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lunes, 5 de abril de 2010

Francesas



Carla Sarkozy, Primera Dama de Francia



 
Interesante, instructivo y esclarecedor sobre la situación real de la mujer en la sociedad francesa el artículo del corresponsal de La Vanguardia en París, Lluís Uría, que hoy lunes publica en el diario barcelonés, dentro de su Blog "Fil d´Ariadna", tomando como punto de partida para ello la legislación francesa sobre el uso y transmisión de los apellidos.

¿Sabían ustedes que las mujeres francesas pierden su apellido de solteras al contraer matrimonio y que ni siquiera en caso de divorcio pueden recuperarlo? ¿Sabían que el apellido familiar, único, es sólo el del marido? ¿O qué la nueva legislación permite transmitir a los hijos los dos apellidos, del padre y la madre, y en el orden que se desée, unidos por un guión, pero que ese apellido único no es transmisible a los nietos?

Pero esa es sólo la parte anecdótica del artículo. Hay otra bastante más seria que acredita que en la patria de la "Libertad-Igualdad-Fraternidad" no es oro todo lo que reluce sobre la situación social de la mujer, como persona y como ciudadana.

En la sección de vídeos, a la derecha de sus pantallas y del blog, pueden ver y oir a Luz Casal cantando, en París, "Historia de un amor". Se lo recomiendo, así como el artículo de Lluís Uría. Y espero que los disfruten. Sean felices, por favor. Tamaragua, amigos. HArendt






Martine Aubry, secretaria general del Partido Socialista Francés




Blog "Fil d'ariadna"
Diario de París
La Vanguardia
Lluís Uría | 05/04/2010

La funcionaria alzó la vista y lanzó una mirada hundida en el hastío. "¿Su apellido?", preguntó. Al otro lado del mostrador, la mujer dudó unos instantes, mientras intentaba decidir si lo más adecuado era dar "su" apellido o el del padre de sus hijos. "Su apellido de familia", le conminó impaciente la funcionaria, despejando toda duda.

En Francia, sólo existe un "apellido de familia". Y ése acostumbra a ser el del marido. Desde el 2005, las parejas pueden elegir entre transmitir a sus hijos el apellido paterno, el materno o ambos a la vez –en el orden preferido— unidos por un doble guión. La ley, sin embargo, ha cambiado en la práctica muy pocas cosas. Y los escasos franceses que optan por la vía de fundir los dos apellidos en uno -apenas un 5%-, deben enfrentarse después a una implacable regla: ese apellido compuesto, salvo casos excepcionales, no puede ser transmitido después a los nietos, que heredarán únicamente el primero. A no ser, claro está, que uno pertenezca a uno de los grandes linajes de la República…

Para la mayoría de las mujeres francesas, sin embargo, tal dilema es absolutamente superfluo. Porque la mayoría ni siquiera logra conservar su propio apellido una vez casadas. Ahí está, entre muchísimas otras, la primera secretaria del Partido Socialista francés, Martine Aubry, la hija de Jacques Delors, condenada a arrastrar el apellido de un primer marido que hace años dejó de formar parte de su vida. Ni siquiera Carla Bruni, con su acusada personalidad, ha logrado colocar el suyo en los tarjetones oficiales del Elíseo: "El presidente de la República y Madame Carla Sarkozy ruegan al señor X hacerles el honor de asistir a la recepción…", rezan de forma sistemática. Y la cantante y ex modelo italiana aún es afortunada… La anterior primera dama, una tal Cécilia, ni siquiera existía. Así aparecía en la invitación al party del 14 de Julio en el Elíseo del año 2007: "El presidente de la República y Madame Nicolas Sarkozy…". No se trata de un error. También Bernadette de Courcel era "Madame Jacques Chirac".

Nada obliga a las francesas a renunciar a su apellido. La ley, eso sí, en un gesto de una remarcable magnanimidad, les concede el derecho de adoptar el del marido. Y la Administración, siempre presta a facilitar las cosas, incluye en el documento nacional de identidad de las mujeres dos casillas diferenciadas: una para el nuevo apellido y otra para su apellido de soltera (jeune fille). Tanto ha estado la mujer sometida a la preeminencia del marido en Francia que hasta el año 1927 casarse con un extranjero comportaba, para la mujer, la pérdida automática de la nacionalidad francesa. Así le pasó a la abuela materna de Nicolas Sarkozy, Adèle Bouvier, al contraer matrimonio con Benedict Mallah, un judío de origen sefardí nacido en Salónica y de nacionalidad española que se convertiría en el abuelo del hoy presidente de la República.

La patria de los Derechos del Hombre –en Francia no gusta la expresión "derechos humanos", que es percibida, a saber por qué, como una devaluación-  no ha sido precisamente un país de vanguardia a la hora de extender a las mujeres los principios revolucionarios de Libertad, Igualdad y Fraternidad. El derecho de voto no les llegó hasta después de la Segunda Guerra Mundial. Las primeras mujeres francesas que pudieron votar lo hicieron en 1945, mientras todavía estaban vivas en las retinas las imágenes de la bárbara venganza de los hombres de la Resistencia sobre las acusadas de "colaboración horizontal", humilladas y maltratadas por el solo crimen de haber mantenido relaciones sexuales –por necesidad, por amor- con militares alemanes. ¡Como si más de media Francia no se hubiera acomodado a la ocupación!

Superviviente de la gran tragedia que asoló Europa en los años treinta y cuarenta, salvada milagrosamente del horror de los campos de exterminio nazi, Simone Veil –de soltera, Jacob-, ocupa por derecho propio un lugar destacado en la historia de Francia por haber conseguido, contra viento y marea, aprobar la legalización del aborto en noviembre de 1974. Antaño vilipendiada, hoy Simone Veil es la figura femenina preferida de los franceses. Ahora se conmemora el 35º aniversario de la promulgación de la ley, que permitió a las mujeres retomar definitivamente el control sobre su maternidad y cambiar su papel en la sociedad.

En estas tres últimas décadas, en Francia como en todo el mundo desarrollado, la mujer ha dado un enorme salto. Las francesas se han volcado masivamente en el mundo del trabajo -la tasa de actividad entre la población femenina ha pasado del 51% en 1975 al 81% en la actualidad- y el ama de casa se ha convertido en una especie en proceso de extinción. Las chicas superan hoy en número a los chicos en los institutos de enseñanza media y en la universidad, y su grado de éxito académico es diez puntos superior.

Desde luego, las resistencias son fuertes y persistentes. El reparto de las tareas del hogar sigue siendo muy desequilibrado y el trato que reciben las mujeres en el mundo del trabajo es enormemente desigual. Tanto por las diferencias de salario –las francesas cobran, de media, un 27% menos que sus compañeros varones, en parte debido al empleo parcial- como por su ínfima representación en los puestos de dirección: el porcentaje de mujeres directivas de empresa no llega al 18% y apenas supera el 8% en las grandes compañías. Para intentar vencer esta inercia, una ley, que debe ser aprobada antes del verano, obligará a las 650 empresas que cotizan en bolsa a designar a un 40% de mujeres en sus consejos de administración… en el horizonte del 2016.

El avance es lento. Así en la empresa como en la política. Pese a las leyes en vigor sobre paridad, apenas un 20% de los escaños del Parlamento están ocupados por mujeres –los partidos prefieren pagar las multas— y los prometedores progresos del primer Gobierno nombrado en el 2007 por Nicolas Sarkozy han sido progresivamente laminados en los sucesivos retoques gubernamentales: de los 40 ministros y secretarios de Estado que forman hoy el Gabinete, sólo hay 13 mujeres y la mayoría en el segundo escalón.

El avance es lento. Y en este camino la mujer se enfrenta a un obstáculo de gran envergadura: los hijos. Por más que la política familiar francesa la estimule con una envidiable panoplia de ayudas económicas, la compaginación de la maternidad con la dedicación profesional es también en Francia enormemente ardua y se enfrenta a monumentales incomprensiones. Una situación que la crisis económica no ha venido sino a agravar: en el 2009, la Alta Autoridad de Lucha contra las Discriminaciones recibió el doble de denuncias que el año anterior –250- por parte de mujeres que se habían sentido laboralmente discriminadas a causa de su embarazo.

Béatrice, 45 años y tres hijos, cuadro en una gran enseña comercial parisina, lo sabe de primera mano. Sabe lo que son las reuniones inesperadas al final de la jornada, mirando furtivamente el reloj y preguntándose quién va a recoger a los niños o hacerles la cena esa noche. Sabe lo que son las miradas de reproche cuando alega su dedicación parcial –cuatro días sobre cinco- para eludir una convocatoria el miércoles por la mañana.

La coerción no viene sólo del mundo de la empresa. En los últimos tiempos, un nuevo discurso intelectual pretendidamente feminista ha acrecentado la presión sobre las mujeres que trabajan, inoculándoles una calculada dosis de mala conciencia y empujándolas a regresar al hogar y vivir plenamente su maternidad. Indignada por esta deriva, la filósofa Elisabeth Badinter –de soltera, Bleustein-Blanchet- ha publicado un combativo ensayo –"El conflicto. La mujer y la madre"- en el que se subleva contra esta nueva tendencia, avalada por médicos, ligas en defensa de la lactancia materna y naturalistas de toda suerte, en la que ve un reflujo conservador. Badinter, madre de tres hijos, llama a las mujeres a defender con uñas y dientes su independencia económica.

En este combate, la lucha más dura no está entablada, sin embargo, en las oficinas, ni en los consejos de administración, ni en los bancos de la Asamblea Nacional. Sino en las calles y las escuelas de las barriadas populares, donde se concentra la mayor parte de la población de origen inmigrante. Ahí está la primera trinchera. En las banlieues, las chicas jóvenes se enfrentan a la doble tenaza del conservadurismo de sus mayores –anclados en una visión retrógrada de la religión y la tradición- y el machismo necio y brutal de los jóvenes. En pleno año 2010, en los barrios del norte de París, las relaciones entre chicas y chicos están marcadas por la coerción y la violencia como en los mejores tiempos del Paleolítico. Las muchachas, o bien se someten a un macho, o bien se enfrentan al repudio. "Estar en pareja es la primera condición para evitar los riesgos de ser colectivamente percibida como una perdida", constatan los autores de un estudio reciente realizado por el Ayuntamiento. O sumisas, o putas.

Fatma, 19 años, niñera y dependienta a tiempo parcial, vecina de la banlieue norte de la capital francesa, lo sabe de primera mano. Sabe lo que son las miradas aviesas de los muchachos. Sabe lo que es ser agredida en el metro por el hermano de un ex novio, decidido a hacerle pagar la osadía de haberle rechazado en matrimonio.

Un grupo de chicas de un centro de enseñanza media de Etrelles, en Bretaña, inició hace cuatro años una rebelión simbólica contra el diktat masculino organizando una "jornada de la falda". Todas ellas, o casi, dejaron por un día colgados en sus casas los pantalones para reivindicar su derecho a la feminidad, a la diferencia. El objetivo de tal iniciativa, seguida después en otros centros, era desafiar los estereotipos machistas y plantar cara a los insultos y groserías de sus reaccionarios compañeros. La idea venía de lejos -la asociación Ni putas ni sumisas fue la primera en reivindicar la falda como un derecho- y ha acabado prendiendo, como lo demuestra la película homónima realizada por Jean-Paul Lilienfeld y protagonizada por Isabelle Adjani. Hoy, en muchos rincones de Francia, vestir falda es un gesto de resistencia frente al oscurantismo. Un símbolo revolucionario.





Simone Veil, primera mujer en presidir el Parlamento Europeo




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Entrada núm. 1291 -
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