domingo, 13 de agosto de 2023

[ARCHIVO DEL BLOG] La posverdad como arte de la manipulación. [Publicada el 01/09/2017]


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"Posverdad" es un neologismo complicado de definir ya que no está aceptado (aún) en el prudente Diccionario de la Lengua de la Real Academia de la Lengua, ni tampoco registrado en el mucho más audaz Diccionario del español actual, de Manuel Seco, Olimpia Andrés y Gabino Ramos (Aguilar, Madrid, 1999). Así pues, y a los solos efectos de intentar ponernos de acuerdo en aquello sobre lo que hablamos, dejo constancia de la definición que del vocablo en cuestión da nuestra inefable e inestimable (con las precauciones debidas) Wikipedia: "Posverdad,​ o mentira emotiva, es un neologismo​ que describe la situación en la cual, a la hora de crear y modelar opinión pública, los hechos objetivos tienen menos influencia que las apelaciones a las emociones y a las creencias personales. En cultura política, se denomina política de la posverdad (o política posfactual)​ a aquella en el que el debate se enmarca en apelaciones a emociones desconectándose de los detalles de la política pública y por la reiterada afirmación de puntos de discusión en los cuales las réplicas fácticas -los hechos- son ignoradas. La posverdad difiere de la tradicional disputa y falsificación de la verdad, dándole una importancia "secundaria". Se resume como la idea en “el que algo que aparente ser verdad es más importante que la propia verdad”. Para algunos autores la posverdad es sencillamente una mentira, estafa o falsedad encubiertas con ese término políticamente correcto, ocultando cuanto tiene de mera propaganda política, relaciones públicas e instrumentos de manipulación y propaganda".​ Aclarado queda pues.
Las técnicas para mentir y controlar las opiniones se han perfeccionado en la era de la posverdad: nada más eficaz que un engaño basado en verdades, o envuelto sutilmente en ellas, escribía en El País Alex Grijelmo (1956), periodista, doctor en Ciencias de la Información por la Universidad Complutense de Madrid y columnista habitual de ese diario.
La era de la posverdad, comenzaba diciendo, es en realidad la era del engaño y de la mentira, pero la novedad que se asocia a ese neologismo consiste en la masificación de las creencias falsas y en la facilidad para que los bulos prosperen.
La mentira debe tener un alto porcentaje de verdad para resultar más creíble. Y mayor eficacia alcanzará aún la mentira que esté compuesta al cien por cien por una verdad. Parece una contradicción, pero no lo es.
Se analizará a continuación cómo puede ocurrir eso.
La posmentira. Hoy en día todo es verificable, y por tanto no resulta fácil mentir. Sin embargo, esa dificultad se puede superar con dos elementos básicos: la insistencia en la aseveración falsa, pese a los desmentidos fiables; y la descalificación de quienes la contradicen. A ello se une un tercer factor: millones de personas han prescindido de los intermediarios de garantías (previamente desprestigiados por los engañadores) y no se informan por los medios de comunicación rigurosos, sino directamente en las fuentes manipuladoras (ciberpáginas afines y determinados perfiles en redes sociales). Se conforma así la era de la posmentira.
De ese modo, millones de estado­unidenses se han creído una comprobada falsedad como la afirmación de Donald Trump de que Barack Obama es un musulmán nacido en el extranjero y millones de británicos estaban convencidos de que con el Brexit el Servicio Nacional de Salud dispondría de 350 millones de libras a la semana adicionales (432 millones de euros).
La tecnología permite hoy manipular digitalmente cualquier documento (incluidas las imágenes), y eso avala que se presente como sospechosos a quienes reaccionan con datos ciertos ante las mentiras, porque sus pruebas ya no tienen un valor notarial. A ello se añade la pérdida de cuotas de independencia en los medios informativos con la crisis económica. Han reducido su nómina de periodistas y han tenido que mirar no sólo a los lectores sino también a los propietarios y a los anunciantes. En ciertos casos, utilizan además técnicas sensacionalistas para obtener pinchazos en la Red, lo cual ha redundado en su menor credibilidad.
Con todo ello, se ha llegado a la paradójica situación de que la gente ya no se cree nada y a la vez es capaz de creerse cualquier cosa.
Muchos periódicos de Estados Unidos han verificado las decenas de falsedades difundidas por el presidente Trump (en enero ya llevaba 99 mentiras según The New York Times), pero eso no las ha desactivado. Y la prensa británica, por su parte, desmenuzó los engaños de quienes propugnaban la salida de la UE, pero eso no desanimó a millones de votantes.
La posverdad. La mentira siempre es arriesgada, y requiere de medios muy potentes para sostenerse. Por eso suelen resultar más eficaces las técnicas de silencio: se emite una parte comprobable del mensaje pero se omite otra igualmente verdadera. He aquí algunos ejemplos:
La insinuación. No hace falta usar datos falsos. Basta con sugerirlos. En la insinuación, las palabras o las imágenes expresadas se detienen en un punto, pero las conclusiones que inevitablemente se extraen de ellas llegan mucho más allá. Sin embargo, el emisor podrá escudarse en que sólo dijo lo que dijo, o que sólo mostró lo que mostró. La principal técnica de la insinuación en los medios informativos parte de las yuxtaposiciones: es decir, una idea situada junto a otra sin que se explicite relación sintáctica o semántica entre ambas. Pero su contigüidad obliga al lector a deducir una vinculación.
Eso sucedió el 4 de octubre de 2016 cuando Iván Cuéllar, el guardameta del Sporting de Gijón, salía del autocar del equipo para jugar en el estadio de Riazor. Recibido por pitos de la afición coruñesa, Cuéllar se detuvo y miró fijamente hacia los hinchas. La cámara sólo le enfocaba a él, y eso hacía deducir una actitud retadora ante los silbidos. Y como tal se presentó en un vídeo de un medio asturiano. De ese modo, se mostraban, yuxtapuestos, dos hechos: la afición rival que abucheaba y el jugador que miraba fijamente hacia los hinchas. No tardó en llegar la acusación de que Cuéllar había sido un provocador irresponsable.
Hubo algo que aquellas imágenes no mostraron: entre los aficionados, una persona había sufrido un ataque epiléptico y eso llamó la atención del portero del Sporting, que miró fijamente hacia allá para comprobar que el hincha era atendido (por el propio servicio médico del club). Una vez que verificó que así sucedía, siguió su camino. Tanto la presencia de los hinchas como sus silbidos y la mirada del futbolista fueron verdaderos. Sin embargo, se alteró el mensaje —y por tanto la realidad percibida— al yuxtaponerlos hurtando un hecho relevante.
La presuposición y el sobrentendido. La presuposición y el sobrentendido comparten algunos rasgos, y se basan en dar algo por supuesto sin cuestionarlo. Por ejemplo, en el conflicto catalán se ha extendido la presuposición de que votar es siempre bueno. Sin embargo, esa afirmación no puede ser universal, puesto que no se aceptaría que el Gobierno español quisiera poner las urnas para que sus ciudadanos votasen si desean o no la esclavitud. Sólo el hecho de admitir esa posibilidad ya sería inconstitucional, por mucho que la respuesta se esperase negativa. Primero habría que modificar la Constitución para permitir la esclavitud, y luego ya se podría votar al respecto. Por tanto, se ha creado una presuposición según la cual el hecho de votar es siempre bueno, cuando la validez de una consulta va ligada a la legitimidad y a la legalidad democrática de lo que se somete a votación.
A veces los sobrentendidos se crean a partir de unos antecedentes que, ­reuniendo todos los requisitos de veracidad, se proyectan sobre circunstancias que coinciden sólo parcialmente con ellos. Por ejemplo, en los denominados papeles de Panamá se denunciaron casos veraces de ocultación fiscal. Una vez expuestos los hechos reales y creadas las condiciones para su condena social, se añadieron a la lista otros nombres sin relación con la ilegalidad; pero el sobrentendido transformó la oración “tiene una cuenta en Panamá” en una figura delictiva que contribuyó a crear un estado general de opinión falseado. No es delito hacer negocios en Panamá y abrir para ello cuentas allí; pero si esto se expresa con esa oración sospechosa, lo legal se convierte en condenable por vía de presuposición.
La falta de contexto. La falta del contexto adecuado manipula los hechos. Así sucedió cuando el diputado independentista catalán Lluís Llach recibió ataques injustos por unas declaraciones sobre Senegal. El 9 de septiembre de 2015, un periódico barcelonés recogía este titular, puesto en boca del excantautor: “Si la opción del sí a la independencia no es mayoritaria, me voy a Senegal”. De ahí se podía deducir que irse a Senegal era algo así como un acto de desesperación (y una ofensa para aquel país africano). De ese modo lo interpretaron algunos columnistas y cientos de comentarios publicados bajo la información. Sin embargo, ésta había omitido un contexto relevante: Llach creó años atrás una fundación humanitaria para ayudar a Senegal, y por tanto, lejos de expresar un desprecio en sus palabras, mostraba su deseo de volcarse en esa actividad si fracasaba su empeño político. En esa falta de datos de contexto se puede incluir la omisión cada vez más habitual de las versiones y las opiniones —que deberían recogerse con neutralidad y honradez— de aquellas personas atacadas por una noticia o una opinión.
Inversión de la relevancia. Los beneficiarios de esta era de la posverdad no siempre disponen de hechos relevantes por los cuales atacar a sus adversarios. Por eso a menudo acuden a aspectos muy secundarios… que convierten en relevantes. Las costumbres personales, la vestimenta, el peinado, el carácter de una persona en su entorno particular, un detalle menor de un libro o de un artículo o de una obra (como en aquel caso de los titiriteros en Madrid)... adquieren un valor crucial en la comunicación pública, en detrimento del conjunto y de las actividades de verdadero interés general o social. De ese modo, lo opinable o subjetivo sobre esos aspectos secundarios se presenta entonces como noticioso y objetivo. Y por tanto, relevante.
La poscensura. Hasta aquí se han analizado someramente (por razones de espacio y de lógica periodística) las técnicas de la posmentira y la posverdad. Pero los efectos perniciosos de ambas reciben el impulso de la poscensura, según la ha retratado y definido Juan Soto Ivars en Arden las redes (Debate, 2017).
En este nuevo mundo de la poscensura, quienes se manifiestan al margen de la tesis dominante recibirán una descalificación muy ofensiva que actúa como aviso para otros marineros. Así, la censura ya no la ejercen ni el Gobierno ni el poder económico, sino grupos de decenas de miles de ciudadanos que no toleran una idea discrepante, que se realimentan entre sí, que son capaces de linchar a quien a su juicio atenta contra lo que ellos consideran incontrovertible y que ejercen su papel de turbamulta incluso sin saber muy bien qué están criticando.
Soto Ivars detalla algunos casos espeluznantes. Por ejemplo, el apaleamiento verbal sufrido por los escritores Hernán Migoya y María Frisa a partir de sendos tuits iniciales de quienes confundieron lo que expresaban sus personajes de ficción con lo que pensaba el respectivo creador, y que fueron secundados de inmediato por una muchedumbre endogámica de seguidores que se apuntaron al bombardeo sin comprobación alguna. Lo mismo hicieron algunos periodistas que, para no quedarse fuera de la corriente dominante, recogieron sin más de las redes el manipulado escándalo, blanqueando así la mercancía averiada.
Esta inquisición popular contribuye a formar una espiral del silencio (como la definió Elisabeth Noelle Neumann en 1972) que acaba creando una apariencia de realidad y de mayoría cuyo fin consiste en expulsar del debate a las posiciones minoritarias. En ese proceso, la gente se da cuenta pronto de que es arriesgado sostener algunas opiniones, y desiste de defenderlas para mayor gloria de la posverdad, la posmentira y la poscensura. Así, el círculo de la manipulación queda cerrado, concluía diciendo. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt











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