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viernes, 6 de septiembre de 2019

[DE LIBROS Y LECTURAS] Alta Filosofía Natural





El filósofo y arquitecto (o arquitecto y filósofo), Eduardo Prieto, reseña en Revista de Libros El jardín de los delirios. Las ilusiones del naturalismo (Madrid, Turner, 2019) de Ramón de Castillo, profesor de Historia de las Ideas y de la Cultura en mi alma mater, la Universidad Nacional de Educación a Distancia. Tendré que irlo pidiendo a la Biblioteca Pública del Estado en Las Palmas, porque el libro promete... Les animo a seguir leyendo el artículo hasta el final. Estoy seguro que les resultará gratificante e ilustrativo.

Si seguimos soportando algunas taras ideológicas, comienza diciendo Prieto, es porque funcionan como prejuicios queridos que merman nuestra agudeza, pero tal vez nos ayudan a vivir. Entre estas taras, una de las más llevaderas es el «naturalismo», es decir, la creencia en que «eso-verde-que-está-ahí-fuera» resulta ser radicalmente distinto de nosotros y mejor que nosotros: un mundo armónico y sometido a sus propias leyes, pero que hace las veces de pantalla donde proyectamos nuestros deseos insatisfechos y nuestros delirios.

Las maneras en que el naturalismo ha ido infiltrándose en la cultura de Occidente son muy variadas, y hunden sus raíces muy profundamente en el pasado, hasta el punto de adoptar la forma de relatos míticos. El Jardín del Edén del que se escapó el homo faber tecnológico y depredador es el mayor de ellos. Pero no resultan menos influyentes los tópicos del locus amoenus y la Arcadia, de los que procede, en último término, la asfixiante tradición encabezada por los beaux sauvages de Rousseau y que ha engendrado toda una horda de seres que nos son familiares: los pastores efebos y las ninfas ingenuas de Jacopo Sannazaro, los Robinsones capitalistas de Daniel Defoe, los contempladores románticos de Caspar David Friedrich, los paseantes solitarios de Henry David Thoreau, los mohicanos temibles de James Fenimore Cooper, los paupérrimos comedores de patatas de Vincent van Gogh, las temibles máscaras africanas de Pablo Picasso, los heroicos cowboys de John Huston, los primigenios grizzlies de Yellowstone y, por supuesto, los cervatillos, conejos y ratones parlantes de Walt Disney, el Rousseau de la cultura de masas.

Inoculados desde hace siglos en nuestro ADN cultural –inoculados con habilidad, sin hacer fuerza–, los personajes, temas, espacios y tramas del naturalismo no han perdido un ápice de su influencia en el mundo contemporáneo. Al contrario: la omnipresente «ecología», primero, y la «sostenibilidad» devenida en fetiche, después, han asumido tal protagonismo en los debates filosóficos, políticos y económicos que, más que una ideología, conforman ya una suerte de teología. La teología de una época que, tras derribar a Dios, ha colocado sobre el pedestal vacío otro ídolo: la naturaleza. En el culto a lo natural –que, desde que fuera instaurado por Rousseau, no ha dejado de ir tomando nuevas formas–, el numen verde Gaia se aparece siempre a los ojos de los mortales como una totalidad contradictoria: todopoderosa y, al mismo tiempo, frágil; distinta de lo humano, pero no por ello menos antropomorfa; propiciatoria sin dejar de ser terrible cuando no se la venera con el suficiente celo. La naturaleza ha pasado a ser el inevitable lugar común de cuya existencia les resulta difícil dudar a las personas de buena fe, desde los ecohipsters hasta los banqueros.

Que dudemos de la diosa Naturaleza –sin que nos convirtamos por ello en personas de mala fe– es el propósito último de El jardín de los delirios. Las ilusiones del naturalismo, de Ramón del Castillo, profesor de Filosofía Contemporánea y Estudios Culturales en la UNED, amén de agnóstico en materia de naturalismo. Su contribución al socavamiento de los ídolos de Gaia no se sostiene en una pesquisa cronológica en torno a lo natural, ni en un abordaje estético a la secular influencia de categorías naturales como lo pintoresco y lo sublime. Tampoco se trata de un estudio sistemático y abstracto de la idea de naturaleza. La manera con que Del Castillo aborda el tema tiene mucho de trabajo de campo, y se nutre de geografía, sociología y psicología, así como de arquitectura y urbanismo. En rigor, el interés del autor está menos en los conceptos que en las realidades construidas, y menos en la Naturaleza con mayúscula –esa entidad sublime y salvaje que John Muir consideraba una «buena madre»– que con la naturaleza en segunda derivada de los espacios verdes fabricados y cotidianos, como los jardines y los parques.

¿Por qué deberían interesarnos filosóficamente esas construcciones banales que colonizan nuestras urbes? Según el autor, porque los jardines y los parques son espacios donde «lo natural» funciona como una escenografía de la evasión. La evasión en cuanto huida del mundo a otro mundo presuntamente menos artificial. La evasión en cuanto la ilusión, destinada a frustrarse, de quien aspira a recibir de la naturaleza lo que ésta probablemente no puede darle. Y, finalmente, la evasión en cuanto simple fantasía, el afán de construir una realidad que es a veces descabellada y delirante. A la hora de dar cuenta de los sentidos de la evasión, Del Castillo propone una relato a medias filosófico y a medias psicogeográfico, que está inspirado por las tesis del geógrafo chino Yi-Fu Tuan sobre el escapismo contemporáneo, pero que se ensancha para dar cabida a un sinfín de personajes que entran en diálogo con el autor, unas veces a través de sus libros y otras de manera personal. En este sentido, una de las características más atractivas de El jardín de los delirios es su género indeterminado: entre la colección de artículos científicos, el ensayo y la crónica de andanzas vitales, el libro va introduciendo en escena y sacándolos de ella a los personajes y a sus ideas, para someterlos al escalpelo –muchas veces mojado con ácido– del autor, que de esta manera puede dar rienda suelta a sus afanes antidogmáticos sin incurrir en otra suerte de dogmatismo.

El jardín de los delirios tiene dos partes. La segunda, titulada «Biblioteca delirante», consiste en una hipertrófica bibliografía comentada en la que Del Castillo –que reconoce estar cansado de los relatos «que colocan las ideas en su tiempo, pero no en el espacio»– da cuenta prolijamente de su periplo por multitud de parques y jardines de todo el mundo, y, de una manera no menos prolija, da cuenta asimismo de su trabajo erudito con una abundantísima colección de libros y artículos, clasificados por temas. Es probable que esta parte –que, junto con las notas, suma trescientas veinte páginas– sea imprescindible en una publicación académica, pero su presencia intimidante no deja de sorprender en un libro que, por su tono, funciona como un ensayo, y que acaso aspira a llegar a un público más amplio que el de los especialistas. Comoquiera que sea, lo sustancial de El jardín de los delirios está en su primera parte, «Delirios al aire libre», una colección de dieciséis capítulos breves que pueden leerse de corrido, pese a la mucha densidad de ideas que contienen, para conformar una narración que comienza presentando los muchos y extenuantes debates del ecologismo contemporáneo y termina describiendo proyectos tan descabellados como los jardines extraterrestres.

La manera en que Ramón del Castillo expone los debates del ecologismo contemporáneo se hace sobre su conocimiento exhaustivo de las publicaciones de referencia que se han dedicado al tema en los últimos cuarenta años. Pero se hace también sobre la interlocución directa del autor con algunos de los protagonistas de dichos debates. Por las páginas del libro desfilan, así, desde los ecologistas ingenuos que, cual románticos trasnochados, siguen creyendo que la naturaleza es un todo organizado y puro que posee una especie de alma, hasta los herederos más radicales del jipismo –los defensores de la llamada «ecología profunda»–, para quienes la civilización humana merece desaparecer por depredadora y parasitaria. Entre ambos extremos aparecen figuras más interesantes: los filósofos que han cuestionado el dogma del naturalismo, insistiendo en que el paisaje es una producción cultural; los geógrafos que han explicado la decadencia de las civilizaciones desde un punto de vista del medioambiente; los neurocientíficos que han medido el efecto de la vegetación en la psique; los especialistas que han desarrollado la hortoterapia y cuyas tesis hoy parecen tener cabida en la preparación de los futuros viajes espaciales; los reformadores sociales que han intentado sustituir la ecología natural por la ecología social; o los anarquistas ecotecnológicos que han ensayado con cierto éxito la utopía de la desurbanización y la autosuficiencia. En esta extensa nómina de personajes, Del Castillo concede también cierto protagonismo a dos figuras un tanto equívocas, pero reveladoras: Guy Debord y Slavoj Žižek. A Debord, porque juzga la ecología como una gigantesca operación de despolitización que hace de la naturaleza un problema técnico al mismo tiempo que un mercado susceptible de explotarse con nuevos medios (el «capitalismo verde»). Y a Žižek, porque su idea de estetizar los residuos que produce el ser humano –su idea antiecológica de volver bella la destrucción de la naturaleza y la ciudad– resulta representativa de la hipócrita pero, al cabo, inútil actitud moderna de renuncia a cualquier utopía.

En el apasionante tráfago de réplicas y contrarréplicas que componen el libro, el autor no se posiciona de una manera tajante con ninguna de las ideas y corrientes que glosa con celo, aunque tampoco disimule sus preferencias. Oponiéndose tanto al radicalismo de los naturalistas como al cinismo de los culturalistas, el autor opta por el escepticismo –«creer en la naturaleza es peor que creer en Dios»– y, en todo caso, defiende una suerte de sentido común sostenido en la parte más aprovechable de la «ecología», la ecología social, una disciplina cuyo valor estriba en «conectar unos problemas con otros mejor que ningún otro discurso». Con ello, Del Castillo quiere enfatizar que las políticas ambientales no tienen por qué traducirse, forzosamente, ni en las ideologías de la sostenibilidad ni en las pseudorreligiones del naturalismo al uso, y tampoco en simples tecnocracias, pues, cuando dichas políticas están bien planteadas –desde un enfoque social– logran lo importante: implicar a la población. De modo que se puede ser ecologista sin mitificar la naturaleza, siempre y cuando se piense más en términos sociales y políticos que filosóficos. La conclusión es que las engañosas ideologías del naturalismo se sostienen en un exceso de verborrea narcisista y de teología soterrada que, a la postre, incapacita tanto para la praxis sobre la realidad como para el goce de ella.

Necesaria para la desmitificación de la naturaleza, esta purga inicial de doctrinas deja paso a los capítulos que dan título al libro, que son, además, los que más parece haber disfrutado el autor: los dedicados a los jardines y parques contemporáneos, amén de otras construcciones sostenidas en la evasión y el delirio a través de «lo verde». El examen de estas formas de naturaleza artificial contiene de todo, como, por ejemplo, la contraposición entre los paisajes convencionales que se difunden a través del cine y la televisión, y los paisajes más inclasificables del desarrollismo moderno, en particular los de las ruinas que dejó la burbuja inmobiliaria en España. Y contiene también –entre otras aproximaciones bien interesantes– el análisis de las distintas definiciones de los jardines y parques, presentadas al modo de alternativas: espacios de la intimidad y la humildad o escenografías por antonomasia del civismo; reductos de naturaleza en las urbes o productos completamente humanos; lugares para el ensueño, la libertad y el sexo o parcelas gentrificadas y sometidas a una creciente vigilancia. A la hora de decantarse por una u otra alternativa, el autor lo tiene claro: el interés de los jardines y los parques radica en su condición híbrida de artificio construido con materiales naturales, así como en el hecho de ser espacios para el movimiento y el paseo, es decir, para la excepción dentro de lo cotidiano. Se trata de una tesis que no se presenta de una sola tacada, sino a través de un atractivo recorrido por ideas defendidas por grupos disímiles: los situacionistas y sus derivas, los surrealistas y sus delirios, y también los enajenados que han soñado y construido jardines.

En su relato, Ramón del Castillo muestra esa desconfianza ante las ideas que suelen tener los mejores filósofos. Defensor de una suerte de «materialismo lírico», prefiere las realidades tangibles que se levantan sobre lugares concretos, y, por ello, no resulta extraño que El jardín de los delirios termine hablando de arquitectura, una disciplina que se presenta en el libro como el medio más simple «de articular el espacio y el tiempo, de modular la realidad, de engendrar sueños». Partiendo de esta definición, el autor analiza, primero, los jardines fríos de la deconstrucción posmoderna, desde las topografías de Peter Eisenman, ahogadas en estética y filosofía, hasta los parques hiperartificializados, como el de la Villette, de Bernard Tschumi, que Del Castillo juzga con benevolencia por su geometría ajena al paisajismo ecológico y moralista, tan previsible. Después, el autor cede la voz al admirado autor de Delirious New York, Rem Koolhaas: no sólo porque haya sido capaz de ver con desapasionamiento el poder del caos capitalista a la hora de dar forma a los paisajes genéricos de la globalización, sino también por percatarse de que el futuro de la arquitectura está menos en la decoración de exteriores o la simple construcción que en el diseño total de ambientes completamente artificiales y sostenidos en el uso indiscriminado del aire acondicionado.

En este punto, Del Castillo enlaza las tesis de Koolhaas con una de las corrientes de la arquitectura contemporánea que aparece también como protagonista en el libro, la tecnocrática, cuyas muchas versiones siguen muy vivas: los sueños mecánico-pop de Archigram, el más comedido y también mucho más rentable high-tech medioambiental de Renzo Piano y Norman Foster, y, por supuesto, el nunca demasiado mitificado Richard Buckminster Fuller, el padre de la metáfora de la Tierra como una «nave espacial» que compete dirigir a los ingenieros, cual filósofos-reyes. No es casualidad que, en su deriva por la tecnocracia medioambientalista, el libro concluya, literalmente, con naves espaciales: las que un día partirán desde nuestro planeta para que, una vez concluida la epopeya cósmica de colonización –una vez ampliado el delirio del jardín terrestre–, la Luna quede convertida en una estación de servicio galáctico, y Marte en un resort para ricos vegetarianos.

Utopía de ciencia ficción, la colonia Marte, con sus huertos extendidos bajo inmensas cúpulas, es una imagen delirante y poderosa que, sin embargo, palidece ante otras reales pero no menos delirantes, que se derivan de la transformación que ha experimentado la Tierra por mor del incesante y parasitario trabajo humano. Hoy, en el planeta hay más árboles plantados que silvestres, y más biomasa de humanos y ganado que de todos los demás grandes animales juntos. La actividad agrícola, ganadera e industrial ha reubicado todas las especies en la superficie terrestre, desviado los cursos de los ríos y tallado la morfología de las costas. La necesidad de combustible exigida por la miríada de máquinas que forman el parque móvil e industrial ha hecho aflorar yacimientos orgánicos que habían quedado sepultados en la corteza de la Tierra hacía millones de años, para alterar de manera radical la cantidad de dióxido de carbono en la atmósfera y, con ello, alterar también el clima. Los fertilizantes artificiales, imprescindibles para alimentar a los más de siete mil millones de individuos que suma nuestra especie, han modificado el ciclo del nitrógeno, y la carne necesaria para nuestro sustento supone, por cada vaca criada a lo largo de tres años, la emisión, por flatulencias, de una cantidad de gases de efecto invernadero semejante a la producida por un viaje de noventa mil kilómetros con un vehículo a motor. La población humana, en fin, ha abandonado el que venía siendo su hábitat natural desde hacía miles de años –el campo moldeado por el esfuerzo de cientos de generaciones– para agruparse en megalópolis cuya demanda de recursos materiales y energéticos crece al mismo ritmo en que se vacía dicho campo. Así las cosas, ¿quién se atrevería a afirmar que nuestro planeta no se ha convertido ya en un verdadero escenario de ciencia ficción, en un inmenso, desaforado y delirante jardín?





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lunes, 9 de septiembre de 2013

Filosofía, vida, lectura...





El profesor Emilio Lledó




"La lectura debe servir para desarrollar los sentidos, y no para negar y evadirse de las contingencias de la vida. El Ulises predilecto de Lledó -dice el profesor Ramón del Castillo-, el que prefiere volver a su casa y seguir siendo hombre en vez de permanecer inmortal al lado de Calipso, también es el lector que antepone todas las dificultades de la amistad a la luz y las promesas de la vida contemplativa. No debemos buscar al texto por sí mismo, sino para ser más felices".

Este hermoso párrafo introductorio de la entrada de hoy está escrito por el profesor de Filosofía de la UNED, Ramón del Castillo, al final de un artículo suyo en el número de abril de 1999 de Revista de Libros, titulado "De la amistad a la lectura", reseñando el libro de Emilio Lledó "Imágenes y palabras" (Taurus, Madrid, 1998). Les recomiendo su lectura, que estoy seguro les resultará gratificante, en el enlace de más arriba.

Leer para ser más felices en nuestra relación con los demás, en esencia: para vivir mejor la vida. No es mala filosofía. Del profesor Emilio Lledó ya he hablado en numerosas ocasiones en este blog. Fue profesor mio en la Facultad de Geografía e Historia de la UNED. Asistí a uno de sus Seminarios sobre Historia de la Filosofía Antigua y Medieval en el centro asociado de Las Palmas, que versaba sobre Platón, Aristóteles y San Agustín, y esa experiencia académica resultó ser, sin exageración alguna, lo más gratificante que me ha pasado en los muchos años que he estado vinculado a la universidad. En ese Seminario aprendí algo tan elemental, y por eso, quizá, tantas veces olvidado, como que la Historia de la Filosofía no es nada más (y nada menos) que la historia de lo que han dicho y escrito los filósofos a lo largo de los siglos. Quizá fuera la razón de que contara la anécdota del alumno que se dirigió a Xavier Zubirí pidiéndole orientación para estudiar Filosofía; la lacónica respuesta del maestro fue: "aprenda griego antiguo y alemán y luego vuelva por aquí".

La visión de Lledó viene a ser la misma que la del también filósofo Julián Marías, citado por José Luis Abellán en su "Historia crítica del pensamiento español. Tomo 8", que define la Filosofía como "visión responsable" en la que el filósofo es hombre antes que filósofo, inmerso en la realidad para desde ella poder comprender su situación. 

Situación que Marías, en su "Introducción a la Filosofía" (1967), enumera a título descriptivo como basada en:

1. La apetencia desmesurada de placeres y la aspiración a tener una vida de placer.

2. El deseo de riqueza y el derecho que todos creen tener a ella.

3. La apetencia generalizada de acción, muy especialmente sobre las cosas.

4. La apetencia de dominación de unos hombres sobre otros -más que un estricto afán de poder- que adopta sutiles formas mediante los que "de hecho son subordinados" creen que ejercen su dominio.

5. El predominio de la "decisión" sobre lo "decidido", que oculta el vacío de creencias y provoca un estado generalizado de agresividad.

Es por eso, añade, porque el hombre hace siempre lo que hace por algo y para algo, y esos motivos son ingredientes esenciales del hacer, por lo que la filosofía viene calificada intrínsecamente por ellos; es decir, que no solo es circunstancial porque el hombre que filosofa se encuentra en una circunstancia determinada y su perspectiva funciona como un ingrediente de lo real, sino que la filosofía, en cuanto hacer humano, se nutre de circunstancialidad. Es, decir, de historia y realidad, de vida, en suma. Hermosa lección: leamos para vivir, no vivamos para leer.

Sean felices, por favor. Y como decía Sócrates: "Ιωμεν", vámonos. Tamaragua, amigos. HArendt





El profesor Julián Marías (1914-2005)





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miércoles, 12 de junio de 2013

George Santayana: El filósofo accidental




George Santayana (1863-1952)




Dicen que las vacaciones son un momento ideal para la lectura... Yo, desde que me jubilé, no he vuelto a disfrutar de vacaciones. No me pidan que se lo explique, pero es así. Antes (de jubilarme) tenía tiempo para todo: el trabajo, la familia, los estudios, las lecturas, la política, la actividad sindical, y hasta para los amigos (más las amigas que los amigos, lo confieso). Ahora, siete años después, tengo mi tiempo ocupado totalmente; en servicio permanente de alerta, como los bomberos, la policía o los médicos de guardia. Ni la menor oportunidad de aburrimiento. Y sin vacaciones...

En los estertores del verano de 2008 pasé unos días en Punta Umbría (Huelva). Como hacía siempre que iba a la Península, fuera la causa del viaje la que fuera, me llevé varios libros. Entre ellos, dos que terminé allí de leer: el segundo tomo de la trilogía de "Tu rostro mañana" (De Bolsillo, Barcelona, 2008), de Javier Marías, y "Platonismo y vida espiritual" (Trotta, Madrid, 2006), de George Santayana, ambos adquiridos en quien aquella época era mi librero habitual, la Librería Beatriz, de Madrid, que la crisis se llevó por delante inmisericorde.

Javier Marías era ya para entonces uno de mis autores favoritos (y sigue siéndolo), pero de George Santayana (1863-1952), un filósofo español al que muchos califican de "excéntrico", no había leído absolutamente nada hasta que un artículo en el número de junio de ese año en Revista de Libros, titulado "Fuego pálido", y escrito por el profesor de Filosofía de la UNED Ramón del Castillo, me animó a ello; y así llegué hasta su "Platonismo y vida espiritual" citado. 

No voy a entretenerles con mis pensamientos sobre Platón. Sobre la vida espiritual, tampoco, pero aprovecho la ocasión para defender una vez más algo que muchas personas de buena voluntad no acaban de entender: que no es necesario ser creyente de religión alguna para gozar de una vida espiritual digna y satisfactoria. Al menos esa es mi experiencia propia, y por citar una sola opinión similar de autoridad,  también la de la filósofa francesa Simone Weil (1909-1943) tantas veces mencionada en este blog.

El insomnio provoca acciones inesperadas, así que a las 04:00 de hoy enciendo el portátil y me pongo a ojear, al azar, la edición electrónica de Revista de Libros y me encuentro con otro artículo del profesor Del Castillo sobre Santayana, "El americano accidental", de abril de 2004, que no recordaba haber leído (y tengo buena memoria para las lecturas). Solo puedo decir que me ha encantado, pues me ha aclarado bastantes lagunas  que tenía sobre la vida y la obra de uno de los filósofos y pensadores más originales del siglo XX, y además español, aunque toda su vida académica transcurriera prácticamente fuera de España. 

Estoy convencido de que por poco interés que la filosofía despierte en ustedes los artículos del profesor Ramón del Castillo que he citado les van a resultar interesantes. Les animo a leerlos, y ya me contarán, si lo desean. Están en su casa...

Y sean felices, por favor, a pesar de todo. Y como decía Sócrates, "Ιωμεν". Tamaragua, amigos. HArendt




"El sueño de la razón produce monstruos"
Francisco de Goya (1746-1828)







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