jueves, 30 de octubre de 2025

DE LAS ENTRADAS DEL BLOG DE HOY JUEVES, 30 DE OCTUBRE DE 2025

 





Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz jueves, 30 de octubre de 2025. La prudencia y la conciliación —tibieza, diríamos en este caso— pueden ser aliadas de las peores prácticas, puede leerse en la primera de las entradas del blog de hoy. En la segunda, un archivo del blog de octubre de 2016, se comentaba que la brecha abierta en el pacto social había marcado la política española de la última década; evidentemente vamos a peor. El poema del día, en la tercera, es de una joven poetisa española y comienza con estos versos:  Quemé los frágiles puentes/y no preservé nada,/porque todo lo que tenía/estaba mordido/por la herrumbre. Y la cuarta y última son las viñetas de humor. Volveremos a vernos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Sean  felices, por favor. Tamaragua, amigos míos. Y como decía Sócrates: ἡμεῖς ἀπιοῦμεν. HArendt












MESURA FRENTE A POLARIZACIÓN. ENTREVISTANDO A UN FILÓSOFO

 






El profesor Diego S. Garrocho (Madrid, 1985) es un filósofo seducido por el periodismo y la actualidad política, cuyos vaivenes analiza desde las páginas del diario El País y desde las antenas de la Cadena Cope. Su último ensayo es ‘Moderaditos‘ (Debate), una vibrante defensa de la mesura aristotélica como acto de valentía y resistencia frente a unas dinámicas de polarización cada vez más fuertes. A continuación, la entrevista mantenida por Pablo Blázquez, de la revista Ethic, y Diego S. Garrocho, publicada en dicha revista el 20/10/2025.

Una de las primeras ideas que expones en tu libro es que la prudencia y la conciliación —tibieza, diríamos en este caso— pueden ser aliadas de las peores prácticas.

La moderación que defiendo no se parece a la tibieza. Hay momentos donde ser tibio es ser cobarde. Las líneas rojas son evidentes: no caben posiciones tibias en la defensa de los derechos humanos o del Estado de derecho. Defiendo una moderación radical que tiene que ver con las formas y con el ejercicio de un escepticismo prudente, pero que en determinados momentos fija posición con mucha vehemencia y de forma bastante explícita. Siempre defenderé la moderación como protocolo civil, pero nunca es una forma de tibieza ni de equidistancia.

¿Qué ejemplos se te ocurren en los que la moderación haya descendido a cobardía o tibieza? 

Voy a pronunciarme en cuestiones que para mí son rotundas y visibles: el caso de la amnistía, por ejemplo. Me parece decepcionante la gente que equilibra los argumentos a favor o en contra de la constitucionalidad de la amnistía, cuando es algo que once ministros y el propio presidente del Gobierno habían prometido que no harían por inconstitucional. Hay debates incómodos, como el caso de Israel y Palestina; no cabe tibieza respecto al abuso del derecho de legítima defensa de Israel. Cuando vemos a gente que no habla de ciertos temas porque son incómodos, manchan o pueden acabar generando un coste, [se trata de] una moderación mediocre.

¿Y por qué defiendes que la moderación es un acto de valentía política? 

En el mundo contemporáneo se han inaugurado unas nuevas condiciones de deliberación pública, donde la moderación ya no se parece tanto a una posición tibia; no se quiere escandalizar o molestar a todo el mundo y ocurre lo contrario. La moderación hoy es casi una afirmación donde puedes escandalizar a todos. En un marco de polarización donde se construyen grupos identitarios muy cerrados, paquetes ideológicos graníticos, hay una manera de ejercer la moderación que pasa por impugnar esos bloques, incluso por reivindicar la singularidad del pensamiento. Eso lleva a renunciar a la identidad de rebaño y obliga a generar un marco propio de opinión. Y eso, lejos de satisfacer a todos o de no molestar a nadie, te convierte en un infiel.

¿El poder nos quiere polarizados?

Sí, porque es profundamente rentable. La polarización hoy es una tentación electoral y un gran negocio. La intervención de la tecnología sobre el modo en que opinamos públicamente ha hecho que esas posiciones extremas sean rentables y que además se vayan revolucionando entre ellas cada vez más. Si el poder económico y político te quieren polarizado, me parece un ejercicio de resistencia civil el impugnar esa polarización. Esa escisión de la amistad civil se ha convertido en un atajo para generar atractores políticos.

Aquí los medios juegan un papel clave. 

Sin duda. Quienes hemos tenido acceso a métricas de medios de comunicación detectamos que la columna más inflamable o que puede incorporar nombres propios en el titular normalmente es más eficaz en el mercado de la atención que una que introduce perplejidad, complejidad o dudas. Estamos tan ávidos, tenemos tantísimo miedo y buscamos certezas con tanta rotundidad que en el fondo nos decepciona cuando una columna de opinión se atreve a dudar, a sembrar escepticismo o a confesarse equivocada.

De hecho, señalas que uno de los objetivos más ambiciosos para una cabecera periodística es convertirse en un verdadero terreno de debate. 

Tradicionalmente, hemos considerado que el periodismo autónomo tenía dos enemigos principales: el poder político y el poder económico. Hoy eso no se cumple porque [ambos] son una y la misma cosa; es decir, la intervención política sobre los medios de comunicación tiene que ver mucho con la intervención económica. En muchas ocasiones, el móvil que mueve a un periodista a generar una conducta servil ni siquiera es ideológico, sino que tiene que ver con la necesidad de pagar una hipoteca. Esa tentación reúne a sus dos enemigos —poder político y económico—, que tienden a hibridarse [y frente a los cuales] irrumpe otro gran tirano: el poder de las audiencias. Ahora somos capaces de atomizar el cálculo de una audiencia al nivel de un titular o un artículo. Ese ejercicio de contención, donde un periódico asume que tiene que estar dispuesto a perder dinero para convertirse en un espacio más plural, es casi un gesto heroico.

En el caso de España, de las instituciones que sirven como contrapesos del poder y para salvaguardar la democracia, ¿cuáles son las que más te preocupan y por qué? 

De una manera muy obvia, estamos viendo la porosidad de los poderes del Estado. La separación de poderes tiene que ser una cuestión eminentemente clara y cada vez más protegida. Me preocupa mucho cómo el poder legislativo reivindica para sí una condición privilegiada; [recordemos] las declaraciones de Íñigo Errejón o Carmen Calvo cuando decían que el Congreso de los Diputados es el depositario de la soberanía popular, algo que en nuestra Constitución no existe, que habla de soberanía nacional. Se nos olvida que en muchas ocasiones hay que proteger al poder político de sus propios excesos. Esa es la marca distintiva de la democracia liberal frente a otras fórmulas. Tengo una intención principal de someter siempre el poder político al imperio de la ley y para eso necesitamos que la Constitución opere como un dique de contención. En España, el último intérprete de la Constitución es un tribunal donde no hay simplemente magistrados con ideología, sino con servidumbres partidistas.

Defiendes esa idea del republicanismo clásico de que los ciudadanos deben participar activamente en la vida pública para mantener la virtud cívica. ¿No es una formulación demasiado idealista? 

Creo que las realidades se construyen a partir de ideas que probablemente no se pueden cumplir, pero que pueden servir como criterios regulativos de esa transformación de la realidad. Las democracias desarrolladas cuentan con una masa civil muy culta. Por más que nos llevemos las manos a la cabeza y nos parezca que no estamos preparados o que la clase media vive engañada y desinformada, la cultura media de cualquier ciudadano es abismal. Creo que podemos exigirnos un poco más. Esa participación activa y cultivo de la virtud son imprescindibles, además de uno de los deberes principales de los teóricos liberales. Nos hemos concentrado demasiado en la construcción de una arquitectura institucional y legal más o menos perfecta, pero hemos olvidado el factor humano en la política. Tenemos que volver a exigirnos el construir criterios de selección y promoción de élites políticas y civiles distintas. Nos está gobernando gente que empieza a quedar por debajo del nivel medio. Las élites han abandonado España. Nuestra clase política, empresarial, periodística, académica no ha estado a la altura.

Esa virtud civil nos permitiría funcionar bajo un disenso ordenado, que es una de las claves de una democracia sana y sólida. Pero, ¿no te parece complicadísimo —por no decir imposible— permanecer ajenos a los procesos de polarización? 

Me parecería bastante sencillo y creo que forma parte de una de una instrucción moral mínima que tendría que empezar en la escuela: aprender, entender que una conversación entre diferentes es un privilegio no solo político, sino intelectual. No me parece un proyecto demasiado ambicioso. En contacto con personas que piensan de manera diferente, nuestras propias ideas se pueden perfeccionar.

Pero la realidad va por otro lado. La gente cada vez tiene posiciones más enfrentadas.

Ahí la soledad juega un papel; cada vez estamos más solos. Hay un malestar creciente en la sociedad por un descuido de la experiencia espiritual —en el sentido más amplio— que tiene que ver con el cultivo de la propia vida interior. En ese momento de soledad y precariedad anímica, el malestar te permite confiar de manera súbita en cualquier persona que te brinde una identidad, un grupo de protección, un rebaño que te cuide y defienda. Lo que habría que impugnar o defender es esa experiencia íntima donde podamos construirnos como personas. Esta es una de las obsesiones de los pensadores griegos del siglo IV a. C.: la personalidad o el carácter no es fruto del azar ni de una herencia biológica, sino que se cultiva con una ritualidad muy semejante a la que cultivamos el cuerpo en el gimnasio.

Llama la atención que no impugnas el eje izquierda-derecha, como hacía Ortega, para quien ser de izquierdas o derechas era una forma de hemiplejía moral. 

Me parece útil para resumir algunos debates. Sé que está muy de moda impugnarlo, pero creo que todos sabemos reconocer a qué nos referimos cuando hablamos de izquierdas y de derechas. No es un absoluto. Hay debates contemporáneos, como la abolición de la prostitución, que no se pueden resolver en términos de izquierda o derecha, sino en una condición más liberal o con una intervención más explícita del Estado. No renuncio a ella mientras no sea un fin; si es un medio y sirve para explicar cosas, creo que podemos seguirla empleando.

El filósofo Antonio Escohotado sustituía ese binomio por el de liberalismo-autoritarismo. 

Es útil, porque todos podemos imaginar autoritarismos de izquierdas y de derechas. Sigue ayudándonos a resumir algunas posiciones y, sobre todo, es un lugar desde el cual se pueden orientar algunas categorías políticas. El liberalismo contemporáneo está demostrando muy poca creatividad y estamos tropezando en nuestra capacidad de análisis de la realidad cada vez que intentamos explicar lo que nos pasa con categorías que se acuñaron a finales del siglo XVIII. Alexis de Tocqueville comenzaba su célebre ensayo La democracia en América señalando que un mundo nuevo requiere una Ciencia Política nueva.

Pero sí crees que las ideologías han asumido elementos identitarios con una carga de dogmatismo o fanatismo que antes de la secularización eran propios de las religiones. 

Antes, la religión procuraba una identidad comunitaria que le permitía a todo el mundo tener un manual desde el cual construir su vida. Eso se rompe y, por un instante, alguien ha creído que era posible vivir sin referentes trascendentes. Los propios revolucionarios en Francia vieron muy claro que no se podía vivir sin Dios —vivías con Dios o contra Dios—. Esa dimensión de trascendencia aglutinadora de formas de identidad la ha brindado la identidad ideológica. La gente confiesa que su ideología es un elemento vertebral de su propia condición identitaria, [algo que] genera determinados riesgos. Si concurrimos a la conversación pública asumiendo que nuestra ideología ocupa el 90% de lo que somos, cuando discutamos en términos políticos vamos a sentir que quien está criticando nuestra ideología nos está criticando de manera existencial. Sin renunciar a los principios, propongo mantener una relación de cierto escepticismo, cierta distancia con nuestras propias ideas y construir nuestra identidad desde experiencias más humanas, más flexibles y de mayor proximidad (la familia o los amigos). Es decir, construir la identidad en elementos que sean mucho más reales que las ideologías.

Claro, es ese dogmatismo político que ha sustituido al religioso al haberse politizado todos los aspectos de nuestra vida.

Y creo que va construyendo conductas neuróticas. Hemos llegado a experiencias casi necrotizantes donde es política la dieta, el ocio o hasta los aspectos más íntimos de nuestra vida. Depende de qué entendamos por político, eso puede acabar también destruyéndonos, porque nos genera estructuras absolutamente obsesivas. Uno tiene que descansar y convivir incluso con la propia contradicción, que es un alivio en términos biográficos: uno no puede vivir en una absoluta coherencia, sobre todo cuando te la brindan elementos tan espurios y sometidos a intereses no visibles como la política partidista.

Me encanta esa frase de Chapu Apoalaza que dice que «hay dos Españas porque con tres la gente se hace un lío». ¿Crees que detrás del mito de la tercera España hay fundamentos históricos, sociales y políticos? 

Hay dos maneras de entenderla: una, como un elemento constructivo, que se vincula con la experiencia liberal que ha sido expulsada de la España más conservadora y de la más ortodoxamente socialista; otra, como una posición antitética ante la decepción de dos polos ideológicos que se han ido haciendo hegemónicos. Me gustaría pensar que no solo hay tres Españas. No renuncio a inaugurar a cada paso marcos novedosos que puedan ser más justos. Hay que perder el miedo. No le tengo miedo a poder encontrar una raíz de verdad a diagnósticos que pueden estar en la extrema izquierda o a que personas que son militantemente conservadoras tengan un fondo de verdad. Más que una equidistancia entre los dos polos lo que me interesa es la capacidad, la creatividad y la libertad para generar síntesis nuevas.

A lo mejor ese sea precisamente uno de los problemas al que nos enfrentamos, que al ser todo una cuestión dogmática y empezar a ver al rival político como un enemigo, no podemos concebir que ese otro tenga razón o incluso que escucharle nos haga cuestionar ciertos planteamientos ideológicos.

Hay otro defecto: creer que quienes piensan de manera distinta lo hacen por maldad, que quien abraza el liberalismo o el socialismo lo hace por motivos espurios. En España nos está quebrando algo que tiene que ver con lo partidista más que con lo estrictamente ideológico. Es decir, quienes hoy defienden a determinados políticos no lo hacen porque encarnen de una manera extrema su propia utopía, sino porque son los suyos. Son apuestas de servidumbres puramente identitarias que te hacen defender a los tuyos, aun cuando impugnen y dinamiten los propios fundamentos ideológicos que en principio te habían hecho reconocerlos como tuyos.

Adviertes que estamos ante el fin de una era y que la democracia liberal no sabe cómo defenderse del tsunami populista. ¿Por dónde empezar la reformulación o el reseteo de nuestras democracias? 

Urge que la democracia liberal haga autocrítica y reconozca los elementos donde ha fallado. En las democracias de nuestro entorno, los jóvenes tienen un grado de descontento evidente que es legítimo, real y bien fundado: no solo no han cumplido sus promesas, sino que no han sido pródigas reformulando nuevas promesas ilusionantes. Creo que la democracia liberal impugnando su propio credo dialoga muy mal con sus antagonistas. Los intelectuales que defienden la democracia liberal no reconocen un principio de seducción en los que la impugnan. Tenemos también que mirar de frente a intelectuales como Patrick Deneen, por ejemplo, uno de los tipos que en el ámbito norteamericano está cultivando una alternativa crítica con la democracia liberal; me parece un estímulo importante y no tengo claro que lo hayamos digerido o elaborado una respuesta eficaz. A la democracia liberal le falta autocrítica y le sobra mucha pereza. Además, no puede renunciar a un paquete de virtudes civiles mínimas —veracidad, honestidad…— sin las cuales no funciona el propio sistema liberal. Introducir ese factor humano, asumir o retomar ese eco remoto del republicanismo clásico que estaba en el origen de la tradición liberal es algo que podría nutrir y brindarle una nueva energía a este régimen que está en crisis.













DEL ARCHIVO DEL BLOG. NOSTALGIA DE LA AUTENTICIDAD. PUBL,ICADO EL 21/10/2016

 







La brecha abierta en el pacto social ha marcado la política española de la última década, escribe en El País (21/10/2016) el filósofo José Luis Pardo. Aunque la historia mundial haya perdido en grandeza lo que ha ganado en audiencia, comienza diciendo, y aunque ahora llamemos “global” a lo que antes era mundial (weltliche), el caso es que al reiniciar la historia se activó de nuevo la leva forzosa, y las naciones fueron llamadas a la guerra, incluso aquellas que, pequeñitas y disimuladas como la nuestra, pudiera parecer que “no tenían nada que ver” con ella (pero, ya se sabe, en un mundo global —que es otro pleonasmo, como decir “un mundo mundial”— todo el mundo tiene algo que ver con todo el mundo, todo está conectado con todo y nadie es inocente). Quien en aquella fecha presidía el Gobierno de España, que se había dado a sí mismo un máximo de ocho años para inscribir su nombre en la historia mundial, tras ser llamado a ella se apuntó a la guerra, al menos aparentemente, con bastante entusiasmo, y colaboró con el Ejército de Estados Unidos en la llamada II Guerra del Golfo contra el Irak de Sadam Husein. Tal y como él interpretó el “mapa inteligente” de la situación internacional, aquella era nuestra guerra, y en ella teníamos que combatir por la humanidad y contra la barbarie. El entonces líder de la oposición se puso a la cabeza de los manifestantes que inundaron las calles gritando “¡no a la guerra!”, y el 12 de octubre de 2003 se negó a saludar a la bandera estadounidense en el tradicional desfile de las Fuerzas Armadas. Así se abrió en la forma que en ese momento revestía el pacto social (y el pacto político que había superado la Guerra Civil), que era lo que tanto hemos llamado “consenso”, si no la primera brecha, sí la más palmaria, sin que tenga el menor interés para el que esto escribe “echar las cuentas” de cuál de los dos que forcejeaban (uno hacia el derechismo y otro hacia el izquierdismo) tuvo más “culpa” en ello.

Probablemente algunos de los que gritaban “¡no a la guerra!” creían que eran John y Yoko, pero había también otros que nada tenían de pacifistas, sino que se oponían precisamente a esa guerra porque, como diría Julien Salingue, no era su guerra. Desde luego, nadie en aquellas manifestaciones —que fueron el primer germen del (así llamado) 15-M— era partidario de los métodos o de los objetivos de Al Qaeda, pero muchos pensaban que el terrorismo ­yihadista era la expresión (errónea y sanguinaria) de un “problema real” (los desequilibrios económicos entre el Norte y el Sur) al que la política exterior occidental no era capaz de dar más respuesta que los bombardeos. Un discurso que volvió a escucharse con ocasión de los atentados de París y de Bruselas en 2015 y 2016.

Unos meses antes del 11 de septiembre de 2001, Salomé Zourabichvili lo había advertido en Toledo: “Cuanto más fácil sea para un contendiente intervenir militarmente sin que él o su población corran riesgo alguno, y causando al mismo tiempo un gran daño al enemigo, éste, sintiéndose totalmente inerme, tenderá a recurrir a todos los medios a su alcance (…); es la respuesta del débil, que busca los medios más sucios para, a pesar de todo, poder hacer daño de algún modo. Así que esta relación entre guerra limpia y terrorismo sucio es una reflexión que Europa no puede permitirse no hacer”. Los auténticos lo interpretaron en el mismo sentido en el que los comunistas del siglo XIX y del XX habían interpretado los atentados revolucionarios, y en el mismo quedaba a la voluntad islámica de sacrificio, es decir, en el de que el terrorismo es la forma que adopta la guerra justa (“la única guerra justa de toda la historia de la humanidad”) en condiciones de inferioridad militar.

Este diferendo con respecto al terrorismo yihadista se puso de manifiesto una vez más en los atentados contra los trenes de Atocha cometidos por Al Qaeda en Madrid en marzo de 2004. Estos atentados fueron los primeros en los cuales, desde la muerte del dictador, el centro-izquierda y el centro-derecha no pudieron, no supieron o no quisieron “cerrar filas” frente a las amenazas extrademocráticas contra el “bienestar”, escenificando de este modo no la “unidad” de la sociedad española en torno a las bases morales de la democracia, sino justamente su división. Es decir, que por primera vez se hizo patente con toda claridad la existencia de aquella brecha entre ambos por cuya abertura se pudo escuchar ese malestar “residual” de quienes habían quedado voluntariamente fuera del consenso en 1978, ese malestar que llevaba muchos años silenciado o confinado en guetos socialmente opacos. La manifestación “espontánea” (pero convocada por SMS) que se reunió el 13 de marzo frente a la sede del PP en la calle de Génova de Madrid, en plena “jornada de reflexión” de unas elecciones generales —y en la que la extrema izquierda política coincidió con la artístico-cultural y con la universitaria—, fue el segundo precedente de lo que luego sería el 15-M. Si entonces no estalló aún aquel movimiento fue porque en la manifestación también estaba (aunque no oficialmente) la socialdemocracia, que todavía era vista por parte de aquella multitud como una alternativa, y que después de ganar las elecciones gobernó siempre —hasta mayo de 2010— sin perder de vista a esa muchedumbre. La vieja “minoría residual”, a medida que el consenso constitucional se iba debilitando, se había vuelto electoralmente relevante. Y esto fue así porque se dio allí la convergencia entre dos clases de malestar: el de los “auténticos”, que se adaptan mal a los tiempos de paz y peor aún al Estado de bienestar jurídico, para quienes la abertura de grietas en ese Estado y en los consensos que lo sustentaban es la ocasión para recuperar el tiempo perdido y volver a la carga; y el malestar de quienes, partidarios honestos del Estado de bienestar, veían su estructura jurídica peligrar por la aparición de una gran franja mundial físico-virtual de alegalidad (y en la que precisamente por eso surgen muchos candidatos a llamarse “Estado”, aunque sólo retóricamente puedan usar esta denominación) por la que corren descontroladamente las bombas, los ejércitos irregulares, las masas de refugiados, el petróleo (y otras materias primas), el capital financiero, las armas, el dinero, las drogas y la propaganda, y que, aunque sólo en ocasiones impacta directamente sobre las democracias occidentales, es capaz, desde la distancia, de minar sus instituciones, vampirizar sus cuentas públicas, erosionar su legalidad y degradar su tejido civil.

Todas las “novedades” que se han producido en la política española en la última década se relacionan con esa “brecha” abierta en el consenso constitucional, ese consenso que representaba el pacto social y el acuerdo político de base y que permitía que los diversos intereses en juego circulasen (según metáfora de Max Weber) sobre los raíles de un mismo relato de país que la inmensa mayoría de los ciudadanos compartían. El 15-M y el independentismo catalán, nacidos al calor de la crisis económica, fueron intentos de aumentar el tamaño de la brecha hasta partir en dos el tejido civil y organizar el panorama político en términos de un antagonismo irreconciliable entre las dos orillas que, en el caso del independentismo, les permitió a sus propagandistas “aliñarse un enemigo con todo el sabor y autoridad de 300 años de cocción” y, en el del indignacionismo, capacitó a sus dirigentes para resucitar la estantigua del “capitalismo” como el enemigo que no solamente hacía necesaria la reanudación de la lucha de clases, sino también de la búsqueda de la autenticidad política que la democracia burguesa y “representativa” había pervertido. Extracto de Estudios del malestar. Políticas de la autenticidad en las sociedades contemporáneas, del filósofo José Luis Pardo, Premio Anagrama de Ensayo.























DEL POEMA DE CADA DÍA. HOY, TERRITORIO DE CENIZA, DE INÉS MONTES

 







TERRITORIO DE CENIZA



 Quemé los frágiles puentes
y no preservé nada,
porque todo lo que tenía
estaba mordido
por la herrumbre.
Más tarde llegó
el insomnio de las lluvias,
y el rumor
de sus aguas sonoras
sepultando el umbral
de aquellos días,
que fueron espejos
sin límites.
Aposté mi destino
por la debilidad
y por la fuerza
de todos a los que amé
y me amaron.
Aposté contra la mentira,
que es la música
que brota de la cuerda,
pero no hubo señal
ni gracia que marcara
un camino.
Atravesé desastres
y refugios prometidos.
Mis pies cayeron más abajo
de lo que puede caer la lluvia,
y mis ojos descubrieron
un lugar sin retorno.
Con una herida fiel
ardiendo frente al mar,
llegué a ese territorio de ceniza
que hoy me besa el corazón.





INÉS MONTES 
poetisa española






















DE LAS VIÑETAS DE HUMOR DE HOY JUEVES, 30 DE OCTUBRE DE 2025


































miércoles, 29 de octubre de 2025

DE LAS ENTRADAS DEL BLOG DE HOY MIÉRCOLES, 29 DE OCTUBRE DE 2025

 






Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz miércoles, 29 de octubre de 2025. No sé si habrá alguien que en el fondo de su corazón no admire la maestría y la limpieza profesional de esos ladrones que han robado las joyas en el Louvre y no desee que se salgan con la suya, se puede leer en la primera de las entradas del blog de hoy. En la segunda, un archivo del blog de diciembre de 2017, se hablaba de una leyenda, probablemente apócrifa, que cuenta que el rey Carlos I, poco antes de morir, habría dicho a su hijo, el futuro Felipe II: "Si quieres aumentar tus reinos, pon la Corte en Lisboa; si quieres conservarlos déjala en Toledo; y si los quieres perder, trasládala a Madrid". No dijo nada de Barcelona, pero, ¿cómo hubiera sido la Historia de España de haber trasladado Felipe II la corte a la bella ciudad mediterránea? El poema del día, en la tercera, es de una poetisa española, nacida en 1973 que comienza con estos versos: Je t’aime era una estatua,/un cruce de caminos por el que  circulaban/la sofisticación y la vanguardia. Y la cuarta y última son las viñetas de humor. Volveremos a vernos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Sean  felices, por favor. Tamaragua, amigos míos. Y como decía Sócrates: ἡμεῖς ἀπιοῦμεν. HArendt












DE ESO DEL QUE ROBA A UN LADRÓN...

 







Queremos que la pasión súbita no sea castigada y que los atracadores magistrales que usan el talento y no la violencia se salgan con la suya, por aquello del que roba al ladrón…, dice en El País, el 25 de octubre de 2025, el escritor y académico de la RAE, Antonio Muñoz Molina. No sé si habrá alguien que en el fondo de su corazón no admire la maestría y la limpieza profesional de esos ladrones que han robado las joyas en el Louvre y no desee que se salgan con la suya, escapando al castigo seguro que reciben ese tipo de maestros consumados en todas las películas de atracos, aunque no siempre en la realidad, comienza diciendo. Con las películas de atracos funciona una ley parecida a la que gobernaba las novelas de adulterio en el siglo XIX, y algunas de las historias de amor más populares del cine: al éxtasis de la transgresión sucedía de inmediato el castigo, la pena máxima de la vergüenza pública y el suicidio. Cuando el amor no era adúltero, como en muchas de las películas que en los primeros setenta imitaron el éxito de Love Story, no por eso escapaba al castigo, aunque al tratarse de una pasión no legalmente culpable no lo causaba el crimen ni el suicidio, sino la ecuánime enfermedad mortal, que por algún motivo fulminaba preferiblemente a la mujer enamorada. Pero donde el índice de mortandad pasional y femenina llegó a ser más alto fue en la ópera del siglo XIX y principios del XX, aproximadamente entre Bellini y Puccini. Hemos asistido los aficionados a tantas arias femeninas de agonía amorosa que corremos el peligro de que se nos endurezca el corazón. Es curioso que ese fatalismo penitencial no diezmara a las protagonistas de las grandes óperas del siglo XVIII. En las que Lorenzo da Ponte escribió para Mozart, las mujeres enamoradas utilizan todo tipo de astucias para salirse con la suya, y aunque alguna de ellas sufra el acoso prepotente de un aristócrata lujurioso, ninguna es humillada sin remedio, ni se quita la vida, ni contrae oportunamente la tuberculosis.

La metáfora de la enfermedad como castigo de la pasión amorosa o el desenfreno erótico es tan arraigada que regresó con más fuerza punitiva que nunca en los años ochenta, con la epidemia durante mucho tiempo incontrolada y pavorosa del sida: después del júbilo de liberación y promiscuidad desatado por la revuelta de Stonewall en 1969, a las comunidades homosexuales tenía que llegarles una desgracia proporcional a su delito. La furia explícita de pastores y curas integristas recreándose en la venganza divina contra los libertinos pecadores puede que fuera menos cruel que los chistes de las personas comunes en las barras de los bares y de los humoristas de la televisión y la prensa, en aquellos tiempos en los que la libertad de expresión incluía el derecho a reírse y a infamar en público a los más débiles, incluidos enfermos con VIH o mujeres violadas.

Las artes de la imaginación alientan ensueños del amor colmado y el deseo satisfecho y al mismo tiempo parecen obligadas, no se sabe por obediencia a qué puritana autoridad, a restaurar la normalidad sombría del fracaso y el desengaño. Los desenlaces felices quedan reservados para películas azucaradas y las novelitas románticas que reciben el escarnio o la simple ignorancia de los lectores serios. La fuerza del bolero y del melodrama, como la del Tristán e Isolda de Wagner, está en la síntesis extrema entre el éxtasis erótico de la pasión y la plenitud no menos morbosa del infortunio sin remedio.

A diferencia de la literatura y el cine, la realidad puede ser compasiva con los amantes fervorosos, que con frecuencia se casan o viven juntos durante muchos años, tienen familias, envejecen con dignidad y ternura y mueren en su cama. Nadie expresa mejor esa aspiración a la persistencia del amor compartido que Antonio Carlos Jobim en su canción Corcovado: “Quero a vida sempre assim / com você perto de mim / até o apagar da velha chama”. La antigua llama que arde hasta el final, como la vida misma, ha alumbrado menos la literatura que la hoguera instantánea en la que se consumen los amantes convencidos, como los escritores de novelas y canciones y los guionistas de cine, de que la intensidad excluye la duración, y que la duración conduce al tedio. Lo que Antonio Carlos Jobim dice como un deseo lo afirma jubilosamente Vicent Andrés Estellés en uno de los mejores poemas de amor de la poesía española, Els amants de València.

Queremos que la pasión súbita no sea castigada y que los atracadores magistrales que usan el talento y no la violencia se salgan con la suya. Es una noble aspiración humana que la literatura y el cine fomentan sin escrúpulo para luego frustrar. Igual que hay más amores largos y dichosos en la vida que en las novelas y las películas, en la realidad ha habido un cierto número de atracos memorables cuyos autores no fueron encontrados nunca, pero esa evidencia nunca la ha recogido la ficción, afectada una vez más por un moralismo punitivo que dice muy poco de su celebrada irresponsabilidad inventiva. Desde niño, como a todo el mundo, me apasionaron las películas de búsquedas de tesoros y las de atracos bien planeados y ejecutados, y asistí con un sentimiento de fraude y ultraje al momento en que el tesoro por fin conquistado se pierde, o en el que los atracadores, a punto ya de culminar con éxito un despliegue impecable de solvencia profesional, determinación, coraje sin violencia, y de una coordinación tan perfecta como un grupo de música de cámara, cometen un error trivial, o se dejan llevar por un impulso dañino, y entonces toda su planificación se viene abajo, y uno por uno acaban miserablemente, abatidos en una persecución, o resignados a una larga condena. Dos obras maestras del cine de tesoros y el cine de atracos las dirigió John Huston en los años gloriosos del tenebrismo en blanco y negro de la Warner Bros: El tesoro de Sierra Madre y La jungla de asfalto. En las dos el espíritu de aventura y de búsqueda concluye en tragedia, en castigo, en la pérdida de lo que ya se creía conquistado, lo que se escapa entre los dedos, el oro en polvo esparcido por el viento en las asperezas de una sierra.

El atraco del Louvre ha sido interpretado de inmediato como un síntoma o un símbolo de la decadencia de Francia, de la que yo me permito dudar, al menos en lo que respecta a la solidez de las instituciones culturales, si las comparo con las españolas. A mí me parece un ejemplo más de la primacía imaginativa de la realidad sobre la ficción. Entrar furtivamente al museo más célebre del mundo no por recónditas tuberías subterráneas, o excavando túneles agobiantes, sino arrimando una escalera a la pared, a plena luz del día, y la vista de todo el mundo, me parece un golpe de maestría, al estilo de aquella carta robada del cuento de Poe que ni los registros policiales más exhaustivos podían encontrar, porque estaba simplemente en un tarjetero. Admiramos a los buenos atracadores porque roban a gente extremadamente rica y a corporaciones poderosas, las cuales practican la extorsión y el robo sin riesgo ninguno, y con beneficios inalcanzables para un ladrón artesanal. Que estos ladrones del Louvre se hubieran llevado alguno de los caravaggios que atesora el museo me habría parecido una tragedia. Pero los montones de joyas del botín pertenecen más a la historia del despilfarro y del expolio colonial que a la del arte, una ordinariez de diamantes y esmeraldas tan grandes que parecen falsos, traídos en los tiempos más negros del colonialismo desde quién sabe qué yacimientos de Colombia o de África, a costa de un trabajo de esclavos. Que dejaran caer en su huida una corona de diamantes puede que no sea un descuido, sino un gesto de desprendimiento, como de quien sabe que con lo que ha ganado ya tiene suficiente, y que la tentación más peligrosa es la codicia.

Antonio Muñoz Molina es escritor y miembro de la Real Academia Española.























DEL ARCHIVO DEL BLOG. ¿ESPAÑA, CAPITAL BARCELONA? PUBLICADO EL 05/12/2017

 






Hay una leyenda, con toda seguridad apócrifa, que cuenta que el rey Carlos I, poco antes de morir, habría dicho a su hijo, el futuro Felipe II: "si quieres aumentar tus reinos, pon la Corte en Lisboa, si quieres conservarlos déjala en Toledo, y si los quieres perder, trasládala a Madrid". No dijo nada de Barcelona, pero, ¿cómo hubiera sido la Historia de España de haber trasladado Felipe II la corte a la bella ciudad mediterránea? 

El cambio que necesitamos debe llevar a los catalanes a creer que ganarán más dentro que fuera del país, afirma en El País el profesor Santiago Petschen, catedrático emérito de Relaciones Internacionales en la Universidad Complutense de Madrid.

El título que encabeza este artículo no es una boutade, comienza diciendo el profesor Petschen. Es una idea política, a la vez, profunda y pragmática. El independentismo catalán se acabaría solo con que cambiáramos una palabra de la Constitución que se encuentra en el artículo 5. Donde pone capital del Estado Madrid, poner capital del Estado, Barcelona. Sería así porque, aunque revestido de diversos ropajes, el elemento motor que impulsa el independentismo es el poder.

Nadie cree que fuera posible realizar ese cambio ya. Aunque tal vez sí, dentro de algunas décadas. Ahora debe ser solo una idea inspiradora como reforma exigida por el caminar profundo de la historia dirigido por la evolución demográfica.

Para ningún hombre de Estado puede ser un valor establecer en la Unión Europea una nueva frontera. Las fronteras deben seguir el camino iniciado de su supresión. No puede haber una marcha atrás tan llamativa, en tan meritorio objetivo. Por ello es negativo lo que quieren los independentistas aunque se hayan lanzado a una guerra que busca la victoria. Una guerra incruenta, sí. Pero guerra. Cualquiera de los dos contendientes sabe que, si empieza una batalla cruenta, por pequeña que sea, tiene perdida la guerra. Consecuencia de la admirable madurez que en este punto ha alcanzado la opinión pública sin fronteras de la Unión Europea.

A los no independentistas nos agradaría mucho que Puigdemont llegase a tener una naturaleza de hombre de Estado. Y a quien escribe estas líneas más que a nadie. Sería la forma de que abandonase su maltrecho propósito de conseguir una nueva frontera. ¿Qué sería Cataluña en caso de hacerlo? Hay algunos que doran la píldora a los ciudadanos ofreciendo el modelo de Eslovenia. ¿Hay algún paralelismo? Veámoslo. Desde un primer momento Eslovenia contó con la ayuda de muchos Estados. Antes de la proclamación de la independencia, Reino Unido y Estados Unidos se implicaron en su rearme. Alemania, Austria e Israel le apoyaron. Algunos países (Croacia, Georgia, las Repúblicas Bálticas) reconocieron a Eslovenia en las primeras semanas de su declaración como Estado soberano. Y al cabo de seis meses ya lo habían hecho los Estados grandes y muchos más, tras el impulso de Alemania. Ningún parecido con Cataluña como aspirante a Estado soberano por el que nadie muestra interés alguno. ¿Qué modelo puede decirse que seguiría entonces Cataluña? El modelo de Chipre del Norte. La culminación más consumada del Estado paria.

Como aleteos populares de la realidad internacional que envuelve a la cuestión catalana, unos manifestantes independentistas de Barcelona gritaban: Europa una vergonya. Al percibir, sin embargo, tanto silencio en el entorno internacional, ¿no se irán inclinando poco a poco a preguntarse: no seremos la vergonya nosotros?

En Cataluña ha habido una admirable manifestación de esfuerzo. Una gran esperanza puesta en un ideal gigantesco. Una pasión de muchos cientos de miles de personas. No se puede desperdiciar. El independentismo no se va a acabar. Pero tiene que asimilar altas dosis de realismo.

¿Cómo debe operar esa idea inspiradora de España capital Barcelona, en el momento actual? Debe influir y de una manera muy eficaz, en la preparación de un cambio de la Constitución. En dos aspectos.

El cambio que se necesita es tan grande que antes de que entre a afrontarlo una comisión del Congreso, condicionada por partidos políticos y comunidades autónomas, tiene que abordar la cuestión un reducido grupo de expertos independientes como los que elaboraron la Ley Fundamental de Bonn o redactaron en la calle Martignac el ejemplar texto del Tratado de la CECA. Tendrían más libertad para el audaz salto que hay que dar y prepararían moderadamente a quienes tuvieran que seguir después con él.

En segundo lugar hay que tener en cuenta que, entre otras virtualidades, debe llevar a que el catalán moderado piense que Cataluña -al igual que sucede con el País Vasco- gana más dentro de España que fuera. Y algo además, y es lo más importante, lo mucho nuevo que se ponga en manos de Cataluña debe tener siempre un carácter centrípeto. Nunca centrífugo. Es el punto en donde la Constitución actual debe ser superada. ¿Con qué concreciones? La pregunta me sobrepasa totalmente. Al grupo reducido de expertos no le sobrepasaría. ¿El Senado a Barcelona? Tal vez un federalismo a dos planos. Uno de modelo yugoslavo para la economía, con tres entidades geográficas. Y otro de modelo suizo con diecisiete unidades, para todo lo demás. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt