miércoles, 26 de junio de 2019

[SONRÍA, POR FAVOR] Al menos hoy miércoles, 26 de junio





El Diccionario de la lengua española define humorismo como el modo de presentar, enjuiciar o comentar la realidad resaltando el lado cómico, risueño o ridículo de las cosas. También, como la actividad profesional que busca la diversión del público mediante chistes, imitaciones, parodias u otros medios. Un servidor de ustedes tiene escaso sentido del humor, aunque aprecio la sonrisa ajena e intento esbozar la propia. Identificado con la primera de las acepciones citadas, en la medida de lo posible iré subiendo periódicamente al blog las viñetas de mis dibujantes favoritos en la prensa española. Y si repito alguna por despiste, mis disculpas sinceras..., aunque pueden sonreír igual. 






















Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt



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La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)

martes, 25 de junio de 2019

[A VUELAPLUMA] La elegancia del ADN





Los humanos no solemos aprender leyendo diccionarios, sino ‘deduciéndolos’ de nuestra experiencia, escribe en El País el profesor Javier Sampedro, doctor en genética y biología molecular e investigador del Centro Severo Ochoa de Madrid y del Medical Research Council de Cambridge. 

Todos los gremios se quejan de que nadie entiende la importancia de su trabajo, comienza diciendo Sampedro. ¿Cómo no va usted a interesarse por la química, señor mío, si todo es química en su cuerpo?, dirá el portavoz de los químicos. Su ignorancia de los principios de la ingeniería eléctrica, mi querida amiga, le impide entender el mundo moderno en toda su gloria, opondrá el delegado de los chispas. Por argumentos similares, todo es física y arquitectura, biología y algoritmo, narración y pintura. Todo eso está muy bien, pero ¿qué decir de los pobres lexicógrafos? Sí, esos tipos que hacen los diccionarios y se pasan el día manufacturando definiciones impracticables. Porque, como ya habrá adivinado el lector, todo es lexicografía.

¿Cómo definirías sentarse? Así lo hace el libro gordo: “Poner o colocar a alguien en una silla de manera que quede apoyado y descansando sobre las nalgas. Úsase también como pronominal”. Deje de reír el lector e intente hacerlo mejor que eso. Muchas veces no es fácil, y a menudo es imposible. Veamos la definición de yo: “Sujeto humano en cuanto persona”. Esa es fuerte. ¿Y cuál será la de tú? Redondeando un poco, no la hay, aunque podríamos sugerir: “Otro sujeto humano en cuanto otra persona”. No me interpretéis mal. Yo admiro a los lexicógrafos. Mi intención no es reírme de ellos, sino destacar la enorme dificultad de su trabajo. Y ahora vayamos con lo que nos trae aquí, que es la definición de elegancia.

Casi todo el mundo asocia la elegancia al buen gusto para el vestir, sobre todo si el que viste vive nadando en el almacén de dinero del Tío Gilito, lo que suele mejorar mucho el gusto de la gente. Pero lo cierto es que esta acepción es humilde y secundaria en el libro gordo. La primera acepción de elegante —“dotado de gracia, nobleza y sencillez”— es mucho más importante para la ciencia y el avance del conocimiento.

¿Qué es la elegancia para los científicos? Esta es la clase de pregunta que John Brockman, uno de los editores más singulares de nuestro tiempo, y también una especie de animador cultural de la élite científica, hace a sus pupilos una vez al año para la revista electrónica Edge.org. Su inspiración son sociedades de la vanguardia intelectual como la Mesa Redonda de Algonquín y el Grupo Bloomsbury. Hace unos años preguntó a todos esos cerebros: “¿Cuál es tu explicación bella, profunda o elegante favorita?”. Hubo un alud de respuestas, y Deusto acaba de publicarlas en español. Por todo lo que he leído ahí, seguimos sin una definición adecuada de la elegancia científica. Pero también creo que eso cada vez importa menos. Los humanos no solemos aprender leyendo diccionarios, sino deduciéndolos de nuestra experiencia. Ese es el gran valor de este libro.

Llama la atención la cantidad de físicos que, a la hora de elegir su teoría elegante favorita, votan por la selección natural darwiniana. Es probable que tengan razón. Jamás un mecanismo tan simple, autoconsistente y matemáticamente sólido habrá explicado una realidad tan compleja y exuberante como la totalidad de la vida de la Tierra, un proceso de evolución ininterrumpido que comenzó hace 4.000 millones de años, no mucho después del origen del sistema solar y, por tanto, de nuestro propio planeta.

Mi físico favorito, Frank Wilczek, cree que la simplicidad lleva a la profundidad, a la elegancia y a la belleza, y añade: “Hay pocos procesos tan elegantes como la construcción de un bebé siguiendo el programa de ADN”.



El físico Frank Wilczek. Foto de Mónica Torres para El País



>Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt



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[ARCHIVO EL BLOG - 2008] ¿Eternamente? No, gracias





El mito de la vida eterna ha sido tratado literariamente en numerosas ocasiones: con mayor o menor fortuna; con rigor científico y sin él. Entre las obras señeras que han tratado el tema de la búsqueda de la inmortalidad por parte del hombre podemos leer el "Fausto", de Goethe; el "Drácula", de Bram Stoker; o el "Frankenstein, o el moderno Prometeo", de Mary W. Shelley. Personalmente, la que más me ha gustado es la de Mary Shelley, pero reconozco la insuperable calidad literaria de la obra de Goethe. Y en el "Génesis", ya podemos encontrar el primer relato sobre la búsqueda de la inmortalidad por parte del hombre...

Ficción y literatura son términos sinónimos. Ciencia e investigación científica no pueden moverse en ese terreno de la ficción, pues parten siempre de la realidad. Y la realidad es que más o menos tarde, todo lo existente envejece y muere. ¿Merece la pena invertir en la búsqueda científica de la eternidad? En El País de hoy, el físico y profesor de la Universidad de Barcelona, director del Área de Ciencia y Medio Ambiente de la Fundación La Caixa, Jorge Wagensberg, se plantea el interrogante de si es posible superar la inevitabilidad del envejecimiento y de la muerte desde un plano científico y de los "costes" que ello supondría para la especie.

La idea de eternidad me parece aterradora. Dice el emperador Marco Aurelio (siglo II d.C.) en sus "Meditaciones" (Temas de Hoy, Madrid, 1994): "Cuando hagas alguna cosa, reflexiona y pregúntate si la muerte es terrible porque te priva de ella". No tiene objeto alguno preocuparse por lo que es inevitable. Y la muerte lo es. "La muerte es el precio que pagamos por la vida, por el hecho de haber vivido", dice Hannah Arendt"Diario filosófico, 1950-1973" (Herder, Barcelona, 2006). Pienso que es un precio razonable. 



http://www.elpais.com/recorte/20060418elpepicul_3/SCO250/Ies/Jorge_Wagensberg.jpg
El profesor Jorge Wagensberg


"La eternidad no tiene futuro", por Jorge Wagensberg

¿La vejez es inevitable? ¿Podemos soñar con evitar la muerte? Lo cierto es que, por mucho que invirtamos en seguridad, nunca podremos anular la posibilidad de un accidente fatal. De ahí el interés de la reproducción.

La realidad existe y, además, es inteligible. Es la hipótesis del mundo real, el punto de partida de todo conocimiento científico. No importa tanto si esta doble hipótesis es cierta o no, el científico la necesita para darse moral cuando se enfrenta a la comprensión de la realidad. Pero hay momentos extremos -los más relajados y los de mayor tensión- en los que el científico se siente con licencia para filosofar: ¿cómo distinguir lo real de lo que no lo es? ¿Por qué habría de ser todo comprensible? A Albert Einstein se le atribuye una frase perturbadora: "Lo más incomprensible del mundo es que el mundo sea comprensible".

Empecemos, con todo el respeto, por desmentir a Einstein. La idea de "comprender" tiene que ver con lo común entre lo diferente, en contraste con la idea de "observar" que más tiene que ver con lo diferente entre lo similar. La investigación científica es una reflexión continua de la observación en la comprensión y viceversa. Por ello, una buena metáfora del conocimiento inteligible es aquella que lo evoca como un bosque de árboles, árboles con ramas, ramas con ramas y ramas con hojas. Un particular pedazo de la realidad, compuesta por objetos y fenómenos, está bien representado por los extremos terminales de los árboles: las hojas. Y dos hojas tienen algo en común si existe un camino que conduce de la una a la otra, de rama en rama, sin bajarse del árbol. Cada fronda compatible con esas hojas (con esa realidad) es una posible comprensión de tal realidad. En particular, un pedazo de realidad es ininteligible si resulta que cada hoja pertenece a un árbol distinto. Pues bien, supongamos un pedazo de realidad con n elementos reales (n hojas: objetos o fenómenos). ¿Con cuántos árboles distintos se pueden conectar tales hojas? Una vieja fórmula de la matemática de los grafos arbóreos (Cayley) da la respuesta: existen n elevado a n-2 árboles distintos posibles. Esto significa que 2 hojas sólo se pueden conectar con 1 árbol, 3 hojas con 3 árboles, 4 con 16, 5 con 125, 6 con 1.296... En el universo hay del orden de 10 elevado a 80 partículas, así que, en el peor de los casos, sólo hay una manera totalmente ininteligible de representar la realidad frente a cuatrillones de otras maneras más comprensibles. Es decir, incluso en ausencia de toda información sobre una realidad cualquiera, ya se puede aventurar que es más probable que ésta sea inteligible que lo contrario. Pero resulta, además, que sí tenemos información. Parece, por ejemplo, que toda la materia tiene una historia común, que todos los objetos actuales proceden de una sopa inicial de quarks, que todos los seres vivos conocidos proceden de una sola célula... El mundo sería ininteligible si nada tuviera que ver con nada, si pudiéramos concebir un bosque con más árboles que ramas. La frase de Einstein no es sino un guiño coqueto de una de las mentes que más profundamente ha penetrado en la comprensión del movimiento de los cuerpos, de quien ha dado con un tronco común donde antes había todo un bosquecillo de árboles que se ignoraban mutuamente.

Bueno. Y ahora que hemos decidido que podemos comprender cualquier cosa, vamos a por una cuestión que nos incomoda, como individuos y como especie, desde que accedimos a la autoconsciencia. ¿Qué significa envejecer? ¿Es realmente inevitable? ¿Existe alguna ley fundamental de la naturaleza que obligue a envejecer y a morir? ¿Es la muerte un mero incidente de la evolución? ¿Quién se beneficia de mi humillante decrepitud? Muchos son los que confían en la eternidad en el más allá. Vale. Pero ¿podemos soñar también con una eternidad teórica en la realidad física del más aquí?

Tratemos primero de observar: 1. Durante miles de millones de años sólo existieron bacterias y, como se sabe, una bacteria se convierte ella misma en dos hijas idénticas. Una bacteria puede morir por un accidente, pero su muerte no es necesaria. De hecho, por cada bacteria que vive en la actualidad (¡y son muchas!) existe una línea de miles de millones de años totalmente exenta de cadáveres. Cada 20 minutos, más o menos, la identidad materna es sustituida por otras dos idénticas. ¿Idénticas? En rigor, un objeto sólo es idéntico a sí mismo. Es lo mismo, pero no es igual. El individuo no muere pero algo cambia (muchos se conformarían con eso). 2. El envejecimiento imparable y la muerte necesaria aparecen en escena con la reproducción sexual. Dos progenitores engendran un tercero (o más) pero no se integran físicamente en él. Quedan a un lado y es entonces cuando se pone en marcha el deterioro de sus partes y funciones y se inventa la muerte irremediable. Los procesos vitales acaban fallando, como acaba fallando cualquier máquina por la acción inmisericorde del Segundo Principio de la Termodinámica. El oxígeno que da la vida también mata. Uno no puede vivir sin oxidarse. Vivir envejece. Sí, pero todo es reparable. La eternidad es sólo una cuestión de mantenimiento. La hidra por ejemplo no exhibe síntomas de senilidad. La selección natural no la ha tomado contra los viejos por la sencilla razón de que en la naturaleza no hay animales viejos. La vejez es un artefacto cultural de ambientes protegidos. 3. Los machos de un curioso ratón marsupial del género Antechinus mueren en masa agotados de tanto copular durante días y días sin darse un respiro para comer ni para dormir. Algo similar ocurre con pulpos y calamares. En este caso se diría que la muerte es parte de un programa prescrito. Pero un programa se puede desactivar y en este caso quizá bastaría con renunciar al sexo (algunos, quizá no muchos, firmarían un contrato así). 4. Cada especie tiene un tiempo de vida característico: las tortugas de las Galápagos viven dos siglos, los ratones viven meses, algunos gusanos viven sólo semanas... Esto sugiere que el envejecimiento está controlado por los genes y también en ese caso podemos intervenir, como ya se ha demostrado con el modestísimo gusano Caenorhabditis elegans, del que se han conseguido mutantes que extienden su vida natural en más de un 200% (sería como extender nuestros 120 años de vida máxima hasta casi los 400 años).

Tratemos ahora de comprender y busquemos convergencias en esta mar de divergencias. ¿Qué es el envejecimiento? En la década de los noventa, Zhores Alexándrovich Medvédev contó nada menos que unas 300 (¡!) teorías distintas. Cada año se publican datos y teorías nuevas. ¿Se puede vislumbrar un tronco común entre tanto árbol, tanta rama y tanta hoja?

Lo más cierto de este mundo es que el mundo es incierto. Por mucho que invirtamos en seguridad nunca podremos anular del todo la posibilidad de un accidente fatal. De ahí, entre otros, el interés de la reproducción: es más sensato hacer una copia a tiempo que empeñarse en un mantenimiento indefinido. A mayor incertidumbre exterior, menor mantenimiento interior. Se puede pensar en una buena inversión que burle el envejecimiento si las condiciones de seguridad son razonables (como en el caso de la tortuga o el elefante: buen blindaje, pocos enemigos, entorno estable...), pero es un pésimo negocio si el individuo está en la base de la cadena trófica (¡todo el mundo come ratones!). En ese caso, la selección natural opta por el usar y tirar y apuesta por una reproducción masiva. Nada impide en principio que la selección cultural burle, una vez más, a la selección natural. Pero por pequeña que sea la incertidumbre, la eternidad es demasiado larga para que el accidente no llegue, tarde o temprano, a ser una certeza. Sólo por este detalle, invertir en la eternidad del más aquí será siempre, natural o culturalmente, una auténtica ruina. Hoy asumimos de buen grado el riesgo (considerable) de perder la vida al cruzar una calle. Pero por mucho que se reduzca el riesgo ¿quién cruzará la calle si lo que está en juego es la eternidad? (El País, 28/09/08)





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Publicada originariamente el 28/9/08
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[SONRÍA, POR FAVOR] Al menos hoy martes, 25 de junio





El Diccionario de la lengua española define humorismo como el modo de presentar, enjuiciar o comentar la realidad resaltando el lado cómico, risueño o ridículo de las cosas. También, como la actividad profesional que busca la diversión del público mediante chistes, imitaciones, parodias u otros medios. Un servidor de ustedes tiene escaso sentido del humor, aunque aprecio la sonrisa ajena e intento esbozar la propia. Identificado con la primera de las acepciones citadas, en la medida de lo posible iré subiendo periódicamente al blog las viñetas de mis dibujantes favoritos en la prensa española. Y si repito alguna por despiste, mis disculpas sinceras..., aunque pueden sonreír igual. 



















Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt



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lunes, 24 de junio de 2019

[ESPECIAL] Las Palmas de cumpleaños. 541 años de historia



Vista de Las Palmas G.C. desde el Pico de Bandama


Hoy, 24 de junio, El Real de Las Palmas, la actual ciudad de Las Palmas de Gran Canaria, cumple 541 años. Cierto, todos cumplimos años, también las ciudades, y quizá no sea para tanto, pero no es muy habitual que una ciudad sepa la fecha exacta de su fundación, de su nacimiento y mucho menos de las circunstancias y hechos que dieron lugar a ello; no, al menos, en esta vieja tierra que es España. Pero no es el caso de Las Palmas. Se sabe la fecha exacta de su fundación, los motivos que la provocaron, las vicisitudes que tuvo que afrontar en sus primeros momentos de existencia. Ensayo general de lo que catorce años más tarde sería la gesta del descubrimiento y colonización del continente americano.

Este es el relato que de su fundación hizo el historiador y prócer canario, paradigma de la Ilustración en las Islas, Josep de Viera y Clavijo (1731-1813) en su libro Noticias de la historia de Canaria (Tomo I. Cupsa Editorial, Madrid, 1978) en edición de Alejandro Cioranescu. Dice así: "Libradas las referidas órdenes, se hicieron a la vela desde el Puerto de Santa María, a 28 de mayo de 1478, tres navíos bien pertrechados de municiones de guerra y boca, y surgieron en el de las Isletas de Canaria, a 24 de junio por la mañana. Aunque esta navegación fue de un mes, asegura Abreu Galindo que se hizo con próspero viento. Y habiendo desembarcado la tropa en aquel arenal, sin que hubiese quien la inquietase, fue la primera obra en la que se ocupó la de cortar algunos ramos de palma, con los cuales se formó una gran tienda, a cuya sombra erigieron un altar. Como era día de San Juan Bautista, celebró la misa el dean Bermúdez; y todos los soldados la oyeron devotamente, pidiendo a Dios con las armas en la mano les favoreciese en el exterminio de aquella pobre nación que iban a invadir. Después hizo marchar su gente el general Rejón hacia el territorio de Gando, con la mira de reedificar la torre que habían construido los Herrera y fortificarse en sus contornos; más habiendo llegado al barranco o rio de Guiniguada, donde está la ciudad de Las Palmas, se presentó repentinamente al ejército una mujer anciana, vestida al uso del país, la que en buen castellano dijo a los nuestros que adónde iban; que el territorio de Gando quedaba todavía lejos y el camino era fragoso; que hallándose con avisos del desembarco, el guanarteme de Telde andaba acaudillando sus súbditos, y que aquel sitio de Guiniguada era un lugar más fuerte, inmediato al mar, bien provisto de agua y de leña, cubierto de palmas, álamos, dragos e higuerales y el más propio para trazar un campo, desde donde se podría recorrer toda la isla.

Como estas advertencias eran tales, que el general español no debía haber esperado a que una mujer canaria se las hiciese, al instante la tomaron por guía y fijaron el campo en el paraje que ella les señalaba. Pero apenas habían hecho alto las tropas y empezaban a levantar sus tiendas, se desapareció la canaria incognita con admiración universal, Juan Rejón, que sin ser escrupuloso era devoto de Santa Ana, se persuadió o quiso persuadir a los otros que la madre de María Santísima, bajo la figura de aquella buena mujer, había descendido del cielo a dirigirle en el primer paso de su campaña; por tanto, dio orden para que se edificase allí una iglesia con la advocación de Santa Ana, cuyo patronato se ha conservado siempre.

La noticia de esta piadosa creencia (que también pudo ser estratagema política de Rejón para animar sus tropas) es de fray Juan Abreu Galindo; pero los demás escritores o la omiten o la reducen a circunstancias más regulares. Estos sólo dicen que habiendo sorprendido las espías españolas a cierto isleño anciano que pescaba en la ribera del mar, les dio aquel saludable consejo, sin añadir que el anciano se desapareciese ni que le tuviesen por ningún santo los cristianos que le cogieron.

Como quiera que fuese, no hay duda que se formó el campo español en las márgenes del Guiniguada; a una legua corta del puerto; que lo fortificaron con una gran muralla de piedra y troncos de palma; que se construyó un torreón y un largo almacén para las provisiones; que se intituló, desde luego, el "Real de Las Palmas", a causa de la gran copia que había de ellas, todas frondosas y eminentes, y que se edificó la pequeña iglesia de Santa Ana, ermita ahora de San Antonio Abad".

Eso ocurría tal día como hoy de hace 541 años: Nacía El Real de Las Palmas, la actual ciudad de Las Palmas de Gran Canaria, Sede Primada de la Iglesia Católica en África; primera ciudad fundada por españoles fuera de Europa; y su Plaza Mayor, Santa Ana, la primera en construirse en la España europea (en la España americana lo fue, antes, la de Santo Domingo) siguiendo las Ordenanzas Reales de 1480 promulgadas por los Reyes Católicos.

Les invito a visitar la página electrónica oficial de la oficina de turismo de Las Palmas de Gran Canaria, ciudad de mar y culturas, y disfrutar de este hermoso documental, de 2011, de la serie de RTVE "Ciudades para el siglo XXI", dedicado a nuestra ciudad de Las Palmas. Seguro que les gustará. ¡Felicidades, Las Palmas! ¡Feliz Solsticio! ¡Feliz Noche de San Juan! 




Plaza de Santa Ana, Las Palmas G.C.



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[CUENTOS PARA ADULTOS] Hoy, con "Luces antiguas", de Algernon Blackwood






El cuento, como género literario, se define por ser una narración breve, oral o escrita, en la que se narra una historia de ficción con un reducido número de personajes, una intriga poco desarrollada y un clímax y desenlace final rápidos. Desde hace unos meses vengo trayendo al blog algunos de los relatos cortos más famosos de la historia de la literatura universal. Obras de autores como Philip K. Dick, Franz Kafka, Herman Melville, Guy de Maupassant, Julio Cortázar, Alberto Moravia, Juan Rulfo, Jorge Luis Borges, Edgar Allan Poe, Oscar Wilde, Lovecraft, Jack London, Anton Chejov, y otros. 

Continúo hoy la serie Cuentos para adultos con el titulado Luces antiguas, de Algernon H. Blackwood (1869-1951), escritor inglés de relatos fantásticos, periodista y locutor radiofónico. Sus obras están consideradas entre las mejores de la literatura del horror y de lo extraño. Amaba apasionadamente la naturaleza, y muchas de sus historias dan fe de ello. Uno de sus relatos, Los sauces (1908), se considera una de las mejores historias sobrenaturales jamás escritas. Su obra busca provocar asombro, más que horror y son un prodigio de construcción, ambiente y sugerencia. Les dejo con


Luces antiguas
por
Algernon Blackwood


Desde Southwater, donde se apeó del tren, el camino iba derecho hacia poniente. Eso lo sabía; por lo demás, confiaba en la suerte, ya que era uno de esos andariegos impenitentes a los que no les gusta preguntar. Tenía ese instinto, y generalmente le funcionaba bastante bien. «Una milla o así en dirección oeste por el camino arenoso, hasta llegar a un paso de cerca a la derecha; desde ahí cruza a campo traviesa. Verá el edificio rojo justo delante de usted.» Echó una mirada, otra vez, a las instrucciones de la postal, y otra vez trató de descifrar la frase borrada…, en vano. Había sido tachada con tanto cuidado que no quedaba una sola palabra legible. Las frases tachadas en una carta son siempre fascinantes. Se preguntó qué sería lo que había tenido que borrar con tanto cuidado.

La tarde era tormentosa, con un ventarrón que venía aullando del mar y barría los bosques de Sussex. Unas nubes pesadas, de bordes redondos y apelmazados, entrechocaban en los espacios abiertos del cielo azul. A lo lejos, la línea de lomas recorría el horizonte como una ola inminente. Chanctonbury Ring parecía surcar su cresta como un barco veloz con el casco inclinado por el viento de popa. Se quitó el sombrero y avivó el paso, aspirando con placer y satisfacción grandes bocanadas de aire. El camino estaba desierto: no se veían bicicletas, automóviles, o caballos; ni siquiera un carro de mercancías o un simple viandante. De todos modos, no habría preguntado el camino. Con la mirada atenta a la aparición del paso de cerca, caminaba pesadamente, mientras el viento le sacudía la capa contra la cara y rizaba los charcos azules del camino amarillento. Los árboles mostraban el blanco envés de sus hojas. Los helechos, la yerba nueva y alta, se inclinaban en una única dirección. El día estaba lleno de vida, y había animación y movimiento en todas partes. Y para un agrimensor de Croydon recién llegado de su oficina, esto era como unas vacaciones en el mar.

Era un día de aventuras, y su corazón se elevaba para unirse al talante de la Naturaleza. Su paraguas con aro de plata debía haber sido una espada; y sus zapatos marrones, botas altas con espuelas en los talones. ¿Dónde se ocultaba el Castillo encantado y la Princesa de cabellos dorados como el sol? Su caballo…

De repente apareció a la vista el paso de cerca, y se frustró la aventura en embrión. Otra vez volvió a aprisionarle su ropa de diario. Era agrimensor, de edad madura, con un sueldo de tres libras a la semana, y venía de Croydon a estudiar los cambios que un cliente pensaba hacer en un bosque…, algo que proporcionase una mejor vista desde la ventana de su comedor. Al otro lado del campo, a una milla de distancia quizá, vio centellear al sol el rojo edificio, y mientras descansaba un instante en el paso de cerca para recobrar aliento, se puso a observar un bosquecillo de robles y abedules que quedaba a su derecha. «¡Ajá! -se dijo-; así que ésta debe de ser la arboleda que quiere talar para mejorar la perspectiva, ¿eh? Vamos a echarle una ojeada.» Había una valla, desde luego; pero tenía también un sendero tentador. «No soy un intruso -se dijo-: esto forma parte de mi trabajo.» Saltó dificultosamente por encima de la portilla y se internó entre los árboles. Una pequeña vuelta le llevaría al campo otra vez.

Pero en el instante en que cruzó los primeros árboles dejó de aullar el viento y una quietud se apoderó del mundo. Tan espesa era la vegetación que el sol penetraba sólo en forma de manchas aisladas. El aire era pesado. Se enjugó la frente y se puso su sombrero de fieltro verde; pero una rama baja se lo volvió a quitar en seguida de un golpe; y al inclinarse, se enderezó una cimbreante ramita que había doblado y le dio en la cara. Había flores a ambos bordes del pequeño sendero; de vez en cuando se abría un claro a uno u otro lado; los helechos se curvaban en los rincones húmedos, y era dulce y rico el olor a tierra y a follaje. Hacía más fresco aquí. «Qué bosquecillo más encantador», pensó, bajando hacia un pequeño calvero donde el sol aleteaba como una multitud de mariposas plateadas. ¡Cómo danzaba y palpitaba y revoloteaba! Se puso una flor azul oscuro en el ojal. Nuevamente, al incorporarse, le quitó el sombrero de un golpe una rama de roble, derribándoselo por delante de los ojos. Esta vez no se lo volvió a poner. Balanceando el paraguas, prosiguió su camino con la cabeza descubierta, silbando sonoramente. Pero el espesor de los árboles animaba poco a silbar; y parecieron enfriarse algo su alegría y su ánimo. De repente, se dio cuenta de que caminaba con cautela. La quietud del bosque era de lo más singular.

Hubo un susurro entre los helechos y las hojas; algo saltó de repente al sendero, a unas diez yardas de él, se detuvo un instante, irguiendo la cabeza ladeada para mirar, y luego se zambulló otra vez en la maleza a la velocidad de una sombra. Se sobresaltó como un niño miedoso, y un segundo después se rió de que un mero faisán lo hubiese asustado. Oyó un traqueteo de ruedas a lo lejos, en el camino; y, sin saber por qué, le resultó grato ese ruido. «El carro del viejo carnicero», se dijo… Entonces se dio cuenta de que iba en dirección equivocada y que, no sabía cómo, había dado media vuelta. Porque el camino debía quedar detrás de él, no delante.

Conque se metió apresuradamente por otro estrecho claro que se perdía en el verdor que tenía a su derecha. «Esta es la dirección, por supuesto -se dijo-; me han debido de despistar los árboles…» y de repente descubrió que estaba junto a la portilla que había saltado para entrar. Había estado andando en círculo. La sorpresa, aquí, se convirtió casi en desconcierto: vio a un hombre vestido de verde pardo como los guardabosques, apoyado en la valla, dándose pequeños azotes en la pierna con una fusta. «Voy a casa del señor Lumley -explicó el caminante-. Este es su bosque, creo…», calló de repente; porque allí no había hombre alguno, sino que era un mero efecto de luz y sombra en el follaje. Retrocedió para reconstruir la singular ilusión, pero el viento agitaba demasiado las ramas aquí, en la linde del bosque, y el follaje se negó a repetir la imagen. Las hojas susurraron de un modo extraño. En ese preciso momento se ocultó el sol tras una nube, haciendo que el bosque adquiriese un aspecto diferente. Y entonces se puso de manifiesto con cuánta facilidad puede sufrir engaño la mente humana; porque casi le pareció que el hombre le contestaba, le hablaba -¿o fue el rumor de las ramas al restregar unas con otras?-; y que señalaba con la fusta un letrero clavado en el árbol más cercano. Aún le sonaban en el cerebro sus palabras; aunque, por supuesto, todo eran figuraciones suyas: «No, este bosque no es suyo. Es nuestro». Y además, algún gracioso del pueblo había cambiado el texto de la deteriorada tabla; porque ahora ponía con toda claridad: «Prohibido el paso».

Y mientras el asombrado agrimensor leía el letrero, y dejaba escapar una risita, se dijo, pensando en la historia que iba a contar más tarde a su mujer y sus hijos: «Este condenado bosquecillo ha intentado echarme. Pero voy a entrar otra vez. En realidad, ocupa un acre como máximo. No tengo más remedio que salir a campo abierto por el lado opuesto si sigo en línea recta». Recordó su posición en la oficina. Tenía cierta dignidad que conservar.

La nube se apartó de delante del sol, y la luz salpicó de repente toda clase de lugares insospechados. Él, entretanto, seguía caminando en línea recta. Sentía una especie de rara turbación: esta forma en que los árboles cambiaban las luces en sombras le confundía evidentemente la vista. Para su alivio, surgió al fin un nuevo claro entre los árboles, revelándole el campo, y divisó el edificio rojo a lo lejos, al otro extremo. Pero tenía que saltar primero una pequeña portilla que había en el camino; y al trepar trabajosamente a ella -dado que no quiso abrirse-, tuvo la asombrosa sensación de que, debido a su peso, se desplazaba lateralmente en dirección al bosque. Al igual que las escaleras mecánicas de Harrod’s y Earl’s Court, empezó a deslizarse con él. Era horrible. Hizo un esfuerzo ímprobo para saltar, antes de que le internase en los árboles; pero se le enredó el pie entre los barrotes y el paraguas, con tal fortuna que cayó al otro lado con los brazos abiertos, en medio de la maleza y las ortigas, y los zapatos trabados entre los dos primeros palos. Se quedó un momento en la postura de un crucificado boca abajo, y mientras forcejeaba para desembarazarse -los pies, los barrotes y el paraguas formaban una verdadera maraña-, vio pasar por el bosque, a toda prisa, al hombrecillo de verde pardo. Iba riendo. Cruzó el claro, a unas cincuenta yardas de él; esta vez no estaba solo. A su lado iba un compañero igual que él. El agrimensor, nuevamente de pie, los vio desaparecer en la penumbra verdosa. «Son vagabundos, no guardabosques», se dijo, medio mortificado, medio furioso. Pero el corazón le latía terriblemente, y no se atrevió a expresar todo lo que pensaba.

Examinó la portilla, convencido de que tenía algún truco; a continuación volvió a encaramarse a ella a toda prisa, sumamente desasosegado al ver que el claro ya no se abría hacia el campo, sino que torcía a la derecha. ¿Qué demonios le ocurría? No andaba tan mal de la vista. De nuevo asomó el sol de repente con todo su esplendor, y sembró el suelo del bosque de charcos plateados; y en ese mismo instante cruzó aullando una furiosa ráfaga de viento. Empezaron a caer gotas en todas partes, sobre las hojas, produciendo un golpeteo como de multitud de pisadas. El bosquecillo entero se estremeció y comenzó a agitarse.

«¡Válgame Dios, ahora se pone a llover!», pensó el agrimensor; y al ir a echar mano del paraguas, descubrió que lo había perdido. Volvió a la portilla y vio que se le había caído al otro lado. Para su asombro, descubrió el campo al otro extremo del claro, y también la casa roja, iluminada por el sol del atardecer. Se echó a reír, entonces; porque, naturalmente, en su forcejeo con los barrotes se había dado la vuelta, había caído hacia atrás y no hacia adelante. Saltó la portilla, con toda facilidad esta vez, y desanduvo sus pasos. Descubrió que el paraguas había perdido su aro de plata. Seguramente se le había enganchado en un pie, un clavo o lo que fuera, y lo había arrancado. El agrimensor echó a correr: estaba tremendamente nervioso.

Pero mientras corría, el bosque entero corría con él, en torno a él, de un lado para otro, desplazándose los árboles como si fuesen semovientes, plegando y desplegando las hojas, agitando sus troncos adelante y atrás, descubriendo espacios vacíos sus ramas enormes, y volviéndolos a ocultar antes de que él pudiese verlos con claridad. Había ruido de pisadas por todas panes, y risas, y voces que gritaban, y una multitud de figuras congregadas a su espalda, al extremo de que el claro hervía de movimiento y de vida. Naturalmente, era el viento, que producía en sus oídos el efecto de voces y risas, en tanto el sol y las nubes, al sumir el bosque alternativamente en sombras y en cegadora luz, generaban figuras. Pero no le gustaba todo esto, y echó a correr todo lo deprisa que sus vigorosas piernas lo podían llevar. Ahora estaba asustado. Ya no le parecía un percance apropiado para contarlo a su mujer y sus hijos. Corría como el viento. Sin embargo, sus pies no hacían ruido en la yerba blanda y musgosa.

Entonces, para su horror, vio que el claro se iba estrechando, que lo invadían la maleza y las ortigas, reduciéndolo a un sendero minúsculo, y que terminaba unas veinte yardas más allá, y desaparecía entre los árboles. Lo que no había logrado la portilla, lo había conseguido con facilidad este complicado claro: meterlo materialmente en la espesa muchedumbre de árboles.

Sólo cabía hacer una cosa: dar media vuelta y regresar de nuevo, correr con todas sus fuerzas hacia la vida que venía a su espalda, que lo seguía tan de cerca que casi lo tocaba y lo empujaba. Y eso fue lo que hizo con atropellada valentía. Parecía una temeridad. Se volvió con una especie de salto violento, la cabeza baja, los hombros sacados y las manos extendidas delante de la cara. Se lanzó: embistió como un ser acosado en dirección opuesta, por lo que ahora el viento le dio de cara.

¡Dios mío! El claro que había dejado atrás se había cerrado también: no había sendero ninguno. Se dio la vuelta otra vez como un animal acorralado, buscó con los ojos una salida, un modo de escapar; buscó frenético, jadeante, aterrado hasta el tuétano. Pero el follaje lo envolvía, las ramas le obstruían el paso; los árboles estaban ahora inmóviles y juntos: no los agitaba el más leve soplo de aire; y el sol, en ese instante, se ocultó tras una gran nube negra. El bosque entero se volvió oscuro y silencioso. Lo observó.

Quizá fue este efecto final de súbita negrura lo que lo impulsó a actuar de manera insensata, como si hubiese perdido el juicio. El caso es que, sin pararse a pensar, se lanzó otra vez hacia los árboles. Tuvo la impresión de que lo rodeaban y lo sujetaban de manera asfixiante, y pensó que debía escapar a toda costa… escapar, huir a la libertad del campo y el aire libre. Fue una reacción instintiva; y al parecer, embistió contra un roble que se había situado deliberadamente en el centro del sendero para detenerlo. Lo había visto desplazarse lo menos una yarda; siendo como era un profesional de la medición, acostumbrado al uso del teodolito y la cadena, tenía experiencia para saberlo. Cayó, vio las estrellas, y sintió que mil dedos minúsculos tiraban de sus manos y sus tobillos y su cuello. Sin duda se debía al picor de las ortigas. Es lo que pensó más tarde. En ese momento le pareció diabólicamente intencionado.

Pero hubo otra ilusión extraordinaria para la que no encontró tan fácil explicación. Porque un instante después, al parecer, el bosque entero desfilaba ante él con un profundo susurro de hojas y risas, de miles de pies y de pequeñas, inquietas figuras; dos hombres vestidos de verde pardo lo sacudieron enérgicamente…, y abrió los ojos para descubrir que yacía en el prado junto al paso de cerca donde había comenzado su increíble aventura. El bosque estaba en su sitio de siempre, y lo contemplaba al sol. Encima de él sonreía burlón el deteriorado letrero: «Prohibido el paso».

Con la mente y el cuerpo trastornados, y bastante alterada su alma de empleado, el agrimensor echó a andar despacio a campo traviesa. Mientras caminaba, volvió a consultar las instrucciones de la tarjeta postal, y descubrió con estupor que podía leer la frase borrada pese a las tachaduras trazadas sobre ella: «Hay un atajo que cruza el bosquecillo (el que quiero talar), si lo prefiere». Aunque las tachaduras sobre «si lo prefiere» hacían que pareciese otra cosa: parecía decir, extrañamente, «si se atreve».

-Ese es el bosquecillo que impide la vista de las lomas -explicó después su cliente, señalándolo desde el otro extremo del campo, y consultando el plano que tenía junto a él-. Quiero talarlo, y que se haga un camino así y así -indicó la dirección en el plano, con el dedo-. El Bosque Encantado lo llaman aún; es muchísimo más antiguo que esta casa. Vamos, señor Thomas; si está usted dispuesto, podemos ir a echarle una mirada…

FIN





Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt 



HArendt






Entrada núm. 5009
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La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)