El blog de HArendt - Pensar para comprender, comprender para actuar - Primera etapa: 2006-2008 # Segunda etapa: 2008-2020 # Tercera etapa: 2022-2024
lunes, 26 de septiembre de 2022
De la democracia
domingo, 25 de septiembre de 2022
De las virtudes del azar
sábado, 24 de septiembre de 2022
De vivir sin certezas
El fin del capitalismo
AZAHARA PALOMEQUE
21 SEPT 2022 - El País
He aprendido a bregar con la falta de certezas y ahora ya no me da miedo. Quizá porque la experiencia en Estados Unidos me ha enfrentado a muchas situaciones extremas. O tal vez curada de humildad por lo tanto que se escapan de mis manos los cambios que querría ver acaecer, me levanto, tranquila aunque con cierto desasosiego, cada día, dispuesta a respirar otra jornada más de incertidumbre en un mundo que, poco a poco, presenta síntomas de derrumbe y parece recorrido por un oleaje de delirio. Una locura colectiva a la que me he acostumbrado con el fin, precisamente, de integrarme en ella sin hacer demasiado ruido. Sin embargo, a veces salta la chispa, me revuelvo de espanto, y eso genera algunos malentendidos.
Era la hora del almuerzo y mi madre había hecho potaje. Las verduras —lleva tomate, pimiento— han subido de precio últimamente pero, quitando esa nimiedad, lo demás transcurría con una normalidad apabullante, de esas que tejen cotidianidades y afectos. Hasta que ella, sin esconder una preocupación por mi futuro relacionada con mi reciente llegada a España, reticente a la poca estabilidad que otorga la escritura, mi profesión, insistió en que me hiciese funcionaria: si te sacas unas oposiciones tendrás asegurada una buena pensión. Así de simple se articulaba en su mente el plan que salvaría a la hija de la tormenta histórica que nos acecha; así, trayectoria lineal y ascendente, estaría protegida de cuanto vapuleo laboral, crisis, pandemia o sacudida meteorológica arreciase. Cuando respondí que, en 30 años —los que me quedarían teóricamente para jubilarme—, el mundo no tendría nada que ver con el que ella proyectaba en su cabeza, algo se rompió sobre la mesa; el plato de potaje empezó a vibrar al son de nuestras cucharas nerviosas y, con el estómago ya cerrado, a las dos nos empezó a brotar una agüilla en los ojos, algo entre el picor, la angustia y el perdón que nos debíamos.
Evocar el futuro se ha tornado cada vez más un desafío a las convenciones más consolidadas, a nuestros marcos rígidos de pensamiento y acción, y al entendimiento entre generaciones que, a causa de los distintos paradigmas que han transitado, hablan desde lugares alejados intentando encontrar un punto común que, en ocasiones, se resiste. Hace tres años, muy pocos habrían podido predecir la pandemia; lo mismo quizá pueda decirse de una crisis energética y un caos climático que no dan tregua y ahora revelan sus fauces en todo su esplendor, a pesar de que contemos con una cantidad ingente de estudios científicos que alertaban de su llegada. Para el primer caso, por ejemplo, el informe sobre la Estrategia Europea para la Seguridad Energética publicado en 2014 ya advertía de la necesidad de diversificar los proveedores de energía y reducir la dependencia de los combustibles fósiles a través de una economía lo más verde posible; para el segundo, decenas de cumbres y reuniones de alto caché internacional, desde Kioto a la COP26, representan una ristra de promesas vacías cuyo resultado está siendo el incremento de las emisiones de gases contaminantes hasta niveles insoportables, batiendo récord tras récord, como ocurre con la temperatura. De repente, nos miramos en un espejo deformado en cuyo paisaje falta agua, la electricidad y el gas son impagables para multitud de personas y empresas, y —en un intento a la desesperada por mantener un statu quo que nos ha conducido a la ruina— se quema más carbón y, como examinaba The New York Times, talamos bosques enteros para transformarlos en leña ante el temor de un invierno frío. En las conversaciones de los mandatarios europeos, como en mi almuerzo interrumpido, tal vez comience a flotar una suerte de epifanía que va quedando patente: el capitalismo no funciona.
El mercado marginalista de la energía, ese constructo caprichoso, precisa una “intervención de urgencia”, según apuntaló Ursula von der Leyen recientemente. Lo que hasta ahora parecía escrito en piedra se desvanece mientras afloran las “piedras del hambre” en Alemania, antiguas inscripciones situadas en las profundidades de los ríos que avisan de la sequía. Francia, asumiendo pérdidas, nacionaliza su principal compañía eléctrica y, en el Reino Unido, la mitad de los conservadores está a favor de adoptar medidas similares. Se escuchan voces que proponen topes a los precios del gas, de la luz, de los alimentos; en Escocia, se congelan los alquileres y se vetan los desahucios; buena parte del transporte milagrosamente se vuelve gratuito, y se exigen impuestos a los beneficios caídos del cielo de bancos y eléctricas. Como una máquina oxidada cuyos engranajes ya chirrían, al capitalismo se le rompió el abuso de tanto usarlo y, agotado en su herrumbre, las soluciones que auguran desde arriba pasan por un intervencionismo impropio a la libertad de mercado que también atañe a las medidas de ahorro energético. En mitad del desajuste, como en todo período donde reina la incerteza, y movidos por una desinformación lacerante, no es raro coincidir con colectivos de derechas que claman un límite al coste de la gasolina (¡que lo pare el Gobierno!, gritan, encendidos, ajenos a las doctrinas de un neoliberalismo que veneran), o a grupos de izquierdas enojados por las restricciones energéticas que aterrizan desde Europa, a menudo revestidas de una pátina de ecologismo (¡afectarán a los más pobres!).
El caos induce asimismo las contradicciones previsibles de una era que termina, agonizando: si, por una parte, se pide mesura en los usos de combustibles fósiles, por otra se subvencionan. Los últimos recursos disponibles, como el agua de Doñana, se explotan descontroladamente en un ejercicio descarado de menosprecio por la biodiversidad y la naturaleza que nos constituye; igualmente, se persigue esquilmar toda Extremadura en busca de un litio que no traerá riqueza, sino residuos tóxicos y los ecos caducos de una época que no volverá a fructificar como lo hiciera en su día: el capitalismo extractivista. De fondo, los gritos del malestar ya se palpan: en Praga, impulsada por el 18% de inflación, una manifestación que aglutinó a personas de una gran diversidad ideológica demandaba frenar el envío de armas a Ucrania y nuevos acuerdos con Putin. Al otro lado del espejo, en Estados Unidos, una investigación de The Wall Street Journal vaticinaba el inminente fin del bum del fracking, del que se obtiene el gas que desembarca licuado en nuestras costas.
Aires de inestabilidad planetaria; un mensaje y su opuesto enuncian a veces los mismos políticos engendrando confusión y no poco dolor social, como Biden, quien, en su ley estrella contra el cambio climático ha subyugado las energías renovables a la concesión de permisos de gas y petróleo. Intervencionismo pero “libertad”, libertad pero que los gobiernos nos saquen las castañas del fuego, porque resulta que la mano invisible que todo lo regula sufre daños irreversibles. Un delirio se pasea a sus anchas y nos impide pensar a largo plazo; mi jubilación, la de tantos, queda suspendida, en volandas, amiga de los unicornios y con la misma credibilidad que los trucos de un ilusionista cuando apenas sabemos cómo llegaremos al invierno. Si esto es el fin del capitalismo, como la emergencia climática, la desigualdad aberrante, la geopolítica indican, aventurémonos ya a imaginar otra cosa, acabemos de una vez con sus coletazos moribundos.
viernes, 23 de septiembre de 2022
De las razones para vivir en libertad
Los puercoespines queremos libertad
WOLFRAM EILENBERGER
21 SEPT 2022 - El País
“Quien tiene un porqué para vivir se aviene casi con cualquier cómo”, afirmó Nietzsche en una ocasión. Entonces no tenía en mente una temperatura ambiente de 18 grados ni una duplicación de los precios de los alimentos o una cuadruplicación de los de la gasolina como los que las actuales perspectivas de crisis anticipan. El crítico de la cultura se pronunciaba más bien contra un utilitarismo demasiado banal y, en sus últimas consecuencias, contrario a la libertad, según el cual la simple función de la moral y la política es permitir que el mayor número posible de seres humanos experimente el mayor grado alcanzable de felicidad. Precisamente en tiempos de crisis, según Nietzsche, el recurso de motivación más importante no es una justicia redistributiva definida en abstracto, sino un horizonte formulado individualmente de lo que significa llevar una vida con sentido y autodeterminada.
La relevancia de la sentencia de Nietzsche para el invierno de descontento que se avecina es evidente. La cuestión de por qué vale la pena vivir se convierte, en tiempos de máxima tensión, en equivalente de la pregunta de por qué merece la pena renunciar o incluso luchar. Y de la misma manera que no hay duda de que, en los próximos meses, la guerra de agresión rusa contra Ucrania exigirá a las democracias de Europa una cantidad de renuncias como no han vivido desde hace al menos medio siglo, tampoco la hay de que una retórica demasiado abstracta sobre los principios o el deber (“defensa de los valores”, “deber moral de solidaridad”) no llevará a ninguna parte en primera instancia, y pronto conducirá a una fatiga explosiva.
Quien quiera una representación visual de la encrucijada de la inminente fase de resistencia, puede remitirse a una imagen del maestro intelectual de Nietzsche, Arthur Schopenhauer. La parábola de Schopenhauer describe una sociedad de puercoespines, los cuales “en un frío día de invierno se apiñaron muy juntos para que el calor que se dieran unos a otros los protegiera de morir congelados. Sin embargo, no tardaron en sentir las púas de los demás, lo cual hizo que volvieran a separarse. Cuando la necesidad de calentarse los acercó de nuevo, el mal de las púas se repitió, de manera que se veían arrojados de un mal a otro hasta que encontraron una distancia intermedia a la cual podían soportarlo mejor”.
Difícilmente podrían describirse con mayor precisión las abrumadoras exigencias del próximo invierno. El hecho de que Schopenhauer se refiera a los puercoespines como “sociedad” pone de relieve no solo los aspectos puramente privados del dilema, sino también, explícitamente, los políticos y morales: por supuesto que la energía vital propia debe emplearse para proteger a los demás, pero es igualmente necesario poner límites bien definidos a la voluntad de formar un rebaño con la clara conciencia de que ello produce heridas difíciles de curar.
En las democracias occidentales existen actualmente fuerzas políticas y gobiernos que conciben la obligación de mantener la distancia social impuesta por el Estado a la manera del rebaño de Schopenhauer como solución higiénico-energética ideal para el futuro. Se implantará un régimen centralizado, que contará presumiblemente con una estricta legitimación científica, con el objetivo de permitir que el mayor número posible de ciudadanos actuales y futuros vivan, o, para ser más exactos, sobrevivan, de la manera más saludable, sostenible y, por ende, energéticamente eficiente. Y esto podría hacerse contra su voluntad individual explícita, si es necesario, llegando incluso a socavar en gran medida los derechos fundamentales y los principios de mercado por los que se rigen precisamente las sociedades liberales. Esta idea profundamente utilitarista e iliberal es el enlace distópico que conecta las experiencias de los dos últimos inviernos de coronavirus en Europa occidental con el próximo invierno de estrangulamiento energético decretado.
No está claro que esta permanente retórica de crisis sobre la “hibernación colectiva” sea capaz de estabilizar las democracias modernas. Al fin y al cabo, nadie renuncia voluntariamente a nada si todo lo que se le ofrece a cambio es la perpetuación, controlada desde el exterior, de esa misma renuncia. Pero el problema no es solo de viabilidad, sino que afecta a la esencia misma de nuestra autopercepción liberal. A diferencia de los sistemas totalitarios, la naturaleza de las sociedades abiertas es ofrecer a los ciudadanos algo más que la perspectiva de la mera supervivencia. El porqué que guía a las sociedades progresistas nunca es solo sobrevivir colectivamente, sino vivir una buena vida lo más autodeterminada y con las mejores expectativas posibles.
Desde esta perspectiva, el hecho de que James Watt patentara la máquina de vapor en la misma década en que Immanuel Kant llevó a la madurez su filosofía de la autoilustración crítica de los sujetos responsables es mucho más que una simple coincidencia histórica. En las sociedades libres de Occidente, la movilidad era y es el verdadero signo de la mayoría de edad, y la soberanía energética representa la condición misma de la posibilidad de un autodesarrollo libre.
Con este telón de fondo, resulta inquietante lo poco claro que está qué configuración adoptará en el futuro un discurso liberal orientador bajo el signo de un estrangulamiento perpetuo, al parecer sin alternativas, de la energía y la movilidad, o cómo se podría implementar democráticamente. Los relatos propuestos por ahora, todos ellos basados en el principio de “menos es más”, suenan más a conjuro para ahuyentar el mal y carecen de toda plausibilidad en el mundo real. Además, se basan sin excepción en un recorte más o menos explícito de la libertad de elección individual por parte del Estado. Visto así, el “invierno de los puercoespines” que se acerca constituye tan solo un ejemplo del invierno mucho más largo y peligroso desde el punto de vista político del liberalismo ilustrado, una perspectiva que realmente hace temblar.
El filósofo John Stuart Mill refutó en una ocasión el estricto utilitarismo colectivo de sus homólogos británicos argumentando que el bienestar impuesto desde fuera nunca satisface del todo a quien piensa por sí mismo: “Mejor ser un Sócrates insatisfecho que un necio satisfecho”. Por decirlo en una variante adaptada al presente: “Mejor ser un Sócrates tiritando que un puercoespín abrigado por el Estado”. Lo que probablemente habrá que demostrar pronto, y hasta encarnar.