miércoles, 17 de septiembre de 2025

DE LAS FALACIAS DEL TECNOSOLUCIONISMO

 







Los ‘tecnosolucionistas’ prometen un mundo sin incertidumbres ni controversias, es decir, sin democracia, escribe en El País [Autoritarismo digital, 17/09/2025] el filósofo Daniel Innerarity.  Resulta curioso, comienza diciendo Innerarity, que quienes más esperanzados están con la técnica menos confían en la democracia. Al grupo de los autoritarios conocidos se añaden ahora tecnólogos de alta reputación. ¿Hay alguna razón que explique el hecho de que quienes formulan las promesas tecnológicas más audaces sean quienes menos creen en las promesas democráticas de la conversación igualitaria y la soberanía popular? ¿Existe alguna conexión entre el autoritarismo digital y el pesimismo respecto de la condición humana? En mi opinión, el nexo conceptual entre ambas disposiciones se encuentra en el modo como los tecnófilos conciben la relación de los seres humanos con el futuro.

La técnica está hoy sobrevalorada por los tecnosolucionistas que la consideran apropiada para resolver muchos problemas cuya naturaleza parecería requerir otro tipo de procedimientos y lógicas. Uno de los optimismos más audaces consiste en suponer que los problemas de naturaleza política tienen una solución técnica y que no es necesaria una intervención de otro tipo para que desaparezcan como problemas. La técnica se presenta así como un sustituto de la política; la democracia sería innecesaria, sus procedimientos de deliberación y decisión representan un estorbo cuando disponemos de los instrumentos, cálculos y velocidades que proporciona la tecnología; el debate es una pérdida de tiempo, la regulación un freno al avance tecnológico y la soberanía popular una consagración de la incompetencia. La versión digital de la expertocracia consiste hoy en la pretensión de los desarrolladores tecnológicos de decidir por nosotros, sin perder el tiempo en otras consideraciones.

Hay distopías tecnológicas, pero también un tecnosolucionismo exagerado. Ray Kurzweil lleva años augurando el adelanto de la inteligencia artificial a la humana y, entre otras cosas, la solución al envejecimiento. Sam Altman, el fundador de OpenAI, anuncia otros triunfos como la reparación del clima, el establecimiento de una colonia en el espacio y el descubrimiento de la totalidad del mundo físico. Estos y otros anuncios similares se apoyan en la convicción de que nuestro futuro se decidirá en la técnica. No es solamente que la técnica resolverá nuestros problemas, sino que disolverá el carácter problemático del porvenir en general, las angustias y temores que produce un futuro que desconocemos y que no logramos dominar. Por supuesto que el desarrollo de la técnica ha ido resolviendo muchos de nuestros problemas (al mismo tiempo que planteaba algún problema ella misma), pero la gran promesa de los nuevos señores tecnológicos no es tanto resolver como disolver los problemas y, por consiguiente, hacer que desaparezca ese futuro problemático, con su incertidumbre e imprevisibilidad. La misma idea de acabar con el envejecimiento e incluso garantizar la inmortalidad pretende salvarnos del porvenir, que eso es precisamente aquello de lo que carecen los seres inmortales.

La inteligencia artificial también está prometiendo la inmortalidad digital de los otros y propone convertir a nuestros difuntos en avatares con los que chatear. Y que lo hacen, por cierto, sin su consentimiento. Porque, ¿qué tipo de interacción es la que se establece entre un humano vivo y ese ser que los llamados “embalsamadores digitales” han reconstruido a partir de las huellas digitales que dejó antes de que pareciera morir? Tendríamos así un simulacro de pariente inmortal e interactivo que perfecciona la vieja superstición de quien creía oír la voz de sus ancestros. Podríamos llegar a convencernos de que ese otro no ha muerto del todo, de que las despedidas ya no son definitivas, como si la muerte fuera un mero cambio de estado y la digitalización pudiera proporcionarnos una cierta inmortalidad.

Cualquier promesa de inmortalidad digital implica una mutación de nuestra condición humana, que incluye temporalidad limitada, futuro indeterminado y libertad para configurarlo. Librarse del porvenir no es solo librarse de lo que está por venir, sino también no tener que decidir. Si nuestra vida fuera prolongada ilimitadamente gracias a la técnica, no tendríamos que tomar ninguna decisión relevante, ni nos encontraríamos frente a opciones en las que se jugara nuestra supervivencia o la de nuestras instituciones. Estaríamos en un presente continuo en el que solo nos correspondería la tarea de optimizarlo, sin cuestionamientos radicales. Una técnica así entendida no solo nos protege de posibles males futuros, sino que nos libra del porvenir en general en el que puedan irrumpir esos posibles males. Nos convertiríamos en seres a los que, en el fondo, no puede pasarles nada. Ciertas promesas de los tecnófilos, además de que no alcanzan a todos, tienen como objetivo terminar con una condición humana que consideran deplorable y todo su cortejo de incertidumbre, complejidad y necesidad de decidir. Se trataría de escapar de esa indeterminación que nos caracteriza: la del porvenir. Gracias al desarrollo de la técnica, la humanidad llegaría por fin a un estadio fijo y determinado, sin incertidumbre ni controversias, protegida de los riesgos de la decisión, es decir, sin humanidad.

El mito de Prometeo en el que se narra el origen de la técnica, comentado por Platón, se inicia con la constatación de una deficiencia que nos caracteriza a los humanos: no tener garras, ni pelaje, ni alas, disponer de un cuerpo tan poco especializado para una tarea determinada, nos convierte en los únicos seres cuyas facultades no son decididas de antemano. El malestar de no ser como los animales lo calmamos con un robo que hacemos a los dioses: el del fuego que posibilita la técnica de forjar, que es un poder divino de crear y moldear las propias facultades, convertir nuestra originaria inutilidad en versatilidad. El robo prometeico compensa nuestra falta de animalidad predeterminada con el poder de hacer casi cualquier cosa gracias a la técnica. No somos animales a los que la biología ha dotado con una específica habilidad, pero gracias a esa indeterminación podemos desarrollar habilidades inauditas. Hemos robado el poder de hacer, pero no hemos dejado de ser animales, es decir, seres vivos cuya vida depende de lo que hagamos, una supervivencia que no está garantizada por naturaleza, sino que se asegura artificialmente. El futuro que tendremos depende de nosotros, no está prefijado. Los humanos no podemos asegurar el porvenir ni con la fijación natural de los animales en un mundo determinado ni por asimilación a los dioses; nuestra viabilidad futura debe ser continuamente creada, protegida, decidida, y mediante una técnica que no está inscrita en nuestra naturaleza, sino que será siempre el resultado de un robo, que es una metáfora para designar nuestra artificialidad.

Tal vez ahora se entienda mejor la coherencia de los autoritarios digitales: se comienza confiando a la técnica que nos haga inmortales y se termina dando muerte a la democracia. No es una casualidad el hecho de que Xi Jinping y Vladímir Putin estuvieran hablando de la inmortalidad en su reciente encuentro en Pekín. Para hacer frente a los autoritarios tenemos que abordar ciertas preguntas básicas. ¿Por qué razón únicamente los seres mortales tienen democracia? La democracia solo tiene sentido en un ser que no está predeterminado, que tiene que decidir, cuyo futuro depende de una decisión. Por eso los señores tecnológicos tratan de convencernos de que algo se va a producir inexorablemente (una inevitable disrupción, el adelantamiento de la inteligencia artificial, las innovaciones tecnológicas que solo se producirían si no hay regulación, es decir, si no decidimos colectivamente acerca de cómo las queremos) y que empeñarse en decidir entre todos el futuro deseable es una pérdida de tiempo cuando ellos, investidos de su autoridad digital, pueden convertir esa técnica que según la mitología empezó con un robo, en una propiedad que adquirimos para toda la vida, eso sí, pagando el precio de que en ella todo esté decidido y predeterminado, que abandonemos esa condición humana cuya indefinición es lo que nos obliga a discutir, negociar y decidir, aquellas cosas que hacíamos en los viejos tiempos de la indeterminación democrática. Daniel Innerarity es catedrático de Filosofía Política (Ikerbasque / Instituto Europeo de Florencia). Su último libro es Una teoría crítica de la inteligencia artificial (Galaxia Gutenberg), Premio Eugenio Trías de Ensayo.






















ARCHIVO DEL BLOG. ¿QUEDA ALGO DE ESO LLAMADO EXCELENCIA UNIVERSITARIA? PUBLICADO EL 19/09/2018

 








Yo no había oído hablar de George Steiner en mi vida hasta que, va a hacer veinte años ya, leí su obra autobiográfica titulada Errata: El examen de una vida (Siruela, Madrid, 1998). Un excepcional libro que me impresionó profundamente. De mi emocionada lectura de Errata, recuerdo con especial intensidad los capítulos que hacen referencia a la enseñanza universitaria y a su propia experiencia académica, como alumno, primero, y como profesor después, siempre en busca de esa "excelencia" que caracteriza toda su obra. 

Dice Steiner: "Una universidad digna es sencillamente aquella que propicia el contacto personal con el aura y la amenaza de lo sobresaliente. Estrictamente hablando, esto es cuestión de proximidad, de ver y escuchar. La institución, sobre todo si está consagrada a la enseñanza de las humanidades, no debe ser demasiado grande. El académico, el profesor, deberían ser perfectamente visibles. Cruzarse a diario en nuestro camino". Y continúa más adelante: "En la masa crítica de la comunidad académica exitosa, las órbitas de las obsesiones individuales se cruzarán incesantemente. Una vez entra en colisión con ellas, el estudiante no podrá sustraerse ni a su luminosidad ni al desafío que lanzan a la complacencia. Ello no ha de ser necesariamente (aunque puede serlo) un acicate para la imitación. El estudiante puede rechazar la disciplina en cuestión, la ideología propuesta (…) No importa. Una vez que un hombre o una mujer jóvenes son expuestos al virus de lo absoluto, una vez que ven, oyen, “huelen” la fiebre en quienes persiguen la verdad desinteresadamente, algo de su resplandor permanecerá en ellos. Para el resto de sus vidas y a lo largo de sus trayectorias profesionales, acaso absolutamente normales o mediocres, estos hombres y estas mujeres estarán equipados con una suerte de salvavidas contra el vacío."

Perdonen la digresión. No he podido sustraerme de subirla al blog después de leer el artículo publicado hace unos días en el diario El Mundo, sobre el funcionamiento de nuestra universidad, por el jurista, catedrático y profesor de la Universidad de León, Francisco Sosa Wagner. Leánlo con atención, comparen el ideal universitario expuesto por Steiner y la situación que denuncia el profesor Sosa Wagner. Y luego, saquen sus propias conclusiones. En cualquier caso, no le echen la culpa del desastre sólo al gobierno, como hacen muchos, lavándose las manos cuales Poncios Pilatos. La culpa es de todos, colectiva, y moral: De las Cortes Generales, de los Parlamentos de las Comunidades Autónomas, del gobierno del Estado y de los gobiernos regionales. Y de las autoridades académicas y de los responsables universitarios: rectores, consejos sociales, claustros, decanos, directores de departamentos y profesores de toda clase y condición, que han convertido las universidades españolas en esa "aurea mediocritas", pero mediocridad al fin y al cabo, que acreditan todos los índices académicos europeos y mundiales. Y también de los alumnos, para la mayoría de los cuales "el ansia por el saber" que debería caracterizar su paso por la universidad es algo que les resbala, y a los que solo preocupa la obtención de un título, que no les sirve en la práctica para casi nada, pero en el que se dejan los mejores años de sus vidas y sus ahorros o los ahorros de sus padres. Pero lo peor de todo lo anterior no es eso; lo peor es que ninguno de los citados va a asumir responsabilidad alguna sobre ese desastre, lo que significa que nada o casi nada va a cambiar. ¿Qué hay excepciones?, por supuesto. Haberlas haylas: entre instituciones, profesores y alumnos, pero son las excepciones, espléndidas, que confirman la regla.

Al final, las tropelías que, al parecer, han podido protagonizar algunos políticos, comienza diciendo el profesor Sosa Wagner, han incorporado al orden del día el funcionamiento de la Universidad después de años y años en los que se han sucedido las reformas legislativas sin apenas despertar más interés que el mostrado por círculos minoritarios a los que nadie ha hecho el menor caso. Así, por ejemplo ¿cómo es posible que se desmantelara el sistema de acceso al profesorado universitario mediante pruebas públicas sin que apenas se oyera una voz crítica o de desacuerdo? Porque el lector ha de saber que, en estos momentos, los tribunales que juzgan a quienes van a ser catedráticos o profesores titulares de por vida los están nombrando en la práctica -y a salvo las excepciones, que puede haberlas- ¡el propio candidato! Y digo "el" en singular porque normalmente no hay más que uno. 

Es verdad, se me dirá, que hay un proceso previo de acreditación pastoreado por una agencia pero no es menos cierto que a ese proceso le sobra de opacidad lo que le falta de rigor y precisión. Me refiero a la inexistencia en él de una presentación pública de méritos y a la discusión de esos méritos por expertos con los candidatos y entre los candidatos. Hubo una época, la de las habilitaciones, que propició la competencia y el conocimiento de los programas restableciendo al tiempo el sorteo de los especialistas que habían de juzgar las pruebas. Flor de un día. La conclusión es que hoy se acreditan algunos que son magníficos profesionales, precisamente los que no hubieran tenido miedo a enfrentarse a un sistema exigente y público, pero, al mismo tiempo, se cuelan por ese cedazo tan poco sutil personas a quienes les falta el suficiente grado de cocción. Y añado: ha habido reformas universitarias más o menos afortunadas pero es mérito (y lamento decirlo) del Gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero haber culminado la más desastrosa de todas: de ella se derivan los males más groseros y más infecciosos que aquejan al entero sistema.

Sigo: ¿cómo es posible asimismo que la composición de los tribunales que juzgan las tesis doctorales esté confiada a lo que dispongan las Universidades sin más exigencia que la de ser doctor (no fontanero ni guardia urbano) con experiencia investigadora acreditada, así, sin mayores precisiones? Ahora se está hablando del que juzgó la del actual presidente del Gobierno y muchos nos echamos las manos a la cabeza a la vista de su insuficiente calidad pero eso es así, o puede ser así, en todas las pruebas de doctorado que se realizan en las Universidades españolas. Además desde hace poco se ha reducido a tres el número de juzgadores cuando siempre habían sido cinco. Con la excusa de ahorrar en dietas y demás. ¿Por qué no se ahorra en remunerar a cargos y más cargos que nombran los rectores para ganarse los votos? Porque sépase que la gestión universitaria está en buena medida en manos de un personal puesto a dedo por quien es elegido para ejercer la magnificencia rectoral, la mayoría de ellos profesores que nada saben de la muy complicada gestión universitaria y que, por ello, si algo les sale bien es por casualidad. 

Repito: cuando se han aprobado todas estas reformas malhadadas, lamentables y vergonzosas ¿alguien ha dicho algo? ¿fuera de la Universidad o dentro? Muy poquitos. Tampoco la multiplicación de Facultades y Escuelas, sin ofrecer serias señales de especialización en todos los rincones de España, nunca ha sido puesta en la picota. Al contrario, los medios de comunicación locales han celebrado que los rectores consiguieran que se les reconociera por la autoridad (in) competente los títulos más estrambóticos. En fin, están los másteres. Lo estamos viendo: cada español quiere adornarse con uno de esos másteres sembrado por los nuevos planes de estudio que, acortados en sus dimensiones tradicionales, han crecido y se han alargado -como planta trepadora y enredadera- por el costado del máster. El hallazgo tiene mucho de abominable pero es el inventado en esta España preñada de vacuidad, esta España trocada por los encantadores en alijo de papanatas. Ha consistido el negocio -porque negocio es- en acometer contra las licenciaturas dejándolas en los huesos de un puñado de asignaturas: lo que siempre se había estudiado en cinco años pasa a «no estudiarse» en tres o cuatro encomendándose el resto a un máster. ¿En manos de las universidades? Sí pero también de una sociedad mercantil, unos grandes almacenes, el despacho de unos abogados, un consorcio de seguros... lo que sea siempre que el anuncio del producto (porque de producto se trata parecido a una aspiradora) esté formulado en inglés. Y así el colmo de la cursilería es el propio nombre: máster. No maestría: máster ... en Márketing digital, máster en Coaching y máster en Fundraising y del máster al ránking y del ránking a... al artificio tontuno, al mundo trabucado y de trabucaires, es decir, a la imbecilidad manifiesta. Que es donde estamos. Con decir que hay un máster para conseguir el título de influencer me parece que no queda nada por añadir. Pero añado: lo repugnante es que este embeleco destinado a acabar con lo más preciado que tiene una sociedad, a saber, la cultura, la formación y la educación, ha sido votado y decidido con entusiasmo, cuando no impulsado, por fuerzas políticas que se envuelven en una bandera, la del progreso, convertida así en siniestro sudario mortuorio. 

Pedir ahora la publicidad de los trabajos universitarios, lo que han impedido en el Congreso los dos partidos mayoritarios, está bien pero a mí se me antoja que es algo parecido a imponer por ley que el personal se duche. De resultas de todos estos enredos casi todos los españoles son alumnos y, poco después, profesores de un máster, en realidad, sacerdotes de un culto trivial. No acaba aquí el flagelo: por encima del profesor de máster está el director de máster y, junto a él, el codirector de máster y el coordinador de máster, casi siempre camaleones del viento como diría nuestro Baltasar Gracián. Sí, Gracián, aquel jesuita que en el siglo XVII defendía la primacía de la "testa sobre los textos".

España, lector, ha quedado envuelta en un máster como esos edificios que Christo, artista búlgaro, envuelve en sus paredes de nailon. Culpable de estas extravagancias que padecemos es la idea de la autonomía universitaria. Admitida con la mejor intención en la Constitución, hoy no existe más que en la forma de un corporativismo generador de una endogamia implacable. Porque, y esta es la clave, se ha olvidado que lo relevante no es la autonomía de una organización que vive del dinero público sino preservar el ejercicio, por los individuos concretos que en ella desarrollan su trabajo, de sus libertades básicas: de investigación, de cátedra, de expresión... Este es el núcleo del asunto, lo que en verdad vale la pena defender y para ello, en un Estado de Derecho, no es necesario ampararse en una autonomía tergiversada que, en puridad, ha envuelto un servicio público como es el universitario en una organización gremial y corporativa. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt


















EL POEMA DE CADA DÍA. HOY, ABISMOS, DE CLAUDIO BERTONI

 







ABISMOS




lo

que

vemos

pasar por

la vereda son

abismos


abismos que conversan

para no devorarse a sí mismos

para no desbarrancarse

para no despeñarse

dentro de sí mismos


abismos que miran televisión

trabajan y tienen hijos

para exactamente lo mismo




CLAUDIO BERTONI (1946)

poeta chileno



























DE LAS VIÑETAS DE HUMOR DE HOY MIÉRCOLES, 17 DE SEPTIEMBRE DE 2025

 




























martes, 16 de septiembre de 2025

DE LAS ENTRADAS DEL BLOG DE HOY MARTES, 16 DE SEPTIEMBRE DE 2025





 


Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz martes, 16 de septiembre de 2025. En vez de dar un sentido de pertenencia a sus votantes descontentos, la derecha tradicional se dedica a imitar sin éxito a los ultras, escribe en la primera de las entradas del blog de hoy la historiadora Pilar Mera. En la segunda, un archivo del blog de diciembre de 2016, HArendt escribía de nuevo sobre Primo Levi (1919-1987), escritor italiano de origen judío sefardí, conocido sobre todo por la obra que dedicó a dar testimonio de los diez meses que estuvo prisionero en el campo de concentración de Auschwitz, titulada Si esto es un hombre, considerada como una de las más importantes del siglo XX. El poema del día, en la tercera, se titula Las cicatrices, es de la poetisa colombiana Piedad Bonnett, y comienza con estos versos: No hay cicatriz, por brutal que parezca,/que no encierre belleza./Una historia puntual se cuenta en ella,/algún dolor. Pero también su fin. Y la cuarta y última, como siempre, son las viñetas de humor, pero ahora, como decía Sócrates, "ἡμεῖς ἀπιοῦμεν" (nos vamos); volveremos a vernos mañana si las Euménides y la diosa Fortuna lo permiten. Sean  felices, por favor. Tamaragua, amigos míos. HArendt














DEL CENTRISMO CONSERVADOR DESAPARECIDO

 







En vez de dar un sentido de pertenencia a sus votantes descontentos, la derecha tradicional se dedica a imitar sin éxito a los ultras, escribe en El País [Conservadores perdidos, 12/09/2025] la historiadora Pilar Mera. En 2021, la periodista Anne Applebaum afirmó su convicción de que los partidos de centroderecha eran los mejor equipados para batallar contra la extrema derecha, pues todavía tenían la capacidad de llegar a los votantes tradicionales y darles un sentido de pertenencia, comienza diciendo Mera. Applebaum señalaba el desarraigo como nutriente fundamental de los nuevos populismos e indicaba que un centroderecha fuerte que trabajase en la política real podía evitar que estos votantes se sintiesen perdidos en una sociedad en transformación constante. Sin embargo, parece que, ante el auge de los partidos de extrema derecha, el riesgo es que sean los conservadores quienes se sientan perdidos y se les plantee la trampa de querer ser como ellos. De coquetear con sus temas y modos, cayendo en su política divisiva simplista y reforzando la tentación autoritaria.

Esta semana la actualidad nos ha dejado dos fogonazos que nos recuerdan estas cuestiones. El primero, el mazazo de los conservadores en las elecciones de Noruega, que, de liderar las encuestas en 2024, han pasado a quedar por detrás del ultraderechista Partido del Progreso, segunda fuerza tras la izquierda laborista. El segundo, el barómetro mensual de 40dB, que muestra cómo se dispara la estimación de voto de Vox a costa de un PP con los peores datos desde las generales del 23J. Un mal resultado que llega la misma semana que vemos a Alberto Núñez Feijóo compartiendo en redes su tímido talento musical al son de Mi limón, mi limonero y bajo el rótulo malote de “Me gusta la fruta”. El mismo Feijóo que venía a hacer política adulta en una España en la que cabemos todos. El mismo PP que se suma a jugar la carta de la inmigración. El mismo partido de frase hueca que rima y líderes a quienes se les va la mano por la boca. Como a Elías Bendodo, llamando “pirómana” a la directora de Protección Civil, o a un Miguel Tellado siempre macarra, instando a cavar fosas para enterrar al Gobierno.

Con tanto vaivén y coqueteo con el abismo cuyo soniquete recuerda al Ciudadanos que se inmoló, parece ingenuo esperar un centroderecha capaz de contener al populismo con política real e ideas firmes. Aunque solo tendría que recuperar el espíritu del discurso de Pablo Casado en la moción de censura de Vox de 2020. “No somos como usted porque no queremos ser como usted”. Parafraseando aquella intervención memorable, ojalá un PP que no quiera ser Vox, ni furia ni ruido. Que no alimente fracturas, sino que quiera cerrarlas. Que pase del enfado a algo más constructivo. Que recuerde que la política real es hacer cosas por la gente. Ya tarda. Pilar Mera Costas (Vigo, 1978), doctora en Ciencias Políticas por la Universidad Complutense, es profesora en el departamento de Historia Social y del Pensamiento Político de la UNED. Está especializada en la historia de la Segunda República, la Guerra Civil y el franquismo.

























ARCHIVO DEL BLOG. DEL HUMANISMO DESENCANTADO. PUBLICADO EL 09/12/2016

 







Los que vivís seguros 

En vuestras casas caldeadas

Los que os encontráis, al volver por la tarde,

La comida caliente y los rostros amigos:

Considerad si es un hombre

Quien trabaja en el fango

Quien no conoce la paz

Quien lucha por la mitad de un panecillo

Quien muere por un sí o por un no.

Considerad si es una mujer

Quien no tiene cabellos ni nombre

Ni fuerzas para recordarlo

Vacía la mirada y frío el regazo

Como una rana invernal.

Pensad que esto ha sucedido:

Os encomiendo estas palabras.

Grabadlas en vuestros corazones

Al estar en casa, al ir por la calle, 

Al acostaros, al levantaros;

Repetídselas a vuestros hijos.

O que vuestra casa se derrumbe, 

la enfermedad os imposibilite,

Vuestros descendientes os vuelvan el rostro.


SI ESTO ES UN HOMBRE (Primo Levi, 1958)



No es la primera vez que escribo en el blog sobre Primo Levi (1919-1987), escritor italiano de origen judío sefardí, autor de memorias, relatos, poemas y novelas, y resistente antifascista, superviviente del Holocausto. Conocido sobre todo por las obras que dedicó a dar testimonio sobre dicho Holocausto, particularmente el relato de los diez meses que estuvo prisionero en el campo de concentración de Monowice, subalterno del de Auschwitz, su obra Si esto es un hombre es considerada como una de las más importantes del siglo XX. Lo he hecho en sendas entradas de noviembre de 2013 y septiembre de este mismo año, y en ambas ocasiones las iniciaba con el poema de más arriba, escrito por Levi en 1958. A ellas les remito.

Hoy lo traigo de nuevo a colación comentando el artículo que en este mes de diciembre le dedica en Revista de Libros Rafael Narbona,  escritor, crítico literario y profesor de filosofía, colaborador habitual de Revista de Libros donde escribe el blog Viaje a Siracusa, dedicado a profundizar en el fenómeno de los totalitarismos. 

«¿Qué es el hombre?», se pregunta Narbona citando a Immanuel Kant, cuando el optimismo ilustrado aún llamea como una antorcha, proclamando la perfectibilidad indefinida de nuestra especie. «Un fin en sí mismo, nunca un medio», contesta el filósofo, homenajeando implícitamente al humanismo renacentista. Kant no es un ingenuo. Es imposible que no conociera los estragos de la Guerra de los Treinta Años (1618-1648), que causó la muerte de casi cinco millones de europeos, reduciendo la población alemana a la mitad. Es probable que desconociera las cifras, pero los casi ochenta años transcurridos entre el final del conflicto y su nacimiento no habían borrado de la memoria colectiva el espanto de una guerra que se ensañó con la población civil. Sólo una quinta parte de las víctimas pertenecían a los ejércitos en litigio. ¿Puede aventurarse que esta catástrofe moral preludia el furor exterminador de los nazis y los escasos escrúpulos de los aliados para acabar con ellos, bombardeando salvajemente ciudades de escaso interés militar, como Dresde y Hamburgo? Si esto es un hombre, compuesto entre diciembre de 1945 y enero de 1947, es uno de los testimonios más rigurosos de la Shoah, quizá la obra de referencia que marca el inicio de una riada de textos elaborados por los supervivientes, intentando explicar lo sucedido o, simplemente, relatar lo vivido, casi siempre bajo la sombra de la culpabilidad, pues parece imposible escapar del infierno, sin dejar jirones del alma en la telaraña de abominaciones tejida por los verdugos.

Primo Levi, dice Narbona, no pretende revelar al mundo algo que ya conocía y prefirió ignorar, esencialmente porque el antisemitismo era una vieja pasión inculcada por la tradición cristiana. Pocos se inquietaban por la suerte de los judíos en la vieja Europa. Los escombros de la catedral de Coventry conmovían más que los rumores de deportaciones y ejecuciones en masa. Primo Levi no se planteó Si esto es un hombre como un simple testimonio, sino como «un estudio sereno de algunos aspectos del alma humana». El Lager no brotó de la nada. No es una aberración histórica, sino la expresión radical de «un concepto del mundo llevado a sus últimas consecuencias». Ese concepto no se ha desvanecido. Perdura y sigue gravitando sobre nuestro presente, lo cual significa que el fenómeno de los campos de concentración podría repetirse. De hecho, el siglo XX es el siglo de los genocidios. Armenios, bosnio-musulmanes, ruandeses, tamiles y mayas sufrieron políticas raciales orientadas al exterminio. Los crímenes de guerra cometidos por Estados Unidos en Vietnam o los franceses en Argelia no respondieron exclusivamente a motivaciones políticas. El odio racial desempeñó un papel notable en las represalias contra los insurgentes. Los crímenes de los jemeres rojos o de otras dictaduras comunistas poseen un sesgo más ideológico, pero hay una idea común que sirve de motor en todos los casos: la deshumanización del adversario, su «deshominización». Es necesario ubicar a las víctimas en el conjunto de plagas dañinas –«gusanos», «ratas», «cucarachas»− para inhibir los impulsos de compasión que suscitan nuestros iguales, particularmente cuando se trata de niños, mujeres, ancianos o enfermos. El genocidio perpetrado por los nazis con la ayuda de las milicias fascistas de los distintos países ocupados no es una página negra de la historia, sino la exacerbación de un concepto de la cultura. «La historia de los campos de destrucción –advierte Primo Levi− debería ser entendida por todos como una siniestra señal de peligro». Su aviso se revelará profético en las décadas posteriores. Los campos de concentración surgirán de nuevo durante la guerra de Bosnia-Herzegovina. Otra vez, cuerpos desnutridos y ojos afiebrados detrás de una alambrada.

Primo Levi, añade, reconoce que escribió Si esto es un hombre para satisfacer la necesidad de «una liberación interior», pero su ejercicio individual y el de otros supervivientes adquirió enseguida el carácter de catarsis colectiva. Puede afirmarse que la narración del sufrimiento de los testigos de la Shoah aplacó temporalmente en muchas conciencias los impulsos más destructivos de la cultura europea. El recuerdo de los deportados abocados a trabajar en el fango, luchando cotidianamente por medio panecillo, o de las mujeres con la cabeza rapada, el regazo helado y la mirada extraviada, se convirtió en un poderoso argumento para luchar por una sociedad democrática, libre y plural, donde no pudiera esgrimirse ningún pretexto para pisotear los derechos humanos. Si esto es un hombre formula un nuevo imperativo moral: que Auschwitz no se repita, que las políticas de exterminio no reaparezcan en la historia. Ese imperativo no pudo frenar la aparición y propagación del archipiélago Gulag, ni los crímenes de las dictaduras latinoamericanas, pero sirve como referencia permanente de lo que significa ser hombre: básicamente, no negar la humanidad del otro, en particular cuando opone resistencia a nuestra visión del mundo, esbozando puntos de vista alternativos. «El primer oficio de un hombre –escribe Primo Levi− es perseguir sus propios fines por medios adecuados». Los «medios adecuados» marcan la diferencia entre una democracia y una dictadura. La muerte del adversario no puede legitimarse en ningún caso, sin incumplir ese oficio que nos define como especie moral y racional. Primo Levi empieza a comprender lo que significa el totalitarismo cuando recibe los primeros golpes. Golpes propinados metódicamente, sin ira, cumpliendo un protocolo que se considera necesario. Levi y sus compañeros reaccionan con estupor: «¿Cómo es posible golpear sin cólera a un hombre?» La respuesta es relativamente sencilla: destruyendo su humanidad, degradándolo a la condición de no-hombre.

El ser humano, añade más adelante, anhela la felicidad, pero la realidad suele arrojar obstáculos a su paso, frustrando esa aspiración. Paradójicamente, esos obstáculos a veces lo ayudan a sobrevivir. La resignación es un sentimiento mucho menos eficaz que el instinto primario de no morir. Soportar la sed, los golpes, el frío, el hambre, constituye una meta inmediata, que evita caer en la angustia y la desesperación. Durante el viaje a Auschwitz, cada minuto representa un reto, pues el paso del tiempo, lejos de producir alivio, actúa como un impulso descendente. El mundo exterior comienza a difuminarse hasta producir un absoluto pavoroso: el ser-ahí de una conciencia arrojada a un vagón de ganado, donde la humanidad sólo es «una masa humana confusa y continua, torpe y dolorosa». El nivel de sufrimiento de los deportados en ese tren se mide por un dato horripilante, que nos facilita Primo Levi con relativa serenidad: «Entre las cuarenta y cinco personas de mi vagón tan solo cuatro han vuelto a ver su hogar; y fue con mucho el vagón más afortunado».

Aunque la rampa de Auschwitz ha pasado a la posteridad como la palanca de un feroz darwinismo político, social y racial, continúa diciendo, Primo Levi señala que las selecciones no se realizaban siempre de forma racional, separando a los útiles de los improductivos. A veces, «entraban en el campo los que el azar hacía bajar por un lado del convoy; los otros iban a las cámaras de gas». Podría interpretarse este dato como un gesto de negligencia o brutalidad, pero en realidad refleja la esencia del poder totalitario. En política, la arbitrariedad funciona como una poderosa herramienta. Su misión es poner de manifiesto que –potencialmente− todo individuo puede ser detenido, torturado y asesinado. Si el poder limita o racionaliza su forma de proceder, recorta su capacidad de intimidación y renuncia a sus privilegios, sometiéndose al imperio de lo previsible o inteligible. Al igual que Dios, el Estado totalitario no rinde cuenta de sus actos, complaciéndose en la perplejidad que causan sus disposiciones. Ni Abrahán ni Job entienden al Dios que les aflige sin motivo, pero aceptan ciegamente su voluntad, violando –si es necesario− cualquier límite moral.

Levi refiere que los supervivientes de la primera selección observan a los deportados con asombro, dice más adelante. No parecen hombres, sino espectros: la cabeza inclinada, la mirada humillada, los brazos rígidos. Sucios, silenciosos, caminan torpemente en pequeñas formaciones de tres: «Nosotros nos mirábamos sin decir palabra. Todo era incomprensible y loco, pero habíamos comprendido algo. Esta era la metamorfosis que nos esperaba. Mañana mismo seríamos nosotros una cosa así». No es descabellado pensar que mientras Abrahán subía al monte Moriá, con Isaac maniatado y preparado para el sacrificio, especuló que la orden de asesinar a su hijo constituía una locura incomprensible. Su sumisión no expresa confianza, sino una dramática pérdida de autonomía moral y un temor ilimitado. La función del Lager es lograr algo semejante: obediencia ciega, terror, muerte en vida. Primo Levi nos proporciona una precisa descripción de ese estado de humillación e indefensión que solemos identificar con el infierno: «Hoy, en nuestro tiempo, el infierno debe ser así, una sala grande y vacía y nosotros cansados teniendo que estar en pie, y hay un grifo que gotea y el agua no se puede beber, y esperamos algo realmente terrible y no sucede nada y sigue sin suceder nada. ¿Cómo vamos a pensar? No se puede pensar ya, es como estar ya muerto. Algunos se sientan en el suelo. El tiempo transcurre gota a gota».

Por esas fechas, añade el profesor Narbona, Primo Levi es un joven con estudios de química y con escasas dotes como partisano. Cree en la razón. Cree en el hombre. Nunca llegará a abdicar de ese ideario. No caerá en el pesimismo antropológico, ni flirteará con la misantropía, pero la llegada a Auschwitz lo sitúa «al otro lado», en un territorio opaco, arbitrario, dominado por una penumbra moral hasta entonces desconocida. ¿Cómo pudo sobrevivir ese humanismo racionalista entre las alambradas, librándolo del nihilismo de un Jean Améry o la desesperación de Paul Celan? Sólo podemos seguir el rastro de sus palabras, buscando una respuesta que siempre resultará insuficiente, pues no existen palabras capaces de reflejar el grado cero de humanidad asignado a las víctimas del poder totalitario. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt