viernes, 2 de mayo de 2025

De las viñetas del blog de hoy viernes, 2 de mayo de 2025

 




























jueves, 1 de mayo de 2025

De las entradas del blog de hoy jueves, 1 de mayo de 2025, Día Internacional del Trabajo

 





Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz, jueves, 1 de mayo de 2025. Mi primera experiencia de Europa, comenta en la primera de las entradas del blog de hoy el escritor y Premio Cervantes, Sergio Ramírez, fue la de vivir en una ciudad partida por un Muro que trazaba una línea divisoria entre dos mundos opuestos, y dos maneras radicalmente diferentes de concebir la vida. La segunda es un archivo del blog de mayo de 2009 en la que el politólogo José Ignacio Torreblanca hablaba sobre el inicio de la caída del Telón de Acero un 2 de mayo de hacía 20 años atrás, recordando que era de una generación que todavía pudo cruzar Checkpoint Charlie, pasear por un Berlín oriental lleno de Trabants, sobrecogerse ante las miradas inquisitoriales y las botas de caña alta de la temible Volkpolizei y contemplar una desolada y vacía Puerta de Brandenburgo. El poema del día, en la tercera, es de la poetisa estonia Maarja Kangro, se titula "Higiene", y comienza así: "Me lavo los dientes tres veces al día./Me ducho todos los días./Me cambio la ropa interior todos los días./Me peino varias veces al día". Y la cuarta y última, como siempre, son las viñetas de humor, pero ahora, como decía Sócrates, "Ιωμεν" (toca marchar); volveremos a vernos mañana si las Euménides y la diosa Fortuna lo permiten. Sean  felices, por favor. Tamaragua, amigos míos. HArendt












Del abismo de la Historia






 

Mi primera experiencia de Europa, comenta en El País [Desde el fondo del abismo de la Historia, 26/04/2025] el escritor y Premio Cervantes, Sergio Ramírez, fue la de vivir en una ciudad partida por un Muro que trazaba una línea divisoria entre dos mundos opuestos, y dos maneras radicalmente diferentes de concebir la vida. Hace medio siglo, comienza diciendo Ramírez, emprendí el camino que de manera ritual hacen a Europa los escritores latinoamericanos en ciernes, sólo que mi destino fue Berlín, y no París, o Barcelona, como era usual entonces. Tenía 30 años y un cargo burocrático muy prometedor en Costa Rica, recién electo secretario general del Consejo de Universidades de Centroamérica; pero creía firmemente que mi destino era la literatura, de modo que en 1973 renuncié al puesto y acepté una beca del programa de artistas residentes de Berlín occidental, que convocaba a artistas plásticos, George Hamilton y Edward Kienholz ese año, y cineastas, músicos, escritores de todas partes del mundo, entre ellos no pocos de Europa Oriental, la que entonces se hallaba del otro lado del “telón de acero”, entre ellos mi amigo el poeta Marin Sorescu de Rumania, ya muerto.

Mi primera experiencia de Europa fue la de vivir en una ciudad partida por el Muro levantado en 1961 por el Gobierno de la República Democrática Alemana, el país creado tras el final de la Segunda Guerra Mundial en el territorio que le había tocado a la Unión Soviética en el reparto; un Muro que, a su vez, trazaba una línea divisoria entre dos mundos opuestos, y dos maneras radicalmente diferentes de concebir la vida, la sociedad y a los seres humanos.

Parte de esa experiencia era explorar el otro lado, Berlín oriental. ¡Cuidado, está dejando usted Berlín occidental! Sarro sobre el rótulo donde se hallaba escrita la advertencia, esqueletos de edificios, ventanas clausuradas con tablones, puertas tapiadas con ladrillos, calles partidas por la mitad, paredes aún enteras en pie como un decorado de teatro, las mujeres que se asomaban a los balcones de los edificios grises a cada lado para mirarse de lejos; en el baldío junto al muro, la tierra de nadie, la cerca de obstáculos en cruz, las torres de vigilancia, y el Muro como el largo convoy de un tren de carga detenido para siempre en las vías, pintarrajeado del lado occidental por manos anónimas, y marcado por las cruces que recordaban a quienes quisieron atravesarlo y perecieron rafagueados en el intento.

La caída de ese Muro en 1989 representó todo un cataclismo geopolítico que volvió a cambiar la geografía, como había ocurrido en 1945 en Potsdam, y los países de Europa Oriental fueron siendo atraídos hacia la entidad que conocemos hoy como la Unión Europea, incluidas varias de las repúblicas que formaron parte de la Unión Soviética, que no sobrevivió a aquel cataclismo. Pero, aún reducida geográficamente, resurgió la de todas maneras inmensa Rusia imperial, con un nuevo zar que revive la ambición hegemónica frente a Occidente en Ucrania, la nueva frontera divisoria en disputa.

Dos años intensos y aleccionadores vividos en Berlín occidental, una ciudad que, siendo una isla dentro del territorio de la RDA, funcionaba como un brillante escaparate de las virtudes de Occidente, y también de sus miserias, en medio de los fuegos artificiales de la Guerra Fría; la vieja ciudad trepidante de la República de Weimar que prefiguraba la Metrópolis distópica de Fritz Lang, y patente en la novela Berlín Alexander Platz de Alexander Döblin, y en las pinturas expresionistas de Max Beckmann o Ernst Kirchner; la ciudad luminosa y perversa en cuyo centro, atravesado por el muro, aún crecía la hierba entre las ruinas del Reichstag, y que resucitaba en la película Cabaret, basada en la novela Adiós a Berlín de Christopher Isherwood, en cartelera en los cines durante toda mi estancia allí.

Una ciudad abierta a todos los vientos, donde aún vibraban en el aire los enconados debates ideológicos prendidos por el movimiento estudiantil de 1968, que había sacudido a Alemania tanto como a Francia; y en los salones y los corredores de la Universidad Libre de Berlín se alineaban las mesas donde se distribuían hojas volantes y folletos de las decenas de tendencias políticas de la izquierda, como en un bazar, y en los mítines, los jóvenes cabecillas de los bandos intelectuales en pugna, que debatían sobre la lucha de clases, se sentían triunfantes cuando lograban sentar en el presidio a algún obrero de verdad.

A Berlín llegaban para entonces en oleadas los trabajadores temporales, los Gastarbeiter, y Kreuzberg y Neukölln comenzaban a convertirse en los barrios de los inmigrantes turcos. Llegaban también trabajadores yugoslavos, y en otras partes de Alemania se asentaban portugueses, italianos, griegos, españoles, cuando el fenómeno de la migración, que luego se volvería global, se daba dentro de Europa misma, desde el sur más pobre hacia el norte más próspero.

Norte y sur estaban entonces a mano, eran territorios vecinos que se tocaban. Tras la caída del fascismo y el fin del Tercer Reich, apenas 30 años atrás, era en el norte europeo donde florecían las democracias de la postguerra, inseparables del Estado de bienestar, mientras en el sur europeo aún sobrevivían las dictaduras, como piezas vivas de museo, pero que en esos años empezaban a desaparecer, como puso en evidencia el asesinato de Carrero Blanco en Madrid en diciembre de 1973, en la antesala del fin del franquismo. Y me recuerdo marchando por la Kurfürstendamm hacia Wittenbergplatz, en las multitudinarias manifestaciones reclamando la caída de Franco, o para celebrar la revolución de los claveles en Portugal en abril de 1974, y el derrumbe de la dictadura de los coroneles en Grecia en julio de ese mismo año, en medio de las voces de los trabajadores emigrantes que clamaban ¡eleutería y tánatos!, ¡libertad o muerte!

En Europa se pasaba página a las dictaduras, y en América Latina seguían reverdeciendo. Llegué a Berlín en agosto de 1973, y un mes después se daba el golpe militar en Chile que ponía fin al Gobierno de Salvador Allende. Decenas de exiliados empezaron a arribar en Alemania, sacados con salvoconductos de las embajadas donde se habían asilado por gestiones de Willy Brandt, entonces canciller federal.

No lo conocí entonces, sino años después, una de las figuras que construyó el siglo XX europeo, y la Europa que conocemos hoy, y que dejó en mí una huella indeleble. Pocos años atrás, en diciembre de 1970, durante una visita a Polonia en busca del acercamiento de aquellas dos Europas entonces tan opuestas, en un sorpresivo acto de coraje se había puesto de rodillas frente al monumento que conmemora el levantamiento de los judíos en el gueto de Varsovia. “Desde el fondo del abismo de la historia alemana y bajo el peso de millones de muertos, hice lo que los seres humanos hacen cuando las palabras fallan”, escribió luego en sus memorias.

El 24 de abril de 1974, Günter Guillaume, su secretario personal, fue detenido bajo el cargo de espía de la Stasi, los servicios secretos de Alemania Oriental. Dos semanas después, el 6 de mayo, Brandt anunció su renuncia al cargo.

Su rostro entonces en las portadas de los periódicos era sombrío, un hombre derrotado por los juegos secretos de la Guerra Fría. Pero la figura suya que sobrevive es aquella de su foto de rodillas, pidiendo perdón por el genocidio perpetrado por el nazismo, que un día había logrado entronizarse en su país. Pedía perdón por el pasado, para que no volviera a repetirse. Sin gestos como el suyo, la Europa de hoy, enfrentada a nuevas amenazas, no sería posible. Sergio Ramírez es escritor y premio Cervantes.

















[ARCHIVO DEL BLOG] Mayo (Post scríptum). Publicado el 06/05/2009











¡Otro al que mayo le ha puesto sentimental!... Me refiero al profesor de Ciencia Política de la UNED, José Ignacio Torreblanca, que comenzaba su artículo "Agridulce aniversario" (El País, 04/05/09) sobre el inicio de la caída del Telón de Acero un 2 de mayo de hace 20 años, con estas palabras: "Soy de una generación que todavía pudo cruzar Checkpoint Charlie, pasear por un Berlín oriental lleno de Trabants, sobrecogerse ante las miradas inquisitoriales y las botas de caña alta de la temible Volkpolizei y contemplar una desolada y vacía Puerta de Brandenburgo". Es cierto; se me pasó por completo ese aniversario en mi comentario, "Mayo", de hace unos días, pero el artículo del profesor Torreblanca me ha hecho recordar con nitidez la historia que él recrea y que todos vimos, atónitos, por televisión: la fuga masiva de alemanes orientales hacia Austria, en los primeros días de mayo de 1989, aprovechando el desmantelamiento de los controles fronterizos entre Hungría y Austria que el gobierno magiar llevó a cabo de manera unilateral. Por ese "inmenso pequeño hueco" de sólo ocho kilómetros de longitud, comenzó a deshilacharse el universo soviético. Seis meses después caía el Muro de Berlín, y apenas año y medio más tarde desaparecía la propia Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas. ¡Todo a una velocidad de vértigo!... No es extraño que los que lo vivieron (y los que lo recordamos) nos pongamos sentimentales ante aquel convulso y acelerado proceso de transformación histórico.
Aprovecho también este "post scríptum" para decir, a un nivel mucho más personal e intimista, que mayo es también el cumpleaños de mis amigas Marisa, Fabiola, Vicky, Noelia, Inés y Maite, y de mi amigo Frederic; y el de mis queridas cuñadas Carmen y María Auxiliadora; el Día del Abuelo en el colegio de mi nieto Gabriel (en el que voy a contar a sus compañeros de clase un cuento); el de la Primera Comunión de mi sobrina-nieta chicharrera, Diana; el aniversario de la fundación del Estado de Israel; y, eso espero, el mes en el que el F.C. Barcelona ganó la Champions, la Liga española y la Copa del Rey... Un mes completito, sí señor. Para recordarlo... Les dejo con el artículo de José Ignacio Torreblanca, titulado Agridulce aniversario (El País, 04/05/2009). Dice así:
Soy de una generación que todavía pudo cruzar Checkpoint Charlie, pasear por un Berlín oriental lleno de Trabants, sobrecogerse ante las miradas inquisitoriales y las botas de caña alta de la temible Volkpolizei y contemplar una desolada y vacía Puerta de Brandenburgo. Afortunadamente, el siglo XX es ya hoy una fotografía en sepia, el muro de Berlín una reliquia para curiosos y la estrella roja un souvenir que se compra en los mercadillos de los domingos. La vieja sede del Partido Comunista alemán (el SED) a orillas de un canal del Spree, que antes fuera el Reichsbank de Hitler, alberga hoy al Ministerio de Exteriores así que un académico como yo puede guardar entre su colección de anécdotas el haberse dirigido a sus colegas de la asociación de estudios transeuropeos exactamente desde el mismo podio en el que Erich Honecker y Egon Bahr arengaban a los cuadros del partido. Nuestra vieja Europa es tan fantástica que en la vieja sede del Reichsbank y el SED te puedes tomar un café en una terraza acristalada y comprarte los últimos libros de política internacional mientras el diplomático con el que te has citado sale a buscarte. Tanta normalidad en una ciudad que es el epicentro del siglo XX resulta incluso surrealista.
Cuando este año celebremos el 20º aniversario de la caída del muro de Berlín, es decir, del comienzo del siglo XXI, conviene recordar que en la práctica todo comenzó en los astilleros polacos de Gdansk cuando unos pocos sindicalistas perdieron el miedo. Y, a todos los efectos, terminó cuando las autoridades húngaras decidieron, el 2 de mayo de 1989 (hace 20 años), desmantelar las alambradas en ocho kilómetros de su frontera con Austria, lo que permitió a miles de alemanes orientales huir en masa. En sólo tres meses, por ese pequeño agujero, el bloque soviético se disolvió como un azucarillo.
Aunque la ampliación al Este de la Unión Europea tardaría todavía quince años en materializarse, puede decirse sin miedo a equivocarse que la reunificación de Europa arrancó en aquel momento, cuando el entonces ministro de Exteriores alemán, Hans-Dietrich Genscher, se dirigió al pueblo húngaro y solemnemente prometió, "jamás olvidaremos este acto de humanidad". El resto lo puso el portavoz de Gorbachov, Guennadi Gerasimov, que preguntado acerca de si seguía vigente la Doctrina Bréznev, que obligaba a la URSS a intervenir en cualquier país de su órbita que se desviara de la ortodoxia comunista, despreocupadamente respondió que en adelante Moscú seguiría la Doctrina Sinatra (en referencia a la canción A mi manera, I did it my way). Un divertido final para un siniestro Pacto de Varsovia que había aplastado las revoluciones húngara y checa en 1956 y 1968.
Todo ello nos ha llevado a algunos a celebrar con especial orgullo el 1 de mayo pasado, quinto aniversario de la mal llamada "ampliación al Este" de la UE. Mal llamada "al Este" dado que, en realidad, Praga está más al Oeste que Viena. Pero como sabemos los españoles (que sufrimos durante mucho tiempo las consecuencias del "África comienza en los Pirineos"), la geografía es una ciencia política, así que desde que Stalin y Churchill se repartieran Europa en la servilleta que acompañaba a su café en Yalta, la noción de Europa Central desapareció en el sumidero de la historia, quedando sólo como una referencia cultural para minorías ilustradas.
Hay quienes dicen hoy que la ampliación del 2004 se hizo demasiado rápido, como si quince años de peregrinaje para volver a Europa fueran pocos. Tampoco faltan los que achacan a la ampliación todos los males que aquejan a la UE, olvidando que fueron franceses y holandeses los que nos privaron de una Constitución Europea. Sin olvidar la brecha atlántica que en tiempos de Bush dividió a Europa, que recorrió Este y Oeste de Europa a partes iguales. Y también están los que dicen que no hemos digerido esta ampliación, ¡Como si hubiésemos digerido la de 1973 al Reino Unido, Irlanda y Dinamarca! Europa ya era inevitable y exasperantemente diversa antes de 2004.
Por eso, este 1 de mayo ha sido un aniversario agridulce: dulce porque Europa está unida y en paz después de un terrible siglo XX, pero agrio, porque son pocos los que saben lo que tienen que celebrar, muchos los que consideran a los nuevos miembros como una rémora y demasiados los que están dispuestos a aceptar que siga habiendo europeos de primera (miembros privilegiados del euro y otras políticas) y de segunda (cuya integración sigue incompleta). Terminados los actos conmemorativos, muchos albergamos la misma secreta esperanza: la de que dentro de cinco años no sea necesario celebrar nada, lo que ofrecerá la prueba definitiva de que "Europa del Este" ha dejado de existir definitivamente en nuestra geografía política. Sean felices. Tamaragua, amigos. HArendt


















Del poema de cada día. Hoy, "Hügieen" / "Higiene", de Maarja Kangro

 







HÜGIEEN



Ma pesen hambaid kolm korda päevas.

Ma käin duši all iga päev.

Ma vahetan aluspesu iga päev.

Ma kammin juukseid mitu korda päevas.

Ma kasutan deodoranti.

Ma lõhnan hästi.

Ma olen puhas.

Ma olen korralik.

Ma olen terve.

Ma olen eeskujulik.

Ma olen peaaegu ideaalne.

Ainult et mu süda on must.

Ja mu mõtted on räpased.

Ja mu uned on ropud.

Ja mu fantaasiad on perverssed.

Ja mu keel on terav nagu nuga.

Ja mu naer on kibe.

Ja mu silmad on külmad.

Ja mu käed on kleepuvad.

Ja mu jalad on väsinud käimast valedel teedel.

Aga ma pesen hambaid kolm korda päevas.




***




HIGIENE



Me lavo los dientes tres veces al día.

Me ducho todos los días.

Me cambio la ropa interior todos los días.

Me peino varias veces al día.

Uso desodorante.

Huelo bien.

Estoy limpio.

Soy correcto.

Estoy sano.

Soy ejemplar.

Soy casi perfecto.

Solo que mi corazón es negro.

Y mis pensamientos son sucios.

Y mis sueños son obscenos.

Y mis fantasías son perversas.

Y mi lengua es afilada como un cuchillo.

Y mi risa es amarga.

Y mis ojos son fríos.

Y mis manos son pegajosas.

Y mis pies están cansados de andar por caminos equivocados.

Pero me lavo los dientes tres veces al día.




***




MAARJA KANGRO (1973)

poetisa estonia




















De las viñetas de humor de hoy jueves, 1 de mayo de 2025

 






































miércoles, 30 de abril de 2025

De las entradas del blog de hoy miércoles, 30 de abril de 2025

 





Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz miércoles, 30 de abril de 2025. Puede ser que el único antídoto eficaz contra la envidia consista en negarse en redondo a competir con nadie, se dice en la primera entrada del blog de hoy, salvo con uno mismo. La segunda es un archivo del blog de mayo de 2017 en la que se comentaba que el líder de Podemos, Pablo Iglesias, siempre fingía apuntar a un blanco cuando disparaba a otro. El poema de hoy en la tercera se titula La sangre que corre entre mis muslos, es de la poetisa finlandesa Matilda Södergrand, y comienza con estos versos: La sangre que corre entre mis muslos se convierte/en piel humana, me reduce. No soy una persona./Me preparo para él y su cohorte,/me hago bebible. Aireo el humus. Y la cuarta y última, como siempre, son las viñetas de humor, pero ahora, como decía Sócrates, "Ιωμεν" (toca marchar); volveremos a vernos mañana si las Euménides y la diosa Fortuna lo permiten. Sean  felices, por favor. Tamaragua, amigos míos. HArendt










De la envidia y la felicidad

 






Puede ser que el único antídoto eficaz contra la envidia consista en negarse en redondo a competir con nadie, salvo con uno mismo, comenta en El País [Por qué no somos felices, 26/04/2025].  En una entrevista reciente, comienza diciendo Cercas, Eduard Fernández confiesa: “Me gustaría no ser envidioso, pero no lo conseguiré, así que lo asumes y ya está. Me digo: pero ¿de qué tengo envidia? ¡Si me va muy bien!”. Estas palabras demuestran que, además de ser un gran actor, Fernández debe de ser un tipo valeroso y honesto: hay que serlo para decir una cosa así, porque quien confiesa que envidia confiesa que se siente inferior; también, que no es un hombre particularmente feliz.

No puede serlo un hombre envidioso. En La conquista de la felicidad, Bertrand Russell argumenta que una de las causas fundamentales de nuestra infelicidad es la envidia (otra, añadiría yo, es el miedo: por eso Walter Benjamin escribió que la felicidad consiste en vivir sin temor); el problema es que, igual que nadie es inmune al miedo, nadie es inmune a la envidia, una de las pasiones más arraigadas, sobre todo en sociedades que, como las nuestras, han llevado el espíritu de competición hasta el delirio (o hasta el ridículo). Pero no solo en las nuestras: Russell duda que Simeón el Estilita —quien a principios del siglo V pasó 37 años subido a la minúscula plataforma de una columna— hubiera estado muy satisfecho si se hubiera enterado de que otro santo había pasado más tiempo que él en una plataforma todavía más minúscula. Es una duda razonable. El envidioso no solo desea hacer daño al envidiado y poner en práctica su deseo —sobre todo si puede hacerlo con impunidad—, sino que se hace infeliz a sí mismo; esto emparenta la envidia con el odio: quien envidia, igual que quien odia, es como el que bebe un vaso de veneno creyendo que va a matar a otro; también la emparenta con el odio la insatisfacción crónica de ambos, su avidez universal: como dice Russell, quien desea la gloria puede envidiar a Napoleón, pero Napoleón envidiaba a César, César envidiaba a Alejandro y Alejandro probablemente envidiaba a Hércules, que ni siquiera existió. El cine y la literatura le han dado muchas vueltas a este infortunio. En Amadeus, Miloš Forman dramatizó el calvario que atraviesa un triste, esforzado y mediocre Antonio Salieri a manos de la genialidad precoz, alegre y gamberra de Mozart. Menos conocido, pero no menos memorable, es un relato también protagonizado por músicos, obra de Dino Buzzati: El músico envidioso. En él se refiere la historia de Gorgia, un compositor a quien todo le va tan bien como a Eduard Fernández —es famoso, tiene dinero, goza de buena salud y de excelente reputación—; su desgracia es que padece una envidia tan enfermiza que su mujer y sus amigos, apiadados de él, intentan ocultarle la aparición de un genio musical, y que, cuando el desdichado Gorgia lo descubre, y para colmo resulta que es un compositor de su misma edad, hasta entonces desconocido y despreciado por todos, se sume en una desesperación sin confines. El final del cuento es un retrato del infierno: para Gorgia, “toda alegría había acabado. Ni siquiera podía ofrecer ese dolor suyo a Dios, porque, ante esta clase de dolores, Dios se indigna”. Russell piensa que un antídoto contra la envidia es la admiración: si Salieri y Gorgia hubieran admirado sin reservas a sus dos némesis, no solo hubieran sido menos desdichados; también hubieran sido mejores músicos, porque hubieran podido aprender de la superioridad de sus rivales. Puede ser. Pero también puede ser que el único antídoto eficaz contra la envidia consista en negarse en redondo a competir con nadie. Salvo con uno mismo.

¿Todo es pernicioso en la envidia? ¿Ésta solo acarrea calamidades? Optimista irredento, Russell piensa que no, que la pasión igualitaria, indisociable de la envidia, inspiró la democracia en la Grecia antigua (“Nadie debe sobresalir entre nosotros”, decían los ciudadanos de Éfeso para escándalo de Heráclito) e inspira la democracia y el socialismo modernos. También piensa que la envidia es, en parte, la expresión inevitable de un “dolor heroico” —el dolor de quienes caminamos a ciegas en la noche— y que, para salir de esa oscuridad sin esperanza, el ser humano debe aprender a transcender su yo y a adquirir “la libertad del universo”. Qué envidia. Javier Cercas es escritor y académico de la Real Academia Española.