No soy de los que hace públicas sus intimidades. Lo íntimo, como decía mi profesor de Historia de la Filosofía en la UNED, don Emilio Lledó, es aquel sentimiento que no podemos transmitir verazmente con palabras a los demás, aunque quisiéramos, porque forma parte de la esencia personal de cada uno, y por ello, resulta intransmisible.
Ayer intenté transmitir a personas muy queridas mis sentimientos, íntimos, de dolor, de tristeza y de rabia ante la desidia de unos gobernantes tramposos y mendaces, que en cualquier otro Estado europeo estarían hoy en prisión; la incompetencia de una clase política ensimismada en sus propias peleas de corral; y de un presidente del gobierno incapaz y soberbio que no ha sabido estar a la altura de las circunstancias, ni por activa ni por pasiva, para hacer frente (ya no sé muy bien como llamarlo) al problema catalán. No lo conseguí, seguro. Hoy, solo me siento avergonzado. Voy progresando.
Abrumados bajo la lluvia del día plomizo y triste que nunca quisimos en el calendario, escribía ayer en El País el periodista Xavier Vidal-Folch, es como nos sentíamos los españoles. Si uno fuera un analista neozelandés, comenzaba diciendo, destacaría fríamente que lo esencial del guion para el 1-O se ha cumplido en Cataluña.
Así que el referéndum independentista “efectivo, con todas las garantías y vinculante” que prometió el Govern no se ha producido: colapsó desde primera hora de la mañana, garantizando la pervivencia de la legalidad democrática.
Y al mismo tiempo, la movilización popular —en parte secesionista, en otra porción antigubernamental y en ocasiones, de ambos signos— fue categórica, intensa, masiva.
Hasta ahí parecería que todos consiguieron sus principales objetivos, y pues, podrían sentirse satisfechos tras una suerte de (relativa) victoria general, una apariencia de empate, quizá propicia a reconstruir puentes e iniciar una nueva dinámica.
El problema es que ese escenario se logró pagando un carísimo peaje de dolor. Dolor para ciudadanos concretos. Pesar para todos. Quizá el analista neozelandés destacaría que la mayoría de las intervenciones policiales fueron pulcras, sin daños colaterales.
Pero los efectos de otras, menores en número pero mayores en visibilidad, dejaron el rastro de imágenes que deja la desmesura. Y otorgaron el premio icónico a la dirigencia secesionista que las buscó con denuedo, a efectos sacrificiales, martirologios, heroicos: para vender al mundo.
Pero ayer ya se vio que la principal atañe al Govern y sus aliados, por llamar a los catalanes a acudir a lo que sabían que era una encerrona, para capitalizar los desgarros de la gente de a pie en dividendos del infausto procés. Otra corresponde a la dirección política de los Mossos, cuyo benevolente absentismo inicial descargó sobre sus colegas la tarea asignada por el Tribunal Superior de Justicia de Catalunya: y multiplicó así su carga. Y la final es de aquellos responsables de los otros cuerpos que no aplicaron la prudencia imprescindible, con resultados brutales.
Tocará volver a la política: ya, para restañar heridas, físicas y emocionales; también para restaurar el Estatut; y al cabo, para abrir cauces de futuro. Pero de momento, estamos abrumados, concluye diciendo.
También hago mías las palabras del periodista catalán y director adjunto de El País, Lluís Bassets, en ese mismo número de mi diario, cuando afirma que un dirigente político es ante todo alguien que sabe comunicar con los ciudadanos, explicarles lo que está haciendo y hacer comprensibles sus decisiones más difíciles.
El mundo nos miraba y no le ha gustado lo que ha visto, sigue diciendo. El balance no puede ser peor para la imagen del Gobierno y como corolario de España. Rajoy ha evitado el referéndum de autodeterminación, pero el precio que ha pagado ha sido el de una severa erosión del prestigio democrático español.
Los socios europeos esperaban que hiciera lo que tenía que hacer, especialmente para evitar que la crisis catalana se convierta en crisis europea. Pero que lo hiciera bien. Tenía muchas cosas a favor: el principio de legalidad, también una solidaridad europea de principio y obligada entre socios, incluso el interés común en reforzar el camino de unión y la integración.
El Gobierno independentista hizo su propia contribución al desprestigiarse ante los socios internacionales, primero, con su irresponsable gestión de los atentados del 17 de agosto, convertidos en ocasión para erosionar al Gobierno en Madrid, y luego, con la fraudulenta aprobación parlamentaria de las dos leyes iliberales de desconexión, la del referéndum y la de la transición y fundación de la república.
Con estas cartas en la mano, a Rajoy solo le faltaba paralizar el referéndum de forma que fuera aceptable y comprensible para el conjunto de España y especialmente para los preocupados socios europeos. El combate que debía librar, se ha visto ahora, era consigo mismo. Primero contra su laconismo. Un dirigente político es, ante todo, alguien que sabe comunicar con los ciudadanos, explicarles lo que está haciendo y hacer comprensibles sus decisiones más difíciles. No es el caso de Rajoy, que incluso cuando debe dar cuenta de jornadas tan difíciles como la de ayer, se atiene a un guion previsible e inane, sin capacidad alguna de conectar.
El segundo combate consigo mismo afecta al campo político, donde Rajoy se mueve como un presidente ausente, como si atendiera aquel viejo consejo del dictador: "Haga como yo, no se meta en política". Rajoy la subarrienda a los abogados del Estado, a los jueces, a los fiscales, a los policías incluso, al final a los ciudadanos, confluyendo así por pasiva en la inteligente técnica del outsourcing (externalización) de un Procés, que es digital y ha confiado a los ciudadanos la realización práctica del referéndum. El resultado es la catástrofe del 1-O, en la que han sufrido físicamente los ciudadanos en manos de los policías, mientras los responsables de los delitos y los desperfectos, de uno y otro lado, se siguen enfrentando verbalmente a través de sus respectivos medios de comunicación.
Esto tampoco puede gustar fuera de España. No gustaba Puigdemont y ahora no gusta Rajoy. Y no gusta esta realidad de dos gobiernos enfrentados en una situación de doble poder, que evoca momentos prerrevolucionarios y alienta el recuerdo de los peores años de nuestra historia, cuando España se hizo triste y mundialmente célebre entre 1936 y 1939, concluye a su vez. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt
El mundo nos miraba y no le ha gustado lo que ha visto, sigue diciendo. El balance no puede ser peor para la imagen del Gobierno y como corolario de España. Rajoy ha evitado el referéndum de autodeterminación, pero el precio que ha pagado ha sido el de una severa erosión del prestigio democrático español.
Los socios europeos esperaban que hiciera lo que tenía que hacer, especialmente para evitar que la crisis catalana se convierta en crisis europea. Pero que lo hiciera bien. Tenía muchas cosas a favor: el principio de legalidad, también una solidaridad europea de principio y obligada entre socios, incluso el interés común en reforzar el camino de unión y la integración.
El Gobierno independentista hizo su propia contribución al desprestigiarse ante los socios internacionales, primero, con su irresponsable gestión de los atentados del 17 de agosto, convertidos en ocasión para erosionar al Gobierno en Madrid, y luego, con la fraudulenta aprobación parlamentaria de las dos leyes iliberales de desconexión, la del referéndum y la de la transición y fundación de la república.
Con estas cartas en la mano, a Rajoy solo le faltaba paralizar el referéndum de forma que fuera aceptable y comprensible para el conjunto de España y especialmente para los preocupados socios europeos. El combate que debía librar, se ha visto ahora, era consigo mismo. Primero contra su laconismo. Un dirigente político es, ante todo, alguien que sabe comunicar con los ciudadanos, explicarles lo que está haciendo y hacer comprensibles sus decisiones más difíciles. No es el caso de Rajoy, que incluso cuando debe dar cuenta de jornadas tan difíciles como la de ayer, se atiene a un guion previsible e inane, sin capacidad alguna de conectar.
El segundo combate consigo mismo afecta al campo político, donde Rajoy se mueve como un presidente ausente, como si atendiera aquel viejo consejo del dictador: "Haga como yo, no se meta en política". Rajoy la subarrienda a los abogados del Estado, a los jueces, a los fiscales, a los policías incluso, al final a los ciudadanos, confluyendo así por pasiva en la inteligente técnica del outsourcing (externalización) de un Procés, que es digital y ha confiado a los ciudadanos la realización práctica del referéndum. El resultado es la catástrofe del 1-O, en la que han sufrido físicamente los ciudadanos en manos de los policías, mientras los responsables de los delitos y los desperfectos, de uno y otro lado, se siguen enfrentando verbalmente a través de sus respectivos medios de comunicación.
Esto tampoco puede gustar fuera de España. No gustaba Puigdemont y ahora no gusta Rajoy. Y no gusta esta realidad de dos gobiernos enfrentados en una situación de doble poder, que evoca momentos prerrevolucionarios y alienta el recuerdo de los peores años de nuestra historia, cuando España se hizo triste y mundialmente célebre entre 1936 y 1939, concluye a su vez. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt
1 comentario:
Ciertamente lamentable ...
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