viernes, 12 de julio de 2024

Del malmenorismo

 








Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz viernes. El voto a la contra, apostando por el mal menor, se extiende en tiempos en los que la ultraderecha acecha, dice en la primera de las entradas de hoy la politóloga Máriam Martínez-Bascuñán; en caso de duda a mi no me parece una mala opción. Ya la preconizaba en su día el sociólogo Karl Popper. La segunda, un archivo del blog de julio de 2014, nos recuerda las opiniones de la filósofa Martha Nussbaum sobre algunas falacias de la economía y el derecho. El poema de hoy, de la poetisa belga Agnès Henrard, lleva el título de Velar bajo los ríos. Y para terminar, como cada día, las viñetas de humor. Espero que todas ellas les resulten interesantes. Y sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico, al menos inténtenlo. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos. harendt.blogspot.com







‘Malmenorismo’: el drama de votar una y otra vez con la nariz tapada
MÁRIAM MARTÍNEZ-BASCUÑÁN
07 JUL 2024 - El País -harendt.blogspot.com

Cuando aún parecía posible controlar la explosión de fuerzas que abrió el camino a los Donald Trump del mundo, se produjo un intenso debate sobre la munición y armamento que debía desplegar el candidato contrincante. El Partido Demócrata, finalmente, decidió que la mejor manera de batir a Trump, el autodenominado representante del pueblo contra el corrupto sistema, era que Hillary Clinton, la mujer “más preparada” de la historia y la encarnación del establishment en la Tierra Prometida, humillase a aquel cantamañanas. Hoy sabemos que llamar “indeseables” a los potenciales votantes de Trump, como hizo Clinton, no fue la forma más eficaz de convencerlos para que cambiaran de idea. Se cuestionó entonces la idoneidad de su perfil para una elección tan existencial, pero confesemos que a todos nos parecía obvio que, en uno de los momentos más delicados de la historia, lo razonable era votar por ella.
Y apareció entonces la divina Susan Sarandon negándose a optar por el menor de los males. La actriz lo expresó con elocuencia. ¿No le alegraría que una mujer llegara a la presidencia? Pues no, dijo la Sarandon. Ella no votaba “con la vagina”. La protagonista de Thelma & Louise y Atlantic City, reconocida voz progresista, encarnaba la visión maniquea con la que todos solemos ver el mundo. En la vida aprendemos que elegimos siempre entre un bien y un mal que podemos discernir e identificar con nitidez, apostando claramente por uno de ellos sin pasar por la senda de la contradicción o la lógica dilemática. Mi visión del mundo busca el bien, ergo… Pero al síndrome Sarandon se le oponía la salida malmenorista, la que consiste en ir sorteando siempre el mal, sí, pero el mal mayor. Frente a la llamada a la justicia aunque el mundo perezca, la política consiste en saber colocarse allí donde nos obligamos a ser conscientes de que cada opción nos enfrenta a una pérdida, y que hemos de medir esa pérdida por su consecuencia. Pero, ¡ay!, ¿qué quiere decir esto?
Volvamos a Sarandon, y que me perdone. Que decidiese basándose en un principio ignorando la consecuencia de su decisión implicaba exactamente esto: no votaría por alguien como Clinton, representante del apestoso y mainstream feminismo liberal del techo de cristal, y le daba igual la consecuencia: ver en el poder a quien declaraba sin tapujos que “si eres famoso puedes hacer con ellas lo que quieras”. Por cierto, que Trump nombraría más tarde juez de la Corte Suprema a Brett Kavanaugh, sospechoso de abusos sexuales, voto decisivo para la posterior eliminación del derecho constitucional al aborto en EE UU. Aunque habrá para quien lo importante sea que hubiera gente fiel a sus principios porque, en el fondo, esta postura tiene algo de virtud: la impecabilidad permite sobrevolar las tensiones dolorosas que implicaría una escisión ética. Mejor guardarse de la vida.
Reconozcamos también que, una década después, el argumento del mal menor es incapaz de absorber el ritmo de los acontecimientos. Tras el famoso debate Trump versus Biden, la elección presidencial en EE UU sitúa a los votantes ante un dilema endiabladamente imposible, a pesar de que de nuevo nos sintamos capaces de identificar el mal menor. Pero con todo, lo más descorazonador para la democracia, ha dicho Fernando Vallespín en este periódico, “es la pauta que una y otra vez sale a la luz en todas y cada una de las elecciones donde se amenaza con la victoria de algún contendiente populista”. La política del mal menor o su abuso: el desgaste provocado por su uso deslegitimador.
Es cierto que Macron ganó a Le Pen en 2017 haciendo campaña con la bandera europea en plena ola nacionalpopulista, prometiendo alejar a la ultraderecha del poder y corregir sus modos jupiterinos. Menos convincente, sin embargo, resultó después aquel Matteo Renzi candidato del Partido Democrático a las generales de 2018, cuando su airado “¡No a un Gobierno con extremistas!” se tradujo en la victoria del Movimiento 5 Estrellas. La condena moral a los populistas los convirtió en la opción más atractiva en un momento en el que romper con el statu quo otorgaba un notable sex appeal, como pasó con Sánchez como joven challenger contra el aparato de un PSOE entregado a Susana Díaz. El grito de Renzi ilustraba lo que John Gray describió como liberalismo paranoico, ese que al ver en cada paso “desastres y males diabólicos” elude formular cualquier autocrítica. Y pronto se confirmó que presentarse a unas elecciones afirmando representar a las fuerzas del bien ya no funcionaba, o parecía tener menos efecto. Que se lo digan al Partido Socialista de la Comunidad de Madrid en las últimas elecciones que Ayuso ganó por goleada. O en todas las celebradas desde 2003.
Cuando, por ejemplo, Macron ha hablado del “arco republicano” o del “frente republicano” como fortaleza para combatir a los bárbaros, a menudo lo ha hecho interesadamente, para descalificar a los extremos que están contra el partido en el Gobierno. El centro c’est moi. Pero describir siempre como una elección existencial cualquier contienda electoral supone crear una nueva división antipolítica, pues si siempre se vota con la nariz tapada, ¿qué más da el programa con el que se presente el candidato que encarna mi lado bueno de la historia? La salida malmenorista termina por encuadrar el debate en una posición que, de entrada, descalifica al adversario, y que evita así bajar al fango político y arremangarse para tratar de reconectar al país con un proyecto, unas ideas, no sé: un horizonte.
¿Recuerdan la última elección en la que no votamos contra nadie? ¿En la que no pretendieron movilizarnos para salvar la democracia? ¿Una elección “a lo Obama”, donde el candidato fue capaz de disolver las motivaciones negativas y movilizar desde la ilusión o la esperanza? Al menos, el #YesWeCan contenía la promesa de la democracia. Ni siquiera el laborista Starmer, con su aplastante victoria, ilusiona a nadie dentro de su electorado. De hecho, en su lugar se habla del voto protesta, un análisis que es también una forma de infantilizar al elector y despolitizar su gesto, como explica el sociólogo Jérémie Moualek. Porque, si la histórica movilización en la primera vuelta de las legislativas francesas ha dado un apoyo del 33,5% de los votos a Le Pen, ¿lo interpretamos de nuevo sólo desde la clave de la protesta? Además de descalificador, es simplista, pues crea una jerarquía maniquea de comportamientos electorales: quienes se adhieren frente a quienes protestan. Y, sin embargo, lo que mostraron los resultados de la primera vuelta fue un récord de triangulares donde la elevada participación benefició en realidad a los tres bandos en liza. La retirada de uno de ellos en la segunda vuelta creará la barrera contra el partido de Le Pen, pero en realidad no tenemos ni idea de cómo reaccionará el votante después de activar la lógica del bloqueo republicano. ¿Y si aumenta inexorablemente la abstención, como dicen los politólogos Céline Braconnier y Jean-Yves Dormagen? ¿Y cómo conjugar la lógica del bloqueo con el irrenunciable derecho a la representación de quienes votan a partidos extremistas? En menudo lío nos mete el malmenorismo.
El frente republicano podría ser un síndrome compartido cada vez por más democracias que parecen haber sobrevivido demasiado tiempo gracias a la salida malmenorista. Incapaces de rehabilitar sus proyectos y sus partidos, desde la política parecen pedirnos siempre el esfuerzo de ir a las urnas con la nariz tapada: otra manera de eludir sus responsabilidades. Hay, claro, partidos que directamente han desistido de ello y se muestran dispuestos a copiar sin tapujos o colaborar con la extrema derecha. Y he aquí, de nuevo, la gran duda. Por algo afirma el filósofo Jan-Werner Müller que la estrategia antipopulista es una de las cuestiones más difíciles de nuestro tiempo. Si los aislamos, los convertimos en víctimas de las élites políticas. Y tampoco es posible negar el derecho de representación a quienes votan por ellos. Pero al mismo tiempo, añade Müller, resulta peligroso entregarles el papel de verdaderos representantes de los olvidados, los indeseables, o de cualquier otra gastada pareja de opuestos retóricos con las que tanto nos gusta seguir funcionando. La escritora Lea Ypi considera un triunfo de la derecha política haber “logrado dominar el debate público persuadiendo a la ciudadanía de que los conflictos actuales se pueden reducir a una división entre una suerte de liberalismo cosmopolita y el comunitarismo”. Esto implica la ilusión de que todos nuestros conflictos pasan por la idea de pertenencia política: resolviendo a dónde pertenecemos, solucionamos todos nuestros problemas.
Pero por otro lado, ¿es posible aceptar hablar con los populistas negándose a hablar como ellos? Tal vez en la respuesta a esta pregunta encontremos el único camino no ensayado frente al efecto perverso del malmenorismo. Por supuesto que hay que hablar con todos ellos, incansablemente, lo que no significa que debamos seguir haciéndolo con sus formas y su lenguaje. Reconstruyamos ese espacio político que hemos abandonado, la democracia como diálogo y persuasión, en lugar de como combate. Reivindiquemos, en fin, el noble aburrimiento de las democracias frente a la épica de la guerra cultural. Porque después de los Trump del mundo llegan los Le Pen, y después quién sabe. Hablemos y propongamos y tal vez así consigamos convencer de nuevo a alguien de que el bien tal vez esté de nuestro lado: eso sí que sería apostar por el mal menor. Máriam Martínez-Bascuñán es politóloga.









[ARCHIVO DEL BLOG] Falacias de la economía y el derecho. [Publicada el 13/07/2014]











Una falacia típica de la ciencia estadística: Dos personas entran en un restaurante. Una de ellas pide dos platos de comida, dos frutas de postre, una botella de buen vino, otra de agua y un cafe. La segunda pide solamente un café. Pues bien la estadística nos dirá que cada una de esas dos personas ha pedido un plato de comida, media botella de vino, media de agua, una fruta de postre y un café.  Así funcionan algunas ciencias. Yo no entiendo gran cosa de economía, de denunciar falacias, un poco más... 
Hace unos días entré en un "chino" de la ciudad de Telde mientras mi mujer estaba en la consulta de su dentista para comprar unas plantas que me había encargado. No encontré las plantas, pero si una estantería con una buena tanda de libros que se vendían a 68 céntimos de euro cada uno. Para mi sorpresa, entre ellos uno de Martha C. Nussbaum, una profesora estadounidense, reciente Premio Príncipe de Asturias de Ciencias Sociales, y una de mis filósofas favoritas. El libro: Justicia poética (Editorial Andrés Bello, Barcelona, 1997). Ni que decir tiene que lo compré, aunque sigue siendo un misterio para mí que hacía un libro como ese en un lugar como aquel.
La tesis de Nussbaum en el libro citado, tesis que comparto, es la de que la literatura -la buena literatura, claro está- es un antídoto necesario contra el cientificismo superficial de tantos escritos de ciencias sociales (como el derecho o la economía) que inundan las librerías y las páginas de revistas y periódicos. Y para ello va a centrar su análisis en el comentario de una las obras maestras de la literatura universal: Tiempos difíciles, de Charles Dickens (1812-1870), obra que, por cierto, pueden leer o descargar gratuitamente en Internet. También hará numerosas referencias en su libro a obras de Walt Whitman y Adam Smith, y otras mucho más concretas a novelas como Hijo nativo, de Richard Wright; o  Maurice, de E.M. Forster, así como a famosas y controvertidas sentencias de la Corte Suprema de los Estados Unidos de América. 
Una de las falacias que denuncia Martha C. Nussbaum es la de la medición de la riqueza nacional expresada en cifras brutas como son las del PIB (producto interior bruto nacional) o la RPC (renta nacional per cápita). Y lo hace en uno de los capítulos de su libro que lleva el título de La lección de economía de Sissy Jupe, que toma de uno de los personajes de la obra de Dickens. 
La tosquedad de esas mediciones, dice Nussbaum, no habla de distribución de riquezas ni de ingresos, ni de la calidad de vida de una nación. Al centrarse solo en el aspecto monetario no dice como funcionan los seres humanos cuyas actividades económicas no están bien correlacionadas con el producto nacional bruto. No hablan de expectativas de vida, ni de hambre o mortandad infantil, ni de salud, educación o derechos fundamentales. Además, añade, ignoran las individualidades personales y utilizan una versión burda de las personas como contenedores de satisfacción, ignorando la maleabilidad de los deseos y satisfacciones, y que la gente infeliz acaba adaptándose a las circunstancias en que vive, pues las privaciones despojan a las personas de sus aspiraciones y del propio sentido de dignidad.
De lo que se trataría, añade citando al también economista y filósofo Amarthya Sen, es de preguntarse por el bienestar de la gente inquiriendo en que medida su forma de vida le permite funcionar en áreas diversas como la movilidad, la salud, la educación, la participación política o las relaciones sociales. Pero todo ello sin equiparar calidad a cantidad. 
Tiempos difíciles, dice la profesora Nussbaum, es un paradigma de esa situación. Brinda la información requerida para evaluar la calidad de vida y compromete al lector en la tarea de realizar su propia evaluación y ofrece perspectivas para el mejoramiento de la vida humana. De nosotros depende, dice, que tales cosas sucedan o no. En todo caso, concluye, está claro que la imaginación literaria es parte esencial de la teoría y la práctica de la ciudadanía. Sean felices, por favor, y ahora, como también decía Sócrates, "Ιωμεν": nos vamos. Tamaragua, amigos. HArendt












El poema de cada día. Hoy, Velar bajo los ríos, de la poetisa Agnès Henrard (1959)

 






VELAR BAJO LOS RÍOS

Si me horadas las alas, mantendré abiertos todos mis ojos indomables, los que escudriñan los desiertos, se burlan de los pantanos, reúnen las florestas bajo los ríos. Si me cortas las alas, haré danzar el ángel plegado bajo mis párpados.
Entonces ella cederá, pero no concederá nada a las palmas desconocidas que despojan sus caminos, en los olores mojados la floresta de mayo, reconocerá el flujo, lo vivo en ella, la irrupción, y beberá, labios y lengua bebidos por la otra boca, y por el ojo loco de hambre.
Un río, lentamente, los arrastraba hacia el mar, a menos que fuera ella quien viniera a su encuentro, ávida, pesada y violenta, mientras a lo lejos ardían las campiñas, mientras los senderos se ahogaban bajo los erizos e iban hacia el olvido.
Pero acechaban los cazadores y los perros, pisoteando la maleza, saqueando los huertos, aullando bajo el sol, despertando a los niños y a los amantes extenuados y adormecidos bajo los setos.
A cada uno su fuente y a cada uno su fuego, y si los vientres flamean, crecen también los ríos en las cavidades que se impregnan y quieren aprenderlo todo. A cada uno su deseo golpeando donde puede.
Aquel que golpea demasiado fuerte aguza, desuella el rostro. Entonces se echan al fuego los vientres y las crines. Entonces se atraviesa el camino que desafía el deseo y lo anega.
Ven, dice ella, ven a coger en mí el rudo relámpago, el canto estridente, el cielo de hierro, pero escucha los rebaños que enloquecen en mi sangre, me dan el hambre feroz, la fuerza de elevar mis velas y de proteger mis nidos.
¿Quién ha forzado mi pozo amurallado, roto mi nudo, chocado mi tronco bajo mis raíces? ¿Quién se alimenta de mi vigor, de mis fuerzas clandestinas, y me deja sin amparo?
Porque siempre se falta, perseguidos por el invierno y por las pequeñas muertes insolentes y crueles. Entonces vuelve la rabia que nos echa de las aldeas, nos hace perder el hilo, despavoridos y ciegos, nos hace aullar sobre las rocas batidas por los torrentes, el fango y los guijarros en una soledad árida y tan alejada de nosotros mismos.
Cada uno persigue su pista cortando los zarzales, hostigando los bosquecillos, desalojando los claros y los nidos hasta los viejos puentes ennegrecidos que hienden los recuerdos.

Agnès Henrard (1959)
Poetisa belga











Las viñetas de hoy

 





















jueves, 11 de julio de 2024

Del llanto de La Habana

 






Hola, buenos días a todos y feliz jueves. El espíritu de la otrora deslumbrante capital cubana sufre hoy, dice en la primera de las entradas del blog el escritor cubano Leonardo Padura, como organismo vivo que es, depresión, desidia y deterioro moral. En la segunda, un archivo de julio de 2018, se habla de aquel lejano verano de 1969 en el que un ser humano pisó por vez primera la Luna. La tercera es un bello poema, Las piedras, del poeta sueco Tomas Tranströmer (1931-2015). Y para terminar, como todos los días, las viñetas de humor. Espero que todas resulten de su agrado. Y sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico, al menos inténtenlo. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos. harendt.blogspot.com












La Habana llora
LEONARDO PADURA
07 JUL 2024 - El País - harendt.blogspot.com

Uno. Desde sus diversas perspectivas mucha gente ha sostenido que las ciudades son organismos vivos. Que en algunos casos incluso poseen, junto al cuerpo, un alma propia. Esa condición de ente palpitante, refrendada por los juicios de arquitectos, urbanistas, sociólogos, escritores y artistas, parece ser una realidad constatable, que se manifiesta a través del crecimiento, de las transformaciones y hasta convulsiones no siempre deseables de la trama urbana, que se pueden suceder ante nuestros ojos y, de manera evidente, en el plazo vital de una generación. En cambio, el privilegio de la posesión de esa alma intangible, más o menos perceptible, no resulta tan común y funciona a través de manifestaciones culturales e identitarias muy viscerales que, a lo largo de su existencia física en la Historia, le confieren a determinadas ciudades sus moradores, muy en especial los artistas —no solo los arquitectos— con su capacidad de leer las líneas profundas de los destinos y fijarlas para una veleidosa posteridad.
Manuel Vázquez Montalbán, que era un escritor rabiosamente urbano, aseguraba en los años finales de su vida que había nacido en una Barcelona y que, ya en el ocaso del siglo XX, moraba en otra que no era la misma siendo la misma. El novelista marcaba como frontera más distintiva entre esos dos estadios citadinos el salto olímpico concretado en 1992. La adecuación de la capital catalana para la cita deportiva, con adecuaciones muy fehacientes, revolucionó la imagen de la ciudad y, al mismo tiempo, borró muchos de los sitios y comportamientos que habían devenido referenciales, marcas de identidad entre las que habían corrido la existencia del escritor. Una Barcelona más abierta al mar, un barrio del Raval tan adecentado que extravió su carácter e incluso su nombre de Barrio Chino, unas Ramblas y un Barrio Gótico cada vez más adecuados como parque temático para turistas (no solo japoneses) ciertamente habían adecentado la ciudad pero sustraído parte de un carácter casi ancestral. Para el creador de Pepe Carvalho, y para el propio personaje novelesco, se había iniciado un proceso que me gusta llamar de “ajenitud” y que ocurre cuando lo raigalmente propio comienza a resultarnos extraño.
En Las geometrías de la memoria, la suma de entrevistas que le realizara Georges Tyrás, el novelista reflexionaba sobre la imagen que al paso del tiempo nos legan las ciudades: “Igual como rasgamos las fotos que no nos gustan y guardamos las que más nos satisfacen, la ciudad tiene una manera selectiva de hacer lo mismo. Al fin y al cabo en una ciudad ves lo que corresponde a los mejores momentos de su historia, que suelen ser aquellos en los que abundaba el dinero”, aseguraba. Y Barcelona, como Madrid, o París o Praga y otras capitales, aun sufriendo los embates de la modernidad, han tenido la fortuna de guardar en pie muchas de sus mejores fotos, preservadas en un álbum armado por memorias individuales y colectivas.
Dos. Mi ciudad, La Habana, también posee esa colección de imágenes magníficas que advierten de lo que fue, y todavía es: una urbe suntuosa y coqueta que, incluso, figura entre las dotadas de alma propia.
Pero la misma idea, tan bella y romántica, de que las ciudades son organismos vivos y móviles puede provocar también una reacción inquietante: porque si así fuera, la ciudad en la que nací, todavía habito y donde desde hace casi medio siglo escribo, ha sufrido ante mis ojos un proceso de “ajenitud” distinto al que percibió Vázquez Montalbán. Y si aceptamos su condición de organismo sintiente, hoy La Habana debería estar profiriendo alaridos de dolor. Lamentos que yo escucho con angustia intelectual y pesimismo ciudadano, pues algunos ya son estertores agónicos.
La otrora deslumbrante capital cubana, que a inicios del siglo XX se propuso convertirse en la Niza de América, es una ciudad con una biografía peculiar. Urbe que durante los primeros tres siglos coloniales se pobló de más fortalezas militares que de grandes iglesias (no en balde su escudo de armas exhibe tres bastiones almenados), su gran crecimiento urbano se comienza a producir en el siglo XIX cuando en la isla, por supuesto, abundaba el dinero —en buena parte debido al espurio comercio de esclavos y al trabajo de estos en las plantaciones cañeras—. Y es entonces cuando se produce en su espacio físico e imaginario un singular proceso de doble vía, pues mientras se concreta el de su construcción física, con sus edificios públicos y privados, calzadas y plazas, también se potencia y hasta financia una intencionada escritura de las novelas (narrativas) que fijarían en el ámbito imaginario una trama humana y psicológica capaz de singularizarla. Semejante proyecto, impulsado en la primera mitad del XIX por mecenas burgueses, resultaba una condición necesaria en la conformación de la imagen propia de un país que aún no poseía la condición de Estado, pues políticamente aún era un territorio del ya desvencijado imperio español de ultramar.
Con palabras y con piedras se forja desde entonces la fisonomía de la ciudad que entra en el siglo XX como capital de la nación independiente y lo hace con ínfulas de modernidad y suntuosidad, cada vez más dispuesta a posar para esas fotos que ni el tiempo ni las desidias han logrado rasgar.
Pero los organismos vivos, como debe ser, corren diversos riegos intrínsecos a su condición: enfermedad, afeamiento, envejecimiento. Su espíritu, por su lado, puede estar aquejado de depresión, desidia, deterioro moral. Y todos esos padecimientos, lamentablemente, hoy los sufre La Habana.
Con la notable excepción de una parte de su casco antiguo, esa Habana Vieja donde en las últimas décadas se concretó un proyecto de rescate de su fondo físico, mi ciudad ha sufrido un visible proceso de deterioro o deconstrucción en virtud del cual se han ido borrando o deformando demasiados sitios de referencia. Ha sido un tránsito en el que los edificios en distintos niveles de deterioro y aquejados por la atávica falta de pintura han sido acompañados por la devastación de las vías, el empobrecimiento de espacios públicos (parques, plazas), el florecimiento de vertederos de desperdicios. Ha sido un fenómeno generado por una mezcla de precariedad económica y desidia institucional y que ha tenido además el efecto de contaminar con su invasiva presencia los comportamientos individuales que se manifiestan en una alarmante pérdida del sentido de urbanidad y de pertenencia ciudadanas, abocando a la villa a ese doloroso estado que provoca sus alaridos.
Junto a esas ruinas, La Habana de hoy exhibe otros rostros que acentúan esa sensación de extrañamiento o ajenitud. El florecimiento de pequeños negocios privados es una de esas señales: desde cafeterías y establecimientos de cierto lujo hasta “candongas” callejeras de resonancias tercermundistas. En las casas, mientras tanto, ahora pululan los carteles ofreciendo la venta de inmuebles que nadie compra, pues los que pudieran hacerlo prefieren emigrar, como los que ofertan sus casas a precios casi ridículos.
Como cualquier organismo vivo, las ciudades reclaman afectos y desde hace décadas La Habana ha recibido pocos con la abundancia exigida. Hoy, tal vez, recibe menos caricias que nunca. Y mi sentido de pertenencia sufre con ese proceso que me hace preguntarme incluso si alguna vez, de tan ajena y por momentos hasta tan hostil, de tan desfigurada y con el alma en pena, yo también dejaré de sentir que La Habana todavía es mi ciudad. Leonardo Padura es escritor y premio Princesa de Asturias de las Letras en 2015.















[ARCHIVO DEL BLOG] La Luna, desde casa. Julio, 1969. [Publicada el 21/07/2018]











Hoy hace cuarenta y nueve años de la llegada del hombre a la Luna. Lo he contado otras veces en el blog. La penúltima hace cuatro años, en el 45 aniversario de la efeméride. En El País del pasado día 11 lo recordaba también la periodista Ana Merino. 
La humanidad y sus grandes pasos estaban representados por aquella huella de un astronauta en la luna, comienza diciendo: Hoy hace 49 años que despegó de Cabo Cañaveral la nave espacial estadounidense Apolo 11con la misión de lograr el primer alunizaje con humanos. El viaje de ida y vuelta se completó en nueve días. En aquel verano de 1969 todos miraban al cielo. En los momentos clave millones de personas se reunieron en torno a las televisiones para ver a los astronautas Armstrong y Aldrin bajarse del módulo lunar y caminar por la zona bautizada como el Mar de la Tranquilidad y que ya vio el astrónomo Galileo Galilei a comienzos del siglo XVII.
El astronauta Collins los acompañó, pero nunca pisó la Luna; a él le tocó observarlos desde el módulo de mando. Sus compañeros llegaron a una superficie con una gravedad seis veces menor que la de nuestro planeta, hicieron decenas de fotografías, clavaron la bandera de Estados Unidos y se llevaron casi 22 kilos de rocas para analizar. A esos intrépidos astronautas insomnes de casi cuarenta años no les preocuparon los riesgos del viaje: tocar aquel cuerpo celeste les convertía en héroes de la historia. Que el hombre llegara a pisar la Luna era un gesto simbólico importantísimo, un tanto político que quería marcar Estados Unidos para dar muestras de su poderío tecnológico y científico, y de paso fastidiar a los soviéticos.
Al presidente Nixon le hubiera encantado que lo recordasen por este episodio de alunizaje humano que coincidió con los inicios de su mandato, pero pudo más el escándalo del Watergate que le obligó a dimitir y le sacó de la órbita política para siempre.
Selene, que ha marcado con sus ciclos el calendario vital de grandes culturas y ha sido un elemento fundamental en muchos mitos, leyendas y religiones, se volvía cercana y desoladora en las pequeñas pantallas de los televisores. En el imaginario popular poder visitarla era solo el primer paso de un futuro lleno de viajes espaciales que nos acercaría a todos los rincones del universo.
La humanidad y sus grandes pasos estaban representados por aquella huella de un astronauta en la Luna. Los niños de los años sesenta y setenta crecimos fascinados con la idea de poder vivir aventuras espaciales. Jugábamos a inventar que detrás del cielo estaba el espacio sideral y que en alguno de sus sistemas habitaban seres inteligentes que querrían conocernos.
Con los años nos dimos cuenta de que nadie vendría. Nuestro pobre planeta ahogado por los residuos y las guerras, con su pequeña humanidad cerrando fronteras, construyendo muros y metiendo a los niños en grandes jaulas, no es el mejor destino para los seres interestelares. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt













El poema de casa día. Hoy, Las piedras, de Tomas Tranströmer (1931-2015)







LAS PIEDRAS

Oigo caer las piedras que arrojamos,
transparentes como cristal a través de los años. En el valle
vuela la confusión de los actos
del instante, vociferantes, de copa
en copa de los árboles, se callan
en un aire más tenue que el presente, se deslizan
como golondrinas desde una cima
a otra de las montañas, hasta
alcanzar las mesetas ulteriores,
junto a las fronteras del ser. Allí caen
todas nuestras acciones
claras como el cristal
no hacia otro fondo
que el de nosotros mismos.

Tomas Tranströmer (1931-2015)
Poeta sueco

 









Las viñetas de hoy

 



























miércoles, 10 de julio de 2024

De la ira mejor que el amor

 






Hola. Buenos días de nuevo a todos y feliz miércoles. Hemos normalizado que el mundo pueda entenderse si se habla del odio y del resentimiento, pero otras emociones positivas parecen proscritas de la crónica política, dice en la primera de las entradas del blog el periodista José Luis Sastre. El archivo del blog de hoy de octubre de 2013, iba de la iglesia católica española y de sus reticencias a la hora de disculparse de su decidido apoyo al régimen franquista. Y el poema de cada día es hoy, titulado Nosotros tenemos todo lo que necesitamos, del poeta croata Ernest Fiser (1943). Y para terminar, como todos los días, las viñetas de humor. Espero que resulten de su agrado. Y sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico, al menos inténtenlo. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos. harendt.blogspot.com











Qué importa el amor si está la ira
JOSÉ LUIS SASTRE
03 JUL 2024 - El País - harendt.blogspot.com

Algunas palabras parecen proscritas de las crónicas más serias, como si con ellas solo pudieran contarse lo banal y lo accesorio; o sea, lo que de verdad importa. Sucede con el amor, por ejemplo, que no suele citarse en las páginas de información política o económica porque qué va a decirnos el amor sobre la vida si tenemos a mano el PIB o la cotización del Ibex-35.
Hemos normalizado que el mundo pueda entenderse si se habla del odio y de la ira y del resentimiento y de un reguero de emociones siempre que sean emociones negativas, pero si probáramos a preguntarnos por el amor o la empatía nos llamarían cursis y cosas peores, como ñoños, que suena mal pese a llevar dos eñes.
Lo mismo le pasa a la solidaridad, que se ha vuelto sospechosa y, a este ritmo, quién sabe lo que acabará ocurriendo con el amor. A nadie le extraña, en cambio, que los análisis más finos y rigurosos se refieran a la ira o a la venganza porque esas son las fuerzas que mueven el mundo si no lo moviera el dinero. Así nos hemos quedado: sin romanticismos ni metáforas, todo es tal cual como parece.
De ahí que fuera tan raro que, el domingo pasado, la palabra en cuestión apareciera en dos artículos que publicó este periódico en sus secciones de Internacional y de Opinión con apenas unas páginas de diferencia. Al tratar la memoria histórica, la escritora Aroa Moreno calificó las exhumaciones de las víctimas de la Guerra Civil como “un acto de amor”, recuperando la expresión de Esther López Barceló. Un poco antes, Thomas L. Friedman aconsejaba al equipo político de Joe Biden que tuviera con el actual presidente “la más dura de las conversaciones; una conversación de amor, claridad y determinación” para pedirle su retirada. Me llamó la atención, porque casi nadie habla del amor o la amistad como elementos que influyan en el debate público ni, menos aún, que propicien la retirada en una carrera presidencial.
El amor sigue explicando la condición humana y todavía es, junto al misterio, el material literario más valioso para las novelas; pero su desaparición de las crónicas políticas —tan entregadas al lenguaje emocional— quizá no se deba tanto a que los ciudadanos seamos más descreídos y menos ingenuos, sino a que está a punto de culminarse la sustitución de las ideas por el interés. Y claro: quién va a querer Shakespeare si tiene al Ibex-35.
Hasta la extraña coincidencia en el periódico de este domingo, la última vez que el tema se había colado con éxito en las portadas fue aquel día en que preguntaron a Corinna Larssen por los 65 millones de euros que le había transferido a su cuenta Juan Carlos I. Ella alegó que había sido un regalo “por gratitud y por amor”. Se olvida a veces lo cerca que quedan el amor y la venganza. José Luis Sastre es periodista.