía Sócrates, "Ιωμεν", nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt







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sábado, 9 de junio de 2012

La ilusión democrática





El filósofo Alain Badiou (1937)



Ya he escrito con anterioridad que a los filósofos hay que escucharlos con atención, bien para elogiarlos, bien para detestarlos; nunca para ignorarlos. A veces, hasta atinan, incluso cuando se meten a opinar de política. Quién desee profundizar en mi opinión al respecto basta conque ponga en el buscador del blog el término "filósofos".

Hace unos días, a través de la página en Facebook de una buena amiga grancanaria, llegué hasta un artículo sobre el filósofo francés Alain Badiou y su más reciente publicación: "El despertar de la historia" (Clave intelectual, Madrid, 2012).

Resulta difícil no compartir algunas de sus afirmaciones. Por ejemplo, ésta en que nos presenta un apocalíptico análisis del capitalismo: "El capitalismo confía el destino de los pueblos a los apetitos financieros de una minúscula oligarquía. En cierto sentido, se trata de un régimen de bandidos. ¿Cómo podemos aceptar que la ley del mundo esté regida por los voraces intereses de una camarilla de herederos y de nuevos ricos? ¿No es razonable llamar «bandidos» a quienes tienen como única norma el lucro, estando dispuestos, si es necesario, a pisotear a millones de personas amparándose en dicha norma? El hecho de que, en efecto, el destino de millones de personas dependa de los cálculos de tales bandidos es hoy tan obvio, tan visible, que la aceptación de esta «realidad», como dicen los plumíferos de los bandidos, es cada día más asombrosa. El espectáculo de los Estados patéticamente desconcertados porque una pequeña tropa anónima de evaluadores autoproclamados les ha puesto una mala nota, como haría un profesor de economía a sus estudiantes, es al mismo tiempo burlesco y muy preocupante. Por lo tanto, queridos electores, habéis instalado en el poder a gente que tiembla por las noches, como colegiales, al saber que por la mañanita los  representantes del «mercado», es decir los especuladores y los parásitos del mundo de la propiedad y del patrimonio, les pueden haber puesto un AAB, en lugar de un AAA. ¿No resulta bárbara esta influencia consensuada de los maestros oficiosos sobre nuestros maestros oficiales, para quienes la única  preocupación es conocer cuales son y serán los beneficios de la lotería en la que juegan sus millones? Por no hablar de que su angustioso sollozo se pagará con el cumplimiento de las órdenes de la mafia que siempre consisten en algo como: «Privaticen todo. Supriman la ayuda a los débiles, a los solitarios, a los enfermos, a los parados. Supriman toda ayuda a todos menos a los bancos. No asistan a los pobres, dejen morir a los viejos. Bajen el salario de los pobres y los impuestos a los ricos. Que todo el mundo trabaje hasta los 90 años. Enseñen matemáticas solo a los traders, a leer sólo a los grandes propietarios, historia sólo a los ideólogos a nuestro servicio.» Y la ejecución de estas órdenes arruinará en la práctica la vida de millones de personas."

Más difícil de compartir son opiniones como esta otra en la que afirma que el  marxismo no es "una rama de la economía (teorías de las relaciones de producción), ni una rama de la sociología (descripción objetiva de la «realidad social»), ni una filosofía (pensamiento dialéctico de las contradicciones), sino, repitámoslo, el conocimiento organizado de los medios políticos necesarios para desmontar la sociedad existente y por fin desarrollar una forma igualitaria y racional de organización colectiva, llamada comunismo." ¿El comunismo una forma igualitaria y racional de organización colectiva?...

Marxista-comunista como el mismo se define, parece obviar en la realización de la utopía comunista, el significado de palabras tan significativas sobre la democracia como las escritas por Lenin en el diario "Obrero y soldado", en agosto de 1917, cuando al referirse a las ilusiones constitucionales de buena parte de la sociedad rusa de aquel momento dice de ellas: "No es posible un intento adecuado de comprensión de la misión que corresponde a la Rusia de hoy sino se dedica una especial atención a la exposición sistemática y despiadada de las ilusiones constitucionales, a destruir sus raíces y a restablecer una conveniente perspectiva política." ¿Todo se reduce, pues, a eso: a una cuestión de perspectiva y de destruir de raíz toda ilusión democrática.?...

Los filósofos usan más a menudo de lo conveniente lenguajes abstrusos a la hora de definir conceptos de uso corriente en el lenguaje corriente de la gente corriente. Por ejemplo el de "verdad política", que se supone clave en el pensamiento de Badiou: "Una verdad política es el producto organizado de un acontecimiento popular masivo en el cual la intensificación, la contracción y la localización sustituyen a un objeto identitario, y a los nombres separadores que lo acompañan, por una presentación real de la potencia genérica de lo múltiple." Luego, se quejan los filósofos, al igual que los políticos, de que no los entendemos.

La anterior definición de verdad política la expuso Badiou en un artículo de mayo del pasado año sobre los acontecimientos del 15-M español. Es una definición de difícil comprensión para mi, que no soy ni filósofo, ni marxista, ni comunista. Quizá ahí esté el problema, mi problema. 


Y es una lástima, porque entre tanta jerga ininteligible e incomprensible para el común de los mortales se vislumbran "verdades" evidentes" como las expuestas al comienzo de la entrada en su análisis sobre el capitalismo.  


Les animo a ver el vídeo con el que acompaño la entrada, en el que se ponen en relación la filosofía política de Michel Foucault y Alain Badiou. Espero que tanto la entrada como el vídeo les resulten interesantes.

Y sean felices, por favor, a pesar del des-gobierno que padecemos. Tamaragua, amigos.  HArendt




Lenin (1870-1924)





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Entrada núm.1474
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"Tanto como saber, me agrada dudar" (Dante)
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"La historia del mundo no es un suelo en el que florezca la felicidad. Los tiempos felices son en ella páginas en blanco" (Hegel)

domingo, 18 de abril de 2010

Katyn (1940): Sobre la culpa




Monumento a la víctimas de Katyn (Rusia)


Ayer tarde, dentro de su programa "Informe Semanal", TVE1 emitíó un reportaje sobre la muerte del presidente de Polonia Lech Kaczynski, ocurrida hace unos días en un accidente aéreo en las cercanías de la ciudad rusa de Smolensko. Acudía allí en compañía de una nutrida representación oficial polaca para conmemorar junto con las autoridades rusas el 70 aniversario de la matanza de Katyn. Un hecho negado oficialmente por la Unión Soviética hasta 1990, en el que fueron asesinados varias decenas de miles de oficiales polacos. En apoyo del reportaje pusieron algunas escenas de la película "Katyn", estrenada en España el pasado año.

En una de ellas se ve llegar hasta el bosque de Katyn, unos camiones con oficiales polacos prisioneros, se les obliga a descender de ellos, y uno a uno son conducidos hasta una línea de fosas abiertas en un calvero del bosque. Una vez ante ellas un soldado soviético les pasa un lazo por el cuello, tira fuertemente hacia atrás y con el cabo restante les ata las manos a la espalda, Otro soldado, de manera inmediata, les dispara un tiro en la nuca y les arroja a la fosa.

Ha sido una escena de pesadilla que me ha impedido dormir durante toda la noche pasada. En cuanto cerraba los ojos mi mente la reproducía una y otra vez, sin descanso. Cientos o miles de veces. No lo se. Pero era automático; cerrar los ojos, y reproducirse la escena: lazo al cuello, tirón hacia atrás, manos atadas a la espalda y tiro en la nuca.

Me levanté de madrugada intentando escribir algo coherente sobre la culpa y el pecado, sobre si los sentimientos de pecado y culpa son individuales o colectivos, sobre si los hijos son responsables de lo que hicieron sus padres, y los pueblos de lo que hacen o hicieron sus gobernantes, sobre si se extinguen con el paso del tiempo o traspasan las generaciones pasadas, presentes y futuras. No he sido capaz. Y aquí estoy ahora, a las diez de la mañana, intentando exorcizar mis demonios... Sean felices a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt





J.V. Stalin  





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Entrada núm. 1296 -
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