martes, 29 de abril de 2025

De las viñetas de humor de hoy martes, 29 de abril de 2025

 






































lunes, 28 de abril de 2025

De las entradas del blog de hoy lunes, 28 de abril de 2025

 





Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz lunes, 28 de abril de 2025. La diversidad que refleja el mito de Babel es una bendición frente a las utopías reaccionarias, digitales, nostálgicas o transhumanistas; las armas las carga el diablo, las palabras el cuerpo, se dice en la primera de las entradas del blog de hoy. La segunda es un archivo de marzo de 2019 en el que se hablaba de las elecciones generales previstas para el siguiente mes de abril, en el que se decía que solo una alianza entre PSOE, PP y Ciudadanos, partidos de contrastada lealtad constitucional, tendría la fuerza y la legitimidad para sacar al país del largo bloqueo que padecía y conducirlo hacia un futuro con garantías. El poema del día, en la tercera, del poeta sueco Tomas Tranströmer, se titula Allegro y comienza con estos versos: Toco Haydn después de un día negro/y siento un calor sencillo en las manos./Las teclas quieren. Martillos suaves golpean./El sonido es verde, vivaz y tranquilo. Y la cuarta y última, como siempre, son las viñetas de humor, pero ahora, como decía Sócrates, "Ιωμεν" (toca marchar); volveremos a vernos mañana si las Euménides y la diosa Fortuna lo permiten. Sean  felices, por favor. Tamaragua, amigos míos. HArendt













De la utopía sobre la unidad

 








La diversidad que refleja el mito de Babel es una bendición frente a las utopías reaccionarias, digitales, nostálgicas o transhumanistas, afirma en El País [Refutación de la unidad, 24/04/2025] el filósofo y escritor Santiago Alba Rico. Las armas las carga el diablo; las palabras el cuerpo, comienza diciendo Alba Rico. La maldición de Babel consistió en que, una vez derribada la Torre y derrotada la poderosa unidad que Yahvé temía, los humanos, porque hablaban desde sus cuerpos, se dispersaron con sus diferencias por el mundo, obligados desde entonces a traducirse los unos a los otros. Esa maldición es nuestra condición: la de criaturas analógicas que se parecen las unas a las otras, se aproximan, se malentienden, resuenan sin fundirse jamás, y cuyas relaciones —políticas, amorosas, literarias— son un permanente ejercicio de traducción. Esa es, digamos, la paradoja: puesto que nuestras palabras, al igual que nuestras pieles, son intraducibles, lo único que podemos hacer con ellas es justamente eso: intentar traducirlas sin cesar. Los besos, digamos, traducen el deseo que los cuerpos separan; la muerte de un niño traduce siempre un mal que se nos escapa y que intentamos traducir, a su vez, a distintas lenguas más o menos comprensibles; las palabras “guerra” o “tiempo”, por su parte, se pueden —claro— definir, pero su definición académica es ya una pobre traducción, la aproximación “oficial” a una comunidad lingüística en cuyos cuerpos concretos el concepto refracta como la luz en un vaso de agua. ¿Y la poesía? Lorca traduce, por ejemplo, el color verde a una lengua nueva que luego habrá que traducir al inglés o al persa. De los grandes poemas se dice con razón que son intraducibles, pero eso se dice tras haberlos traducido o mientras los estamos traduciendo. Al traducir un cuerpo o un poema revelamos su intraducibilidad al tiempo que multiplicamos el número de las traducciones, mediante las cuales estamos siempre aferrando y dejando escapar la realidad de nuestras vidas.

Puede que Babel sea una maldición, pero más lo es la tentativa de rebelarse contra ella. Hay dos utopías gemelas que suelen derivar hacia su contrario: la de la unidad y la de la transparencia. Se intentó desde la izquierda con el esperanto, lengua universal desarrollada por el polaco Zamenhof a finales del siglo XIX, pero que sucumbió en el XX a los cismas y a las persecuciones: hoy, con sus casi 5.000 palabras y su millón de hablantes, constituye una hermosa lengua más a la que se traduce y desde la que se traduce la opacidad del mundo que ella misma transporta. Se intentó también desde el imperialismo con el llamado “inglés básico”, inventado por Charles Kay Ogden en 1930 y compuesto de 800 palabras que debían asegurar el dominio comunicativo de la lengua inglesa sin malentendidos ni resistencias. Esta segunda opción no fracasó del todo: se ha impuesto parcialmente, un siglo después, a través de la economía y la tecnología, que difunden un inglés de calderilla muy funcional para el turismo y para los negocios, pero incapaz de leer o traducir a Shakespeare.

El lingüista alemán Uwe Porksen solía oponer en sus obras “comunicación” y “conversación”: ciertas palabras que él llamaba “plásticas” (“desarrollo”, “modernización”, “sexualidad”), privadas de cuerpo y que homogeneizan la experiencia de los hablantes, frente a otras denominadas “vernáculas”, concretas y limitadas en su jurisdicción y cuyo significado sólo se revela a través de un tono, un contexto y un gesto. Lo que comparte todo el mundo, es decir, no requiere traducción porque todos entienden (o creen entender) lo mismo; y eso está bien para las ciencias duras e incluso para las sociales. Ahora bien, en términos humanos solo vale la pena ocuparse de lo “vernáculo”, esa diferencia que hay que traducir sin descanso de un cuerpo a otro. En nuestro mundo, el de este Babel sin remedio, no existe ni comunicación ni unidad ni transparencia: sólo largas, trabajosas conversaciones entre traductores intraducibles.

Las dictaduras abrigan siempre, sí, un proyecto de comunicación y transparencia. O al revés: la utopía de la comunicación y la transparencia se tuerce fácilmente en un formato dictatorial. La “comunión de las almas” genera aparatos inquisitoriales y guerras de religión; la Unidad de España divisiones fratricidas; la comunicación digital odios seniles sin lóbulo frontal; la unidad de la izquierda minúsculos nichos de devoción mariana; el fervor MAGA, por su parte, un orden orwelliano de persecución y tiranía. La utopía de la transparencia se consuma, en efecto, por dos vías: a través de la imposición o la prohibición de ciertas palabras y a través de la soberanía sobre el significado del lenguaje. O de otra manera: a través de la respuesta institucional a estas dos preguntas: “¿qué está permitido u obligado decir?” y “¿quién nombra las cosas?”. Es esta distopía lingüística lo que da miedo del nuevo EE UU y sus compinches internacionales. En una reciente entrevista, uno de los gurús filosóficos del trumpismo, Curtis Yarvin, elogia el poder desinhibido del presidente Trump. Para ejemplificar su excitante “revolución” monárquica, se refiere a la “estupidez” de rebautizar el golfo de México: “lleva 400 años llamándose así”, dice. E inmediatamente añade entusiasmado: “No hay ninguna razón de peso para cambiarle el nombre, salvo poder decir: ‘Tengo el poder de hacerlo”. Trump, como sabemos, no se detiene ahí. Sus políticas contra los programas de diversidad, igualdad e inclusión (DEI) se han materializado en una orden ejecutiva que prohíbe el uso por parte de la administración de decenas de palabras, entre las cuales se encuentran, por supuesto, “género”, “discriminación”, “trans” o incluso “mujer”, pero también el adverbio “históricamente”, pues siempre es peligroso introducir la Historia, con sus indígenas despojados y sus negros esclavizados, en una Gran Transparencia Común.

Así que, en este contexto adverso, creo que sería bueno defender bien la maldición de Babel contra las utopías, reaccionarias o digitales, nostálgicas o transhumanistas, que nos quieren infligir una Unidad sin arrugas. La disputa se da, pues, entre conversación y comunicación o, si se prefiere, entre unidad y traducción. Políticamente, la larga y trabajosa conversación entre traductores intraducibles que defiendo tiene un nombre minúsculo: se llama democracia. Culturalmente, uno mayúsculo: se llama literatura. La literatura, sí, es siempre “vernácula” y ello por dos motivos: porque conserva el lenguaje mismo erosionado por la “plasticidad” abstracta (qué placer leer en El camino, de Delibes, la palabra “encella”, que la IA no sabe traducir) y porque multiplica las diferencias aplanadas por todos los puritanismos y todas las falsas transparencias. Como quiera que es intraducible, la literatura, como los cuerpos, ¡solo puede ser traducida! Tiene razón Jordi Gracia: es “más poderosa que tiktok e instagram”: es de hecho nuestro más vigoroso sistema de traducción humana. Cualquiera que haya leído a García Márquez, a Scorza, a Cortázar, a Arguedas o a Vargas Llosa lo sabe. Por desgracia, como la democracia, requiere más tiempo, más atención, más trabajo, de los que concede el ocio proletarizado de una conexión a internet.

¿Y la unidad, ay, de la izquierda? Lo contrario de la Unidad es la “unión”, según la fórmula de Gaetano Salvemini, un socialista encarcelado por Mussolini que, tras la II Guerra Mundial, discutía con los comunistas una estrategia común frente al gobierno: “golpear unidos, caminar separados”. Tanto se ha invocado y forzado la Unidad a la izquierda del PSOE, tantos rencores ha generado y tantas tentaciones de suicidio, que es ya demasiado tarde, me temo, para su contrario: la unión circunstancial en un punto del camino. No se debería insistir más en ello. Pero tampoco se debería olvidar esta lección para el futuro: que la ley del mundo, desde Babel, es caminar separados y reunirse para cenar en las posadas (y en los libros). Todo lo demás es quimera, destrucción y tiranía. Santiago Alba Rico es filósofo.













[ARCHIVO DEL BLOG] Tras el 28 de abril. Publicado el 24/03/2019











Tras el 28 de abril solo una alianza entre PSOE, PP y Ciudadanos, partidos de contrastada lealtad constitucional, tiene la fuerza y la legitimidad para sacar al país de este largo bloqueo y conducirlo hacia el futuro con garantías, escribe el periodista y exdirector del diario El País Antonio Caño.
Todos los pronósticos y cálculos electorales en España, comienza diciendo Caño, apuntan hacia un horizonte inestable e incierto, sin mayorías coherentes y, por tanto, con alianzas inconvenientes y un Gobierno débil. Acostumbrados a observar el mundo partido entre la derecha y la izquierda, solo parecen adivinarse dos bloques, uno a cada lado del espectro político tradicional, ambos igual de incongruentes y de peligrosos.
Pero lo cierto es que, según las encuestas, existe otra fórmula que garantiza un Gobierno fuerte, consistente y plenamente alineado con la Constitución. Me refiero, obviamente, a la suma del Partido Socialista, el Partido Popular y Ciudadanos. Esta es una solución que nadie quiere tomar en consideración, pese a las evidentes y múltiples ventajas que supone, la principal de ellas la posibilidad de hacer frente con plenas garantías y con amplio respaldo electoral al mayor desafío de la democracia española en la actualidad: el independentismo en Cataluña.
Vale la pena repasar, aunque solo sea como ejercicio teórico, las virtudes de esa alianza. España lleva casi tres años sin un Gobierno propiamente dicho, es decir, sin un poder Ejecutivo con resolución y capacidad para acometer las profundas reformas que se requieren para sacar al país de la crisis institucional en la que se encuentra inmerso —ojalá también una reforma constitucional para abordar la cuestión territorial—. Ningún partido democrático posee en estos momentos, como sería idóneo, el liderazgo y el respaldo para emprender en solitario ese proceso de reformas. Intentar hacerlo en compañía de socios que ponen en duda la Constitución o sencillamente quieren destruir el Estado por el que se sienten oprimidos, no solo sería suicida, sino que contribuiría a aumentar la división actual y nos conduciría a un largo periodo de revanchismo.
Solo una alianza entre PSOE, PP y Ciudadanos, partidos de contrastada lealtad constitucional y que suman, según el promedio de las últimas encuestas, alrededor del 70% del electorado, tiene la fuerza y la legitimidad para sacar al país de este largo bloqueo y conducirlo hacia el futuro con garantías.
Las condiciones de ese pacto son fáciles de definir. Lo prioritario es que los tres partidos se comprometan de antemano a cerrar el paso a las fuerzas que actualmente amenazan la democracia en Europa y otras regiones del mundo: el nacionalismo, el populismo y el radicalismo. Deben, por tanto, negarse a firmar acuerdos con los grupos independentistas catalanes, Bildu, Vox y Podemos. No se puede blanquear a las fuerzas que combaten el sistema invitándolas a sentarse en la mesa de mando del Estado. Bastante triste —aunque manejable dentro de las reglas de la democracia— es que consigan presencia parlamentaria significativa como para convertirlos además en los garantes de la estabilidad nacional.
Las características de la alianza entre los tres partidos constitucionales quedarían supeditadas a los resultados electorales. Los tres deben aceptar el papel preponderante del partido que obtenga los mejores resultados. Sí, en una situación política sin mayorías razonables, el partido más votado tiene una posición natural de privilegio, incluso en una democracia parlamentaria. Eso era válido en diciembre de 2015, en junio de 2016 y sigue siendo válido hoy.
Si la distancia entre el partido más votado y el segundo de los otros dos partidos constitucionales fuese amplia —digamos superior a los 50 escaños— se podría contemplar la posibilidad de un Gobierno en solitario con apoyos puntuales a las leyes y reformas pactadas en el Parlamento. Si la diferencia fuese menor, lo más recomendable sería un Gobierno de coalición.
Uno de los argumentos contra las coaliciones de las principales fuerzas constitucionales en el pasado había sido el de que resultaba peligroso dejarles el monopolio de la oposición a los partidos antisistema. Sin desestimar del todo ese riesgo, es mucho mayor el peligro que supone darle legitimidad de Gobierno a quien, en realidad, pretende el fracaso y la demolición de las instituciones. Como recuerdan Steven Levitsky y Daniel Ziblatt en el magníficoHow Democracies Die, “cuando el miedo, el oportunismo o un error de cálculo llevan a los partidos establecidos a elevar a los extremistas al primer plano institucional, la democracia está en peligro”.
La historia ha probado de forma dramática cómo han concluido todos los intentos de domesticar a las fuerzas radicales incorporándolas el sistema. Y los últimos ocho meses de Gobierno en España han demostrado igualmente que todas las concesiones hechas a los independentistas no han menguado su determinación rupturista ni han favorecido su reconocimiento de la ley. Este es un momento que requiere firmeza y convicciones sólidas. Es posible que con una respuesta más contundente al independentismo, Vox no sería hoy una preocupación nacional.
Otra de las fórmulas de Gobierno consideradas anteriormente ha sido la de la combinación de PSOE y Ciudadanos o PP y Ciudadanos, reservando la oposición para uno de los dos partidos principales. Desgraciadamente, ya es tarde para esa solución. No solo porque difícilmente sumarían el número de diputados que se requiere para gobernar, sino porque la crisis política ha alcanzado un punto que exige medidas urgentes y drásticas que únicamente pueden ser fruto de amplias mayorías.
Cabrían muchos más argumentos para defender esa alianza, que sería el mayor logro político de la España democrática desde la Transición, para una época que no le va muy a la zaga en cuanto a retos y amenazas a nuestra convivencia. El pacto sería un mensaje de confianza para la economía, un gran ejemplo para todos los países del mundo, una oportunidad para recuperar presencia política en Europa, un gesto de esperanza para los ciudadanos más escépticos y desanimados, una redención para la desacreditada clase política.
¿Por qué, entonces, no es una opción que se tome en consideración? Desafortunadamente, una sociedad cada vez más polarizada ha dejado de buscar soluciones en el centro. David Brooks recoge en su columna de The New York Times un estudio según el cual un 42% de la población de EE UU considera a su rival político “completamente perverso”, un 20% de demócratas y de republicanos creen que sus adversarios “no merecen ser considerados plenamente humanos, se comportan como animales”, y un 20% de demócratas y el 16% de republicanos afirman que el mundo estaría mejor si una buena parte de los miembros del partido contrario desapareciera. Por terrible que suene, es posible que la situación no sea muy diferente en España.
Todo lo sucedido en los últimos años ha ido en dirección a la polarización y el radicalismo. Las primarias del PSOE dieron la victoria a quien consiguió convencer a los votantes de que él odiaba al PP más que sus contrincantes. Poco después, el PP se movió en una dirección similar. Atrapado entre ese extremismo, Ciudadanos cometió el error de negarse a negociar con uno de los partidos centrales de la democracia española.
En estas condiciones, ciertamente, las esperanzas de una gran coalición constitucional son nulas. El autor del “No es no” carece de autoridad moral para pedir ahora sacrificios al mismo partido al que se negó a dejar gobernar. El PP, como en su día le ocurrió al PSOE con Podemos, está más preocupado por sobrevivir a la amenaza de Vox que por la gobernabilidad de España. Hay que ver si después del 28 de abril Ciudadanos conserva margen para desempeñar algún papel entre los dos partidos tradicionales, pero no será fácil.
Las perspectivas son las de la sustitución del viejo sistema bipartidista por un nuevo sistema de dos polos, mucho más radical, mucho más ingobernable, mucho más temerario. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt 





















El poema de cada día. Hoy, Allegro, de Tomas Tranströmer

 







ALLEGRO


Jag spelar Haydn efter en svart dag

och känner en enkel värme i händerna.

Tangenterna vill. Milda hammare slår.

Klangen är grön, livlig och stilla.


Klangen säger att friheten finns

och att någon inte betalar tull till kejsaren.

Jag sticker ner händerna i mina Haydn-fickor

och låtsas om att jag lugnt ser på världen.   


Jag hissar Haydn-flaggan – det betyder:

”Vi ger oss inte. Men vill fred.”

Musiken är ett glashus på sluttningen

där stenarna flyger, stenarna rullar.


Och stenarna rullar rakt igenom

men varje glasruta är hel.   



***



ALLEGRO


Toco Haydn después de un día negro

y siento un calor sencillo en las manos.

Las teclas quieren. Martillos suaves golpean.

El sonido es verde, vivaz y tranquilo.


El sonido dice que la libertad existe

y que alguien no paga peaje al emperador.

Meto las manos en mis bolsillos de Haydn

y finjo que miro el mundo con calma.


Izó la bandera de Haydn – significa:

"No nos rendimos. Pero queremos paz."

La música es una casa de cristal en la ladera

donde las piedras vuelan, las piedras ruedan.


Y las piedras ruedan directamente a través

pero cada cristal está intacto.




***



TOMAS TRANSTRÖMER (1931-2015)
poeta sueco



















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