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lunes, 8 de agosto de 2016

[Pensamiento] Rebeldía y terrorismo



La Acrópolis de Atenas


"¿Qué es un hombre rebelde? Un hombre que dice no”. Las palabras de Albert Camus que en el ensayo filosófico El hombre rebelde trazó una crítica de la sinrazón pura del crimen ideológico, han vuelto a cobrar consistencia a la luz de los ataques de los fanáticos yihadistas.

El filósofo Manuel Ruiz Zamora, a partir de esas palabras del pensador francés, publicaba hace unos días en El País un artículo titulado "Camus y el terrorismo" en el que relacionaba ambos conceptos, el de rebeldía y el de terrorismo, que vienen asolando Europa desde hace unos meses, y sacaba a relucir la incongruencia de la tesis central del ensayo de Camus con aquel aspecto concreto del mismo en que parece reconocerse cierta fascinación romántica por la épica de la muerte al servicio de una idea. Lo traje al blog en la nueva sección diaria Tribuna de Prensa (a la derecha de la pantalla), pero dado lo efímero de la misma y la trascendencia de lo que lo en el artículo se cita, creo que merece la pena pasarlo a la página central de Desde el trópico de Cáncer, precisamente en esta sección titulada Pensamiento.

Pocos ensayos de reflexión filosófica comienzan con la contundencia con la que lo hace El hombre rebelde, de Albert Camus, dice el profesor Ruiz Zamora. Y pocos han capturado en una fórmula tan precisa la esencia de su contenido. Imaginemos, por ejemplo, a una directora de instituto en Cataluña, añade, que ante la convocatoria de una consulta ilegal, se niega a someterse a las presiones del poder político. De entre los miles de funcionarios que ostentan ese cargo, solo ella dice no. Como ya demostró Antígona, más de dos mil años atrás, la rebeldía en absoluto es un atributo genérico. Y, sin embargo, el no rebelde que Camus propugna no es nunca un no absoluto: presupone un sí innegociable que es el que le da sentido. Nuestra directora de instituto dijo no a la coacción política, pero a partir de un sí heroico a la legitimidad democrática.

El hombre rebelde es, en sí mismo, un ejemplo excelso de rebeldía, sigue diciendo. Cuando la mayoría de los clérigos, por usar las palabras de Julien Benda, pusieron su inteligencia al servicio de una escolástica del despotismo, solo unos pocos se atrevieron a pronunciar un no rebelde y, de entre todos ellos, pocos más rotundo que el que Camus proclama en su libro. Hoy nos resulta conmovedora la sorpresa del escritor ante los furibundos ataques con los que fue recibido su ensayo por sus hasta entonces "compañeros de viaje", (por ejemplo, esos mismos que hoy siguen hablando de la revolución cubana de los Castro, o la venezolana de Chaves y Maduro, como paradigmas de la lucha por la libertad en iberoamérica) pero si leemos con calma encontraremos en sus páginas alusiones lacerantes a la complicidad de aquellos con los crímenes totalitarios: “La sangre ya no es visible, no salpica bastante el rostro de nuestros fariseos”.

La amenaza por antonomasia que se cierne en nuestros días sobre el mundo libre nos permite leer El hombre rebelde, añade, como una reflexión en profundidad sobre el terrorismo. Camus no se engaña al respecto: sabe que en la modernidad este fenómeno se encuentra estrechamente vinculado a la existencia de las ideologías: "En la época de la negación", nos dice, podía ser útil interrogarse sobre el problema del suicidio. En la época de las ideologías tenemos que habérnosla con el asesinato". Salvando las distancias, El hombre rebelde aspira a ser una crítica de la sinrazón pura del crimen ideológico. Por sus páginas desfilan las principales variantes del terrorismo: los regicidas, los deicidas, el terrorismo individualista acuñado por el visionario Necháyev y, por supuesto, las formas del terrorismo de Estado que representaron el fascismo y el comunismo. Hay, incluso, una mención especial a algo que, por lo general, pasa inadvertido para los estudiosos de este libro: el terrorismo de la cultura, esa pervivencia de la frivolidad romántica que llevó, por ejemplo, a los surrealistas a considerar como la obra de arte más bella el asesinato indiscriminado.

Resulta asombroso, dice más adelante, cómo el tiempo puede rejuvenecer algunas obras que parecían haber envejecido, pero también cómo ciertos acontecimientos pueden ensombrecer en ellas zonas que se juzgaban primordiales e iluminar, por el contrario, otras que habían permanecido en una extraña penumbra. Una de las líneas de fuerza que recorre El hombre rebelde, añade, es la constatación de que en todas las ideologías homicidas habita un componente más o menos importante de nihilismo. Para Camus, al igual que para Dostoievski, este fenómeno, al que Nietzsche se refirió como "el más incómodo de los huéspedes", es prácticamente sinónimo de ateísmo. "Si Dios ha muerto", proclamaba Iván Karamazov en una frase que tiene una presencia especial en el libro, "todo está permitido".

Pues bien, continúa diciendo, si algo vienen a recordarnos los episodios de terrorismo yihadista que asolan nuestras ciudades es que tanto Camus como Dostoievski estaban equivocados: no es la ausencia de Dios, que implica muchas veces la búsqueda de una ética rigurosa y desesperada, sino su afirmación absoluta la que, según nos demuestra la historia, otorga amparo ideológico a las mayores aberraciones homicidas. "Los mayores crímenes son perdonados si se cometen en nombre de Dios", gritaba con rabia el cantante del grupo de rock Lords of the New Church allá por los años ochenta. Algunas religiones incluso reservan para los asesinos un lugar de honor en su anhelado paraíso.

Pero hay otras aristas, añade, en El hombre rebelde que habrían pasado inadvertidas a no ser por las formas actuales del terrorismo. Camus desmonta de forma implacable la lógica homicida que subyace bajo el crimen político, pero, entrando en flagrante contradicción con sus propios postulados, le concede cierta dignidad moral al terrorista que se inmola para conseguir sus objetivos: "Quien acepta morir", nos dice, "pagar una vida con otra vida, cualesquiera que sean sus negaciones, afirma con ello un valor que le supera a él mismo como individuo histórico". Pero, podemos preguntarnos: ¿qué valor puede afirmar la eliminación de una vida que no sea el del fanatismo? ¿Y qué valor podría tener un valor que para afirmarse necesita acabar con las vidas de los individuos? ¿Es más disculpable, por ejemplo, el asesinato de una persona a manos de su pareja si el homicida acaba después con su propia vida? ¿Habría perseverado Camus en este punto de vista después de contemplar su ciudad adoptiva sembrada de cadáveres por obra y gracia de unos terroristas suicidas?

No es una mención incidental, dice poco después. El pensador vuelve una y otra vez a esta idea deleznable a lo largo de su libro, y se reafirma en ella en las entrevistas que concede tras su publicación: "El rebelde no tiene sino una forma de reconciliarse en su acto homicida si se ha dejado llevar a él: aceptar su propia muerte y el sacrificio". Esta inexplicable zona oscura de El hombre rebelde no tiene, por supuesto, por qué extenderse al resto del ensayo, ni, mucho menos, ensuciar la indiscutible dimensión moral de un pensador que, como Raymond Aron, Hannah Arendt o nuestro nunca suficientemente reivindicado Chaves Nogales, fueron capaces, en tiempos de penumbra, de decir no a las incitaciones estupefacientes de las ideologías asesinas.

El hecho de que la imagen y las palabras de Camus recorrieran abundantemente las redes sociales tras los atentados de París y Bruselas vendría a poner de manifiesto que su rebeldía intelectual y su ejemplaridad moral se encuentran más vivas que nunca. Pero también debería hacernos recordar que ese último vestigio de fascinación romántica (él, que se rebeló como nadie contra todos los absolutos románticos) por una épica de la muerte puede infectar incluso a las mentes más brillantes. "Hay algo en ellos que aspira a la esclavitud", escribió el pensador en sus carnets para referirse a sus antiguos compañeros de viaje, aquellos que seguían profesando de voceros del estalinismo. Sumisión, por otra parte, se titulaba el documental sobre el islam que le costó la vida su director, Theo Van Gogh. Aunque el rostro del fanatismo haya cambiado, en nada lo han hecho sus ambiciones homicidas. Tampoco lo ha hecho el dilema que Camus planteara en su día: sumisión o rebeldía.





Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




HArendt




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La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)

sábado, 22 de marzo de 2014

George Santayana: el filósofo existencial




Portada de "Platonismo y vida espiritual"



En mi entrada de ayer citaba una frase de todos conocida: "Aquellos que no recuerdan su pasado están condenados a repetirlo". Seguramente lo que no saben muchos, por no decir casi nadie, es a quién se debe esa frase que tanta fortuna ha tenido. La frase es de un filósofo español, George Santayana, del que el pasado año se cumplieron los 150 años de su nacimiento. Efeméride que como es habitual en estos pagos pasó desapercibida para las instancias oficiales y académicas, siempre tan prosaicas y centradas en lo único que cuenta: la "pela", como se decía antes del euro.  

De George Santayana (1863-1952) ya escribí hace un tiempo en el blog. Un artículo de hace unos días en El País del filósofo e historiador Manuel Ruiz Zamora, titulado "Santayana y la sabiduría de la distancia", que pueden leer en el enlace anterior, dice de él que fue un "crítico implacable de las irresolubles paradojas que laten en el núcleo del liberalismo". Su lectura me ha animado a recuperar y actualizar algunas de las cosas que decía en la entrada citada sobre este español universal.  

Las vacaciones son un momento ideal para la lectura... Yo, desde que me jubilé, no había vuelto a disfrutar de vacaciones. No me pidan que se lo explique, pero es así. Antes de jubilarme tenía tiempo para todo: el trabajo, la familia, los estudios, las lecturas, la política, la actividad sindical, y hasta para los amigos (más las amigas que los amigos, lo confieso). Ahora, ocho años después, tengo mi tiempo ocupado totalmente; en servicio permanente de alerta, como los bomberos, la policía o los médicos de guardia. Ni la menor oportunidad de aburrimiento. Y sin vacaciones...

En los estertores del verano de 2008 pasé unos días en Punta Umbría (Andalucía). Como hacía siempre que iba a la Península, fuera la causa del viaje la que fuera, me llevé varios libros. Entre ellos, dos que terminé allí de leer: el segundo tomo de la trilogía de "Tu rostro mañana" (De Bolsillo, Barcelona, 2008), de Javier Marías, y "Platonismo y vida espiritual" (Trotta, Madrid, 2006), de George Santayana, ambos adquiridos en quien aquella época era mi librero habitual, la Librería Beatriz, de Madrid, que la crisis se llevó por delante inmisericorde.

Javier Marías era ya para entonces uno de mis autores favoritos (y sigue siéndolo), pero de George Santayana, un filósofo español al que muchos califican de "excéntrico", no había leído absolutamente nada hasta que un artículo en el número de junio de ese año en Revista de Libros, titulado "Fuego pálido", y escrito por el profesor de Filosofía de la UNED Ramón del Castillo, me animó a ello; y así llegué hasta su "Platonismo y vida espiritual" citado. 

No voy a entretenerles con mis pensamientos sobre Platón. Sobre la vida espiritual, tampoco, pero aprovecho la ocasión para defender una vez más algo que muchas personas de buena voluntad no acaban de entender: que no es necesario ser creyente de religión alguna para gozar de una vida espiritual digna y satisfactoria. Al menos esa es mi experiencia propia, y por citar una sola opinión similar de autoridad, también la de la filósofa francesa Simone Weil (1909-1943) tantas veces mencionada en este blog.

El insomnio provoca acciones inesperadas, así que en una madrugada del año 2011 encendí el portátil y me puse a ojear, al azar, la edición electrónica de Revista de Libros y me encontré con otro artículo del profesor Del Castillo también sobre Santayana, "El americano accidental", de abril de 2004, que no recordaba haber leído (y tengo buena memoria para las lecturas). Solo puedo decir que me encantó y me aclaró bastantes lagunas  que tenía sobre la vida y la obra de uno de los filósofos y pensadores más originales del siglo XX, y además español, aunque toda su vida académica transcurriera prácticamente fuera de España. 

Estoy convencido de que por poco interés que la filosofía despierte en ustedes los artículos de los profesores Ruiz Zamora y Ramón del Castillo que he citado les van a resultar interesantes. Les animo a leerlos, y ya me contarán, si lo desean: están en su casa. Me he impuesto la obligación de no traspasar -si es posible- el límite de las setenta y cinco líneas por entrada, así pues, concluyo ya.

Les hablaba ayer de mi fobia antinacionalista, la única que me reconozco. A excepción de la repugnancia que me provoca la impúdica exhibición de ignorancia trufada de fanatismo de muchas personas. Termino con una lapidaria frase de nuestro insigne filósofo protagonista de la entrada de hoy: "El nacionalismo es la indignidad de tener un alma controlada por la geografía". Ni más ni menos.

Sean felices, por favor. Y ahora, como decía Sócrates, "Ιωμεν": nos vamos. Tamaragua, amigos. HArendt





El filósofo George Santayana




Entrada núm. 2046
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Pues tanto como saber me agrada dudar (Dante Alighieri